“Antes de referir los acontecimientos tan extraños que ocurrieron recientemente en nuestra ciudad, lugar donde hasta la fecha nunca había sucedido nada reseñable, me veo obligado a remontarme tiempo atrás y anticipar algunos detalles biográficos acerca de Stepán Trofímovich Verjovenski, hombre muy respetable y de gran talento. Detalles que servirán de introducción a la crónica que me propongo escribir”.
Con esta frase comienza el primer capítulo de la primera parte de las tres que tiene la novela Los demonios publicada primero en la revista El mensajero ruso en 1871–1872 y que está considerada como una de las cuatro obras maestras escritas por Dostoyevski después de su regreso del exilio siberiano, junto con Crimen y castigo (1866), El idiota (1869) y Los hermanos Karamázov (1880).
El núcleo de la trama es el asesinato el 21 de noviembre de 1869 de Iván Shátov, un estudiante radical de la Escuela de Agricultura de Moscú por un grupo de cinco miembros dirigidos por Verjovenski, que ha puesto en duda la lealtad de la víctima, pero que, en realidad, utiliza el delito compartido para poner a prueba el compromiso del colectivo. El narrador de la novela es, por primera vez en Dostoievski un personaje más: Antón Lavréntievich G…v, que intenta mantener cierta distancia con respecto a los hechos narrados y que hasta cierto punto, muestra simpatía por sus oponentes ideológicos, incluso por loa más polémicos, gracias a lo cual no cae en lo tendencioso.
El resultado es una de las novelas más controvertidas, complejas y oscuras de Dostoievski desde que escribió Los hermanos Karamázov. Pyotr Verkhovensky y Nikolái Stavrogin son los líderes de una célula revolucionaria cuyo objetivo es derrocar el zar, destruir la sociedad y hacerse con el poder, pero cuando el grupo es descubierto e interviene la justicia, se pone a prueba nuestra propia fe en la humanidad.
Aunque la intencionalidad política es evidente, el caos y la destrucción que recrea surgen de una sátira de costumbres tan hilarante como hiriente que poco a poco se va transformando en una tragedia clásica. En el centro destacan dos personajes de distintas generaciones: el maduro y «muy respetable» Stepán Trofímovich Verjovenski, que, después de una dudosa carrera en el ámbito académico, vive desde hace tiempo de la generosidad −y del amor− de una rica viuda a la que le gusta verse como protectora de las humanidades; y el hijo de ésta y antiguo pupilo de Verjovenski, el joven Nikolái Stavrogin, de quien todo el mundo se enamora y cuya vida incoherente y abismal no parece procurarle, sin embargo, ningún placer. Estos personajes van revelando, entre la brutalidad y la fascinación, las complejas compensaciones que ofrece el «derecho al deshonor» −una de las obsesiones dostoievskianas− en medio de una trama coral deslumbrante.
***
El autor
Fyodor Dostoyevsky en 1879
Fiódor Mijáilovich Dostoievski nació en Moscú en 1821, hijo de un médico militar. Estudió en un colegio privado de su ciudad natal y en la Escuela Militar de Ingenieros de San Petersburgo. En 1845, su primera novela, Pobre gente, fue saludada con entusiasmo por el influyente crítico Bielinski, aunque no así sus siguientes narraciones. En 1849, su participación en un acto literario prohibido le valió la condena de ocho años de trabajos forzados en Siberia, la mitad de los cuales los cumplió sirviendo en el ejército en Semipalatinsk. De regreso a San Petersburgo en 1859 publicó ese mismo año la novela La aldea de Stepanichkov y sus habitantes. Sus recuerdos de presidio, Memorias de la casa muerta, vieron la luz en forma de libro en 1862. Fundó con su hermano Mijaíl la revista Tiempo y, posteriormente, Época, cuyo fracaso le supuso grandes deudas. La muerte de su hermano y de su esposa el mismo año de 1864, la relación «infernal» con Apolinaria Suslova, la pasión por el juego, un nuevo matrimonio y la pérdida de su hija le llevaron a una vida nómada y trágica, perseguido por acreedores y sujeto a contratos editoriales desesperados. Sin embargo, desde la publicación en 1866 de Crimen y castigo, su prestigio y su influencia fueron centrales en la literatura rusa, y sus novelas posteriores no hicieron sino incrementarlos: El jugador (1867), El idiota (1868), El eterno marido (1870), Los endemoniados (1872), El adolescente(1875) y, especialmente, Los hermanos Karamázov (1879-1880). Sus artículos periodísticos se hallan recogidos en su monumental Diario de un escritor (1876). Dostoievski murió en San Petersburgo en 1881.
***
El libro
Los demonios (título original: Бесы, Bésy, 1871-1872) ha sido publicado por el Sello Penguin Clásicos del Grupo Penguin Random House. Introducción de Marta Rebón y traducción de Carlos de Arce. Encuadernado en rústica sin solapas, tiene 906 páginas.
Retrato de Fiódor Dostoyevski por Vasili Perov c. 1872.
*******
Los demonios
Los demonios es sin duda alguna una de las grandes novelas de Dostoyevski y una de las que más intensamente interpela al lector de nuestros días. Dostoyevski la escribió horrorizado por la muerte de un terrorista, Ivánov, asesinado por sus compañeros de lucha de la banda de Necháyev. El escritor decidió exhibir lo que era el terrorismo en una novela-advertencia.
Pocas veces la literatura ha penetrado tanto en la conciencia de los terroristas como en Los demonios. Dostoyevski sabía bien de qué hablaba. Él mismo había participado en el Círculo Petrashevski antes de que la policía lo desmantelara y condenara a sus miembros a la muerte. El día de Nochebuena de 1849, tras un simulacro de ejecución, las autoridades penales anunciaron que habían cambiado el veredicto. El escritor, traumatizado para el resto de su vida, fue condenado a un campo de trabajos forzados en Siberia, en lo que sería un ensayo para el gulag soviético décadas después.
Al adentrarse en la mente del terrorista, Dostoyevski describe en Los demonios una generación de jóvenes revolucionarios rusos dispuestos a «sacrificarse y sacrificarlo todo a la verdad». Pero como dice el mismo autor, «toda la cuestión está en qué se considera como verdad. Para ponerlo en claro, precisamente, he escrito esta novela».
Los demonios se convierte así en una de las novelas más modernas del siglo xix, y se puede leer en clave de una defensa de la libertad alejada de todos los fanatismos, y como una crítica acérrima, una advertencia y una premonición del Estado totalitario que tardaría medio siglo en producirse.
***
Sinopsis
El horrible crimen perpetrado en Moscú a finales de1869 siguiendo órdenes del nihilista Necháyev, seguidor de Bakunin, fue la fuente de inspiración que sirvió a Fiódor Dostoyevski (1821-1881) para construir la trama argumental y perfilar los caracteres de los principales personajes de «Los demonios«. Entre ellos destaca con fuerza Nikolai Stavrogin, figura atormentada que casi un siglo después habría de fascinar a Albert Camus y que introduce en la novela una dimensión teológica y metafísica que la lleva mucho más allá de la mera reconstrucción de la historia o de la diatriba política, propiciando el salto cualitativo que hace de esta obra sin duda una las más destacadas del gran autor ruso.
*******
BAKUNIN- NETCHAEV
El Catecismo Revolucionario
Por Juan J. Alcalde
Netchaev
El Catecismo Revolucionario, que no debe ser confundido con el “Catecismo de la Fraternidad Internacional” también obra de Bakunin, fue encargado y enviado a Netchaev por Bakunin. Sus tumultuosas relaciones datan del año 1868. Si en un principio algunos estudiosos en la materia trataron de negar la autoría de Bakunin, un intento para desmarcar al revolucionario anarquista del nihilista Netchaev, investigaciones y declaraciones de personas muy cercanas al revolucionario ruso confirmarían la autoría del catecismo a Bakunin (ver la obra de Langhard. “El movimiento anarquista en Suiza”, Berna 1909 y los estudios de Ross, Nettlau y Guillaume).
El “viejo” revolucionario ruso durante el trascurso de su exilio debió tener contactos con un gran número de jóvenes perseguidos políticos rusos de todas las tendencias y personalidades. Bakunin era una visita y referencia obligada para todos los que llegaban a Suiza huyendo de la represión zarista. Netchaev, más que una visita, resultó ser una epifanía de los más perverso del ser humano. Bakunin escribió lo que Netchaev quería ver y basándose en las referencias e informaciones que este le suministró. El poder de persuasión del joven revolucionario ruso era tal que rayaba en el hipnotismo (según declaraciones de los guardias rusos detenidos y que le custodiaron en la fortaleza de Pedro y Pablo. Estos, además de integrarse en su grupo, le iban ha facilitar la fuga del presidio).
El auténtico título del documento era el de “Reglas en las que debe inspirarse el revolucionario” y fue publicado por primera vez en España (tras la muerte del dictador) en la publicación impresa de la CASPA (Coordinadora de Apoyo y Solidaridad a los Presos Anarquistas) ¡LIBERTAD! del año 1987. El texto que volvemos a recuperar ha sido traducido del francés al español, utilizando como fuente la biografía de Fritz Brupbacher sobre Bakunin.
El catecismo revolucionario ó para ser más exactos: “Las reglas en las que debe inspirarse el revolucionario” es una traducción de la versión alemana que no difiere en lo esencial de la de Langhard. La revista quincenal “El Contrato Social” en su número de mayo de 1957 ofrece una versión francesa bastante defectuosa, reproduciendo el texto francés donado por Marx en su panfleto “La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de Trabajadores” (1873), posteriormente traducido al alemán y reeditado en 1920. Pero el cronista del “contrato social” exagera cuando dice que el texto del “catecismo” ¡no se puede encontrar en lengua francesa!.
En 1930, Hélene Isvolshy en su “Vida de Bakunin” reflejó el texto íntegro traducido del original en ruso. Digamos que este documento es tan poco conocido en Francia como en Alemania y que muchos de los que han hablado de él solo lo conocen de oídas
(La fuente principal de este trabajo es la traducción realizada por Jean Barrúe, del alemán al francés, del libro de Fritz Brupbacher (suizo): Bakounine ou le demon de la Revolte; en una edición de 1970 realizada en Paris, de la edit. Du Cercle, collección Archives Revoluttionaires (1971), dirigida por Max Chaleil)
*******
Hermanados por el terror
Por Juan Forn
Prólogo a «Los demonios», de Fiódor Dostoyevski
En 1869, Dostoievski y María Grigorievna recibieron en su exilio en Dresde la visita del hermano menor de María. El joven Snitkin, estudiante de agronomía en Moscú, hechizó a Dostoievski con sus relatos sobre el movimiento nihilista en las universidades rusas. Por esos días una noticia de la capital rusa escandalizaba a los socialistas de Europa: uno de aquellos grupúsculos secretos, comandado por un tal Nechaev y autobautizado «La Venganza del Pueblo», había ajusticiado a uno de sus miembros, por considerarlo un soplón de la policía. El cadáver del estudiante Ivanov había aparecido flotando en el Reservorio de Moscú, con las manos y los pies atados, cuatro balazos en el pecho y uno en la frente (el tiro de gracia).
María Grigorievna Snitkina (Anna Dostoyevskaya) en 1871
Snitkin, que había conocido bien a Ivanov, le aseguró a Dostoievski que no lo habían matado por soplón sino por cuestionar las ideas de Nechaev
Snitkin, que había conocido bien a Ivanov, le aseguró a Dostoievski que no lo habían matado por soplón sino por cuestionar las ideas de Nechaev. El episodio terminó de decidir a Dostoievski a hacer un ajuste de cuentas con su propio pasado revolucionario. En los cuadernos de notas de Los demonios dice que fue su propia generación, con su europeísmo libertario de juventud, la que había engendrado a la joven generación terrorista. Y que en su novela confluirán los relatos del joven Snitkin, la cobertura de prensa del asesinato de Ivanov y sus propios recuerdos de la célula que integró en 1849. «Lo que escribo es tendencioso. Transmite sin ambages mi opinión a la juventud actual. Que me llamen retrógrado y vociferen contra mí, pero voy a expresar con fuego cuanto pienso», escribe en una carta de 1870.
Serguéi Gennádievich Necháyev (Nechaev)
Es tan intenso y personal el duelo que libra Dostoievski contra Nechaev durante la escritura de Los demonios, que en ninguno de los borradores del libro figura el nombre que le daría después al protagonista (Piotr Verhovenski): siempre lo nombra como Nechaev, directamente. Esto llevó al Nobel sudafricano J. M. Coetzee a escribir la novela El maestro de Petersburgo, donde el estudiante asesinado no es Ivanov sino Pavel Isaev (aquel hijo adoptado por Dostoievski en su primer matrimonio), y Nechaev y su grupo cometen el crimen con el propósito de atraer a Dostoievski hacia ellos: hacerlo abandonar su exilio, lograr que entre clandestinamente en Rusia y que acepte convertirse en el líder de todas las facciones nihilistas rusas.
Recordemos que Crimen y castigo y Memorias del subsuelo eran parte del combustible que inclinó al nihilismo a muchos de los jóvenes pobres que desde 1865 habían logrado acceder a la universidad, llamados con sorna «el proletariado del pensamiento».
Lo cierto es que ningún otro escritor ruso de la época dio a aquellos grupúsculos nihilistas la importancia que les daba Dostoievski. Ni siquiera Turgueniev, que era quien había acuñado el término «nihilista» en su novela Padres e hijos, adjudicaba la menor capacidad de cambiar al mundo a aquellos jóvenes conspiradores. Dostoievski, en cambio, sostenía que, así como Occidente había perdido a Cristo por culpa del catolicismo, Rusia iba a perderse por culpa de los nihilistas.
Iván Turgueniev, escritor ruso, fue el primero en utilizar el término «nihilista» (en su novela «Padres e hijos»)
Y los grandes culpables eran «esos liberales en pantuflas, esos miopes que se acercan al pueblo sin entenderlo», todos aquellos «intelectuales terratenientes» que simpatizaban con los jóvenes extremistas, con Turgueniev a la cabeza. (Aunque Padres e hijos es más ambigua que favorable al fenómeno nihilista, Dostoievski hace una parodia feroz de Turgueniev en Los demonios: lo pinta como un autor de moda de espesa melena, voz dulzona y vestuario impecable, que escribe únicamente para lucirse y que, relatando un naufragio que ve frente a la costa inglesa, dice: «Miradme mejor a mí, cómo no pude soportar la vista de aquel niño muerto en brazos de su madre muerta»).
La publicación de Los demonios recibió críticas hostiles de gran parte de la prensa rusa: el furibundo ataque contra las ideas liberales les parecía doblemente inaceptable por provenir de un ex presidiario político que se había pasado al bando contrario. Y las dimensiones y el extremismo que dio Dostoievski a los conjurados de su novela les parecieron, a todos sin excepción, excesivos, exagerados, inverosímiles.
Sí: excesivos, exagerados, inverosímiles. A pesar de que en el juicio a los asesinos de Ivanov —que fue contemporáneo a la publicación de Los demonios— se supo, por ejemplo, que el propósito oculto de Nechaev al ordenar el crimen fue unir más al grupo a través del terror. También se citó profusamente de El catecismo del revolucionario, un panfleto redactado a medias por Nechaev y el mismísimo Bakunin en Ginebra un año antes, que dice cosas como ésta: «El revolucionario es un hombre sin intereses propios, sin sentimientos, sin hábitos y sin propiedades; no tiene siquiera nombre. Todo en él está absorbido por un solo propósito: la revolución».
En aquel juicio se condenó a casi la totalidad de los procesados (ochenta y cuatro estudiantes) al exilio en Siberia. Nechaev no estaba entre ellos: fue el único de los asesinos que logró huir de Rusia (capturado en Ginebra a los pocos meses, permaneció una década en prisiones suizas). En el juicio en Moscú, sus reclutas contaron que una de las primeras tareas que tenían al ingresar en la sociedad secreta era memorizar un poema dedicado a la muerte del gran revolucionario Nechaev.
Por esa clase de paralelismos entre los nihilistas de carne y hueso y los inventados por Dostoievski, Máximo Gorki escribió en 1906 (cuando Dostoievski llevaba ya veinticinco años muerto y no era nada fácil en Rusia agenciarse un ejemplar de la novela):
«Los demonios es el más perverso, y el más talentoso, de todos los intentos por difamar el movimiento revolucionario de la década del ‟70».
Serguéi Necháyev (Nechaev)
Lo cierto es que aquella burguesía ilustrada que había respondido con escarnio a aquel pronóstico de Dostoievski en 1870 es la misma que, en 1917, huyó al extranjero y allí se sentó a esperar el fin de la pesadilla bolchevique, jurando que Dostoievski lo había vaticinado en su novela (tal como había anunciado su advenimiento): «Los demonios no permanecerán en el cuerpo que han penetrado. Llegará el día en que Dios los expulsará», se recitaban unos a otros.
Cuarenta años después, Albert Camus dijo que los argelinos que enfrentaban a los militares franceses le recordaban a aquellos nihilistas de Los demonios. Medio siglo más tarde, cuando cayeron las Torres Gemelas, volvieron a corporizarse los personajes de Dostoievski, esta vez como los terroristas islámicos que se inmolaron dentro de aquellos aviones.
Los demoniostiene y seguirá teniendo ese efecto porque retrata como ninguna otra novela lo más electrizante, terrorífico y paradigmático de toda conjura: ese lugar donde la fe se cruza con el fanatismo, los fines se cruzan con los medios y los poseídos se topan con los vulgares mortales (a propósito, Los poseídos y Los endemoniadosson los otros dos títulos que ha recibido esta novela en su traducción a nuestro idioma).
*******
LOS DEMONIOS (FRAGMENTO): «Algunos entretelones de la vida del querido Stepan Trofimovich Verhovenski»
«Los demonios», de Fiódor Dostoyevski
-1-
Puestos a dar comienzo al relato de los recientes y muy particulares sucesos ocurridos en nuestra ciudad -que hasta el momento no ha recibido ni ha merecido el mote de notable-, considero oportuno, por falta de pericia, retroceder hasta una época algo anterior y aportar ciertos detalles biográficos a propósito del querido e ingenioso Stepan Trofimovich Verhovenski. Estos datos deben ser entendidos como una introducción a la crónica que aquí se ofrece mientras queda para más adelante la historia que me propongo referir.
Dicho sin rodeos: Stepan Trofimovich siempre había desempeñado entre nosotros un rol en cierto modo especial y, por así decirlo, cívico; rol que disfrutaba con pasión, hasta un punto tal que me atrevo a decir que sin él no habría podido vivir. No quiero decir con esto que fuera un histrión; Dios no lo permita, ya que le tengo un gran respeto. Es posible que todo sea cuestión de costumbre o, mejor dicho, de una propensión suya, tan notable como pertinaz, a fantasear, desde la infancia y con agrado, sobre lo bello y lo cívico de su posición. Por dar un ejemplo, se vanagloriaba siempre de su condición de «perseguido» y, si se permite la expresión, de «exiliado». Estas dos palabritas encierran cierto fulgor clásico que lo había deslumbrado de una vez para siempre y que, elevándolo gradualmente en la opinión que de sí mismo tenía, terminó ubicándolo en un pedestal tan alto como lisonjero para su vanidad.
Hay una escena en cierta novela satírica inglesa del siglo pasado, en el que un tal Gulliver, que antes ha estado en el país de los liliputienses donde los habitantes no pasaban de tres pulgadas y media de altura, al volver a su tierra llegó a considerarse como un gigante hasta el punto de que, caminando por las calles de Londres, gritaba maquinalmente a los transeúntes y los carruajes que se quitasen de delante y cuidasen de que no los atropellase, imaginándose que él seguía siendo gigante y los otros liliputienses. Por eso se convirtió en el hazmerreír y en objeto de tremendos improperios. Más de un cochero zafio midió con su látigo las espaldas del gigante. ¿Eso estaba bien? ¿Hasta qué extremos puede conducirnos la costumbre? La costumbre llevó a un lugar similar al pobre Stepan Trofimovich, pero de un modo más inocente e inofensivo, si así cabe decirlo, porque se trataba de un buen hombre.
Yo me inclino a creer que hacia el final todos y en todas partes le olvidaron; y, sin embargo, no cabe decir que antes fuera enteramente desconocido. No hay duda de que también él compartió algún tiempo el glorioso ideal de algunos prohombres de nuestra generación precedente y de que en cierto momento -aunque sólo en un breve instante- muchos irreflexivos de aquella época pronunciaban su nombre casi a la par de los de Chaadayev, Belinski, Granovski y Herzen -éste último acababa de irse a vivir al extranjero-.
Ahora bien, la actividad de Stepan Trofimovich concluyó casi en el minuto mismo en que había empezado, como consecuencia, por así decirlo, de un «torbellino de circunstancias coincidentes». Bueno, ¿y qué? Pues que, como luego se vio, no solo no hubo «torbellino» sino ni siquiera «circunstancias», al menos en esa ocasión. Con gran asombro mío, pero de fuente absolutamente fidedigna, supe hace días que Stepan Trofimovich no solo no vivía entre nosotros, en nuestra provincia, en calidad de exiliado, como solíamos creer, sino que nunca estuvo vigilado. Después de esto, ¡júzguese de lo vigorosa que es la propia fantasía! Durante toda su vida creyó con sinceridad que era temido en ciertas esferas, continuamente, que sin pausa se le seguían y contaban los pasos, y que cada uno de los tres gobernadores que en nuestra provincia se habían sucedido en los últimos veinte años ya traía consigo, al llegar a ella para ocupar el cargo, cierta opinión preconcebida respecto de él, sugerida «desde arriba» al dársele posesión del gobierno.
Si alguien hubiese asegurado entonces a Stepan Trofimovich que nada tenía que temer, se habría ofendido sin duda. Era, no obstante, hombre de aguda inteligencia y dotes sobresalientes, hombre de ciencia, si cabe definirlo así, aunque, bien mirado, en ciencia…, bueno, para decirlo de una vez, en ciencia no había hecho gran cosa, y según parece, nada en absoluto. Pero así sucede bastante a menudo con los hombres de ciencia aquí en Rusia.
Regresó del extranjero y consiguió distinguirse como profesor de una cátedra universitaria hacia fines de la década de los cuarenta. No llegó a explicar más que unas pocas clases, aparentemente sobre los árabes; pero alcanzó a defender una brillante disertación sobre la creciente importancia civil y hanseática de la ciudad alemana de Hanau entre los años 1413 y 1428, así como sobre los motivos oscuros y singulares de que tal importancia no llegase a cuajar. La mentada disertación fue un sutil y punzante ataque contra los eslavófilos de entonces, entre los cuales se ganó al punto un sinfín de enemigos acérrimos.
Más tarde -después de perder la cátedra- logró publicar (en cierto modo por venganza y para hacerles ver lo que se habían perdido) en una revista progresista mensual, que imprimía traducciones de Dickens y artículos de propaganda de George Sand, el comienzo de un estudio sumamente profundo sobre las causas, al parecer, de la insólita rectitud moral, o algo por el estilo, de ciertos caballeros de no sé qué época. En fin, que desarrollaba conceptos de alto vuelo y excelencia nada común. Andando el tiempo se dijo que la continuación del estudio había sido prohibida deprisa. Tal vez haya sido así y también es posible que la revista misma hubiera sido perseguida por haber publicado la primera mitad. Pensemos que en aquellos tiempos todo era posible.
Pero en el caso presente lo más probable es que no fuese eso lo ocurrido, sino que el autor mismo, por pura pereza, no llegara a concluir el ensayo. Puso fin a sus lecciones de cátedra sobre los árabes porque alguien (por lo visto uno de sus enemigos retrógrados) había interceptado, no se sabe cómo, una carta a no se sabe quién, en la que se exponían ciertas «circunstancias» en virtud de las cuales alguna persona le pedía explicaciones. No sé si es cierto, pero se afirmaba además que en Petersburgo había sido descubierta por esas fechas una sociedad subversiva y antigubernamental de gran alcance, compuesta de unas trece personas, dispuesta a quebrantar los cimientos del Estado.
También se decía que habían proyectado traducir incluso las obras del mismísimo Fourier. Sucedió que por aquel entonces fue interceptado en Moscú un poema de Stepan Trofimovich, escrito unos seis años antes en Berlín, en su primera juventud, que circulaba manuscrito entre dos aficionados y un estudiante. Ese poema lo tengo ahora en mi mesa. Lo recibí este año pasado, manuscrito de puño y letra del propio Stepan Trofimovich, con una dedicatoria suya y bellamente encuadernado en marroquí rojo. Por lo demás, no carece de lírica y hasta se vislumbra cierto talento; poema extraño, pero entonces (a saber, en los años treinta) era parte del estilo.
Me resulta difícil explicar el argumento, porque, a decir verdad, no lo comprendo. Se trata de una especie de alegoría en forma lírico-dramática que recuerda la segunda parte de Fausto. La escena se abre con un coro de mujeres al que sucede un coro de hombres, seguido a su vez de un coro de cierta clase de espíritus y, al final, de todo un coro de almas que no viven aún, pero que tienen ganas de vivir. Todos estos coros cantan de algo indefinido, por lo general de la maldición para algunas personas, pero con unos matices muy graciosos. La escena cambia de pronto y se inicia un «Festival de la Vida», en el que hay hasta insectos que cantan, aparece una tortuga con ciertas palabras sacramentales latinas y, si mal no recuerdo, también canta sobre no sé qué un mineral, quiero decir, algo aún enteramente inanimado.
En general, todos cantan a más y mejor, y si hablan es para injuriarse vagamente, pero, repitámoslo, con cierto matiz de algo muy significativo. Por último, la escena cambia una vez más: aparece un lugar agreste y entre los riscos pasa corriendo un joven civilizado que arranca y chupa unas hierbas y que preguntado por un hada por qué chupa esas hierbas, responde que, sintiéndose rebosante de vida, busca el olvido y lo encuentra chupando esas hierbas, pero que su deseo principal es el de perder cuanto antes la razón (tal vez también un deseo superfluo). Entonces aparece de pronto un mancebo de belleza indescriptible montado en un corcel negro y seguido de la imponente muchedumbre de todos los pueblos. El mancebo representa la Muerte y todos los pueblos van tras ella con ansia.
Y, por último, en la escena final surge la torre de Babel y unos a modo de atletas que completan su arquitectura entre cantos de nueva esperanza; y cuando la han terminado hasta la cúpula misma, el señor (supongo que del Olimpo) se fuga de la manera más ridícula y la humanidad, que adivina lo que pasa y ocupa su puesto, inicia enseguida una nueva vida con una nueva mirada. Ese poema también fue tildado de peligroso entonces. Yo propuse el año pasado a StepanTrofimovich que lo publicara, dado que ahora sería considerado absolutamente inofensivo, pero él rechazó la propuesta con evidente desagrado. La opinión de que el poema era completamente inofensivo no le gustó, y a ella achaco cierta frialdad que me mostró durante un par de meses. Bueno, ¿y qué?
Pues inopinadamente, y casi cuando yo le proponía que lo publicase aquí, lo publicaron allá, esto es, en el extranjero, en una de las colecciones revolucionarias y sin decirle a Stepan Trofimovich. Tuvo miedo al principio, fue muy asustado a encontrarse con el gobernador y escribió a Petersburgo una carta dignísima de justificación que me leyó dos veces, pero que no envió por no saber a quién dirigirla. En resumen, que anduvo preocupado un mes entero; pero yo estoy seguro de que en las recónditas entretelas de su corazón se sentía extraordinariamente halagado. Casi dormía con el ejemplar de la colección que se había procurado y de día lo escondía bajo el colchón, sin permitir siquiera que la criada le hiciese la cama; y que aunque de un día para otro esperaba la llegada de un telegrama de Dios sabe dónde, miraba a todo el mundo por encima del hombro. Ningún telegrama llegó. Se amigó conmigo entonces y dejó demostrada su falta de rencor y la bondad infinita que guardaba en su corazón.
Fiódor Dostoyevski
-2-
No estoy diciendo que no sufriera. Sólo que ahora tengo la plena seguridad de que hubiera podido seguir hablando de los árabes cuanto hubiera querido a cambio de dar las explicaciones necesarias. Pero entonces se subió a la parra y con ligereza singular se persuadió de una vez para siempre de que su carrera había sido desbaratada para toda la vida por «el torbellino de las circunstancias». Pero, la verdad sea dicha, la causa real de la interrupción de la carrera se encuentra en la delicada propuesta, seguida antes y reiterada ahora, que le hizo Varvara Petrovna Stavrogina, esposa de un teniente general y conocida ricachona, de encargarse de la educación y el desarrollo intelectual de su único hijo, en calidad de supremo profesor y amigo y casi sin honorarios.
Se lo había propuesto primero en Berlín, para cuando StepanTrofimovich había enviudado por vez primera. Su primera mujer había sido una muchacha frívola de nuestra provincia. Se habían casado muy jóvenes; y, según parece, no lo había pasado bien con ella -joven agraciada, por lo demás- por falta de medios para mantenerla, amén de otros motivos algo delicados. Falleció en París (estuvo los últimos tres años separada del marido), y le dejó un hijo de cinco años, «fruto de un primer amor, gozoso y aún limpio», como dijo el mismo Stepan Trofimovich en un arranque de congoja. Al niño lo enviaron en seguida a Rusia, donde se crió en lugar apartado bajo el cuidado de unas tías lejanas.
Stepan Trofimovich rehusó la propuesta hecha entonces por Varvara Petrovna y volvió a casarse en seguida, en menos de un año, con una berlinesa taciturna y, lo más curioso, sin que mediara necesidad de hacerlo. Surgieron, sin embargo, otros motivos para que renunciara a su puesto de profesor. Lo subyugaba en esa época la fama clamorosa de un profesor inolvidable, y él, a su vez, voló a la cátedra, para la que se preparó con el fin de probar en ella sus propias alas de águila. Y he aquí que, después de quemarse las alas, se acordó naturalmente de la propuesta que una vez lo había hecho dudar de aceptar o no.
Con su segunda esposa no alcanzó a vivir un año: ella murió de pronto, hecho que terminó de resolver la cosa. Lo diré con elegancia: las cosas se resolvieron con viva simpatía y gracias a la valiosa -clásica, podría decirse- amistad que le profesó Varvara Petrovna, si es que así puede hablarse de la amistad. Él se arrojó en brazos de tal amistad, que se fue fortaleciendo durante más de veinte años. He usado la expresión «se arrojó en brazos de tal amistad», pero Dios perdone a quien piense en algo deshonesto o superfluo -esos abrazos hay que entenderlos sólo en un sentido altamente moral-. Un vínculo sumamente sutil y delicado unía a estos dos notabilísimos seres -y los unía para siempre.
También aceptó el puesto de profesor porque la finca -muy pequeña- que le había quedado en herencia de su primera esposa estaba al lado de Skvoreshniki, magnífica hacienda cercana a la ciudad que los Stavrogin tenían en nuestra provincia. Así, pues, en el silencio del despacho y sin tareas universitarias, cabía consagrarse al cultivo de la ciencia y enriquecer el saber patrio con las más profundas investigaciones. Esas investigaciones nunca se produjeron, pero sí la posibilidad de considerarse el resto de su vida -más de veinte años- como una especie de «reproche en persona» ante la patria, según la expresión de un poeta popular:
Como reproche en persona
te erguiste ante la patria,
…………………………
¡oh, idealista liberal!
Tal vez la persona a quien se refiere el poeta popular tuviera derecho a pretender estar, si así lo deseaba, con esa postura erguida, por más aburrido que le resultara. Ahora bien, nuestro Stepan Trofimovich no pasó de un imitador en comparación con persona semejante; la postura erguida lo cansaba y se acostaba a cada rato. Pero aun tirado, la personificación del reproche se conservaba en posición yacente -hay que decirlo en justicia- tanto más cuanto que ello bastaba a la sociedad provinciana. ¡Si lo hubieran visto ustedes cuando se sentaba a jugar a las cartas en el club! Su aspecto entero decía: «¡Cartas! ¡Me siento a jugar con ustedes a las cartas! ¿A esto he llegado? ¿Quién es el responsable de esto? ¿Quién ha destruido mi carrera y la ha modificado en una partida de cartas? ¡Ah, perezca Rusia!». Y con dignidad ganaba una mano con el as de copas.
Y de veras que se desvivía por jugar a las cartas, lo que le causó -y últimamente más que nunca- frecuentes y enojosas escaramuzas con Varvara Petrovna, mayormente porque perdía una vez y otra también. Pero quédese esto para más tarde. Diré sólo que era un hombre escrupuloso (mejor dicho, de vez en cuando) y que por ello se entristecía a menudo. Durante los veinte años de amistad con Varvara Petrovna caía regularmente tres o cuatro veces al año en lo que nosotros solíamos denominar «melancolía cívica», o más sencillamente, abatimiento, pero la frasecilla ésa agradaba a la muy respetable Varvara Petrovna.
Más adelante, además de caer en esa melancolía, se zambulló en el champán, porque la vigilante Varvara Petrovna lo protegió siempre de las tentaciones vulgares. Y la verdad es que andaba necesitado de alguien que lo protegiese, porque a veces se ponía muy raro: en medio de la melancolía más refinada soltaba de pronto a reír del modo más ordinario. A veces hasta empezaba a hablar de sí mismo en tono zumbón. Ella era la mujer clásica, la mujer-Mecenas, que obraba sólo guiada por los más altos pensamientos. Cardinal fue la influencia que durante veinte años ejerció esta excelente dama sobre su pobre amigo. A ella hay que consagrar un comentario especial y a eso voy.
Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky, en 1863, tras el exilio
-3-
A veces existen unas amistades muy particulares en las que da la impresión de que un amigo quiere devorar al otro y viceversa, pasan así casi toda la vida y, sin embargo, nunca se separan. Peor, la separación resulta inconcebible: el primero de los amigos que se enfada y rompe el vínculo cae enfermo y acaso muere cuando ello ocurre. Sé muy bien que algunas veces, después de las más íntimas confidencias con Varvara Petrovna, cuando ésta se retiraba, StepanTrofimovich se levantaba de un salto del diván y empezaba a dar puñetazos a la pared.
Así como lo cuento, sucedía, hasta el punto de que una de esas veces hizo saltar el estuco de la pared. Tal vez alguien quiera saber cómo puedo conocer un detalle tan nimio. ¿Y qué, si yo mismo fui testigo? ¿Y qué, si el propio StepanTrofimovich lloró más de una vez apoyado en mi hombro mientras describía en vivos colores sus secretos? (¡Lo que no me contaría!). Pero he aquí lo que pasaba casi siempre después de esos arrebatos: al día siguiente estaba dispuesto a crucificarse a sí mismo por su ingratitud.
Me mandaba llamar aprisa y corriendo o venía volando a verme con el solo fin de hacerme saber que Varvara Petrovna era «un ángel de honorabilidad y delicadeza y él justamente lo contrario». No sólo venía corriendo a verme, sino que con frecuencia se lo decía a ella misma en cartas elocuentes, con su firma y todo. Le confesaba que la víspera, sin ir más lejos, había dicho a algún -pongamos por caso- amigo que ella lo retenía por vanidad y lo envidiaba por su sabiduría y talento; más aún, que lo odiaba y que no se atrevía a manifestar abiertamente su odio por miedo a que él se fuera, con lo que perjudicaría la reputación literaria de la dama; que como consecuencia de esto se despreciaba a sí mismo y había decidido darse muerte violenta y que esperaba de ella una palabra final que lo resolviera todo, etc, etc, y así por el estilo.
Dicho lo cual, no resulta gran trabajo imaginarse hasta qué punto de histeria llegaban a veces los ataques de este hombre, el más inocente de todos los adolescentes de cincuenta años. Yo mismo leí en cierta ocasión una de esas misivas, escrita a raíz de un altercado entre ambos por un motivo baladí, pero que fue envenenándose gradualmente. Quedé aterrado y le supliqué que no enviase la carta.
—Imposible…, es más honorable…, el deber…, ¡me muero si no le confieso todo, todo! —respondió casi enfebrecido. Y envió la carta.
Allí estaba la diferencia entre ambos. Varvara Petrovna nunca habría mandado carta semejante. Es cierto que a él le gustaba con pasión escribir, que aunque vivía bajo el mismo techo que ella le escribía, y en momentos de histeria hasta dos cartas al día. Sé de buena fuente que ella leía las cartas con grandísima atención, hasta cuando recibía dos al día, y después de leerlas las encerraba en un cofrecillo especial pulcramente anotadas y clasificadas; además, las apreciaba en alto grado. Luego, sin responderle nada a su amigo en todo el día, volvía a reunirse con él como si tal cosa, como si el día anterior no hubiera ocurrido nada de particular.
Con el tiempo llegó a domesticarlo de tal modo que ni él mismo se atrevía a aludir a la víspera, limitándose a mirar a su amiga fijamente durante algún tiempo. Ella no olvidaba y él olvidaba a veces demasiado pronto, y además, alentado por la calma que ella mostraba, volvía, a veces el mismo día, a las risotadas y a los tumbos bajo los efectos del champán si venían amigos de visita. ¡Con qué ojos cargados de veneno lo miraba ella en tales ocasiones! Y él seguía sin darse por aludido. Tal vez una semana más tarde, o un mes, o a veces hasta seis meses, en un momento dado, recordando de pronto alguna frase de la susodicha carta y después la carta entera en todos sus detalles, se sentía morir de vergüenza y su tormento llegaba a producirle ataques de gastritis. Estos ataques, típicos en él, eran a menudo la consecuencia natural de su tensión nerviosa y un rasgo peculiar de su complexión física.
A decir verdad, lo probable es que Varvara Petrovna lo aborreciera bastante a menudo. Él, sin embargo, nunca llegó a percatarse de que había acabado por convertirse en hijo de ella, en su creación, cabe decir que en su adquisición; que se había hecho carne de su carne, y que no era sólo por «envidia de su talento» por lo que ella lo mantenía consigo. ¡Cuán ofendida se habrá sentido!
Ella encubría, por lo visto, un amor intolerable por él, mezclado con odio continuo, celos y desprecio. Lo resguardaba de todo grano de polvo, actuó como su niñera durante veintidós años, y no habría pegado los ojos noches enteras si hubiera creído que su fama de poeta, de erudito y de prohombre público corría peligro. Era ella quien lo había inventado y era la primera en creer su propia invención. Era algo así como un sueño suyo. Pero a cambio de ello exigía de él demasiado, a veces hasta esclavitud. Era rencorosa a más no poder. A propósito de esto último voy a compartir aquí un par de anécdotas.
Fiódor Dostoyevski como ingeniero militar
-4-
Cuando los rumores de que se liberaría a los siervos comenzaron a circular por Rusia, visitó a Varvara Petrovna un barón que venía de Petersburgo, hombre muy relacionado en la alta sociedad y muy cercano al gran acontecimiento. VarvaraPetrovna apreciaba mucho tales visitas, porque desde la muerte de su marido sus contactos con la alta sociedad habían ido languideciendo y habían acabado por interrumpirse por completo. El barón estuvo tomando el té con ella. Estaban solos, salvo por Stepan Trofimovich, a quien Varvara Petrovna había invitado y deseaba exhibir.
El barón ya había oído hablar algo de él o fingió haber oído, pero durante el té habló poco con él. Stepan Trofimovich quiso, por supuesto, quedar bien, amén de que sus modales eran exquisitos. Aunque de familia no muy encopetada, según parece, tuvo la suerte de criarse desde la niñez en una casa humilde de Moscú y, por consiguiente, con bastante esmero. Hablaba francés como un parisiense. De este modo, el barón debió de comprender desde el primer momento de qué clase de gente se rodeaba Varvara Petrovna aun en el aislamiento de la provincia. Pero no fue así.
Cuando el visitante confirmaba sin reservas la absoluta autenticidad de los primeros rumores que entonces empezaba a circular sobre la gran reforma, Stepan Trofimovich no pudo contenerse, gritó de pronto «¡Hurra!» e hizo con la mano un gesto de entusiasmo. No fue un grito muy agudo ni careció de decoro. Tal vez el entusiasmo fuese premeditado y el gesto ensayado ante el espejo media hora antes del té; pero algo debió de fallarle, porque el barón se permitió una ligera sonrisa aunque, al momento y con exquisita cortesía, se puso a hablar de la emoción general y natural que embargaba todos los corazones rusos ante el magno acontecimiento.
Poco después se despidió, sin olvidar al marcharse alargar un par de dedos a Stepan Trofimovich. De regreso a la sala, Varvara Petrovna se quedó callada unos minutos como si buscara algo en la mesa hasta que de pronto miró a StepanTrofimovich, pálida y con ojos centelleantes, y le dijo en voz baja:
—¡Nunca le perdonaré lo que ha hecho!
Al siguiente día se reunió con su amigo como si nada hubiera pasado. Nunca aludió a lo ocurrido. Pero trece años después, en un momento trágico, lo recordó y se lo reprochó de nuevo, palideciendo como trece años antes cuando lo había dicho por vez primera. Sólo dos veces en la vida le había dicho «¡Nunca le perdonaré lo que ha hecho!». Lo del barón era ya la segunda; pero la primera fue a su modo tan característica y vino, por lo visto, a significar tanto en el destino de Stepan Trofimovich que he decidido referirme a ella.
Ello sucedió en la primavera de 1855, en el mes de mayo, justamente después de recibirse en Skvoreshniki la noticia del fallecimiento del teniente generalStavrogin, viejo frívolo, muerto de una afección al estómago cuando iba camino de Crimea para incorporarse al servicio activo. Varvara Petrovna quedó viuda y se puso de luto riguroso. Verdad es que no debió de sentir mucho dolor porque, por incompatibilidad de caracteres, llevaba cuatro años separada del marido, a quien venía pasando una pensión (el teniente general contaba sólo con centenar y medio de siervos y la paga militar, además de una alta graduación y relaciones, porque todo el dinero, así como Skvoreshniki, pertenecía a VarvaraPetrovna, hija única de un rentista riquísimo).
Ello no obstante, quedó impresionada con lo inesperado de la noticia y determinó vivir en completa soledad. Ni que decir tiene que Stepan Trofimovich fue su compañero inseparable.
Mayo estaba a pleno. Los atardeceres eran maravillosos. Florecían los cerezos silvestres. Los dos amigos se reunían a última hora de la tarde en el jardín y, sentados en el cenador hasta entrada la noche, compartían sus ideas y pensamientos. Había momentos poéticos. Afectada por el cambio de vida, Varvara Petrovna hablaba más que de ordinario. Parecía querer apretarse contra el corazón de su amigo y así transcurrieron varios días. De pronto se le ocurrió a Stepan Trofimovich un pensamiento extraño: «¿No contaba con él la viuda inconsolable y no esperaría de él una propuesta de matrimonio al cabo del año de luto?».
Era un pensamiento cínico, pero cuando más excelso es un espíritu tanto más contribuye a la preferencia por los pensamientos cínicos, tal vez sólo por las múltiples posibilidades que ofrecen. Empezó a examinar el asunto detenidamente y llegó a la conclusión de que así parecía ser. Se decía «sí, es una hacienda enorme, pero...». En realidad, Varvara Petrovna no tenía pizca de hermosa. Era alta, amarilla de tez, huesuda, de rostro desmesuradamente largo con un no sé qué caballuno. Stepan Trofimovich vacilaba cada día más, lo atormentaba la duda y hasta lloró de indecisión un par de veces (lloraba con bastante frecuencia).
Sin embargo, a la caída de la tarde, su semblante empezó a reflejar algo equívoco e irónico, una pauta de coquetería al par que de altivez. Esto sucede a menudo sin querer, involuntariamente, y es tanto más perceptible cuanto más honrado es un hombre. Quién sabe cómo juzgar el caso, pero lo más probable es que en el corazón de Varvara Petrovna no hubiera nada que justificase las sospechas de Stepan Trofimovich.
Por otra parte, ella no habría modificado el apellido Stavrogina por el de él, por muy famoso que éste fuera. Tal vez todo se redujo a un pasatiempo de parte de Varvara Petrovna, la revelación de una inconsciente exigencia de mujer, muy natural en algunas circunstancias excepcionales. Pero no puedo poner las manos en el fuego por ello. Hasta hoy sigue siendo un misterio el corazón femenino. Pero continúo con mi relato.
Es posible suponer que ella, más observadora y sagaz, adivinó enseguida por detrás de la extraña expresión del semblante de su amigo, que con frecuencia demostraba una inocencia excesiva. No obstante, los encuentros vespertinos seguían su curso acostumbrado y los coloquios eran igual de líricos e interesantes. Ocurrió que en cierta ocasión, después de un diálogo animado y poético, se separaron llegada la noche, dándose un cordial apretón de manos a la puerta de la casita en donde residía Stepan Trofimovich.
Los veranos se instalaban en esa dependencia, situada casi en el jardín de la enorme mansión señorial de Skvoreshniki. Acababa de entrar en su vivienda y, en desabrida meditación, se disponía a encender un cigarro y, sin encenderlo aún, se había detenido vencido por el cansancio, paralizado ante la ventana abierta, mirando las nubes blancas y tenues como pulmón de ave que se desliza en torno a la brillante luna.
De pronto, un ligero susurro lo sobresaltó. Allí estaba otra vez Varvara Petrovna, de quien se había separado sólo cuatro minutos antes. El rostro amarillo de la dama había tomado un matiz casi azulado y le temblaban las comisuras de los labios apretados. Durante diez segundos por lo menos le clavó la mirada, en silencio, con mirada dura e implacable, y de pronto musitó con rapidez:
—¡Jamás le perdonaré lo que ha hecho!
Cuando transcurridos diez años de esta escena Stepan Trofimovich me contaba su melancólica historia en voz baja y a puerta cerrada, juraba que fue tal la impresión que aquello le produjo que no vio ni oyó desaparecer a Varvara Petrovna. Dado que más tarde ella no aludió jamás a lo ocurrido y las cosas siguieron como antes, llegó a pensar que todo había sido una alucinación, un amago de dolencia, tanto más cuanto que esa misma noche cayó en efecto enfermo y lo estuvo quince días, lo que muy a propósito vino a interrumpir las entrevistas en el cenador.
Pero lejos de pensar en una alucinación, todos los días de su vida aguardó la continuación o, si se prefiere, el desenlace de este acontecimiento. No creía que pudiese terminar así. Y si así terminó, motivo tuvo para mirar de reojo a su amiga más de una vez.
*******
FIODOR M. DOSTOIEVSKI: LOS DEMONIOS
El horrible crimen perpetrado en Moscú a finales de1869 siguiendo órdenes del nihilista Necháyev, seguidor de Bakunin, fue la fuente de inspiración que sirvió a Fiódor Dostoyevski (1821-1881) para construir la trama argumental y perfilar los caracteres de los principales personajes de «Los demonios».
Entre ellos destaca con fuerza Nikolai Stavrogin, figura atormentada que casi un siglo después habría de fascinar a Albert Camus y que introduce en la novela una dimensión teológica y metafísica que la lleva mucho más allá de la mera reconstrucción de la historia o de la diatriba política, propiciando el salto cualitativo que hace de esta obra sin duda una las más destacadas del gran autor ruso.
Cuando Rodrigo Gómez, el responsable de esta estupenda web literaria, me sugirió a mediados del mes de julio la posibilidad de escribir una reseña sobre Los demonios, no puedo decir que su invitación me resultara particularmente atrayente. Había leído la novela hacía ya un número considerable de años y no guardaba de ella una impresión demasiado vívida. Con todo, me pareció que alentaba una suerte de reto detrás de la propuesta de Rodrigo y, en caso de afrontarlo, agosto se perfilaba como el momento ideal para hacerlo. Siempre era posible que de la frustración de haber sido desbordado por una obra tan extensa en mi primer acercamiento a la novela me fuera dado resarcirme ahora a través de una lectura más atenta y pausada. En eso consistía el reto. De modo que me dispuse a encararlo con todas las prevenciones a mi alcance, incluida la que, desde las primeras páginas, debe observarse cuando uno va a enfrentarse a una novela rusa de las dimensiones colosales de la que se trata aquí: evitar toda confusión con los nombres.
El resultado me ha deparado una felicidad inesperada. Un siglo y medio después de su publicación, se antoja plenamente justificada la fascinación que Los demonios ejerció, y sigue ejerciendo, sobre algunas de las inteligencias más lúcidas de nuestro tiempo. Lo que nos ofrece Dostoyevski a través de esta historia no es sólo un retrato de la sociedad de su época, la Rusia sometida a reformas incipientes que a la postre no iban a servir para cauterizar la herida por la que aquella inmensa nación llevaba tiempo desangrándose; lo que hace su autor -y en ello estriba su mérito más perdurable- es sumergirnos en el ambiente intelectual y moral de su entorno y hacernos descubrir allí el origen de buena parte de los males que han venido afligiendo con posterioridad a nuestra época.
¿Y dónde detecta Dostoyevski la raíz de dichos males? Fundamentalmente, en la propagación de una serie de ideas cuya capacidad disolvente, con el paso de los años, se iba a revelar epidémica. El propio autor, que no vivió para ver el triunfo de la Revolución bolchevique, sí que fue capaz de entender que en el seno de la sociedad rusa ya se daban las condiciones para una transformación radical de las conciencias que había de culminar en el comienzo de una nueva era. Dostoyevski, sin embargo, asimilaba el fenómeno, antes que a un proceso de naturaleza política, a unacontecimiento de índole religiosa. De ahí el título de la novela, Los demonios (o Losendemoniados), que remite a un supuesto de patología espiritual llegada desde más allá de las fronteras de Rusia con el fin de corromper los cimientos sobre los que se asentaba la esencia de un pueblo que, pese a las durísimas condiciones de vida que debía soportar, continuaba apegado a su identidad y sus tradiciones.
A través de una trama circunscrita al modesto ámbito de una ciudad de provincias, la novela pone de relieve cómolos principios revolucionarios que justifican el asesinato en nombre del bien se iban a convertir en el fermento de algunas de las mayores atrocidades que haya conocido la historia. La profundidad del análisis de Dostoyevski se revela en este punto portentoso. El pequeño grupo de sediciosos que conspira para desestabilizar el orden establecido representa, a una escala infinitesimal, el anticipo del triunfo de un nutrido catálogo de aberraciones intelectuales, algunas de las cuales, a día de hoy, continúan socavando lo que queda en pie de nuestra maltrecha civilización. Además, y como acostumbra a hacer en el resto de su narrativa, el autor conecta los aspectos sociológicos y políticos presentes en el relato con una problemática metafísica que aborda, bajo la especie de intensísimos diálogos, los temas del suicidio, Dios, el sentido de la existencia o el destino de la propia nación rusa.
El impulso de destrucción como principio creativo y génesis de un nuevo orden ocupa también un lugar central en la novela. No en vano, se trata de uno de los elementos medulares de toda acción revolucionaria que se precie. Sin embargo, es precisamente ese iluminismo totalitario que desprenden los conjurados, ese fanatismo sin matices tan presente en Europa después de 1789 lo que aboca a la deshumanización y al vacío moral más desoladores. Bajo el prisma de los asesinos, todo queda justificado en virtud de su entrega a un bien incuestionable que sólo ellos han sido llamados a imponer. Se trata, en definitiva, de la idea de progreso como legitimación de todas las arbitrariedades y abusos; del amor a la humanidad en abstracto como modo de solapar el odio al hombre concreto; del desprecio por las creencias del pueblo en tanto vía de ensalzamiento de una nueva religión que promete traer el paraíso a la tierra.
Este cúmulo de contradicciones sólo podía desembocar donde lo hizo, a saber, en una nueva forma de tiranía más férrea si cabe que aquella a la que venía a derribar. En el plano filosófico, la degradación sistemática de lo humano en aras del triunfo de una ideología radical condujo inevitablemente al nihilismo. En este sentido, algunos de los pasajes de la novela estremecen por su preclaro sentido de la anticipación: «El maestro que se ríe con los niños del Dios de ellos es ya uno de los nuestros». «De momento, son indispensable una o dos generaciones de libertinaje. De libertinaje monstruoso, procaz, del género que hace del hombre un bellaco asqueroso, cobarde, cruel y egoísta». «En cuanto un hombre se enamora o funda una familia siente el deseo de propiedad privada. Nosotros acabaremos con ese deseo (…). Reduciremos todo a un común denominador: la igualdad completa». Y por lo que hace al procedimiento destinado a sembrar el caos que debe preceder al asalto al poder por parte de los revolucionarios, se habla de una propaganda sistemática orientada a «sembrar la confusión, promover el cinismo y el escándalo, el descreimiento en todo lo habido y por haber, el ansia de algo mejor y, por último, recurriendo a los incendios como medio especialmente eficaz para impresionar al pueblo, lanzar el país a la desesperación, si ello es necesario».
Para concluir, y contra lo que pueda deducirse de lo expuesto hasta estas líneas, Los demonios no es una novela de tesis. La fuerza de la historia deriva del temple vital con que están forjados sus personajes. Stavrogin, Shatov, Kirillov, Varvara Petrovna, Piotr Stepanovich no son arquetipos creados para servir de soporte a determinadas ideas, sino creaciones vivas, singularidades rebosantes de energía impotente (valga la paradoja) y de sentimientos encontrados. En la descripción de su dramática peripecia acertó Dostoyevski a cifrar una parte del destino sombrío hacia el que se encaminaba Europa. Al cabo de los años, y luego de tantas lecciones como nos hemos negado a aprender, no nos queda aquí sino testimoniar nuestra admiración y nuestro asombro.
Nechaev Tabla de contenidos1 Revolucionarios: Definitivamente, ni liberales ni corazones sangrantes1.1 Sergei Nechaev: un asceta revolucionario2 CATECISMO DEL REVOLUCIONARIO2.1 La actitud del revolucionario hacia sí mismo2.2 La relación del revolucionario con sus camaradas2.3 La […]
El sueño de un hombre ridículo (1877) Fiodor Dostoievski -I- Soy un hombre ridículo. Ahora ellos me llaman loco. Y eso podría haberme supuesto un ascenso de grado, sí no me seguirían […]
APARTHEID SANITARIO INDICE PANDEMIA CORONAVIRUS *** Dostoievski, la libertad y el pasaporte covid La psicosis colectiva es sencilla de desatar, nos va en nuestra naturaleza. Lo que no nos viene de fábrica es el sistema […]
Para ofrecer las mejores experiencias, utilizamos tecnologías como las cookies para almacenar y/o acceder a la información del dispositivo. El consentimiento de estas tecnologías nos permitirá procesar datos como el comportamiento de navegación o las identificaciones únicas en este sitio. No consentir o retirar el consentimiento, puede afectar negativamente a ciertas características y funciones.
Funcional
Siempre activo
El almacenamiento o acceso técnico es estrictamente necesario para el propósito legítimo de permitir el uso de un servicio específico explícitamente solicitado por el abonado o usuario, o con el único propósito de llevar a cabo la transmisión de una comunicación a través de una red de comunicaciones electrónicas.
Preferencias
El almacenamiento o acceso técnico es necesario para la finalidad legítima de almacenar preferencias no solicitadas por el abonado o usuario.
Estadísticas
El almacenamiento o acceso técnico que es utilizado exclusivamente con fines estadísticos.El almacenamiento o acceso técnico que se utiliza exclusivamente con fines estadísticos anónimos. Sin un requerimiento, el cumplimiento voluntario por parte de tu proveedor de servicios de Internet, o los registros adicionales de un tercero, la información almacenada o recuperada sólo para este propósito no se puede utilizar para identificarte.
Marketing
El almacenamiento o acceso técnico es necesario para crear perfiles de usuario para enviar publicidad, o para rastrear al usuario en una web o en varias web con fines de marketing similares.