
La Belleza y la Verdad
LA BELLEZA Y LA VERDAD: «Un fraude monumental», de Félix de Azúa (Parte 2)
LA BELLEZA Y LA VERDAD: «Un fraude monumental», de Félix de Azúa (Parte 3)
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LA BELLEZA Y LA VERDAD: “Es a través de la belleza como se llega a la libertad”
Ya en 1794, el poeta, dramaturgo y pensador alemán Friedrich Schiller se lamentaba de que el arte tuviese que subordinarse al “yugo tiránico” de la necesidad. “La utilidad es el gran ídolo del tiempo –añade en el fragmento que publicamos extraído de la segunda de sus célebres Cartas sobre la Educación Estética del Hombre- para el que trabajan todas las fuerzas. En esta ruda balanza no tiene ningún peso el mérito espiritual del arte y, privado de todo estímulo, desaparece del mercado ruidoso del siglo”Traducción de Vicente Romano García¿No podría yo hacer de la libertad que me permitís otro uso mejor que ocupar vuestra atención en el escenario del arte? ¿No es, al menos, intempestivo buscar un código del mundo estético, puesto que las cuestiones del mundo moral ofrecen un interés mucho más próximo y, mediante las circunstancias temporales, se le requiere tan insistentemente al espíritu filosófico de investigación ocuparse de la obra artística más perfecta de todas: la construcción de una verdadera libertad política? No quisiera vivir en otro siglo y haberle consagrado mi esfuerzo. Se es tan ciudadano del mundo como del Estado; y si se encuentra indecoroso e incluso ilícito excluirse de las costumbres y hábitos del círculo en que se vive, ¿por qué habría de ser menos obligatorio hacer oír la necesidad y el gusto del siglo en la elección de la propia actividad?Sin embargo, esa voz del siglo no parece ser en ningún modo ventajosa para el arte, al menos para aquel al que está dirigido únicamente mi análisis. El transcurso de los acontecimientos le ha dado al genio del tiempo una dirección que amenaza con alejarlo cada vez más del arte del ideal. Este arte tiene que abandonar la realidad y elevarse con noble audacia por encima de la necesidad de los espíritus y no de la indigencia de la materia. Pero ahora reina la necesidad y somete a la humanidad bajo su yugo tiránico. La utilidad es el gran ídolo del tiempo, para el que trabajan todas las fuerzas y al que han de rendir homenaje todos los talentos. En esta ruda balanza no tiene ningún peso el mérito espiritual del arte y, privado de todo estímulo, desaparece del mercado ruidoso del siglo. Incluso el espíritu filosófico de investigación arranca a la imaginación una región tras otra, y los límites del arte se estrechan a medida que la ciencia amplía los suyos.Las miradas del filósofo, como las del hombre de mundo, están ansiosamente fijas en la escena política, donde ahora, según se cree, se gesta el gran destino de la humanidad. ¿No denuncia una indiferencia reprochable contra el bien de la sociedad el hecho de no intervenir en esta conversación general? Por mucho que ese gran comercio jurídico, debido a su contenido y sus consecuencias, importe a todo aquel que se llame hombre, otro tanto tiene que interesar, debido a su forma de discusión, a cualquiera que piense por sí mismo. Una cuestión, que se resolvía antes únicamente por el ciego derecho del más fuerte, se ha planteado ahora, según parece, ante el tribunal de la razón pura, y solo quien sea capaz de trasladarse al centro del todo y elevar su individualidad a la especie puede considerarse como asesor de aquel tribunal racional; y, por otro lado, como hombre y ciudadano del mundo, es, al mismo tiempo, parte en el proceso y se ve interesado más o menos directamente en el resultado del mismo. Por tanto, no es solo su propio asunto el que se decide en este gran litigio; el fallo debe establecerse según la norma que, en su calidad de ser razonable, está en la capacidad y en el derecho de dictar.¡Cuán atractivo sería para mí analizar semejante tema con un hombre que une a su talento de pensador el espíritu liberal del cosmopolita y dejarle la decisión a un corazón que se consagra con noble entusiasmo al bien de la humanidad! ¡Qué sorpresa tan agradable encontrar el mismo resultado en su espíritu libre de prejuicios, en el terreno de las ideas, a pesar de la diferencia de posición y la gran distancia que exigen las relaciones en el mundo real! Si me resisto a tan seductora tentación y doy paso a la belleza antes que a la libertad, creo poder justificar esta preferencia no sólo por mi inclinación personal, sino también por los principios. Espero convencerle de que esta materia es mucho menos ajena a la necesidad que al gusto de la época; que hay que emprender el camino a través de lo estético para resolver prácticamente aquel problema político, porque es a través de la belleza como se llega a la libertad.
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Un fraude monumental
A monumental fake
PRIMERA PARTE
Para Marina y Olivier, cuya amistad y generosidad a lo largo de tantos años ha sido decisiva para escribir esta crónica
L’apparition fracassante au cours des années 1130 d’un style nouveau a paru aux contemporains aussi révolutionaire que les “Demoiselles d’Avignon” au debut du XXe siècle
Alain Erlande-Brandenburg
Félix de Azúa (Barcelona, 1944) es escritor, doctor en Filosofía y catedrático de estética. En junio de 2015 fue elegido miembro de la Real Academia Española.
Prefacio
En una visita al Museo Británico de Londres hace ya muchos años, quizás veinte o doscientos, me llamó la atención que la gente había ido abandonando paulatinamente, año tras año, las salas dedicadas a las artes de Grecia, y se estaba trasladando en masa a la zona egipcia con sus momias y papiros.
Aquel año recuerdo perfectamente mi estupefacción al poder visitar en solitario los colosales mármoles de lord Elgin, salvados de la destrucción y el latrocinio del Partenón ateniense. Era la primera vez que, siendo verano, no había ni un solo turista, aunque tampoco vi esa figura estupenda del profesor universitario con pelambrera de coliflor, gafas de pasta, gorra a cuadros y cuadernito de notas.
Para mí, aquel fue el primer anuncio de que la juventud, y no sólo ella, abandonaba el territorio de la razón (el logos, lo llamaban los del mármol) en favor de los encantamientos y enigmas del inframundo (el mythos). Comenzaba su labor de carcoma el nuevo espíritu de Occidente, cada vez más propenso al espectáculo y el sentimiento, y cada vez más aburrido de la verdad y la justicia.

Se estaba produciendo uno de esos cambios de gusto históricos que iba a abandonar los templos abiertos de la tradición clásica para abrazar los templos cerrados de la religión egipcia (Ill. 1 y 2 pirámide de Guiza, templo de Hera). Algo similar ocurrió poco después con una corriente de gran fuerza, la de los medievalistas franceses que comenzaron a escribir excelentes trabajos en favor de una Edad Media que había sido calumniada y oscurecida, particularmente por la Ilustración y sus secuelas revolucionarias, las de aquellos sans culotte que se parapetaban tras un nuevo ídolo al que llamaban “Diosa Razón”, aunque por supuesto era muy poco razonable y muy sanguinaria, una deidad caníbal y algo babilónica. En esta renovación se produciría el movimiento contrario al del Museo Británico: el gusto popular y sabio se trasladaría de las oscuridades románicas a las iluminaciones góticas. De lo cerrado a lo abierto (Ill. 3 y 4 Saint Sernin y Ste Chapelle).
Fue sumamente interesante que el Romanticismo, en especial el alemán, recuperara el renacimiento gótico medieval, pero ya en su forma espectacular, sentimental y francamente quimérica, como si volviera al mundo de los enigmas y oscuridades míticas del románico, pero ahora bajo una cobertura gótica. Es el momento del neogótico: bajo la forma de una imparable ola de moda universal, con el gothic revival se estaba abriendo un mundo que, como el egipcio, buscaba las emociones, los sentimientos, los espectáculos, los misterios, las ruinas, los escalofríos y los claros de luna sobre cementerios (Ill. 5 Catedral gótica de Schinkel). Un anuncio de la llamada “fabrica de los sueños”, es decir, el Hollywood del siglo XX, muy bien servido por Puccini y Mahler.

Aquella vieja inquietud, la del cambio de gustos de una sociedad ya casi planetaria, me animó a escribir esta breve historia de un estilo que, como su competencia, el clasicismo, ha sufrido las idas y venidas del gusto histórico. Me sigue pareciendo una incógnita por qué razón, en ocasiones, la humanidad se siente más cerca del Partenón y otras más cerca de las tumbas egipcias o de las catedrales góticas. Para poner en orden las ideas, me dispuse a repasar la historia del estilo gótico. Y aquí tienen el resultado.
No obstante, me parece necesario decir unas palabras sobre el título de esta crónica, antes de entrar en materia. Quiero aclarar, sobre todo, dos palabras del título que pueden llevar a engaño. Por “monumento” entiendo las grandes construcciones que en la muy larga historia del estilo gótico comenzó en el siglo XII y aún no ha terminado. En ese estilo se han construido catedrales (lo más conocido), monasterios, abadías, conventos, iglesias, palacios, casas privadas, mansiones, centros de ocio y todo tipo de viviendas públicas y privadas. Es un fenómeno realmente extraordinario este de que un modelo constructivo sirva para cualquier función en todas las partes del mundo y a lo largo de muchos siglos. Es, además, una obra concebida tanto por teólogos (Suger), como por arquitectos (Viollet), reyes (Luis II de Baviera), o empresarios (Disney). De todos ellos se podrá leer algo en este breve ensayo.
Su peculiaridad estilística sólo la comparte el gótico con otro estilo arquitectónico de gran predicamento: el clasicismo grecolatino, renacentista, dieciochesco y moderno, pero si bien el gótico cundió muchos siglos y por extensas zonas del planeta, el clasicismo está limitado tanto en el tiempo como en el espacio. A pesar de ello, gótico y clásico se han enfrentado en múltiples ocasiones como dos visiones del mundo, del cosmos o de la vida humana, y no sólo en el arte sino en las modas sociológicas, hasta el punto de que ambos poseen un revival: el neogótico y el neoclásico, a lo largo de sus respectivas historias.
Así que lo de “monumental” hace referencia al fenómeno gótico y neogótico a lo largo de más o menos mil años. Por supuesto, mi intención es la de entrar en el problema sin ambiciones eruditas o académicas. Sólo me mueve el placer literario, la curiosidad artística y quizás el reportaje periodístico.
En cuanto a la palabra “fraude” (fake) lo primero y más importante es que no lo uso en sentido peyorativo, sino todo lo contrario, decididamente a favor. El problema que plantea la falsificación tiene muchas especialidades y una muy abundante bibliografía. Es importante saber, por ejemplo, que en el orden de lo artístico se trata de un delito moderno. La antigüedad no sólo no penaba la copia o la falsificación, sino que estaba muy bien admitida e incluso recomendada. Los pintores se copiaban unos a otros con toda inocencia, y, lo más importante: se copiaban a sí mismos en lo que hoy se conoce como “copias de taller” que ocupan, aunque se procura no decirlo en voz alta, más o menos el cincuenta por ciento de los museos.
Hay un caso célebre, relatado por Vasari en sus “Vidas”, en el que alaba la habilidad de Andrea del Sarto, quien copió el retrato del Papa León X, obra de Rafael, para que el original no abandonara Florencia, toda vez que había sido regalado al duque Federico por Clemente VII. De modo que se ocultó el original y se envió la falsificación de Andrea. Una vez en Mantua, ni siquiera Giulio Romano, que había sido ayudante de Rafael, se percató de que era una copia. Y allí siguen (Ill. 6 y 7 Leon X por Andrea y por Rafael).

Que la falsificación sea un delito penable sólo es posible cuando el objeto mismo tiene un productor reconocido legalmente como propietario de la obra, pero no hay autores legalizados hasta que aparecen los “derechos de autor” y eso no sucedió hasta la Revolución Francesa y exclusivamente para la literatura y el teatro. La invención del “artista” (romántico) llevó consigo a territorio sagrado un derecho sobre su obra, reconocido y garantizado por la administración del estado, que equivale a un improbable derecho sobre las intangibles, invisibles y quiméricas “ideas”. Así se cosificaron las ideas y pasaron a tener propietario con superlativos como “el derecho a la imagen” que nos hace propietarios de aquello que ven nuestros vecinos. Otra locura mercantil. Como todos sabemos, “nuestra” imagen es siempre de los otros.
De todos modos, el caso de la arquitectura es todavía más complejo porque esta forma de arte carece de capacidad para la copia falsa. Es más, cuando renace, se restaura o se reconstruye un monumento arquitectónico, no puede decirse que sea una falsificación o una copia, es simplemente un edificio nuevo ya que el original, por llamar así a los planos y proyectos originarios, no tiene un autor legalmente reconocido como propietario del objeto, sólo de los planos y del proyecto. El propietario real es el cliente que lo ha pagado y que después controla y financia la obra real.
Por otra parte, en el caso de los monumentos históricos el asunto se complica aún más. Casi todas las catedrales, ya que de eso trataremos, se han ido construyendo a lo largo de los siglos con añadidos, enmiendas y reconstrucciones, sobre las que hablaremos con una atención especial para el caso ejemplar y ciertamente actual de Notre-Dame. Pero incluso aquellos monumentos con atribución personal, como las villas palladianas del Véneto, inventadas y proyectadas por Palladio en el siglo XVI, no constituyen una propiedad del gran arquitecto, sino del que pagó el encargo y puede hacer con ellas lo que quiera. Sólo la reverencia por la historia y la divinización del “artista” han hecho que el Estado proteja algunas de esas construcciones, aunque no siempre, claro.
Veamos un ejemplo llamativo. Tengo para mí que el mejor edificio, quiero decir el más interesante, el más bello, el modelo de tantas construcciones posteriores, que figura en el catálogo turístico de Barcelona, es el pabellón que Mies Van Der Rohe construyó en aquella ciudad para la Exposición Internacional de 1929 en una de las avenidas que llevan a Montjuic (Ill. 8Mies). Pues bien, el pabellón realmente existente no es de Mies, sino de Solá Morales, un colega mío en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, quien lo reconstruyó con mucho tino y la ayuda de otros dos arquitectos de la Escuela, Cirici y Ramos. Se inauguró en 1983 y hoy figura como “Fundación Mies”.

¿Es un fraude, una falsificación, un fake? No, no lo es. El pabellón fue construido en 1929 como espacio para la inauguración oficial de la Exposición y con el fin de recibir autoridades como el rey o los munícipes de la época. Luego se desmontó. Quedaron los planos y muchos estudios y fotografías sobre y del edificio que inspirarían una multitud de construcciones similares en los siglos XX y XXI. Su actual reproducción clónica es más bien un documento en vivo o, si se prefiere, un pabellón de Mies renacido, pero no es una falsificación (un fake) porque el original de Mies sólo existió en los planos y no le daban derecho sobre la propiedad. En este caso podemos usar la palabra “fraude” sólo en un sentido humorístico, porque se supone que todos los visitantes saben que es una construcción nueva y no el original, como se explica adecuadamente en los catálogos turísticos oficiales.
Veamos un último ejemplo. El centro histórico de Múnich, como el de Dresde, fue arrasado durante la segunda guerra mundial, sin embargo, cualquiera que pasee en la actualidad por el centro histórico de estas ciudades se encontrará con unas calles, plazas y edificios perfectamente antiguos y muy bonitos (Ill. Múnich). Naturalmente se trata de una invención, una reconstrucción o un revival, pero no podemos decir que sea un fake más que en un sentido figurado y sin pena legal. Para proceder a la reconstrucción de Múnich, además, se reunió, tras la guerra, el consistorio municipal y un número abundante de asesores y técnicos con el fin de resolver en qué estilo iba a renacer la ciudad. Podían elegir, ¿barroco, neoclásico, romántico? Había documentación histórica y fotografías o grabados de arquitectura suficientes como para elegir el modelo. Finalmente, la decisión fue política y las autoridades se inclinaron por el modelo neoclásico, es decir, por una imagen dieciochesca de la Alemania ilustrada y liberal, lo más alejada posible de la memoria hitleriana.
Creo haber resumido el asunto de un modo simple y suficiente para los lectores normales, aunque comprendo que los especialistas tengan dudas. Para ellos sólo me cabe añadir que el problema filosófico de la copia y la falsificación en las artes es un asunto muy serio y que quienes quieran profundizar en el mismo pueden hacerlo, por ejemplo, con la ayuda del ensayo de Nelson Goodman Languages of Art (“El lenguaje de las artes”), y cavilar sobre la distinción que establece entre “obra autógrafa” y “obra alógrafa”. Verán por qué se puede falsificar un Picasso, pero no se puede falsificar un Chopin. También, claro está, el particular fenómeno de la arquitectura, que, a diferencia de las otras artes, carece de capacidad para producir falsos o fraudes.

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Primeros pasos
Creo que no hay, en el siglo XXI, industria más fuerte que el turismo. Tiene muchas variantes, todas nacidas del asombroso tiempo libre del que gozamos los actuales trabajadores, por eso lo hay de playa, lo hay de montaña, lo hay de cercanías o de exotismo, lo hay de estómago, lo hay de peligro de muerte y lo hay de monumento.
El gusto por el monumento ha ido variando. En el siglo XVIII, cuando empezó esta industria, los ingleses buscaban sobre todo la monumentalidad italiana en su Grand Tour (de donde tourisme) o Gran Vuelta (de donde “ir a dar una vuelta”), así que los herederos de las grandes fortunas dedicaban un año a pasear por la península italiana mirando maravillas y pillando enfermedades venéreas, aunque no mucho más tarde lo cambió por Grecia, que salía más barato. Vinieron luego Egipto y un impreciso Oriente que incluía en aquellos tiempos a España. Así fue creciendo el mapa de lo turístico, hasta que en el siglo XXI la búsqueda del monumento no deja un palmo de tierra libre: lo monumental está por todas partes y si no lo hay, se inventa.
Europa es un océano de monumentos turísticos, hay monasterios, basílicas, ermitas y abadías románicas, hay catedrales góticas, grandes palacios de las monarquías absolutas, museos de rango principal, e incluso grandes edificios de acero y cristal que ya forman parte del catálogo. Uno de estos monumentos, las catedrales góticas, gozan de particular predilección porque están situadas en ciudades muy principales y tienen el atractivo de reunir la arquitectura, la escultura, la pintura, la música (a veces) y la centralidad urbana. A casi todas ellas se llega en tren y puede uno evitarse las humillaciones del transporte aéreo.
El fenómeno de las catedrales góticas es muy singular. Sus comienzos están bien documentados y nos permiten entender cómo fue posible la proliferación de esas construcciones por todo Europa en un periodo de tiempo brevísimo. Si el origen y consolidación se sitúa hacia 1140, su expansión ocupa apenas dos siglos. Entonces, a partir del siglo XV, comenzará otra oleada artística que sustituirá al gótico como estilo monumental europeo, un estilo al que solemos llamar “Renacimiento” y que se inspira en el clasicismo.
Así pues, el gótico real y verdadero es el que ocupa apenas tres siglos catedralicios. Sin embargo, en el Ochocientos, el romanticismo lo revivió y el estilo neogótico renació como monumento de un modo invasivo. Este nuevo gótico (o falso gótico) influirá a su vez hacia atrás sobre el gótico verdadero, de manera que las viejas catedrales hicieron un esfuerzo por ponerse al día mediante añadidos y ornamentos de falso gótico que les devolviera el esplendor, ahora como grandiosos objetos artísticos románticos y turísticos.
Esta paradójica historia del falso gótico como monumentalidad romántica supone, además, el predominio del estilo en la construcción moderna de palacios o centros de recreo populares ya descaradamente espectaculares y comerciales, como el palacio de Blanca Nieves, en Disneyland (Ill. 10 Castillo de la BD), que es una falsificación imaginativa del castillo de Luis de Baviera el cual era, a su vez, una copia fantasiosa del neogótico inglés, que era él mismo un fraude del gótico flamígero… Todo lo cual requiere una explicación.

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Los orígenes
En menos de un siglo, exactamente entre 1180 y 1270, se alzaron en Francia dieciocho catedrales, seguidas luego por decenas de catedrales inglesas, centroeuropeas y españolas. Fue una explosión que, en cien años mal contados, definió para siempre la identidad monumental y artística de Europa, dado que no se dio otro estilo de semejante extensión (aunque luego matizaremos este juicio) hasta el llamado “movimiento moderno”, ya en el siglo XX.
Sin embargo, a partir del siglo XV el gótico francés fue dejando lugar al llamado estilo italiano o clasicista hasta que, de hecho, éste lo sustituyó como modelo de toda grandeza y esplendor arquitectónico. La monumentalidad renacentista, sin embargo, no tuvo ni la homogeneidad del gótico, ni su extensión, pero eso no impidió que la mirada universitaria, académica o simplemente culta de aquellos años, se dirigiera hacia la novedad artística italiana y fuera borrando de la memoria, poco a poco, la entera naturaleza del gótico francés hasta olvidarlo por completo.
Para cuando llegamos al siglo XIX, el estilo gótico originario, el que nació en la Isla de Francia, había desaparecido de la memoria popular tan por completo que una personalidad con la sabiduría y los conocimientos culturales de Schopenhauer podía escribir en 1818:
(El estilo gótico) es de origen sarraceno y fue exportado por los godos de España al resto de Europa. (Schopenhauer, p.1151).
Enseguida ampliaremos esta curiosa visión del gótico como algo exótico, extraño, venido de oriente, una invasión que causa temor, que se impone como una selva oscura y amenazadora. En aquel momento de 1818, y durante los trescientos años anteriores, es decir, desde el Renacimiento, el estilo gótico había sido considerado cosa de gente bárbara, de godos, vándalos y alanos, y se lo juzgaba como una presencia abominable frente a la armoniosa perfección clásica importada de Italia.
Se trataba, en realidad, de un enfrentamiento entre humanistas y teócratas, entre el mundo visto por la razón y el mundo visto por la pasión, una lucha que iba a durar hasta la Revolución Francesa y luego se prolongaría más allá del primer tercio del siglo XIX. Debe tenerse muy presente que el “estilo” de la Revolución fue el neoclásico y que por lo tanto la contrarrevolución se inclinó por el neogótico.
No obstante, precisamente por esas fechas que citamos a través de Schopenhauer, y como si quisiera superar la mala fama heredada, ya desde unos años antes se estaba produciendo una reaparición gótica en Inglaterra, el gothic revival, primero en las islas, pero luego, tras el fin de Napoleón, en el mundo entero, de tal manera que a finales del siglo XIX volvería a imperar el gótico en toda Europa, solo que ahora en tanto que falso gótico o nuevo gótico. Y su triunfo duraría hasta el día de hoy.
Algunos teóricos del romanticismo relacionaron la popularidad del neogótico, en el siglo XIX, con un extraño fenómeno de las burguesías ciudadanas, agobiadas por la revolución industrial y la invasión maquinista, así como necesitadas de escenarios “puros” de esos que en la actualidad llamamos “ecológicos”, es decir, enraizados en la naturaleza rural, si bien la naturaleza como tal estaba de hecho desapareciendo bajo el imperio técnico. Es el momento en que se descubre la campiña inglesa y las gentes de la ciudad peregrinan a la región de los lagos (el Lake District o Lakeland, en el condado de Cumbria), mientras que los románticos más audaces ascienden a las altas cimas alpinas y a las cumbres nevadas, dando comienzo a las aventuras de la escalada. Ambos fenómenos, el de la campiña y el de la montaña, fueron popularizados por los poetas y escritores románticos, tanto ingleses como franceses, pero en especial por los poetas llamados, justamente, lakistas, o sea “de los lagos”: Gray, Wordsworth, Coleridge o Southey.
La búsqueda de la pureza “natural” tiene mucho interés porque, cuando el gótico comenzó a recuperar su prestigio, lo hizo de la mano de una metáfora naturalista: el interior de la catedral, con su profusa e impresionante elevación de columnas y nervaduras, fue de inmediato comparado a “un bosque de piedra”. Y esto desde el primer testimonio de rango universal, que no fue otro que el de la muy temprana visita de Goethe a la catedral de Estrasburgo y su célebre artículo “Sobre la arquitectura alemana” (Von deutscher Bakunst) de 1772. Con ese escrito se inicia también la lucha por la nacionalidad del gótico, ¿es invento alemán, inglés, francés? Tendremos ocasión de volver sobre ello. En todo caso, la metáfora del “bosque de piedra” ganó tanta popularidad que, por ejemplo, un escritor tan apartado de estos asuntos como Ramón Gómez de la Serna, aún escribía en 1929:
Por eso se siente que su concepción arquitectónica, la concepción de las maravillas góticas, se deshace en arbolado y gracia forestal, en solidez de entroncamientos naturales, erguidos y tamaños. (“Ruskin el apasionado”, en Efigies)
El escritor español llevaba al siglo XX un tópico que cumplía ya trescientos años. No es una de las menores paradojas del estilo gótico que durante tantos años se hayan superpuesto el temor del bosque como asunto germánico y su exaltación naturalista más anglófila. Goethe, por ejemplo, al ver la catedral de Estrasburgo, había sentido que la iglesia
“Crecía como un árbol sublime de mil ramas y millones de hojas, más numerosas que las arenas del mar, extendiendo la gloria del Señor, su Creador”. (Baltrusaitis, p.151).
La comparación sedujo a casi todas las generaciones románticas, empezando por Chateaubriand:
“Estas bóvedas esculpidas como ramajes, estas columnas que apoyan los muros y acaban bruscamente como árboles truncados” (Le Genie du Christianisme, 1802).
También Hegel recibe la analogía:
“Cuando entramos en el interior de una catedral tenemos la impresión de entrar en un bosque de innumerables árboles cuyas ramas se inclinan, las unas hacia las otras, para formar una bóveda natural al reunirse” (Estética, 1818-1829). (Ill. 11 y 12 comparación de Gloucester y la foto de Micheto).

En este primer momento, en el nacimiento del neogótico, los sabios, los artistas y los estudiosos no acaban de arrancarse al clasicismo y ven en el gótico algo salvaje, irracional, boscoso y selvático. Un espacio que produce temor, como en el verso de Baudelaire, “Grandes bosques, me estremecéis como las catedrales” (“Obsessions”, Les Fleurs du mal). Fue como si los espacios limpios, serenos, tan razonables y lógicos, de los edificios clásicos, de pronto fueran invadidos por una maleza posesiva, como en las películas fantásticas.
Por la misma razón (extrañeza, temor, lejanía) los clasicistas tampoco podían aceptar que se tratara de una construcción europea, de modo que aún en pleno siglo XIX se atribuía el estilo gótico a una herencia africana o asiática, aunque no siempre culpando de ello a los mahometanos españoles. Todavía en su Museo de los Monumentos Franceses, reunido durante la Revolución Francesa y del que hablaremos más adelante, el gran Alexander Lenoir presentaba la sección gótica como “sarracena”, ya que, en su opinión, el gótico habría llegado a Francia cuando lo trajeron de Arabia los cruzados de San Luis, razón por la cual, en ocasión de su visita, Napoleón III exclamó: “¡Ah! Estoy en Siria”.
El desprestigio del estilo gótico a lo largo de trescientos años de clasicismo, había sido perfectamente lógico si consideramos que el término “gótico” fue justamente un invento de los humanistas italianos del siglo XV, ya con el sentido de bárbaro, salvaje, analfabeto, irracional o supersticioso
De hecho, el desprestigio del estilo gótico a lo largo de trescientos años de clasicismo, había sido perfectamente lógico si consideramos que el término “gótico” fue justamente un invento de los humanistas italianos del siglo XV, ya con el sentido de bárbaro, salvaje, analfabeto, irracional o supersticioso. Se trataba de poner los monumentos góticos en el hueco o paréntesis que cabía entre la claridad clásica de Grecia y Roma, y su renacimiento italiano. La Edad Oscura, es decir, todo el llamado medievo o Edad Media, no era sino la oscuridad previa a las luces de la razón clásica reinventada por los humanistas que ellos mismos estaban imponiendo.
La Edad Oscura, es decir, todo el llamado medievo o Edad Media, no era sino la oscuridad previa a las luces de la razón clásica reinventada por los humanistas que ellos mismos estaban imponiendo
Los humanistas del siglo XV precisaban un pasado inmediato, una “mitad”, que les separara del clasicismo antiguo, de modo que crearon esa edad inter-media para justificar un re-nacimiento de Grecia y Roma en su propio tiempo. Los humanistas veían el futuro como el pasado del pasado.
Nada más falso, sin embargo. Se trataba de la típica interpretación ideológica necesitada de una negación para ponerse ella misma como afirmación. Lo cierto es que el estilo gótico era ya una invención, por así decirlo, renacentista, es decir, racional, civilizada, culta y enemiga de la superstición, especialmente en materia religiosa, desde su invención en el siglo XII y como superación (en sentido hegeliano) del románico.
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El inventor, Suger
En su primer nacimiento, lo que más tarde sería llamado estilo gótico era un experimento, una verdadera investigación racional y espiritual que llevó a cabo una persona, un grandísimo ingenio, l’abbé Suger (1081-1150), el abad Suger de la abadía de Saint-Denis, cerca de París, personaje excepcional y una de las figuras más notables de la historia de Francia, aunque apenas conocida fuera de su país y de quien ignoramos incluso su nombre.
Resulta siempre sorprendente percatarse de lo poco que sabemos de algunos personajes que han sido fundamentales para, como en este caso, dar su fisionomía específica, su faz, al continente europeo. Cuando digo que Suger inventó la arquitectura gótica (y por lo tanto las catedrales y otros edificios posteriores al románico), lo digo en sentido fuerte, del mismo modo que el doctor Fleming inventó la penicilina o que alguien, en algún lugar, en algún momento, inventó la bicicleta (Ill. 13 Suger en vidriera).
Una prueba ineludible de que era consciente de su invención es la de que en sus escritos (De consecratione y De administratione) llama opus novum y también opus modernum a su restauración del edificio, en tanto que a la parte vieja de la abadía la llama opus anticuum. Es uno de los primeros usos de la palabra “moderno” para caracterizar un estilo artístico.

Aunque pertenecía a un estamento muy inferior, Suger fue, en su juventud, amigo de estudios del rey Luis VI de Francia y se ganó su confianza hasta el punto de que cuando el rey partió para la segunda cruzada, lo nombró regente de Francia. Tras la muerte de Luis VI, en 1137, fue también preceptor y hombre de confianza de Luis VII, hijo del anterior, por lo que tuvo un prolongado poder casi absoluto sobre la parte más rica del territorio francés.
Previamente hay que subrayar que había comenzado una época de enérgico crecimiento económico en Europa. Fue a partir del año 980, aunque sobre todo gracias al impulso supersticioso del año mil y el cambio de siglo, cuando se produjo el despegue económico del continente. Coincidieron varias circunstancias benéficas: cesaron las invasiones y la última hambruna registrada data de 1033 (Duby, 13). En términos materiales, el crecimiento se advierte en la progresiva sustitución de la madera por la piedra, no sólo en grandes edificios como las catedrales y las fortalezas, sino también en los cientos de puentes que salvan ríos en la muy fluvial nación francesa. Lo cual respondía a un aumento exponencial del comercio entre ciudades, aunque estaban todavía separadas abismalmente por usos, medidas y costumbres (Erlande, 1989, 30). Los puentes eran, entonces, como los trenes de alta velocidad actuales, un empuje tremendo para el comercio y la sociabilidad que ponía en conexión rápida a los centros feriales y mercantiles.
No obstante, ese crecimiento en el poder y la riqueza de las ciudades, tuvo un impacto particular en el caso de París por la contienda que en esos años se había agudizado entre la nobleza feudal de las regiones y la corona de Francia que acababa de instalar su capital en París (Ilus. 14 ciudad de parís). La nación puede decirse que aún no existía, pues era un territorio enorme y muy rico, pero dividido entre la nobleza feudal de las regiones, cada una con su potente ejército particular.
La nación puede decirse que aún no existía, pues era un territorio enorme y muy rico, pero dividido entre la nobleza feudal de las regiones, cada una con su potente ejército particular
El rey, hasta entonces sólo un feudal más inter pares, inició una promoción sostenida para obtener el predominio político de la (futura) nación, ya que entonces era aún un concepto abstracto, una noción abstracta. Con la ventaja de que Paris, donde residió el rey a partir del siglo X, era la ciudad más próspera de Europa y allí cristalizaría el fundamento de la monarquía francesa.

El abad Suger, nombrado al mando de Saint-Denis en 1122, siendo esta la abadía más rica de Francia y lugar sagrado donde se guardaban las tumbas de los reyes, fue el primero en concebir un nuevo tipo de monumento que diera la escala simbólica y representara adecuadamente el poder de la monarquía por encima de los señores feudales. Era también consciente de que el crecimiento de las ciudades obligaba a reformas en la estructura de las grandes iglesias para ampliar el terreno de los laicos. Él mismo comenta en su De Consecratione la desesperación de la gente y especialmente de las mujeres, sobre las que comenta que se producían aplastamientos por las avalanchas para entrar en el recinto durante las grandes celebraciones o la exhibición de reliquias. Como se sabe, la creencia generalizada es que las reliquias tenían efectos curativos.
Como tantas otras veces, la representación simbólica precedió a la realidad política, la intuición a la ejecución política. Parece como si el espíritu humano creara un vacío de poderoso deseo que luego había que llenar con materia terrestre. A esa necesidad de un espacio monumental se unió una idea en verdad visionaria, la de que Dios era luz. O, dicho de otro modo, que la casa de Dios entonces existente, la románica, era oscura y empobrecedora, en tanto que Dios y el rey de Francia exigían otro orden simbólico, una casa y un espacio a su medida y esa medida, pensó Suger, era la luminosidad radiante. Sin duda Suger tenía presente el símbolo de Dios como gran arquitecto (Ill. 15 El gran arquitecto)

Así es como Suger dio el golpe de gracia a lo que llamamos estilo románico, a los conventos, monasterios, ermitas y basílicas edificados con arcos de medio punto, bóvedas de cañón y escasa luminosidad debida al grosor de los muros. Hasta ese momento la relación entre el creyente y su dios se concebía como una conversación muda y privada entre el alma del individuo y el Dios ignoto envuelto por la oscuridad y simbolizado en la figura de su Hijo presente en los pantocrátores y las almendras de algunos portales de iglesia. La abundante representación románica era fantástica, severa, grotesca, monstruosa o intimidatoria (Il.16 románico Vezelay).

Contra ese modelo se rebelaría Suger para construir un espacio santificado, luminoso, refulgente, resplandeciente, no sólo en el volumen interior sino también en la ornamentación externa. Comienza entonces la carrera por comprar joyas, gemas, alhajas, cristales de roca, piezas de orfebrería y todo tipo de objetos que brillen, que refuljan, que relumbren hasta cegar al que los mira. La filosofía de Suger es una teología de la luz, del centelleo, del resplandor que él creía inspirado directamente por San Dionisio, discípulo de San Pablo, el cual ostentaba el doble mérito de ser el fundador de la abadía de Saint-Denis (es decir, de San Dionisio), panteón de los reyes de Francia, y autor del tratado fundamental sobre la metafísica de la luz, al que hoy se conoce como el Pseudo Dionisio Areopagita.
Y aquí empieza la historia del fake. Ambas atribuciones eran falsas, ni ese Dionisio había fundado la abadía ni escrito el libro famoso, pero el gótico nace y se desarrolla sobre equívocos, errores, malentendidos y falsificaciones hasta el día de hoy. Y ese es el asunto de este breve escrito, la falsedad, el fraude (el fake) que forma parte ineludible del estilo monumental gótico a lo largo de diez siglos.
En el caso de San Dionisio, creyó Suger que se trataba de Dioniso obispo de Atenas, a quien había convertido san Pablo y del que se compraron las carísimas reliquias enterradas en la basílica parisina. También suponía Suger que ese era el Dionisio autor de la obra filosófica sobre la luz que le serviría de fundamento para su invención. En realidad, el texto atribuido a Dionisio Areopagita era un tratado neoplatónico sobre las jerarquías celestes, escrito por algún teólogo, quizás sirio o egipcio, pero en el siglo VI de la era cristiana, y gozaba de gran predicamento porque había sido traducido por Juan Escoto Erígena junto con un largo comentario. No obstante, quien estaba enterrado en la basílica era otro San Dionisio, sí, pero no el discípulo de Pablo, sino un Dionisio que había sido el primer obispo de París y había muerto hacia el año 630.
El origen del gótico, por tanto, se basa en un conjunto de errores, aunque Suger, por supuesto, no lo podía saber. Ni el tratado sobre la luz divina era de Dionisio Areopagita, ni era de San Dionisio, pero tampoco el Dionisio de Saint Denis era el auténtico Dionisio discípulo del apóstol, sino un antiguo obispo parisino olvidado hacía cuatro siglos. Como advirtió Hegel, Dios escribe recto con párrafos torcidos.
La teología de la luz, aprendida del Pseudo Dionisio, y en particular de su tratado sobre los nombres divinos, llevó a Suger a revolucionar la arquitectura de la basílica mediante una transformación de la vieja fábrica románica, que le ocupó de 1130 a 1144. El templo, pensaba el abad, había de ser un lugar luminoso en el que se mostraran las riquezas materiales de la corona porque esa riqueza y ese poder eran también los del cristianismo. Había, pues, que inventar una nueva Casa de Dios. El resultado del invento, desde luego soberbio, fue, en realidad, la invención de la Casa de la Ciudad porque las catedrales pasaron a representar el poder urbano en pleno desarrollo, como veremos.
El proceso de invención tuvo tres etapas. En la primera, rehízo la fachada occidental, es decir, la principal, que quedaría cumplida, con dos torres y tres puertas, en 1137. Allí puso el primer rosetón perfecto que ilumina las capillas superiores (Ill. 17 transepto S Denis rosetón), aunque el primero de la historia puede que fuera el de St. Etienne de Beauvais, menos perfecto y difundido. El cuerpo de San Dionisio, que reposaba en la cripta, subió hasta el centro del transepto cubierto de joyas y relicarios de oro y plata (Duby, 127). La segunda etapa la ocuparon las tres naves de la planta baja, todas cubiertas por bóvedas de crucería y terminadas en 1140. Y la tercera (la más importante) fue la cabecera con doble girola y nueve capillas radiales. Allí aparecen los dos primeros grandes ventanales con vidrieras emplomadas que iluminan el altar (Ill. 18 Denis nave central).

Una vez cumplida la cabecera, ya se podía celebrar la misa y, en consecuencia, la nueva abadía, luminosa y enjoyada, se inauguró en 1144 con la presencia del rey, de su esposa Leonor de Aquitania, y un séquito de las máximas autoridades civiles y eclesiásticas con sus esplendorosas vestiduras. Asistieron todos los gremios de París, en cuya representación figuraban los Maestros portando estandartes de cada santo patrón. Y, ya en el exterior, una nube de ciudadanos apiñados y curiosos que seguían la ceremonia y admiraban la riqueza y el brillo del poder urbano. Seguramente, aunque no lo sabemos, sonaron entonces los cantos exaltadores, la música celeste, que sería el acompañamiento habitual de las ceremonias futuras. Era la apoteosis de la ciudad de París, ella misma manifestándose como el nuevo campeón guerrero y comercial del siglo, con su masa monumental, sus imágenes multicolores, su aroma de incienso, su sonido armónico.
Enriqueciendo el acontecimiento religioso de la metafísica de la luz, las tres intervenciones de Suger que transformarían la casi totalidad de las iglesias cristianas de Europa fueron la bóveda de ojiva, las vidrieras emplomadas y las esculturas separadas del muro. Las vidrieras, sagaz solución que impuso Suger para aligerar los espesos muros románicos, al tiempo que dejaba entrar la luz a cañonazos, era una técnica perfecta para llenar las paredes interiores de refulgentes cristales de vivos colores, verdaderas joyas cuyas transparencias se desplazarían por las paredes en un juego giratorio acorde con el movimiento del sol.
Como en todas las innovaciones de Suger, vidrieras emplomadas las había desde antiguo y hay documentos que las sitúan en Reims hacia el año 905. Naturalmente, no ha quedado ni una y no sabemos cómo eran, pero el Abad le dio una importancia suprema a esta técnica y un uso inesperado al usarlas en sustitución del muro. Las ilustraciones murales de escenas bíblicas habían sido esenciales para mostrar los episodios sagrados al común que acudía a los templos, en tanto que los manuscritos miniados cumplían la misma función para los ricos propietarios de estos objetos de lujo. El cristianismo fue una religión marcada, desde el principio, por la ilustración, dado que tenía como fundamento una historia, una novela, una leyenda que es la vida de Jesús de Nazaret. Además de los Evangelios, sólo la pintura, el dibujo, las artes visuales podían representar la novela de Jesús. A ellas se sumaron, ahora, las vidrieras emplomadas.
Las primeras fueron simples círculos, en ocasiones con juegos de implicación mutua (Ill. 19 Saint Denis. Alegoría de San Pablo, s.XII). En su desarrollo a lo largo del siglo XIII irían apareciendo imágenes alejadas ya de la historia sagrada o con vidas de santos (que antes no existían) las cuales marcaban el carácter local y patronal de la ciudad, pero lo más sintomático fueron las imágenes del trabajo de los gremios cívicos que pagaban los vidrios (Ill. 20 carpinteros). En la catedral estaban representados todos los habitantes de la ciudad, los ricos y los pobres, los poderosos y los más débiles. Aquel monumento, aquel espacio hermoso, majestuoso, suntuoso, era suyo.

El arte de las vidrieras llegaría a su apogeo en el siglo XIII, con la obra monumental de la Sainte Chapelle, un rico joyero de cristal conservado milagrosamente y del que luego hablaremos (Il. 21 Sainte chapelle). Estos juegos cromáticos sustituían a los antiguos frescos que, junto con los tapices, habían sido la única ornamentación de los muros románicos. El arte de la ilustración, sin embargo, fue mucho más allá en los manuscritos miniados, hasta abrir la puerta del renacimiento italiano como en las imágenes de Jean Pucelle para el Libro de Horas de Jean D’Evreux (1325), donde se advierte una copia de la Maestá del Duccio de 1310 (Ill. 22 Pucelle).
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LA BELLEZA Y LA VERDAD: UN FRAUDE MONUMENTAL, de Félix de Azúa (Segunda Parte)
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