«El burgués engorda y se anquilosa en la medida en que se hace rico y se acostumbra a usar su riqueza en forma de rentas y, al mismo tiempo, a llevar una lujosa vida de señorón.
¿Acaso no van a seguir actuando en el futuro estas mismas fuerzas?
Sería muy extraño».
Werner Sombart
Eterno sueño
«Lo que más me intriga de ‘El conde de Montecristo’ es el tesoro. La pasión del tesoro es constante en la base de la economía humana, desde que bajamos de los árboles»
Fotograma de una adaptación de ‘El conde de Montecristo’.
No falta mucho para que cumpla 200 años una de las mejores novelas de aventuras que se han escrito jamás. Sigue siendo apasionante y la leen cada año miles de jóvenes en el mundo entero, porque, eso sí, es mejor leerla antes de cumplir los 30 años. Y da igual que sea usted hombre o mujer: que una novela de aventuras dure dos siglos es algo portentoso.
La escribió un personaje que encarna, él mismo, una novela. Alejandro Dumas era nieto de un aristócrata francés residente en Haití y una esclava negra. El padre del novelista e hijo del aristócrata, se hizo famoso bajo el nombre de «el conde Negro» tras combatir en todas las guerras y revoluciones francesas de la época y llegar al generalato como héroe nacional. Su reputación era tan grande que se le erigió una estatua, destruida por los nazis en 1940 porque no podían soportar a un héroe negro.
También Alejandro vivió una vida aventuresca, con episodios históricos como cuando acudió en ayuda de Garibaldi para la liberación de Italia y resultó tan eficaz que, tras la victoria, el gran libertador le nombró jefe de Excavaciones y Museos, en Nápoles. Aunque quizás su mayor orgullo fue cuando, en 1863, tanto el novelista como su hijo, también escritor, vieron sus obras incluidas en el índice de libros prohibidos por la Santa Sede.
La novela a la que hacía referencia al principio es El conde de Montecristo de la que se han hecho decenas de películas y series televisivas de modo que quizás alguien en edad de leer las haya visto. Como suele decirse de la Biblia en la versión de Cecil B. de Mille, es mejor el libro.
Lo que más me intriga de esa novela es el tesoro. Quizás sepan que el asunto de la misma es una venganza maquiavélica y fascinante, pero que habría sido imposible sin una enorme cantidad de dinero. El protagonista, Edmundo Dantès, tras pasar 18 años en las mazmorras de la Isla de If, denunciado falsamente por sus amigos, logra escapar y, una vez libre, hacerse con un tesoro colosal. Una montaña de joyas, monedas de oro, vajillas regias y demás riquezas, acumuladas por un pirata durante años en una cueva marina a la que nunca pudo volver. Ahora van a servir a Dantès para llevar a cabo la destrucción de sus antiguos amigos.
«Lo fascinante del tesoro es que es tan antiguo como la especie humana, lo llevamos en los genes»
El tesoro de Montecristo recuerda los cientos de tesoros que salpican la literatura y no sólo la europea: otro sueño infantil es, por ejemplo, el tesoro de Alí Babá. Porque lo fascinante del tesoro es que es tan antiguo como la especie humana, lo llevamos en los genes. En las leyendas nórdicas, el tesoro de los Nibelungos, el oro del Rin, funda la saga de las riquezas guardadas por diosas fluviales. Es muy celebrado el tesoro de Tutankamón. En las excavaciones de Micenas apareció el llamado «tesoro de Agamenón». Y en los tiempos modernos todavía el anillo de oro (símbolo del poder absoluto) fundará las aventuras de Tolkien. El tesoro es una pieza clave en el desarrollo de la imaginación infantil, y, como dice la canción, hay uno al final del Arco Iris. Parece que el capitalismo no es un fenómeno cultural o histórico, es algo biológico.
Lo cierto es que hay (y sigue habiendo) muchos tesoros reales y verdaderos escondidos durante siglos y a la espera de un descubridor. Los señores y los mercaderes ricos escondían o soterraban sus fortunas durante las épocas de lucha sin cuartel, que fueron casi todas. Aún hoy se descubren vasijas llenas de monedas de oro al construir casas nuevas sobre las ruinas de alguna vieja mansión.
Y si el tesoro es tan antiguo como la misma humanidad, también lo es en nuestros días. Cada año miles de personas acuden a la lotería en busca del tesoro, porque ahora el tesoro ha tomado, como casi todo, una figura estatal y funcionarial. Lo que es evidente no es otra cosa que la pulsión o pasión del tesoro, como constante en la base misma de la economía humana, desde que bajamos de los árboles. Cuenta Werner Sombart en su clásicoEl burgués, es decir, en la historia de los orígenes del capitalismo, que sin el tirón onírico del tesoro sería incomprensible la aparición, en Florencia hacia el siglo XIII, de ese personaje tremendo, el burgués, al que tanto desprecian y atacan quienes no tienen ni idea de lo que dicen. Aunque me juego lo que quieran a que compran décimos cada año.
Edgar Degas. La familia Bellelli. 1858. En uno de sus primeros grandes retratos, el de la familia Bellelli, ya vemos cuán importante es para Degas dejar bien claro lo que siente ante las mujeres del cuadro. Es un cuadro de 1858, cuando el pintor completaba su formación como pintor en Italia. Los retratados son sus tíos, en concreto, su tía Laure, hermana de su padre, que había casado con el barón Gennaro Bellelli, junto a sus dos hijas, Guilia y Giovanna. La imagen nos muestra el salón de una familia burguesa no carente de cierto lujo en el mobiliario y en el alegre papel pintado azul celeste que domina la composición. Sin embargo, las figuras aparecen tristes y desconectadas de la realidad. Precisamente cuando Degas llegó a Florencia, donde vivían, Laure había tenido que marchar a Nápoles para cuidar de su padre, que fallecería poco tiempo después.
En respuesta a sus líneas del 14 último, permítame que le agradezca su amable envío de su trabajo sobre Marx; ya lo leí con mucho interés en el «Archiv» (Trátase del artículo de W. Sombart Contribución a la crítica del sistema económico de Carlos Marx publicado en la revista Archiv für sociale Gesetzgebung und Statistik -«Archivo de la legislación social y estadísticas»-, t. VII, 1894), que me había mandado amistosamente el doctor H. Braun, y me ha alegrado encontrar finalmente tal comprensión de El Capitalen una universidad alemana. Por supuesto, no puedo identificarme con su interpretación de los puntos de vista de Marx.
En particular, me parece que la definición de la noción del valor que se da en las págs. 576 y 577 es demasiado amplia: en primer término, yo la limitaría históricamente, subrayando que es válida para el grado de evolución económica de la sociedad en la que sólo se ha podido y se puede hablar de valor, para las formas de la sociedad en que existe el cambio de mercancías, es decir, una producción mercantil; el comunismo primitivo no conocía el valor. En segundo lugar, me parece que la definición lógica también podría ser más estrecha. Sin embargo, eso nos llevaría demasiado lejos. Lo que usted dice es justo en términos generales.
Pero, en la pág. 586, usted apela a mí personalmente y me ha hecho reír el modo gentil con que usted pone la boca de la pistola en mi pecho. Pero puede estar tranquilo, «no procuraré demostrarle lo contrario». Los razonamientos lógicos con ayuda de los cuales Marx pasa de los diversos valores de P/C = P/(c + v) producidos en las empresas capitalistas aisladas a una cuota de ganancia general igual, son absolutamente ajenos a la conciencia de los capitalistas individuales. Por cuanto estos razonamientos poseen cierta pareja histórica o cierta realidad existente fuera de nuestra conciencia, adquieren esa realidad, por ejemplo, con el paso de las diversas partes constitutivas de la plusvalía producida por el capitalista A por encima de la cuota de ganancia [general], es decir, por encima de su parte en la plusvalía global, al bolsillo del capitalista B, cuya plusvalía «normaliter» (normalmente) es inferior a los dividendos que le tocan. Pero este proceso se opera objetivamente, en las cosas, de modo inconsciente, y sólo ahora podemos formarnos una idea del trabajo que ha costado llegar a la correcta comprensión del mismo. Si para crear la cuota media de ganancia fuese necesaria la colaboración consciente de distintos capitalistas, si el capitalista individual estuviese consciente de que produce plusvalía y en qué proporciones y que, en muchos casos, debe ceder una parte de la misma, la relación entre la plusvalía y la ganancia estaría suficientemente clara desde el comienzo, y Adam Smith o, incluso Petty, la hubieran señalado.
Según la concepción de Marx, toda la marcha de la historia –trátase de los acontecimientos notables– se ha producido hasta ahora de modo inconsciente, es decir, los acontecimientos y sus consecuencias no han dependido de la voluntad de los hombres; los participantes en los acontecimientos históricos deseaban algo diametralmente opuesto a lo logrado o, bien, lo logrado acarreaba consecuencias absolutamente imprevistas. Aplicado a la economía: cada capitalista procura sacar la mayor ganancia. La Economía política burguesa ha descubierto que ese afán de lograr la mayor ganancia tiene como resultado la cuota de ganancia general igual, o sea, la ganancia aproximadamente igual para cada uno de ellos. Pero, ni los capitalistas ni los economistas burgueses se dan cuenta de que el objetivo real de ese afán es, en definitiva, el reparto proporcional en tanto por ciento de la plusvalía global sobre el capital global.
¿Cómo se produce, pues, el proceso de nivelación? Es un problema de extraordinario interés, del que el propio Marx no dice mucho. Pero toda la concepción de Marx no es una doctrina, sino un método. No ofrece dogmas hechos, sino puntos de partida para la ulterior investigación y el método para dicha investigación. Por consiguiente, aquí habrá que realizar todavía cierto trabajo que Marx, en su primer esbozo, no ha llevado hasta el fin. En lo tocante a esta cuestión encontramos indicaciones, ante todo, en las páginas 153-156, tomo III, parte I, que tienen igualmente importancia para la exposición que hace usted de la noción del valor y prueban que este concepto ha poseído o posee más realidad que la que usted le atribuye. En el comienzo del cambio, cuando los productos se fueron transformando paulatinamente en mercancías, se cambiaban aproximadamente con arreglo a su valor. El único criterio de la confrontación cuantitativa del valor de dos artículos era el trabajo invertido para producirlos. En consecuencia, el valor tenía una existencia inmediatamente real. Sabemos que esta realización inmediata del valor en el cambio ha cesado, no existe más. Creo que no le costará mucho trabajo advertir, al menos en rasgos generales, los eslabones intermediarios que llevan desde este valor inmediatamente real al valor bajo la forma de producción capitalista; este último está tan profundamente oculto que nuestros economistas pueden negar tranquilamente su existencia. La exposición auténticamente histórica de este proceso que, hay que reconocerlo, requiere un estudio minucioso de la materia, pero cuyos resultados serían particularmente remunerativos, sería un complemento valioso para El Capital (En mayo de 1895, F. Engels escribió los Apéndices para el tercer tomo de «El Capital»: La ley del valor y la cuota de ganancia y La Bolsa).
Para concluir debo agradecerle una vez más por la buena opinión que tiene de mí y que le lleva a pensar que yo podría hacer del III tomo algo mejor de lo que es ahora. No obstante, no comparto ese juicio y creo que he cumplido con mi deber publicando a Marx en las formulaciones de Marx mismo, aunque, posiblemente, eso obligue al lector a tensar un poco más sus facultades de pensar por su propia cuenta…
Edgar Degas. Retratos en la Bolsa, 1878-79
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C. Marx & F. Engels, Obras Escogidas, en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1974, págs. 532-534, 569.
Edgar Degas, Femmes à la terrasse d’un café, le soir, Pastel, 1877
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EL BURGUÉS
Por Werner Sombart
Prólogo
Este libro intenta exponer la evolución y estructura del espíritu de nuestro tiempo, sirviéndose para ello de la génesis del portador representativo de este espíritu: el burgués.
Con el fin de que el lector no se pierda en ningún momento en las penumbras de lo abstracto, sino que pueda mantenerse siempre en contacto con los conceptos de la vida real, he colocado al hombre en el centro de mis investigaciones, fijando así el título tal como ahora aparece.
Sin embargo, de lo único que vamos a ocuparnos en este estudio es del carácter espiritual de la especie humana «burgués», no de sus relaciones sociales, y eso es lo que expresa el subtítulo.
«La historia espiritual del homo economicus moderno» ha ido creciendo en nuestras manos hasta convertirse en un análisis crítico del espíritu de nuestro tiempo.
Existen muchos ensayos de este tipo, algunos mucho más «ingeniosos» que este libro, pero que precisamente por ello no acaban de satisfacer a nadie ni son capaces de producir un impacto decisivo.
Lo que en mi opinión falta en estos intentos de caracterizar la esencia espiritual de nuestro tiempo es una base amplia de hechos reales, es la fundamentación de los análisis psíquicos con materiales históricos.
El libro que el lector tiene en sus manos intenta llenar esta laguna, y para ello he tenido que acumular más elementos documentales de lo que habría sido mi deseo.
Pero si queremos desentrañar problemas de tan honda raigambre como la estructura psíquica de nuestro tiempo, nos hemos de acostumbrar a que la infinita diversidad del curso real de los acontecimientos actúe sobre nuestros sentimientos y reflexiones.
Las intuiciones geniales jamás conducen a un entendimiento profundo de la esencia de las conexiones históricas, únicas capaces de proporcionar la comprensión del «espíritu de una ероса».
Pero este libro tampoco quiere renunciar a interpretar de manera lógica los datos históricos, trenzando con ellos una curiosa guirnalda de pensamientos e ideas.
La mera acumulación de materiales tampoco podría, a buen seguro, satisfacer a nadie.
Que el lector decida si el cauce de este libro discurre felizmente, como es mi intención, entre los dos extremos de lo que acertadamente Vischer ha denominado el exceso de datos y el exceso de conceptos.
Mittel-Schreiberhau, 12 de noviembre de 1913
WERNER SOMBART
Edgar Degas. Retratos de Edmondo y Thérèse Morbilli, 1865.
El Burgués, Cap. 29, «Conclusiones»
OJEADA RETROSPECTIVA Y MIRADA AL FUTURO
La imagen que obtenemos entonces de la esencia y evolución del burgués es la siguiente: El fundamento de todo el proceso, la base inamovible que determina en última instancia todas las características de este acontecer histórico, es aquel grupo étnico, unívocamente marcado por las cualidades innatas de sus elementos, así como por su composición, que fue protagonista de la historia europea desde la caída del Imperio romano.
En estos pueblos vemos actuar desde el momento de su aparición dos poderosos impulsos: la sed de oro y el espíritu de empresa, que no tardarán en fundirse en uno solo.
De esta unión nacen potentes órganos de índole económica, pero sobre todo surge el Estado moderno, y con él un importante instrumento de promoción del espíritu capitalista: la heterodoxia.
Esta, a su vez, presupone otra característica fundamental del alma popular europea: su profunda necesidad religiosa.
Por Werner Sombart
Edgar Degas. La mujer del jarrón. Retrato de Mlle. Estelle Musson Degas, 1872
Me imagino que el lector que haya tenido la paciencia de leer este libro hasta el final habrá sido víctima de cierta sensación de agobio. La enorme cantidad de material nuevo, los numerosos puntos de vista y planteamientos bajo los que hemos elaborado este material tienen que despertar al principio una sensación de inquietud e incomodidad que resulta martirizante. En la discusión de problemas científicos nos invade siempre cierto desasosiego cuando desaparece, por así decirlo, el suelo bajo nuestros pies, y esto ocurre en el instante en que desaparece o pierde validez la cómoda fórmula bajo la cual habíamos ordenado la multiplicidad de fenómenos. Al principio creemos ahogarnos en ese inmenso mar de materiales, hasta que nos afirmamos de nuevo en otra parte…, o aprendemos a nadar.
Este libro ha roto por completo con las fórmulas destinadas a explicar la esencia y génesis del espíritu capitalista, por no hablar de las consignas simplificadoras que abundan en el capítulo dedicado al «burgués» en la literatura socialista; incluso hipótesis tan ingeniosas como las de Max Weber son insostenibles. Y como yo, por mi parte, no puedo poner otras fórmulas en lugar de las antiguas, estoy seguro de que muchos cerrarán este libro insatisfechos.
¿Se puede decir que el libro carezca por ello de valor? Un refrán ingenioso dice: Un buen libro es aquél cuyo contenido puede resumirse en una sola frase. En nuestro caso esto es imposible, como no fuera que se me permitiese una frase así: El problema del espíritu capitalista, de su esencia y de su origen es extraordinariamente complejo, infinitamente más de lo que se ha supuesto hasta hoy y de lo que yo mismo había creído.
Pero a pesar de que el resultado de estas exploraciones sólo puede ser el haber contribuido a una mejor comprensión de la problemática del tema, quisiera aprovechar estas últimas líneas para disipar (o al menos apaciguar) esa inquietud o insatisfacción en la que he sumido al lector. No voy a poner en sus manos una simple fórmula que le dispense de continuar con el estudio del tema, pero sí voy a trazar una especie de mapa con cuya ayuda pueda orientarse mejor en este laberinto.
Lo que más contribuye a despertar esa sensación de desasosiego es la multiplicidad de causas a que he achacado el origen del espíritu capitalista. Muchos críticos sagaces me han insinuado ya, a propósito de mis anteriores investigaciones, que intente establecer algo así como una jerarquía de causas. Es decir, que no me contentase con enumerar las muchas causas que han contribuido a la constitución de un determinado fenómeno histórico, sino que señalara también en qué relación de subordinación se encuentran unas con respecto a las otras.
Pero a mí me parece una empresa totalmente inútil intentar establecer ese orden, refiriendo todas las causas que se encuentran en juego a una causa fundamental, a una causa causans. En el curso de esta exposición he intentado demostrar en diversas ocasiones, a la vista de los hechos, que dado el estado actual de nuestros conocimientos es imposible abordar una empresa de este tipo en el sentido, por ejemplo, del materialismo histórico. Sinceramente, no me siento capacitado para oponer a la explicación causal estrictamente económica una interpretación unitaria, de forma que, si quiero atender a la necesidad de establecer una jerarquía entre las diversas causas, tendré que contentarme con resumir el conjunto de causas actuantes en un todo unitario de acontecimientos históricos, en el cual algunas de las causas señaladas aparezcan subordinadas entre sí, pero otras aparezcan coordinadas. Estas causas coordinadas son aquellas que pueden ser calificadas también de «sucesos accidentales», pero tan imprescindibles para el resultado total como las necesarias, es decir, las que resultan necesariamente de condiciones dadas.
La imagen que obtenemos entonces de la esencia y evolución del burgués es la siguiente: El fundamento de todo el proceso, la base inamovible que determina en última instancia todas las características de este acontecer histórico, es aquel grupo étnico, unívocamente marcado por las cualidades innatas de sus elementos, así como por su composición, que fue protagonista de la historia europea desde la caída del Imperio romano. En estos pueblos vemos actuar desde el momento de su aparición dos poderosos impulsos: la sed de oro y el espíritu de empresa, que no tardarán en fundirse en uno solo. De esta unión nacen potentes órganos de índole económica, pero sobre todo surge el Estado moderno, y con él un importante instrumento de promoción del espíritu capitalista: la heterodoxia. Esta, a su vez, presupone otra característica fundamental del alma popular europea: su profunda necesidad religiosa.
Estas mismas fuerzas impelen a los pueblos a emprender conquistas y aventuras incluso en tierras extrañas; allí descubren inesperadamente ricos yacimientos de metales preciosos que reaniman su espíritu emprendedor y avivan su sed de oro; en otros lugares surgen colonias que se convierten en auténticos viveros de espíritu capitalista.
Originariamente, el espíritu de empresa era patrimonio privado de los grandes señores, entre los cuales adquirió un tinte autoritario; con el paso del tiempo la ambición de adquirir dinero por medio de empresas económicas se extiende a clases más amplias de la población, pero los métodos son distintos: no se recurre a la violencia, sino al camino pacífico de las negociaciones. Poco a poco se va viendo que en esta empresa un espíritu de buen administrador, un espíritu ahorrativo y calculador, puede rendir grandes servicios.
Si bien este espíritu negociante de carácter burgués, que se abrió camino por métodos pacíficos, acabó adueñándose de todos los pueblos, hubo ciertos grupos étnicos en los que el espíritu general se desarrolló desde un principio con mayor rapidez y decisión. Estos grupos son los etruscos, los frisones y los judíos, cuya influencia fue ganando importancia conforme la mentalidad del empresario capitalista se iba aproximando a la del comerciante burgués.
Aunque en los comienzos de este proceso las diversas corrientes fluyen una junto a otra, en el curso posterior terminan uniendo sus aguas: en el empresario capitalista confluyen el héroe, el comerciante y el burgués. Pero a medida que se acercan al valle, las aguas van tomando cada vez más el color del comerciante burgués y perdiendo la componente del héroe. Esto responde a varias causas; concretamente, al desarrollo de un ejército profesional, a la autoridad de las fuerzas morales (especialmente de la religión, a la que tanto conviene precisamente el cultivo del carácter burgués) y, por último, a la mezcla de sangre, que otorga la supremacía a la sangre del comerciante. En resumen, se trata del simple hecho de que el carácter heroico sólo se da en unos cuantos escogidos y de que una institución que se extiende por doquier tiene que fundarse necesariamente en la masa de instintos y aptitudes propios del pueblo.
El desarrollo del espíritu capitalista prosigue su camino, en el que podemos distinguir claramente dos etapas: hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, y desde entonces hasta nuestros días. En aquella primera época, que comprende la era del capitalismo temprano, el espíritu capitalista tiene un carácter vinculado; en la segunda, un carácter esencialmente libre. Los vínculos a que nos referimos provenían de la moral y de las buenas costumbres, tal como predicaban sobre todo las religiones cristianas.
La empresa capitalista, orientada como está a la obtención de beneficios, alberga en sus entrañas la tendencia a un afán de lucro desenfrenado y desconsiderado. El desarrollo efectivo de esta tendencia es obra, principalmente, de los siguientes factores:
1.º, la Ciencia de la Naturaleza, nacida de las profundidades del espíritu romano-germano, que ha hecho posible el advenimiento de la técnica moderna;
2.º, la Bolsa, nacida del espíritu judío. La unión de la técnica moderna con la institución moderna de la Bolsa fue la que proporcionó el marco dentro del cual pudo realizarse ese anhelo de infinitud que caracteriza al afán de lucro capitalista.
Este proceso de emancipación encontró un fuerte apoyo en los siguientes elementos:
3.º, la influencia que el mundo judío empieza a ejercer en la vida económica europea a partir del siglo XVII. Obrando por impulsos innatos, el mundo judío pone en práctica una actividad desenfrenada y toma como único punto de mira el afán de lucro; en este empeño no se vio obstaculizado sino apoyado por su religión. Los judíos han actuado en el desarrollo del capitalismo moderno como elemento catalizador;
4.º, las ligaduras que la moral y las buenas costumbres habían impuesto al espíritu capitalista durante la primera época de su desarrollo se aflojaron al debilitarse el sentimiento religioso en los pueblos cristianos, y, por último,
5º, terminaron por desaparecer en el extranjero, a donde las emigraciones habían conducido precisamente a los sujetos económicos más capaces.
Y así creció y creció el capitalismo.
Ahora el gigante campa por sus respetos, sin sujeción alguna, arrasando todo lo que se interpone en su camino.
¿Qué traerá el futuro?
Quien opina que el gigante capitalismo está destruyendo la naturaleza y las personas, seguramente espera que llegue el día en que se le pueda volver a encadenar y encerrar tras las rejas que derribó al despertar. También se ha pensado en hacerle entrar en razón a base de argumentos éticos. Yo, por mi parte, creo que tales intentos están condenados desde un principio al más rotundo fracaso. Este gigante, que ha hecho saltar en pedazos las férreas cadenas de las religiones ancestrales, no va a dejarse maniatar sin más por los hilos de seda de una doctrina estilo Weimar-Königsberg. Lo único que puede hacerse, en tanto no se quiebre la fuerza del gigante, es tomar medidas protectoras para la seguridad del cuerpo y del alma, de bienes y haciendas; afrontar extintores de incendios en forma de leyes de protección de los trabajadores, de los hogares y similares, y confiar su manejo a un equipo de hombres bien organizado para sofocar las llamas que amenazan destruir las apacibles cabañas de nuestra cultura.
Pero, ¿es que su carrera va a durar eternamente? ¿No se desplomará, rendido de cansancio? Creo que así ocurrirá. Creo que en la naturaleza misma del espíritu capitalista se esconde una tendencia que aspira a corromperle y sofocarle desde su interior. A lo largo de este libro hemos tropezado en diversas ocasiones con tales derrumbamientos del espíritu capitalista: en el siglo XVI, en Alemania e Italia; en el XVII, en Holanda y Francia, y en el XIX, en Inglaterra. Por más que hayan contribuido circunstancias especiales a estos colapsos, ha sido aquella tendencia inherente a todo espíritu capitalista la que ha dado lugar a estos fenómenos; y esta tendencia seguirá actuando en el futuro. Lo que siempre ha quebrantado el espíritu de empresa, sin el cual no puede darse ningún espíritu capitalista, ha sido la caída en un sistema de rentas estático y la aceptación de las formas de vida señoriales. El burgués engorda y se anquilosa en la medida en que se hace rico, y se acostumbra a usar su riqueza en forma de rentas y, al mismo tiempo, a llevar una lujosa vida de señorón. ¿Acaso no van a seguir actuando en el futuro estas mismas fuerzas? Sería muy extraño.
Pero en nuestros días el cordón umbilical del espíritu capitalista se ve cortado también por otro punto: la creciente burocratización de nuestras empresas. Lo poco que deja el rentista se lo lleva el burócrata, pues en una auténtica empresa burocrática, en la que no sólo se mecaniza el racionalismo económico, sino también el espíritu de empresa, apenas queda sitio para el espíritu capitalista.
Y probablemente se verá acosado desde una tercera dirección: con el progreso de la «cultura» disminuye forzosamente la tasa de natalidad, que en último término llegará a ser inferior a la de mortalidad. Ninguna Lex Papia Poppaea, ningún entusiasmo nacional o religioso, ninguna tendencia es capaz de detener este proceso. Pero con la disminución del exceso de nacimientos se le agota el oxígeno al capitalismo, pues sólo gracias al rápido incremento demográfico de los últimos cien años ha sido posible su descomunal desarrollo.
Qué es lo que vendrá cuando el espíritu capitalista pierda su actual energía no nos interesa aquí. Quizá el gigante, ya ciego, sea condenado entonces a tirar del carro democrático de la cultura. Pero quizá sea también la hora del ocaso de los dioses. Llegado ese momento, el oro volverá a las aguas del Rin.
¿Quién lo sabe?
Edgar Degas. Thérèse Degas, 1863
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EL BURGUÉS: CONTRIBUCIÓN A LA HISTORIA ESPIRITUAL DEL HOMBRE ECONÓMICO MODERNO (1913)
Werner Sombart es, cosa que no vamos a descubrir aquí y ahora, uno de los historiadores más competentes de nuestro siglo. Uno de esos hombres que gustaba llegar, a través de sus trabajos de investigación, hasta lo más entrañable de la vida del ser humano. He aquí, esencialmente, la razón primordial que le animó a la redacción de estas páginas. Páginas, sin duda, significativas, esclarecedoras y trascendentes en grado sumo que giran en torno de una de las clases sociales —la burguesía— que, para bien o para mal, casi siempre ha estado presente en la hora suprema de decidir el destino político, social y económico del resto de la estirpe humana.
No se trata, y conviene advertirlo desde ya mismo, de una obra en la que se conjugan únicamente los valores espirituales. Por el contrario, y en esto consiste la sorpresa que el docto historiador depara al futuro lector de estas páginas, sobre la interpretación espiritual o aristocrática de la clase burguesa predomina —intencionalmente—, precisamente, lo que más alejado podía estar de la mente del lector: la interpretación económica de la significación de la clase burguesa.
Claro está, casi es obvio el recordarlo, que el eminente historiador se apresura a subrayar que, en rigor,
«en lenguaje metafórico podríamos hablar de la vida económica como compuesta de un cuerpo y de un alma».
Las formas en que se desenvuelve la vida económica —formas de producción, de distribución, organizaciones de todas clases, en cuyo marco el hombre satisface sus necesidades económicas— constituirían el cuerpo económico, del que también formarían parte las condiciones externas. A este cuerpo se contrapone el espíritu económico, el cual comprende el conjunto de facultades y actividades psíquicas que intervienen en la vida económica: manifestaciones de la inteligencia, rasgos de carácter, fines y tendencias, juicios de valor y principios que determinan y regulan la conducta del hombre económico.
Tomo, pues —nos advierte el profesor Werner Sombart—, este concepto en su sentido más amplio y no lo limito, como ocurre tan a menudo, al ámbito de la ética económica, es decir, a lo moralmente normativo en el terreno de lo económico. En realidad, esto constituye sólo una parte de lo que denomino el espíritu de la vida económica. Los elementos espirituales que podemos detectar en las acciones económicas son de dos clases.
Por una parte, se trata de facultades psíquicas o de máximas generales que sólo revisten una importancia especial dentro de las fronteras de una rama determinada de la actividad: la prudencia o la energía, la honradez o la veracidad. Por otra parte, se trata de manifestaciones psíquicas que no aparecen sino en relación con procesos económicos (lo que no excluye, claro está la posibilidad de referirlas a facultades o principios generales): la aptitud específica para el cálculo, la aplicación de un método concreto de contabilidad, etc.
En todas las épocas, a juicio del autor de las páginas que comentamos, ha estado presente —intensamente latente— una honda preocupación por lo económico. En efecto —incluso en ciertos momentos en los que lo económico daba la impresión de no primar en absoluto , indica el eminente historiador,
«el hombre precapitalista es el hombre natural, el hombre tal y como ha sido creado por Dios, el hombre de cabeza firme y piernas fuertes, el hombre que no corre alocadamente por el mundo como nosotros ahora, sino que se desplaza pausadamente, sin prisas ni precipitaciones. Y su mentalidad económica no es difícil de descubrir, puesto que se deriva directamente de la naturaleza humana».
Pero, justamente, ya en ese momento, la preocupación por lo económico comenzaba a vibrar… Para el autor del libro, objeto de nuestra atención, es obvio, quiérase o no, que toda economía precapitalista y preburguesa es una economía de gasto.
La necesidad misma —la necesidad del individuo— no viene fijada por el capricho del individuo, sino que en el transcurso de los tiempos ha ido tomando en los diferentes grupos sociales una magnitud y una forma determinadas, que aparecen ahora como dadas
¿Qué quiere decir esto…? El propio historiador nos responde: la necesidad misma —la necesidad del individuo— no viene fijada por el capricho del individuo, sino que en el transcurso de los tiempos ha ido tomando en los diferentes grupos sociales una magnitud y una forma determinadas, que aparecen ahora como dadas.
Tal ocurre con la idea del «sustento según la posición social» que domina en toda conducta económica precapitalista. Lo que la vida había ido moldeando en el curso de una lenta evolución recibe después de las autoridades del Derecho y de la moral su consagración como precepto.
En la doctrina tomista la idea del sustento según la posición social constituye un elemento fundamental: es necesario que las relaciones de la persona con el mundo externo de los bienes se sometan en alguna forma a una limitación y a una norma. Esta norma, efectivamente, constituye el sustento según la posición social. Consecuentemente, el sustento ha de ser conforme al rango o posición del individuo. Ha de ser, pues, de naturaleza y magnitud distintas en las diversas clases sociales.
Con esto quedan diferenciados radicalmente los dos estratos cuya forma de vida caracterizará la existencia precapitalista: los señores y la masa del pueblo, ricos y pobres, caballeros y campesinos, artesanos y tenderos, los que llevan una vida libre e independiente exenta de esfuerzos económicos, y aquellos que ganan el pan con el sudor de su frente: «los individuos económicos».
Llevar una «existencia señorial» significa vivir en la opulencia y dar ocupación a un gran número de personas; significa pasar los días en guerras y cacerías, y consumir las noches en divertidas tertulias de alegres bebedores, jugando a los dados, o en los brazos de bellas mujeres
Llevar una «existencia señorial» significa vivir en la opulencia y dar ocupación a un gran número de personas; significa pasar los días en guerras y cacerías, y consumir las noches en divertidas tertulias de alegres bebedores, jugando a los dados, o en los brazos de bellas mujeres. Significa erigir palacios y levantar iglesias, desplegar toda clase de boato y ostentación en los torneos y demás ocasiones festivas; significa una vida de lujos en la medida que lo permitan los medios y aun por encima de éstos.
A este ritmo los gastos resultan siempre mayores que los ingresos. Hay que procurar, pues, que éstos aumenten en proporción a aquéllos. El intendente tiene que elevar los impuestos que gravan a los campesinos y el administrador tiene que subir las rentas; o bien se buscan, como veremos más adelante —nos promete el autor—, fuera del marco normal de la actividad lucrativa los medios para cubrir el déficit.
«El señor desprecia el dinero. Se trata de algo sucio como sucia es toda la actividad lucrativa. El dinero está para gastarlo».
No le falta, pues, la razón al profesor Werner Sombart cuando puntualiza que entre los hombres de la economía precapitalista estaba tan poco desarrollada la capacidad volitiva como la energía intelectual. Esto lo demuestra ya el lento ritmo de la actividad económica. Ante todo y sobre todo, trata de eludirla en la medida de lo posible. La menor ocasión de «holganza» es bien aprovechada.
Por la actividad económica sienten lo mismo que el niño por la escuela, que no acude a ella más que cuando no le queda otro remedio. Ni el menor rastro de amor a la economía o a la actividad lucrativa. Esta, principalmente, es la característica definitoria del buen burgués.
La característica fundamental de la existencia precapitalista, nos dice el autor de este libro, es la de la tranquila seguridad, como corresponde a toda vida orgánica. Ahora hay que mostrar de qué modo esa tranquilidad se convierte en desasosiego, de qué manera evoluciona la sociedad hasta pasar de un estado esencialmente estático a una disposición fundamentalmente dinámica.
De qué modo esa tranquilidad se convierte en desasosiego, de qué manera evoluciona la sociedad hasta pasar de un estado esencialmente estático a una disposición fundamentalmente dinámica
El espíritu que lleva a cabo esta transformación, que convierte en ruinas el viejo mundo, es el espíritu capitalista, como he dado en llamarlo por el sistema económico en que anida. Es el espíritu de nuestros días. El mismo que anima tanto al financiero norteamericano como al aviador, que domina nuestro ser por entero y rige la historia del mundo.
Por eso mismo, con cierto e innegable matiz dogmático, el profesor Werner Sombart afirma que
«si no toda la historia europea, al menos la del espíritu capitalista, tuvo su principio en la lucha de dioses y hombres por la posesión del oro nefasto».
Conocemos además —nos dice— numerosas declaraciones de los siglos XV y XVI que atestiguan que el dinero había empezado a ocupar su posición dominante en todo el Occidente europeo. Pecuniae obediunt omnia, se queja Erasmo; «el dinero es el dios de la tierra», anuncia Hans Sachs. Digno de compasión llama Wimpheling a su tiempo, en el que ha comenzado el imperio del dinero.
Pero Colón celebra, sin embargo, en una famosa carta a la reina Isabel, las excelencias del dinero con estas elocuentes palabras:
«El oro es excelentísimo, con él se hace tesoro y con el tesoro quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega que echa las ánimas al paraíso».
Los síntomas, de los cuales podemos deducir un incremento cada vez más rápido de la codicia, una mammonificación de la vida, no cesan de aumentar: los cargos se ponen en venta, la nobleza se emparenta con la enriquecida crápula, los Estados centran su política en el incremento del dinero efectivo (mercantilismo), las prácticas para la adquisición de fondos son cada vez más numerosas y sutiles, etc.
Sería infantil, subraya el docto historiador de cuyo libro nos venimos ocupando, creer que la pasión por el oro y la avidez de dinero han actuado de manera tan inmediata sobre la vida económica capitalista. La génesis de nuestro moderno sistema económico y, especialmente de la moderna mentalidad económica, no ha sido ni rápida ni sencilla.
El creciente afán de lucro no tuvo en un principio ninguna influencia sobre la vida económica. Se buscaba conseguir dinero y oro fuera de los cauces de la actividad económica ordinaria, incluso en detrimento de la misma, que era a menudo descuidada y pospuesta. Al ingenuo campesino, al zapatero e incluso al comerciante no se le ocurría pensar que su propia labor cotidiana pudiera servirle para conseguir riquezas y tesoros.
Curiosamente, en los siglos pasados —¿acaso no acontece lo mismo en nuestro tiempo…?—, quien contaba con recursos monetarios gozaba de una situación especial. No necesitaba ni robar ni refugiarse en la magia. Se le ofrecían diversas oportunidades de aumentar su dinero con la ayuda del propio dinero: a la persona de temperamento frío, el préstamo de dinero; a la de naturaleza fogosa, el juego. Y en ambos casos sin necesidad de aliarse con otros para una acción conjunta, pudiendo quedarse en casa encerrado en solitaria clausura: él era el único y exclusivo artífice de su fortuna.
Todo el mundo sabe, desde que llamé la atención sobre ello —especifica el profesor Werner Sombart— en mi Moderner Kapitalismus, la extraordinaria importancia que ha tenido el préstamo privado durante toda la Edad Media y hasta nuestros días. Puede, por tanto, afirmarse que el préstamo ha sido, sin duda alguna, la fuente inicial del proceso de nacimiento y hegemonía de la clase burguesa. El proceso ascensional de la clase burguesa alcanza su máximo período de esplendor cuando, precisamente, se constituyen en auténtico soporte del propio Estado.
Es el momento, denuncia el autor de estas páginas, en el que es preciso despejar el dilema de saber utilizar —recíprocamente— las ventajas que reporta la unión de la burguesía con el Estado: hay que saber aprovechar o utilizar en beneficio propio, independientemente de que este poder resida en el derecho inmediato de libre disposición sobre personas y cosas, o en la influencia que de manera indirecta pueda ejercerse, por ejemplo, en favor de una compra ventajosa o de una venta afortunada, es decir, mediante la obtención de privilegios, concesiones, etc.
De esta forma se origina una nueva e importante modalidad de empresa feudal-capitalista. A menudo, pues, vemos cómo aristócratas influyentes se asocian con capitalistas burgueses o incluso con inventores pobres en una empresa común: el cortesano se ocupa entonces de los derechos necesarios de libertad y protección, mientras que el otro se encarga de proporcionar las ideas o el dinero.
Tales asociaciones son muy frecuentes en Francia e Inglaterra, particularmente durante los siglos XVII y XVIII. En conclusión: en numerosos puntos de la vida económica europea hallamos al señor feudal participando en la construcción del sistema capitalista, hecho que por sí sólo nos autoriza ya a considerar a aquél como un tipo especial de empresario capitalista.
Esta impresión relativa a la significación del señor feudal para la marcha del desarrollo capitalista se ve reforzada si tenemos presente que también una parte considerable del capitalismo colonial nació del espíritu feudal. Es por entonces cuando, desgraciadamente, surge la gran figura, profundamente nefasta, para cualesquiera sistema económico —tanto del pasado, del presente y del porvenir—: el especulador.
La nota característica de esta figura, de las muchísimas que le caracterizan (todas negativas), es la de haber advertido el individuo-especulador que en su interior yacía un manantial de auténtico poder: la fuerza sugestiva de su dinero, gracias a la cual, en efecto, pueden llevarse a feliz término ciertos planes.
A veces, las más, el especulador no es un hombre inmensamente rico, sino, por el contrario, juega sus mínimas posibilidades a serlo: el especulador, nos indica el autor de estas páginas, sueña ardientemente con ver culminada por el éxito su feliz empresa. Se imagina ya como un hombre rico y poderoso, al que todo el mundo honra y celebra por las gloriosas acciones realizadas, que él mismo deja crecer desorbitadamente en su fantasía.
Primero hará esto, después terminará aquello, dará vida a todo un sistema de empresas, llenará el orbe con la gloria de sus obras. Sueña con lo titánico. Vive en un continuo estado de delirio. La exageración de sus propias ideas le estimula una y otra vez y le mantiene en movimiento constante. Su estado de ánimo general es de un lirismo entusiasta.
Ciertamente, la figura del especulador—que alcanzado su triunfo se transforma en inexorable burgués— entraña cierto matiz onírico, puesto que, efectivamente —subraya el profesor Werner Sombart—, cuanto más difícil sea aprehender el proyecto de la empresa especuladora, cuanto más generales sean sus posibles resultados, más apropiado será para el especulador, mayores prodigios podrá producir el espíritu de especulación.
De ahí que las grandes empresas bancarias para el comercio ultramarino y de transporte (la construcción de los ferrocarriles, los canales de Suez y de Panamá) hayan sido desde un principio y continúen siendo hasta la fecha objeto especialmente apropiado para la actividad especulativa. Antes de poner punto final el autor a su interesante libro nos depara toda una serie de interrogantes que, en verdad, demandan una serena meditación, a saber: ¿es el espíritu burgués algo que se lleva en la sangre?
¿Debemos ver entonces en una determinada predisposición congénita o en una «naturaleza» particular una de las fuentes (o quizá la fuente) del espíritu capitalista?
O en otro caso, ¿qué importancia le corresponde a dicha predisposición en la génesis y desarrollo de este espíritu?
¿Existen personas burguesas «por naturaleza» que se distingan por ello de las demás? ¿Debemos ver entonces en una determinada predisposición congénita o en una «naturaleza» particular una de las fuentes (o quizá la fuente) del espíritu capitalista? O en otro caso, ¿qué importancia le corresponde a dicha predisposición en la génesis y desarrollo de este espíritu?
Para encontrar respuesta a estas preguntas, nos indica el ilustre historiador desaparecido, hemos de tener presentes los factores y circunstancias siguientes: no hay duda de que todas las manifestaciones del espíritu capitalista responden, igual que todo estado o proceso anímico, a determinadas «predisposiciones» psíquicas, es decir, a una constitución primigenia y heredada del organismo,
«merced a la cual éste posee la aptitud y la tendencia hacia determinadas funciones o la inclinación a ciertos estados».
En mi opinión, subraya una vez más el eminente profesor, es indudable que todas las manifestaciones del espíritu capitalista, es decir, de la constitución psíquica del burgués, descansan en «predisposiciones» hereditarias.
Esto es válido tanto para las voliciones afectivas como para la capacidad «instintiva», para las virtudes burguesas como para las diversas aptitudes adquiridas: todas ellas han de tener como substrato cierta «disposición» psíquica, sin que haya necesidad de especificar (porque carece de importancia para estas observaciones nuestras) si dichas «disposiciones» psíquicas responden o no a características físicas (somáticas) y, en su caso, hasta qué punto y en qué forma.
La pregunta que hemos de hacernos ahora es si las «predisposiciones» para los estados del espíritu capitalista son universalmente humanas, es decir, si son propias de todos los hombres por igual.
«Por igual» desde luego no, pues no hay dos hombres que tengan «la misma» predisposición en un terreno espiritual concreto, ni siquiera cuando se trata de cualidades típicamente humanas, como, por ejemplo, la aptitud para el aprendizaje de un idioma, que poseen todos los hombres normales. En definitiva:
«en todo perfecto burgués habitan dos almas: el alma de empresario y el alma de burgués propiamente dicho, cuya conjunción da el espíritu capitalista».
A juicio del profesor Werner Sombart, quien cae en el pozo de la burguesía puede, en rigor, perder toda esperanza de salir del mismo, puesto que, en verdad,
«el burgués engorda y se anquilosa en la medida en que se hace rico y se acostumbra a usar su riqueza en forma de rentas y, al mismo tiempo, a llevar una lujosa vida de señorón. ¿Acaso no van a seguir actuando en el futuro estas mismas fuerzas? Sería muy extraño».
Familia burguesa (Panamá)
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[José María NIN DE CARDONA. «Werner Sombart: El burgués: contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno. Versión española de María Pilar Lorenzo y Miguel Paredes. Alianza Universidad. Madrid, 1976, 371 págs.» (reseña), in Revista de Estudios Políticos (Madrid), nº 216, 1977, pp. 348-353]
Edgar Degas (1834-1917). Madame Jeantaud delante de un espejo, 1875
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IMAGEN PRINCIPAL
Rue de La Paix, de Jean Béraud (1900).
Béraud (San Petersburgo, 1849-París, 1935) fue un pintor que representó con sumo detalle y belleza la fascinante vida moderna parisina de la Belle Époque.
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