LA FASE CRÍTICA DE LA HUMANIDAD: Perder la identidad

Perder la identidad

«Espera veneno del agua estancada»

William Blake

 

DESPERTAR Y PROGRESO, por W. B. Yeats

«Sólo en el despertar de una nación consigue un gran número de hombres comprender que mucho más importante que la diversión es la inteligencia de lo que son la vida y el destino.

Las razas nuevas comprenden de una manera instintiva que las revelaciones antiguas no bastan a explicarlo todo, y que toda vida es en sí misma revelación que empieza siendo milagro y entusiasmo y que se apaga en la medida en que se va transformando en lo que erróneamente hemos tomado por progreso.

Constituye una ilusión creer que la educación, el suavizamiento del trato y el refinamiento de las leyes son capaces de crear nobleza y belleza; y que la vida avanza de un modo lento y constante hacia algo perfecto.

El progreso es milagro; y es súbito, repentino, porque todo milagro es obra de una energía omnipotente; mientras que la naturaleza no posee en sí misma otro poder que el de morir y olvidar».

Filosofía Digital, 2008

Progreso, carátula de un disco de Kinmakirú

 

Dionisio el Aeropagita escribió que «El ha establecido la frontera de las naciones de conformidad con Sus ángeles». Son esos ángeles, cada uno de los cuales viene a ser el genio de una raza que ha de ir descubriéndose, los fundadores de las tradiciones intelectuales; y de la misma manera que los enamorados comprenden desde la primera manera que entre ellos se cruza lo que ha de ocurrirles, y tal y como poetas y músicos abarcan en el primer impulso de su inspiración toda su obra, también las razas profetizan en su despertar todo cuanto las generaciones que ha de prolongar sus tradiciones realizarán en detalle.

Sólo en ese despertar de una nación consigue un gran número de hombres comprender que mucho más importante que la diversión es la inteligencia de lo que son la vida y el destino -así ocurrió en la Grecia antigua, en la Inglaterra isabelina y en la Escandinavia contemporánea.

En Londres, ciudad en la que se congregan todas las tradiciones para morir, el público muestra repugnancia a aquellas obras de las que se le dice que son literatura, porque las gentes no toleran la superioridad espiritual; pero en Atenas, ciudad en la que nacieron muchísimas tradiciones intelectuales, Eurípides consiguió en cierta ocasión cambiar la hostilidad en entusiasmo al preguntar a los espectadores si le correspondía a él darles lecciones o les correspondía a ellos dárselas a él.

Las razas nuevas comprenden de una manera instintiva -porque el porvenir les habla a gritos- que las revelaciones antiguas no bastan a explicarlo todo, y que toda vida es en sí misma revelación que empieza siendo milagro y entusiasmo y que se apaga en la medida en que se va transformando en lo que erróneamente hemos tomado por progreso.

Yo creo que constituye en nosotros una ilusión creer que la educación, el suavizamiento del trato y el refinamiento de las leyes -imágenes innumerables de una luz que decae- son capaces de crear nobleza y belleza; y que la vida avanza de un modo lento y constante hacia algo perfecto.

El progreso es milagro; y es súbito, repentino, porque todo milagro es obra de una energía omnipotente; mientras que la naturaleza no posee en sí misma otro poder que el de morir y olvidar. Si nos ponemos a estudiar nuestra propia mente, llegamos a comprender, como Blake lo comprendió, que 

«toda porción de tiempo inferior a un latido equivale a seis mil años, porque en ese período de tiempo queda hecha la obra del poeta; y porque en el tiempo del latido de una arteria arrancan y son concebidos todos los grandes acontecimientos que han de realizarse en el tiempo».

Febrero, 1900.

 

WILLIAM BUTLER YEATS, Premio Nobel 1923. Ideas sobre el bien y el mal.

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Perder la identidad

Por Carlos Marín-Blázquez
Gaceta, 25 de julio de 2025
 

Hay un fluir de la historia que nos ha conducido hasta donde estamos. Hay una lengua (a veces más de una) que nos permite hacer a los demás partícipes de nuestro mundo. Hay un depósito de costumbres y creencias que llamamos tradición, y unas instituciones que fueron creadas para su salvaguardia. Hay acontecimientos que, por sus repercusiones emocionales y su impacto masivo, nuestra memoria reconoce como hitos de un mismo itinerario sentimental. Y hay un paisaje sobre el que podemos desplazarnos sin sentir que somos extraños. La totalidad de estos elementos compone un sustrato de certezas básicas al que, en el plano de lo colectivo, llamamos identidad.

Por descontado, poseer una identidad nos provee de un sentimiento de pertenencia. Se trata de una vinculación que opera en dos sentidos. Por un lado, nos sabemos concernidos por todo aquello que acontece en nuestro ámbito de inclusión, lo que, en los períodos de crisis, nos sume en el desasosiego y agrava necesariamente nuestra angustia. Pero por otro lado, nos resulta gratificante y es uno de los puntales mayores de nuestra estabilidad psicológica tomar conciencia plena de que existe algo de lo que, sin necesidad de renunciar a los matices propios de nuestra idiosincrasia, formamos parte.

Perder la identidad significa haber sido desposeído de todo lo anterior. Con la pérdida de la identidad colectiva desaparece también la conciencia del arraigo. Cada individuo se convierte en un ser a la intemperie, un nómada espiritual, una pieza intercambiable en el descomunal engranaje económico que mueve el mundo. No hay pasado en el que reconocerse ni futuro hacia el que pueda orientarse el esfuerzo común. Hay sólo un presente líquido, hecho de penuria existencial y desconfianza hacia el otro, a quien ya sólo se mira como un competidor o una amenaza. Y un espacio arrasado por el furor de la discordia. 

 

 

¿Y qué es un desarraigado? Alguien al que se le puede arrebatar todo. Primero se le vaciará de su sustancia íntima, de las virtudes y lealtades que dieron forma al mundo de sus ancestros, y luego, con su voluntad mutilada, degradado a la condición de un paria al que el veneno de la ideología habrá privado de la capacidad de ver las cosas desde el prisma del bien común, aceptará malvivir a base de la migajas que el sistema le proporcione.  

La precariedad, pues, es la condición natural del desarraigado. Aquel que ha dejado de saber quién es en realidad, aquel que no siente que pertenece a algo más grande que sí mismo, y por lo que merece arriesgar su comodidad y su estatus, ya no encuentra nada que defender, salvo la mustia parcela de un bienestar cada vez más exiguo.  

La pérdida de identidad es la culminación de un proceso que se nos impone desde arriba. Lo fomenta un poder, amalgamado de intereses políticos y financieros, que destruye los lazos comunitarios en nombre de un universalismo abstracto y biempensante. Crea sociedades débiles, sin capacidad de sacrificio ni esperanza en el porvenir, que acaban resignadas a su propia extinción. Juega, si así le parece conveniente, con el caos que desata una política de fronteras abiertas que, bajo la cobertura de una retórica humanitaria y cosmopolita, se utiliza como herramienta de explotación económica, instrumento de desestabilización social y arma de disolución cultural y antropológica.

Pero sucede que los países no son simples contenedores que se puedan llenar de gente por la vía de urgencia y de manera masiva e indiscriminada. Las sociedades son, al menos para la porción de la ciudadanía que aún se resiste a la labor de demolición que auspician las clases dirigentes, organismos dotados de matices propios, complejos en sus desarrollos internos, altamente sensibles a las bruscas transformaciones que, en un breve lapso de años, han convertido Europa en un delirante laboratorio de experimentación social. 

La mentalidad apátrida que exhiben las clases privilegiadas, precisamente aquellas que nunca sufren las consecuencias de los embustes demagógicos con los que justifican sus políticas, es incompatible con la realidad diaria de las personas sencillas que viven a pie de calle. De ahí la necesidad de doblegarlas. De ahí que conseguir que renuncien a su identidad en nombre de un puñado de ideales fraudulentos y amedrentándolas mediante las descalificaciones injuriosas a las que suele recurrir el infecto aparato de propagandistas al servicio del poder, constituya el requisito necesario para desembocar en un mundo en el que ya sólo prevalecerá la voluntad despótica de los fuertes. 

 

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La fase crítica de la humanidad

«Lo inquietante ya no es que la máquina nos imite, sino que nosotros aceptemos esa imitación como suficiente»

Por Jesús Ferrero

The Objective, 2 AGOSTO 2025

Perder la identidad

 

En el Libro de los pasajes, Walter Benjamin habla de un cuento chino en el que «un pintor acaba un paisaje, cruza un puente pintado y desaparece para siempre». La idea fue retomada por otros autores posteriores, entre ellos John Berger, como símbolo de la disolución de los límites entre realidad y representación, entre el hombre y sus inventos. Con cada avance técnico, el ser humano se ha ido retirando de su centro, desplazado por aquello que construyó sin comprender, sin prever, sin imaginar del todo, como si el pintor chino hubiese improvisado el cuadro donde se escondió de los pesares de la vida y de la muerte. Alguna vez el fuego fue mito, el arado abrió la tierra como se abre el porvenir, la palabra se hizo carne. Hoy, en cambio, la creación ha olvidado a su creador. El hombre ha producido más de lo que puede asumir, más de lo que puede ver sin estremecerse. Günther Anders lo llamó «desfase prometeico»: ese desfase creciente entre el poder de nuestras manos y la conciencia de nuestros actos.

Las máquinas ya no obedecen. No porque se hayan rebelado, sino porque nunca entendieron el verbo obedecer. Se limitan a ejecutar, a calcular, a replicar. Y nosotros, fascinados, permitimos que lo hagan por nosotros. La inteligencia artificial no es inteligente ni artificial; es una prolongación de nuestros deseos delegados, de nuestros miedos sistematizados. Crea imágenes que no ha visto, compone frases que no ha sentido, decide sin juicio, predice sin alma. Es la sombra exacta de nuestra potencia sin ética. Y en esa sombra habitamos.

Llegados a este punto del problema, ¿cómo no pensar en el concepto futurista el valle de la extrañeza: esa dimensión que, según los futurólogos, conoceremos cuando los robots se parezcan demasiado a nosotros? Será el momento en el que te vayas a un hotel con un amante circunstancial y en el alborozo sexual te darás cuenta, por algo en su mirada o en su voz, que es un robot, y sentirás inquietud y sensación de estafa. Veremos rostros humanos, pero sin nervios ni memoria; una voz suave, pero sin temblor ni historia. Lo que parece próximo nos inquieta porque carece de cicatriz y porque intuimos que la humanidad no se simula sin traicionar algo. Y sin embargo, poco a poco, dejamos que nos sustituya. Lo inquietante ya no es que la máquina nos imite, sino que nosotros aceptemos esa imitación como suficiente.

Vivimos en un mundo que ha perdido su centro moral. Nadie es ya culpable del todo. El programador no es responsable del algoritmo, el ingeniero no se pregunta por la muerte que habilita, el usuario no piensa en la estructura invisible que reproduce. Es una cadena sin sujeto, una culpa repartida hasta diluirse. Anders lo advirtió: el mayor peligro no es que la técnica falle, sino que funcione demasiado bien, y que nos volvamos incapaces de interrumpirla. Nos hemos habituado a no preguntar. Nos adaptamos a lo que nos supera, como si el hecho de que algo exista justificara su uso. La eficiencia ha suplantado a la justicia. La velocidad, a la verdad.

Y más allá aún, el transhumanismo nos promete una redención sin alma: cuerpos sin dolor, cerebros sin olvido, conciencia sin carne. Ya no se trata de asistir al hombre, sino de superarlo. No corregir su fragilidad, sino erradicarla. Lo humano, en esta lógica, es un error de diseño. La muerte, una anomalía. El límite, una molestia. ¿Pero qué queda del hombre si elimina lo que lo define? ¿Qué sentido tiene la vida sin pérdida, el amor sin miedo, la decisión sin riesgo?

 

«¿Somos todavía humanos? ¿O solo usuarios de una maquinaria que se mueve sin preguntarse hacia dónde?»

 

El transhumanismo no niega la obsolescencia del hombre: la celebra. Dice: «Sí, somos imperfectos, y eso debe ser superado». No hay en ello redención, sino una forma elegante de renuncia. Es el triunfo final del desfase prometeico: la aceptación de que somos inferiores a nuestras máquinas, no porque lo sean en realidad, sino porque hemos decidido medirnos con su vara. Y al hacerlo, hemos perdido nuestro ser, con sus limitaciones y su grandeza.

Lo más trágico no es la imaginación atrofiada que ya no se atreve a soñar lo que construye, lo más trágico es el hombre que deja de pensarse, fascinado por su reflejo sintético. Anders no fue un profeta del apocalipsis, sino un testigo de la renuncia. Nos habló de un tiempo en que el arte ya no sería creación, sino simulacro; en que la política ya no sería elección, sino algoritmo; en que el dolor sería visto como un problema técnico, y no como el misterio que nos hace hermanos.

¿Ya estamos ahí? ¿Hemos llegado? ¿Somos precisos, veloces, conectados? Pero ¿somos todavía humanos? ¿O solo usuarios de una maquinaria que se mueve sin preguntarse hacia dónde? ¿Qué resta de nosotros cuando todo puede replicarse sin vida?

La fase crítica no es un momento histórico: es una condición del alma. Es el instante en que el hombre deja de preguntarse quién es, porque ya no cree que importe. Es la sustitución del juicio por la estadística, del gesto por la función, del mundo por su representación, donde podemos perdernos como el pintor del cuento se perdió en su propia creación.

 

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«Proverbios del infierno», por William Blake