«EL GRAN GATSBY» (1925), de Scott Fitzgerald, cumple 100 años: Dos versiones, dos películas, dos Gatsby (Alan Ladd, 1949 y Robert Redford, 1974)

El Gran Gatsby

 

“Un vendedor esforzado que ha terminado en el cubo de la basura, como todos los demás

Arthur Miller (Death of a Salesman)

 

El derrumbe de Norteamérica

«Antes que los sociólogos, la novela ya había registrado la fractura íntima de la nación, su lenta pérdida de fe en sí misma»

Por Jesús Ferrero

The Objective, 8 NOVIEMBRE 2025

Una persona sin hogar en Nueva York. | Milo Hess (Zuma Press)

 

El desvelamiento del declive americano no se debió a las guerras, las crisis financieras o los presidentes grotescos y de verbo incontinente. Sería demasiado sencillo. Empezó, como todo lo verdaderamente grave, en la literatura. Mucho antes de que los sociólogos y politólogos tuvieran el detalle de escribir sus manuales para un continente en quiebra, la novela norteamericana ya había registrado la fractura íntima de la nación, su lenta pérdida de fe en sí misma. Desde el principio, América fue un mito narrativo: un relato de redención y abundancia que se contaba a sí misma con la misma disciplina con la que un yonqui se administra su dosis de heroína.

Pero todo mito, tarde o temprano, descubre sus grietas; y fueron esos novelistas inútiles, que solo se dedican a la ficción, quienes las señalaron con más precisión que los profetas, que estaban demasiado ocupados salvando almas, o los economistas, que andaban muy atareados haciendo balances financieros. Al final, no fueron los bancos o las bombas los que detectaron el desmoronamiento del sueño americano: fueron un puñado de relatos bien contados.       

Edith Wharton perteneció aún a la edad de los héroes. En su mundo, las ruinas eran elegantes, los fracasos tenían el perfume del deber, y la sociedad mantenía una compostura idealizada. En La edad de la inocencia, la tragedia se iba gestando lentamente, con cadenciosa elegancia. Wharton observaba a los ricos de Nueva York como un retrato que empieza a agrietarse, pero en su mirada persiste la compostura heroica que opone a la mala fortuna el buen corazón.

Con Fitzgerald, esa ilusión se disuelve en el alcohol de los años veinte. El gran Gatsby no es una celebración: es una resaca. Su fiesta parece una autopsia de América, en el sentido en que lo entendía Ortega y Gasset en su teoría de la novela. Fitzgerald comprendió que el sueño americano no era un sueño, sino una hipnosis colectiva, un espejismo de luces verdes enmascarando la visión de las pistolas humeantes. Sus personajes bailan para no pensar, aman para evadirse, compran para no existir. Fue el cronista del instante en que América descubre que la felicidad es una obligación imposible y más bien monstruosa. Como señalaba Robert Sklar, la generación de Fitzgerald ya no creía en el héroe americano, todavía presente en las novelas de Wharton y Twain: ya no creía en América y sus mitos fundamentales.

Después de Fitzgerald, el crepúsculo se volvió un paisaje permanente. Faulkner levantó, sobre las ruinas del Sur, un imperio de barro, incesto y sangre, donde los mitos familiares se pudren como los cuerpos en sus pantanos. Djuna Barnes, en El bosque de la noche, escribió la versión más barroca y desesperada de esa desintegración: una América exiliada en Europa, extraviada en el deseo, sin patria ni redención. Barnes retrata un continente interior hecho de máscaras, de nocturnidad y de vértigo: la otra cara del sueño americano, donde lo que se busca es más el vacío existencial que la libertad profunda.

 

«’A sangre fría’ es la novela de una nación que ya no necesita guerras para matar: el crimen doméstico se ha vuelto su religión secreta»

 

Henry Miller, por su parte, fue más explícito. En Trópico de Capricornio, su ataque a la civilización estadounidense es frontal: América como un enorme supermercado de la estupidez, donde la moral es mercancía y el deseo una empresa en bancarrota. Miller fue el primer escritor que habló desde el basurero de la modernidad norteamericana donde la obscenidad se convierte en una forma de verdad. En su prosa, el país aparece como un laboratorio del fracaso espiritual, una maquinaria de producir gente que no sabe por qué vive, además de una pesadilla de aire acondicionado refrigerando a una civilización enferma.

Luego vino Capote, que encontró la violencia en el desayuno de cada día. A sangre fría es la novela de una nación que ya no necesita guerras para matar: el crimen doméstico se ha vuelto su religión secreta. Salinger le dio voz al adolescente que en tres días de vagabundeo por Manhattan descubre la pestilencia de la sociedad americana y acaba tocado del ala. Y Carver retrata la penumbra cotidiana de una clase media exhausta, cuya miseria espiritual se oculta tras la nevera y la televisión. Todos ellos son novelistas crepusculares: escriben desde el desmoronamiento, desde la pérdida de confianza en cualquier relato redentor. 

Las ideologías que brotan de ese suelo erosionado están igual de agotadas. América, antaño fábrica de sueños, ahora produce supersticiones: la autoayuda como religión nacional, la libertad confundida con el consumo, la política convertida en marketing emocional. Cuando se cansa de inventar, recicla las ocurrencias más mediocres de Europa: un existencialismo diluido, una moral terapéutica, un nihilismo en serie con envoltorio biodegradable. El imperio, que alguna vez se creyó joven, envejece sin saberlo aferrado a sus pantallas y a sus pastillas, en medio de una miseria existencial devastadora.

 

«La novela observa este colapso con una mezcla de ironía y fatiga. Ya no puede redimir, pero aún puede burlarse»

 

Y, sin embargo, la novela sigue ahí, testaruda, como un animal herido que se niega a morir. En su melancolía se conserva lo más lúcido del espíritu americano: la conciencia de su propia ruina. Pero ya no se trata de una decadencia con estilo. América se está derrumbando sin elegancia, sin tragedia, sin siquiera la cortesía de un último gesto heroico. Su caída es ruidosa, banal, saturada de imágenes. No hay ruinas majestuosas, solo centros comerciales y discursos motivacionales. La miseria intelectual se disfraza de optimismo y la desesperación se enmascara con sonrisas forzadas o amparadas por un filtro.

La novela, desde su rincón cada vez más marginal, observa este colapso con una mezcla de ironía y fatiga. Ya no puede redimir, pero aún puede burlarse. Quizá esa sea su última función: ser el espejo sarcástico de una civilización que solo cree en lo que puede venderse. En la era del algoritmo, escribir una novela americana es casi asombroso: un intento de recordar que hubo un tiempo en que las palabras podían desvelar el mundo, y no solo entretenerlo, escamotearlo o suplantarlo. En esta tesitura, la contrarrevolución de Trump no deja de ser una anécdota que no va a detener el declive, y que probablemente lo va a acentuar.

Pero no todo está perdido: mientras el país se descompone, sus escritores (los pocos que siguen mirando hacia abajo, hacia el abismo) conservan una forma de lucidez que roza lo profético. Autores como Gary Shteyngart, Evan Dara y Lionel Shriver dan prueba de ello. En su desencanto hay todavía una fe: la de que la verdad sigue siendo más interesante que la mentira, porque toca más realidad, y hasta puede llegar a iluminarla. Y es en esa obstinación inútil, en esa ironía que no se resigna, donde la novela americana continúa resistiendo desde la adversidad. No como promesa de futuro, sino como testamento del presente: la voz que, entre el ruido y la furia, todavía se atreve a decir lo que nadie quiere escuchar. 

 

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EL GRAN GATSBY (Película de 1974, con Robert Redford)

 

 
 

Dirigida por Jack Clayton y protagonizada por Robert Redford y Mia Farrow, con guion de Coppola y Capote.

Nick Carraway es un joven del Medio Oeste que se traslada a vivir a West Egg, en Nueva York. Su vecino, el misterioso señor Gatsby (Robert Redford), vive en una lujosa mansión y organiza continuas y espectaculares fiestas. 

Jay Gatsby, un hombre de origen humilde que se ha enriquecido tras la I Guerra Mundial (1914-1918), vive atormentado por el amor de la bella Daisy (Mia Farrow), que no ha sabido esperarlo y se ha casado con otro. 
 
Pero a los oídos de Nick, que ha conseguido entrar en el exclusivo círculo social de Gatsby, llegan oscuras historias que le hacen recelar del extravagante personaje.

 

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EL GRAN GATSBY (Película de 1949, con Alan Ladd)

 

 
Dirigida por Elliott Nugent, con Alan Ladd, Betty Field, Macdonald Carey, Ruth Hussey y Barry Sullivan 

 

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Gatsby, 35 años después

Por ARTHUR MIZENER

The New York Times, 24 de abril de 1960

EL GRAN GATSBY, 1949

 

«El gran Gatsby» cumple treinta y cinco años esta primavera. Probablemente ya se pueda afirmar que es un clásico de la literatura estadounidense del siglo XX. Existen tres ediciones impresas, y su texto se ha convertido en objeto de estudio para los bibliógrafos profesionales. No siempre fue así, ni «Gatsby» siempre vendió 50.000 ejemplares al año, como el año pasado. En 1937, cuando Fitzgerald quiso regalarle ejemplares de sus libros a la señorita Sheilah Graham, fueron de librería en librería, pero una y otra vez les dijeron que no tenían ninguno en existencia.

Hay una ironía especial en la tardía fama de «El gran Gatsby«, pues Fitzgerald era un hombre como el propio Gatsby, al menos en esto: tenía un sueño heroico sobre las posibilidades de la vida y una necesidad, casi rayana en el deber, de hacerlo realidad. Si el mundo era para él, como lo fue para Gatsby, «material sin ser real» a menos que pudiera vivir con ese sueño, entonces el sueño no era más que una mera fantasía si no podía materializarlo en el mundo real.

Como dijo uno de sus amigos cuando su obra volvió a ser popular a principios de los años cincuenta: «¡Cuánto le habría gustado a Scott saber que la gente admiraba y apreciaba sus libros!». Podría haberlo hecho, y no por vanidad, sino porque su sentido de logro, su propia identidad, dependía del reconocimiento.

 

Scott Fitzgerald (Francis Scott Key Fitzgerald, 1896-1940). Escribió cinco novelas: El gran Gatsby, Suave es la noche, A este lado del paraíso, Hermosos y malditos y El último magnate, que, aunque sin terminar, fue publicada tras su muerte. Escribió también múltiples historias cortas, muchas de las cuales tratan sobre la juventud y las promesas, la edad y la desesperación.

 

Como tantos otros sentimientos que le calaban hondo, este se manifestaba con mayor claridad en las bromas irónicas y las extravagancias de sus años de derrota. Casi al mismo tiempo que descubría que las librerías ya no vendían sus libros, se escribió una postal. Decía: «Querido Scott: ¿Cómo estás? Tenía muchas ganas de verte. He estado viviendo en el Jardín de Alá. Tuyo, Scott Fitzgerald». Y siempre que bebía, insistía en presentarse y en que lo reconocieran:

«Soy F. Scott Fitzgerald. Han leído mis libros. Han leído «El gran Gatsby», ¿verdad? ¿Se acuerdan?».

 

Con toda la terrible ironía del orador original, podría haber dicho: «Es mejor ser vil que ser vilmente estimado, cuando no ser recibe reproche de ser». Y, de hecho, lo dijo en «Pasting It Together». «Si te estuvieras muriendo de hambre fuera de mi ventana», escribió allí,

«te dedicaría la sonrisa y la voz (aunque ya no la mano) y me quedaría hasta que alguien juntara una moneda para llamar a la ambulancia, si es que pensara que me beneficiaría económicamente».

 

Pero cuando, poco después, volvió a evocar toda su vitalidad en torno a su último héroe —Monroe Stahr, el productor de «El último magnate»—, imaginó a un hombre que, aun estando agonizante, luchó por controlar toda una industria para crear algo que fuera a la vez bueno y popular. Stahr no se equivoca en nada. Cuando un novelista británico al que ha contratado para escribir guiones dice: «Es esta producción en masa», Stahr responde: «Esa es la realidad. Siempre hay algún inconveniente». Al igual que Stahr, Fitzgerald siempre intentó que su obra fuera lo mejor posible y, como él, no podía creer en la existencia de un bien no reconocido.

Dado que esta era su visión del mundo, la recepción de «El gran Gatsby» tuvo una particular ironía para Fitzgerald. Fue un éxito inmediato entre los escritores profesionales y ese curioso círculo de lectores exigentes en Estados Unidos que, casi en solitario, han mantenido vivas muchas buenas obras cuando la crítica y el público general las han ignorado, como ocurrió con «Gatsby«.

En el momento de su publicación, la consideraron una novela ligera y bien escrita. Durante los veinticinco años siguientes, en las escasas ocasiones en que se habló de ella, se la consideró una obra de época nostálgica con «la tristeza y la lejana jovialidad de una melodía de Gershwin«, como dijo Peter Quennell en 1941.

Para un hombre con la visión casi renacentista de Fitzgerald de que «si nuestras virtudes no emanaran de nosotros, seríamos todos iguales, como si no las tuviéramos», esta recepción fue desafortunada. En efecto, dado que había depositado en «El gran Gatsby» la esperanza de alcanzar la única vida que realmente le importaba, la de un escritor serio, fue un fracaso estrepitoso. Posteriormente intentó lograr esa vida, pero, en cierto modo, perdió la fe en su posibilidad de éxito con el fracaso de «El gran Gatsby» en obtener reconocimiento.

Comenzó a planificar la novela en junio de 1923, diciéndole a Maxwell Perkins: «Quiero escribir algo nuevo, algo extraordinario, bello, sencillo y con una trama intrincada». Pero ese verano y otoño los dedicó a la producción de su obra de teatro, «El vegetal». Cuando fracasó estrepitosamente, descubrió que tenía muchas deudas y tuvo que pasar el invierno de 192 trabajando día y noche en artículos para revistas para saldarlas. Los artículos, según él, «eran pura basura y casi me destrozaron el corazón».

No fue hasta abril de 1924 que pudo escribir en su cuaderno: «¡Por fin fuera del apuro! Empiezo la novela». Pero apenas había avanzado —apenas el primer capítulo— antes de que se viera interrumpido de nuevo cuando él y Zelda decidieron mudarse a la Riviera, donde surgió una grave crisis en su relación. En agosto, sin embargo, retomó el trabajo, que no volvió a interrumpir hasta que envió el manuscrito a Maxwell Perkins el 30 de octubre.

El trabajo agotador e inútil del invierno anterior, junto con su ansiedad constante por la pérdida de tiempo, agudizó la convicción de Fitzgerald de que «El gran Gatsby» era la prueba definitiva. Le dedicó todos sus recursos creativos y, a pesar de sus bromas nerviosas al respecto entre su finalización y publicación, sabía perfectamente que era un buen libro. La cuestión era si sería reconocido por lo que era. «Escríbeme la opinión que te plazca tener sobre mi obra maestra y la opinión de otros», le dijo a John Peale Bishop. «¡Por favor! Creo que es genial porque trata temas muy escandalosos; los que deciden rápido, como Rascoe, podrían confundirlo con Chambers».

Hasta el último momento posible, estuvo ocupado realizando revisiones a toda prisa para Scribner’s, incluyendo una extensa reescritura del Capítulo VI, en el que Daisy y Tom Buchanan asisten a la fiesta de Gatsby, y una versión completamente nueva del Capítulo VII, que describe la crucial discusión en el Plaza entre Gatsby y Tom. Al mismo tiempo, rechazó una oferta de 10.000 dólares por los derechos de publicación por entregas para no retrasar la publicación del libro.

Para el día de la publicación —el 10 de abril de 1925— estaba eufórico, y en veinticuatro horas le telegrafió a Perkins, con un tono a la vez ridículo y conmovedor: «¿Alguna novedad?». Cuando finalmente llegaron las noticias, distaban mucho de lo que esperaba. Sin duda, los buenos lectores reconocieron la calidad de «El gran Gatsby», y para él significó mucho recibir cartas de elogio de escritores de la talla de T.S. Eliot, Edith Wharton y Willa Cather. Pero, al fin y al cabo, se trataba de una opinión personal, y por mucho que la valorara, lo que Fitzgerald necesitaba era el reconocimiento público de críticos y lectores.

Lo que realmente lo dejó perplejo fue que, de todas las reseñas, incluso las más entusiastas, ninguna tenía la menor idea de qué trataba el libro. Solo encontraron en él el talento brillante pero trivial que habían visto en sus obras anteriores. De «Gatsby» decían que era «ingenioso y con una brillantez superficial, pero no la obra de un novelista sabio y maduro»; era «un poco flojo, un poco blando, bastante artificial, [perteneciente] a la categoría de novelas insignificantes». Mencken afirmó que «desde luego no se podía colocar en la misma estantería que, por ejemplo, «A este lado del paraíso»», e Isabel Paterson añadió que «lo que nunca ha estado vivo no puede seguir viviendo; así que este es un libro para la época».

 

En 1926, la versión dramática de Owen Davis se estrenó con éxito en Nueva York, y ese mismo año Paramount lanzó una película sentimental

 

Las ventas de «El gran Gatsby» tampoco reflejaron un reconocimiento generalizado de su naturaleza: en octubre, una vez finalizada la promoción inicial, aún no alcanzaba los 20.000 ejemplares. En 1926, la versión dramática de Owen Davis se estrenó con éxito en Nueva York, y ese mismo año Paramount lanzó una película sentimental. Ambas le proporcionaron a Fitzgerald el dinero que necesitaba, pero no lo que más anhelaba: el reconocimiento que le permitiría convertirse en el novelista serio con el que soñaba.

En el último año de su vida le escribió a su hija:

«Ahora desearía no haberme relajado ni haber mirado atrás, sino haber dicho al final de «El gran Gatsby»: «He encontrado mi camino; de ahora en adelante, esto es lo primero. Este es mi deber inmediato; sin esto, no soy nada»».

 

Pero aunque sin esto, a sus propios ojos, era casi literalmente nada, se culpaba a sí mismo por no haber actuado de una manera que, dada su naturaleza, en realidad no le era posible.

Durante al menos una década después de la publicación de «El gran Gatsby«, la opinión de los críticos siguió siendo la opinión pública, si es que alguien la tenía en cuenta, lo cual era poco frecuente. En 1933, Matthew Josephson, en un artículo sobre «Los jóvenes novelistas«, le advertía a Fitzgerald y lo instaba a reconocer que «hay muchísimos estadounidenses que no pueden beber champán de la mañana a la noche, ni siquiera ir a Princeton o Montparnasse«, como si Fitzgerald no hubiera mostrado en «El gran Gatsby» la profunda y engañosa tragedia de su anhelo por ello.

Un año después, Harry Hartwick describía su obra como aquella «en la que la sensualidad se torna mitad frívola y mitad sentimental, y transforma la juventud desenfrenada en sofisticación», un comentario que, de haberlo leído Fitzgerald, le habría recordado irónicamente el que él consideraba el único gran defecto de «El gran Gatsby»: su incapacidad para representar la relación entre Daisy y Gatsby, un fracaso que, según admitió, era consecuencia de su propia renuencia a afrontar la «sensualidad» de la única relación posible entre ellos. En 1934, «El gran Gatsby» se incluyó en la colección Modern Library, pero se retiró en 1939 por no haber alcanzado el nivel esperado.

 

En 1934, «El gran Gatsby» se incluyó en la colección Modern Library, pero se retiró en 1939 por no haber alcanzado el nivel esperado

 

Durante todo este tiempo, sin embargo, el libro conservó su público selecto. «El gran Gatsby”», dice Buddy Glass, el personaje de J.D. Salinger, «era mi “Tom Sawyer” cuando tenía doce años». (Al igual que el propio Salinger, Buddy tenía doce años en 1931).

Escritores como John O’Hara mostraban su influencia, y jóvenes como Edward Newhouse y Budd Schulberg, quienes más tarde se verían profundamente afectados por él, lo descubrían. Y, para su eterno mérito, Scriber’s lo mantuvo en imprenta; mantuvieron la edición original en su catálogo hasta 1946, momento en el que «Gatsby» ya se publicaba en otras tres versiones y la edición original ya no era necesaria.

A finales de la década de 1930, se oían tenues ecos de esta opción clandestina en la superficie. En 1935, T.S. Matthews, en su reseña de «Taps at Reveilly» para The New Republic, afirmaba:

«Parece existir la sensación generalizada de que sería más amable no prestar atención crítica a la obra de Fitzgerald [el cuentista], puesto que su media naranja [el novelista] es una persona tan superior que, en realidad, no hay diferencia«.

 

Poco después, Herbert Mueller observó, con notable inconsistencia, que si bien «Gatsby» estaba «impregnado de la frivolidad, el sentimentalismo rancio y el idealismo ingenuo propios de su época», en general era una obra «honesta, sobria y brillante«.

Esto trataba sobre el estado de la opinión pública cuando la muerte de Fitzgerald a finales de 1940 y la reedición de «El gran Gatsby» en la edición de Edmund Wilson de «El último magnate» en 1941 provocaron una oleada de comentarios. La mayoría coincidía con el juicio, si no con el razonamiento, de Margaret Marshall, quien observó en The Nation que Fitzgerald había fracasado, aparentemente porque no pudo sobrevivir al descubrimiento mundial de que «la Revolución de Octubre no era más que un montón de cenizas estalinistas», pero que «El gran Gatsby» era «perdurable«. Sin embargo, las voces de quienes siempre habían admirado «El gran Gatsby» se hacían oír con más fuerza.

La sección «Talk of the Town» de The New Yorker publicó un comentario demoledor sobre los obituarios mal informados de los periódicos neoyorquinos y de The New Republic. Esta última, bajo la dirección literaria de Malcolm Cowley, recopiló una serie de homenajes serios a Fitzgerald de autores tan diversos como Glenway Wescott y Budd Schulberg. Todavía en 1944, cuando Charles Weir publicó el primer artículo extenso sobre Fitzgerald, las dos opiniones sobre su obra aún estaban bastante equilibradas. Pero para 1945, la idea de que «El gran Gatsby» era simplemente una obra de época había desaparecido casi por completo.

Ese año, New Directions publicó la edición de Edmund Wilson de «The Crack-Up» y una nueva edición de «Gatsby«, con una introducción de Lionel Trilling que afirmaba sutilmente que «Fitzgerald comenzaba a ocupar su lugar en nuestra tradición literaria«.

También ese año, «Gatsby» se reimprimió en The Viking Portable Fitzgerald y en Bantam Books. Aún se percibían leves ecos de la antigua actitud en las revistas de gran tirada. Time seguía suponiendo que en «Gatsby» Fitzgerald «retrataba el vacío existencial de la vida de su héroe mafioso«, y Newsweek que «Fitzgerald eludía casi todos los temas de su época«. Pero la mayoría de los críticos ya daban por sentada la importancia de «Gatsby» y trataban de explicarla.

Malcolm Cowley escribió un artículo brillante para The New Yorker, y William Troy señaló que Gatsby es «una de las pocas creaciones verdaderamente mitológicas de nuestra cultura». Para 1946, artículos extensos desarrollaban esta visión en las revistas Kenyon y Sewanee, aunque es curioso observar que la evidencia final de la aceptación de un libro como clásico —una avalancha de ensayos de maestría y doctorado sobre él— no comenzó hasta después de 1951, año en que se dedicaron dos libros completos (tres si se cuenta «The Disenchanted» del Sr. Schulberg) a Fitzgerald.

Diez años después, los valores evidentes del libro se han consolidado razonablemente, y estamos listos para considerar las cualidades que, si bien son más difíciles de abordar, probablemente sean igual de importantes. Una de ellas es la plasmación que hace el libro de la fluidez de la vida estadounidense, reflejada en la melancólica deriva de Tom Buchanan, «dondequiera que la gente jugara al polo y fuera rica», en la nostalgia de Wolfsheim por el antiguo Metropole, en la irónica sensación de Nick Carroway de que Tom y Daisy eran dos viejos amigos a los que apenas conocía, y en toda la trayectoria de Gatsby. Otra es la voz del libro, «más importante», como ha dicho Lionel Trilling, «que su forma o su ingenio metafórico».

Casi por primera vez, Fitzgerald creó con esa voz la imagen del buen estadounidense de nuestra época, con toda su complejidad de empatía, firmeza moral y una irónica serenidad. Ahora podemos permitirnos prestar atención a estos aspectos, porque, más allá de las discrepancias que podamos tener sobre la obra de Fitzgerald en su conjunto, quedan pocas dudas sobre la grandeza de «El gran Gatsby» o su relevancia imaginativa para la experiencia estadounidense.

 

 

«Rhapsody in blue» (George Gershwin).