
UN FRAUDE MONUMENTAL
LA BELLEZA Y LA VERDAD: «Un fraude monumental», de Félix de Azúa (Parte 1)
LA BELLEZA Y LA VERDAD: «Un fraude monumental», de Félix de Azúa (Parte 3)
Tabla de contenidos
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Un fraude monumental
A monumental fake
SEGUNDA PARTE
Para Marina y Olivier, cuya amistad y generosidad a lo largo de tantos años ha sido decisiva para escribir esta crónica
L’apparition fracassante au cours des années 1130 d’un style nouveau a paru aux contemporains aussi révolutionaire que les “Demoiselles d’Avignon” au debut du XXe siècle
Alain Erlande-Brandenburg
Félix de Azúa (Barcelona, 1944) es escritor, doctor en Filosofía y catedrático de estética. En junio de 2015 fue elegido miembro de la Real Academia Española.
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La segunda virtud
La segunda virtud gótica, según los expertos, fue la variedad de las construcciones y los ornamentos, signo de que el artesano del gótico, el maître d’ouvre, se había emancipado del maestro de obra, es decir del maître d’ouvrage, al que hoy llamaríamos “arquitecto”. La diferencia entre quien concibe la obra y quien la ejecuta era una herencia platónica acerca de la superioridad del trabajo intelectual sobre el trabajo manual. De hecho, esta jerarquía se diluye a partir del siglo XIII, con el llamado “gótico flamígero”, cuando aparece el nombre y la figura del arquitecto, que es quien dirige el proyecto, como autor principal del monumento. Así pues, será el maître d’ouvrage, el arquitecto, quien conciba y financie el edificio, pero serán los artesanos, los maîtres d’oeuvre quienes obtengan la libertad de realización en su terreno, la decoración escultórica, pictórica o en las vidrieras.
La impronta personal de los arquitectos y los artesanos será la que haga del momento gótico una “renovación permanente” con “miles de variaciones” en la distribución de los espacios, los arcos ojivales, las tracerías, los ventanales, los rosetones o los gabletes, las esculturas, las vidrieras y demás elementos, siempre constantes, pero siempre distintos (Duby, p.40).
El abundante conjunto de inventos técnicos, las bóvedas de nervadura, el arco de ojiva, los contrafuertes, los arbotantes y tantas otras, ya habían sido utilizados separadamente cada uno: en la catedral de Durham, por ejemplo, o en el norte de Francia, en Borgoña, en Italia, o incluso en la construcción romana, pero, como escribió el director de los Cloisters de Nueva York Florens Deuchler, fue el ingenio de Suger quien los juntó en una unidad estilística que cristalizó como una macla perfecta, indestructible y para siempre.
A partir de entonces la catedral, sede del episcopado, será el monumento que identifique a cada una de las ciudades y se convertirá, además, en una propiedad de los ciudadanos pues ellos son, además de la corona, quienes la financien. De hecho, la catedral contribuirá a que cada sector urbano se identifique ante la restante población con sus vestimentas e insignias propias. Así, por ejemplo, en Chartres cada gremio y cada corporación tenía su propia vidriera en una primera santificación del trabajo (Il. 23 Vidrieras artesanos) (Duby, 137). También serán las catedrales las sedes de la educación superior. Las más ricas, como la Escuela de Chartres, atraerán a cientos de alumnos que estudiarán a Cicerón, Ovidio o Virgilio. Fue en verdad un primer renacimiento, una ruptura sísmica con respecto a las oscuras e imponentes naves románicas en las que sólo se estudiaba teología.

Técnicamente, el aligeramiento de los muros perforados por las vidrieras llevaba consigo la necesidad de un refuerzo externo, mediante un sistema de descargas cuya figura principal serían los contrafuertes (botareles), cuyos arcos, cuando existen, se apoyan en el muro mediante los arbotantes, los cuales dan su aspecto inconfundible a los templos góticos, como es el caso famoso de Notre-Dame, donde se levantaron en la cabecera hacia 1180 (Duby, 143) (Il. 24 arbotantes de ND).

Sin embargo, en la actualidad hay dudas, entre los expertos, de que esos famosísimos arbotantes sean originales, ya que no cumplen ninguna función estructural. Es muy posible que se añadieran en el siglo XIII, hacia 1230, por pura pulsión estética, para unificar un “canon gótico” que aún no existía. Lo mismo sucede con los de Saint Denis (Erlande p.78-9).
Otra invención de Suger fue la liberación de las esculturas, las cuales abandonaron el muro y se cobijaron bajo su propio espacio, a veces en forma de hornacina. Al poco tiempo, en Chartres, Reims y luego en Estrasburgo, aparecerán maravillosas obras maestras de la escultura, como las de la fachada occidental de Chartres o las de Estrasburgo (Ill. 25 Sinagoga de Estrasburgo y pórtico de 26 Reims). Las prodigiosas estatuas-columnas de Chartres datan de 1145 y aún dependen del espacio arquitectónico, las de Estrasburgo y las de Reims, con su propio espacio, anuncian ya el rejuvenecimiento renacentista de la figura de la virgen María.

Es por estas fechas de los siglos XII y XIII, cuando la madre de Jesús cambia su figura, de la típicamente románica como robusta matrona sentada en el trono con su hijo sobre las rodillas (Ill. 27 Virgen románica), por la de una doncella en pie, apenas salida de la adolescencia, y que parece danzar con el niño sostenido en los brazos, como la de Notre-Dame de 1260 en la que el niño fue destruido por las hordas revolucionarias.

Comienza ahora el culto mariano que acabará imponiéndose en toda la cristiandad, al tiempo que la figura de Cristo se humaniza y abandona el gesto severo, vengativo, justiciero, de la imagen románica (Il, 28 tímpano de Moissac s.XII y el de 29 Beaulieu S.XIII). También los ángeles cambian de aspecto (Ill. 30 Ángel de Reims, 1260). El proceso indica claramente un acelerado deseo de humanización y familiaridad de las figuras sagradas para acercarlas a la población civil y urbana.



El último invento de Suger que comentaremos es la bóveda de ojiva o de crucería, cuyas características técnicas son muy interesantes por sus múltiples soluciones que llegarán a las espectaculares bóvedas octopartitas en muchas cabeceras de iglesias. Las bóvedas ojivales sustituyen a las bóvedas románicas de medio punto, de arista, anular, o de cañón, porque no podían aguantar naves de ocho o nueve metros de anchura, y también para producir esa impresión de altura y elevación infinita de las nervaduras hacia la clave de bóveda tan característica del gótico (Il. 32 Bóvedas de N D).

Hay una paradoja en la sorprendente similitud de todas las catedrales desde el punto de vista ornamental, a pesar de la libertad de los artesanos. También el fondo constructivo tiene notables diferencias. La paradoja de la variedad y su unicidad se debe a que actúa una verdadera voluntad de estilo, de unificación imaginativa, favorecida por algunos artistas itinerantes, como el gran Villard de Honcourt (1200-1266), técnicos especializados en el dibujo, los cuales difundieron los mejores modelos artísticos por todo el continente, como si fueran juglares de la arquitectura (Il. 33 34 35 Villard).

No obstante, lo más relevante en el orden material del estilo gótico es que trae al mundo una arquitectura de una muy alta tecnicidad que, como veremos, influirá poderosamente en el momento moderno. Un ingeniero actual, Norman Foster, cuyos conocimientos técnicos y constructivos son de la mayor calidad, aseguraba en unas declaraciones del mes de febrero de 2024, lo siguiente:
Una catedral medieval es un logro arquitectónico supremo; dudo (de) que hoy fuéramos capaces de emularlo. (ABC cultural, 3 febrero 2024)
La confluencia de espacios urbanos, órdenes unificados en todas las iglesias, tecnicidad extrema de la construcción y exclusión de los feudales agrarios en el ámbito político, da idea de la tendencia hacia una racionalización de la sociedad que entraba en conflicto con las creencias ancestrales del cristianismo y con la parcelación feudal del poder. Así, por ejemplo, hay una notable analogía entre el progreso de la filosofía escolástica (la de la Summa de Santo Tomás de Aquino) y la lucha por resolver las contradicciones bíblicas, analogía que se refleja a la perfección en el orden gótico. Es esta una teoría desarrollada con gran brillantez por Erwin Panofski (Gothic architecture and scholasticism, Latrobe, 1951) que en los últimos tiempos ha recibido algunas correcciones, las cuales desde luego no la anulan. En esos siglos considerados “oscuros” por los clasicistas se da, muy al contrario, un primer atisbo de la racionalidad propia de la modernidad tecnificada.
En esos siglos considerados “oscuros” por los clasicistas se da, muy al contrario, un primer atisbo de la racionalidad propia de la modernidad tecnificada
No obstante, la aparición de la perspectiva como técnica de la representación “realista”, en el renacimiento italiano, así como la irrupción de humanistas y erasmistas, críticos de los aspectos más tradicionalistas de la iglesia de Roma, no será sino una resolución consecuente con el desarrollo gótico y escolástico, su continuación lógica, en cierto modo su consecuencia. La poderosa voluntad de acabar con la oscuridad románica mediante aquella apelación a la luz, no había sido sino un anuncio del cambio radical que se avecinaba y cuyo capítulo final sería la rebelión de Lutero y la quiebra de la iglesia cristiana. Para Hegel, las guerras de religión producidas por la Reforma serán el momento histórico en que la religión dejó de ser un elemento fundamental para la sociedad urbana y a partir de entonces será sustituida por la filosofía.

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El regreso
Cuando el gótico flamígero llega a su culminación ya no habrá más inventiva, ni más ideas, ni nuevas técnicas, sino un aumento del exhibicionismo y la bravura espectacular de los técnicos. Si en sus comienzos, en el siglo XII, la revolución gótica aspiraba a introducir la luz en las oscuridades románicas con el fin de crear un alma cristiana nueva y rejuvenecida, doscientos años más tarde ya sólo producirá un ejercicio de gran tecnicidad y cada vez más ornamental que ha olvidado los orígenes metafísicos del proyecto. No es difícil comprender que, cuando en Italia comienzan los primeros pasos del humanismo, la perspectiva y el regreso a los modelos clásicos, el gótico pierda su popularidad por falta de novedad y por repetición de elementos archisabidos y cada vez más mundanos. Recuerda poderosamente a la decadencia de la cerámica griega en la época helenística, cuando los alfareros comienzan a sustituir la arcilla por materiales nobles como el jaspe o el ónice, para ocultar la falta de creatividad formal.
Como vimos, desde los finales de la Ilustración el estilo gótico fue considerado algo extraño, salvaje, bárbaro, y tan tarde como en 1818 mostraba Schopenhauer una ignorancia supina sobre el lugar de nacimiento del estilo gótico, pero ya hacia mediados del siglo XIX, aunque se había mostrado un anuncio a finales del XVIII, comenzó un cambio de tendencia que duraría todo el siglo y tendría un seguimiento internacional: había llegado el Romanticismo. Con la Ilustración caía el neoclásico y surgía el neogótico. Fue como si el fenómeno del gótico medieval se repitiera cuatro siglos más tarde, cuando ya todos lo habían olvidado, un florecimiento enérgico y global aunque evidentemente nuevo o novedoso. ¿Y a qué podía responder esa necesidad de regreso a lo antiguo?
Ese momento de renacimiento gótico (el gothic revival) tiene una historia propia, originada y crecida en la Gran Bretaña, de la que avanzamos el final: cuando John Ruskin escribe sus celebérrimas Stones of Venice, en 1852, incluyó un capítulo titulado “La naturaleza del arte gótico” que tuvo una influencia enorme en el Continente. William Morris lo editó aparte como libro en 1890 (hay edición española en Ed. Casimiro). Y paradójicamente, ese era, también, el final del revival. Cuando llega a su perfección, el neo gótico o falso gótico, se extingue y deja paso, de nuevo, a la influencia italiana de las formas abiertas, de las armonías y simetrías, solo que ahora en acero y cristal.
A pesar de su indudable talento y el cuidado con el que había estudiado el estilo gótico del siglo XIV (sobre todo el muy singular de Venecia), Ruskin seguía cayendo en errores históricos que nos indican cuánto se ignoraba todavía en esas fechas. Sin embargo, en sus escritos se exponen las líneas maestras del neo gótico que había dominado y aún dominaría todo el continente europeo a partir de finales del XVIII. En esas páginas encontramos una explicación inteligente de la moda arquitectónica más extraña y exitosa de todos los tiempos. En su momento final, Ruskin explica los principios del nuevo gótico, radicalmente distintos del antiguo.
Para Ruskin la grandeza del gótico reside en que expresa un momento de dignidad laboral en el que los trabajos inferiores, la artesanía de ornamentación, se llevan a cabo con el refinamiento de las obras de arte. Es, por tanto, una reivindicación de la clase trabajadora que ha tomado una importancia central en el desarrollo de la revolución industrial británica. Destaca Ruskin, además, como uno de los rasgos mayores del gótico lo que llama “el salvajismo”, que no es sino la vieja creencia de que se trata de un arte bárbaro, sólo que ahora ya no es oriental sino de los pueblos nórdicos anglo germánicos. Por eso ahora ya no lo dice como rechazo, sino con la admiración romántica hacia lo perdido, lo puro, lo originario, lo anterior a la extrema civilización burguesa. El gótico expresa vitalidad, energía y libertad, cree Ruskin, no sólo frente al estilo románico, sino, sobre todo, en comparación con la “degradación del operario en la máquina” (p.26). He aquí la visión burguesa del gótico.
Este es un dato esencial: el gusto renovado por el gótico supone, desde su comienzo, un rechazo de la producción industrial que todo lo iguala y que degrada a los trabajadores, así como una nostalgia por el trabajo manual de los gremios medievales idealizados. Se trata del programa mismo del romanticismo británico, pero esa admiración se extinguirá en el momento en que la potencia de la industria y la técnica se mostraran victoriosas en todos los terrenos, incluida la arquitectura, el año en que se construya el Palacio de acero y cristal de Paxton, el Cristal Palace. Hay en Ruskin y en los neogóticos una añoranza de la antigua actividad gremial, sin duda idealizada, que se extendió durante todo el siglo XIX por las clases cultas de Gran Bretaña tan deprisa como la red ferroviaria. He aquí un ejemplo.
El pintor debe preparar sus propios colores; el arquitecto tendría que trabajar en la cantera junto a sus hombres; el jefe de fábrica debería ser un operario tan hábil como cualquier empleado (p.33).
Eso escribe Ruskin en la Naturaleza del gótico tan ingenua como idealmente. De ahí también que ataque la perfección hasta denunciar que “ninguna arquitectura puede ser verdaderamente noble si no es imperfecta”. Se refiere, por una parte, a la arquitectura del clasicismo que dominó en la Inglaterra dieciochesca, pero también, por otra parte, a su propio tiempo industrial: ambos momentos fueron igualadores, repetitivos y sin variaciones, desde su punto de vista, y anulaban la libre creatividad de los obreros manuales sometidos ahora a la producción estándar de las mercancías fabriles. Y justifica su afirmación con una curiosa nota, perfectamente falsa, donde afirma que “los mármoles de Elgin están tallados toscamente”. Por si alguien se lo ponía como contraejemplo.
Ruskin se extiende también abrumadoramente sobre el “naturalismo” de la escultura gótica, pero habla casi en exclusiva de la ornamentación vegetal, muy próxima a la naturaleza (aunque el ejemplo que propone está en Saint Maclou, en Rouen, y data de finales del XIV) (Il. 39 Vegetalia de Maclou). En cambio, no menciona en ningún momento la gran estatuaria gótica que es donde se produce la trascendental naturalización del cuerpo humano. Es como si Ruskin, un dibujante extraordinario de motivos vegetales copiados del natural, interpretara el gótico pro domo sua.
Estas rarezas, así como el silencio sobre las vidrieras o los arbotantes, nos indican que todavía por aquellas fechas en las que ya no renace sino que se apaga, el gótico seguía siendo un estilo arquitectónico casi desconocido incluso para sus fundadores y defensores. Merece la pena conocer un poco más de cerca la historia de este gothic revival

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La literatura y el falso gótico
Cuando el gothic revival (GR a partir de ahora) se extingue, le sucede como al gótico antiguo y cae en el olvido durante cincuenta años. Ningún ensayo o estudio serio se publica entre 1880 y 1928. En ese año aparece el libro de Kenneth Clark titulado, adecuadamente, The Gothic Revival, con un subtítulo que dice An essay on the History of Taste y es, en efecto, la primera noticia sobre ese “cambio del gusto” que haría rebrotar formas medievales en un contexto sorprendente. Hubo una segunda edición en 1949 a la que Clark le añadió unas divertidas notas en las que el autor de 1949 criticaba al autor de 1928. Luego se reimprimió en varias ocasiones a lo largo de las siguientes décadas: yo cito por la edición Penguin de 1964, siguiendo el orden y la exposición de Clark porque no ha habido, después de él, nada que lo supere.
La razón es que, todavía hoy, este sigue siendo, para mí, el ensayo más inteligente e irónico acerca de la cuestión, en especial porque Clark era crítico con el GR, ya que estaba entonces influido por el estilo racionalista internacional, la vanguardia de la arquitectura en aquellos años, un movimiento mil veces más próximo al clasicismo griego que al gótico medieval. La colosal extensión del GR por toda GB y su traslado al continente es lo que llevó a Clark a subtitular su ensayo como una investigación sobre un fenómeno del gusto, o de la moda, porque es sorprendente que de golpe floreciera una producción gótica de semejante envergadura en todo el mundo civilizado, incluidas bastantes ciudades americanas, sin que las sociedades tuvieran ya la más mínima conexión con el cristianismo medieval.
La historia de las iglesias cristianas, en gran Bretaña, había sido muy particular. El gótico primero, del XIII y XIV, se llamó allí decorated gothic (“ornamental o decorado”, en español) (Il. 40 Lincoln) y el posterior, de mediados del XIV al XVI, se llamó vertical gothic (que es nuestro flamígero) (Il. 41 Wells). Después de estos soberbios templos ya se impondrían las diversas formas del eclecticismo arquitectónico. En su desarrollo, ambos estilos, decorated y vertical, fueron imitados por el revival, aunque sólo los británicos son capaces de distinguirlos. De todos modos, su impulso inicial, lo que los hizo surgir, no fue una pasión arquitectónica, sino literaria. El GR se produjo como una imitación de la literatura, la materialización de un sueño.

Cuando, en 1764, Horace Walpole (1717-1797) publica su novela The Castle of Otranto, inaugura lo que se iba a convertir en una moda internacional, la novela gótica. Se trataba de historias rocambolescas, con escenas nocturnas y tenebrosas, así como mucho claro de luna, enterramientos e incluso fantasmas. En 1789, por poner un ejemplo español, Cadalso escribió sus “Noches lúgubres” con cementerios a la luz de la luna y enterramientos macabros. Tanto en aquella novela de Walpole como en sus innumerables semejantes aparecen constantemente ruinas góticas o templos góticos abandonados que casi siempre aparecen en bellas claridades nocturnas. Walpole fue uno de los primeros en declarar que había que acabar con el término “gótico” en sentido despectivo, como bárbaro o salvaje, y le dio un contenido poético, es decir, romántico: “Para ser sensible a la belleza griega, dijo, basta con tener buen gusto, pero para amar el gótico es imprescindible la pasión”. Se comenzaba a producir un trastorno sentimental que iba a sepultar el racionalismo renacentista de los matemáticos italianos en la pasión romántica de los burgueses británicos.
La mansión que mandó construir Walpole en su propiedad de Strawberry Hill, una fantasía “gótica”, es la primera en usar elementos que se suponían medievales como ornamento de las clases acomodadas y elegantes. A esta moda se apuntarían de inmediato decenas de grandes propietarios que estaban cansados de la oscuridad y sordidez de sus interiores. Una vez más, la necesidad de iluminar el espacio interviene decisivamente en el gusto (Ill, 42, 43 y 44 Strawberry).
Esta resurrección constructiva coincide con otras invenciones del romanticismo inglés como el estilo llamado picturesque (pintoresco), que incluye la renovación de los parques y jardines comenzada en 1750 por el gran Capability Brown y en la que se usan con profusión las falsas ruinas, los templetes griegos y los puentes romanos con el fin de introducir escenas novelescas y visiones fantásticas en el paseo de los propietarios y sus invitados (Il. 45 C. Brown). Se trata de un proceso acelerado de visualización que busca la dramaturgia y la fruición subjetiva, lo cual no era sino el principio del fin de la palabra y la razón como herramientas esenciales de la sociedad ilustrada. Comenzaba el dominio del espectáculo visual.

En cuanto al imaginario escrito, sube con fuerza el gusto por lo medieval mediante el rescate de las baladas antiguas (Percy, Reliques of Ancient English, 1765) o su falsificación (Chatterton, The Rowly Poems, 1770), aunque el golpe definitivo lo daría Walter Scott con sus novelas históricas traducidas a todas las lenguas europeas (Ivanhoe es de 1819). El fenómeno de la fascinación literaria por el medievo tuvo sus formas españolas, alemanas, italianas o francesas, facilitadas gracias a la ignorancia absoluta de la historia en su sentido serio.
Téngase presente que el primer estudio con cierta validez historicista es el Précis de l’Histoire de France, de Jules Michelet que se publica entre 1833 y 1840 y que, de todos modos, tiene mucho de proeza literaria. Aunque en el terreno de las letras había tenido ya una enorme influencia el Génie du Christianisme del vizconde de Chateaubriand, publicado en 1802. Era una reconstrucción fabulosa de las aportaciones artísticas y religiosas del cristianismo que coincidió con el hartazgo de la ideología revolucionaria y sus carnicerías.
En arquitectura se ignoraba todo. Por ejemplo, nadie sabía de dónde provenía el arco apuntado y la bóveda ojival tan típicos del gótico. Uno de los máximos arquitectos ingleses, Christopher Wren, constructor de la catedral de San Pablo en 1710, obra maestra del clasicismo, creía que lo importaron los cruzados a su regreso de Oriente una idea que parece de Walter Scott, pero que compartiría Ruskin. En cualquier caso, se suponía que el de las islas era un estilo puramente inglés, no continental, sobre todo no francés, y los primeros en insinuar que a lo mejor era un invento de los vecinos (Cotman y Turner, en 1822) fueron hundidos en el descrédito a pesar de que se referían tan sólo a Normandía. Para los británicos, el gótico era entonces un invento del genio isleño compartido con los países del norte, especialmente los germánicos.
El gusto por lo medieval llevó a que se “mejoraran” los abundantes restos del gótico verdadero que habían sobrevivido, añadiéndoles pináculos, agujas, capillas y hornacinas para la escultura. Comenzaba así la falsificación de lo antiguo para adaptarlo a la falsificación moderna, un circuito en forma de cinta de Moebius que siguió copiando las copias hasta el aburrimiento, es decir, hasta hoy, como veremos cuando hablemos de la restauración e Notre-Dame tras su incendio.
El primer gran edificio neogótico construido de arriba abajo, no fue sino otra fantasía literaria, la Abadía de Fonthill (Il.46 y 47 Fonthill), un capricho edificado por el excéntrico millonario William Beckford, como residencia campestre y para fiestas. Comenzó a elevarse en 1807, pero en 1825 se derrumbó la altísima torre y en la actualidad apenas quedan cuatro piedras. Era un mero escenario romántico, muy apropiado para las ensoñaciones del autor de la novela Vathek, un disparate que aún se reedita y lee. Perdonen el chisme, pero uno de los descendientes de Beckford ha sido el Rey Rainiero III de Mónaco, marido de Grace Kelly, monarca neogótico donde los haya y fascinado, como su antepasado, por los sueños en Technicolor.

Hubo acontecimientos políticos y religiosos en las islas, ciertamente definitivos. Hacia 1818 el gobierno británico constató que en los nuevos y pobladísimos barrios obreros que la revolución industrial había ido acumulando en las grandes ciudades, no había una sola iglesia. Dado el uso que se le daba a la religión en aquella sociedad, que no era sino un modo de controlar a la población para evitar la epidemia de alcoholismo, se dictó la Church Building Act con el fin de construir iglesias en aquellos lugares dejados de la mano de Dios en sentido estricto. Entre esa fecha y 1833 se gastaron seis millones de libras en la construcción de 214 iglesias, de las cuales 170 se hicieron según el modelo del revival. En parte porque el ladrillo era más barato que la piedra, pero no sólo eso, la modernidad industrial no podía faltar y los pilares constructivos ya eran de hierro forjado. Un buen ejemplo de la mejor construcción de la época es la iglesia de St Luke’s, en Chelsea, datable hacia 1824, que aún en la actualidad es muy concurrida, en parte por el estupendo parque infantil que la rodea y al que acuden diariamente cientos de criaturas, hijos de las familias acomodadas de la zona, con sus cuidadoras orientales y latinas (Il. 48 St Luke’s).

Sin embargo, el gran edificio que consagró para siempre el neogótico como estilo nacional de la Gran Bretaña fue la reconstrucción de las Houses of Parliament, el Parlamento británico, cuya vieja sede había sido destruida por un incendio en 1834. Como era de esperar, para la reconstrucción se juntó una comisión que tenía que decidir si iba a adoptarse el estilo neoclásico o el gótico. En aquel ecléctico momento histórico, casi todas las instituciones culturales (museos, bibliotecas, universidades, grandes almacenes) se edificaban en neoclásico (Ill. 49 National Gallery), pero los lugares afectados por la sacralidad de la jerarquía, como el palacio de justicia, eran neogóticos (Ill. 50 Royal courts). Los cementerios, por su parte, eran neo egipcios.


Resulta comprensible que en el caso del Parlamento apenas hubiera discusión: las grandes mansiones de la aristocracia, los manors y castles de la alta burguesía industrial, eran todos neogóticos (Il. 51 Harlaxton Manor) y el país se había llenado de iglesias neogóticas, ya veremos por qué, de modo que en 1836 se decidió que el Parlamento de Westminster sería gothik según el proyecto ganador de Charles Barry. Pero aquí es donde entra en escena otro personaje esencial, aunque poco conocido fuera de su país, Augustus Welby Pugin.

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A.W. Pugin
Este extraordinario personaje, nacido en 1812 de una familia aristocrática francesa que había escapado de la revolución y la guillotina, fue el primero en estudiar y poner en práctica el orden neogótico con seriedad histórica, y aunque el Parlamento se atribuye a Barry, en realidad todo fue ideado y diseñado por Pugin, como se comprueba en la correspondencia de Barry, incapaz de tomar ninguna decisión si no se la autorizaba Pugin (Il. 52 Pugin). La pasión de Pugin queda resumida en una frase: “No hay nada por lo que merezca la pena vivir, excepto la arquitectura cristiana y un barco”. A eso dedicó su vida, a trabajar para Barry (o en su lugar) y desaparecer a veces durante meses de navegación, tras los cuales reaparecía vestido de marinero para desesperación de su socio.

A pesar de una vida breve (sólo 40 años, de 1812 a 1852) acumuló un inmenso saber sobre las técnicas constructivas y artesanales del medievo y publicó dos libros que actuaron como la biblia de los neogóticos, los True Principles of Christian Architecture en 1841, y un Glossary of Ecclesiastical Ornament and Costume en 1846. A pesar de su juventud era la máxima autoridad sobre el asunto y por esta razón se le adjudicó el espacio medieval (la Medieval Court) en la exposición universal (la Great Exhibition) de 1851), dentro del célebre Palacio de Cristal de Joseph Paxton (Ill. 53 Pabellon gótico de Pugin). El Cristal Palace, primera y grandiosa muestra de la futura arquitectura de vanguardia, albergaba en su seno un refinado corazón neogótico, obra de Pugin.

La actividad del joven apasionado coincidió con el Act of Catholic Emancipation que disparó la demanda de iglesias católicas, hasta entonces reprimidas por los anglicanos y luteranos, gracias a la cual recibió cientos de encargos: iglesias, colegios, capillas, residencias privadas, casi no hay distrito en Gran Bretaña que no albergue alguno de sus proyectos. Por desdicha, en 1852 sufrió un grave desarreglo nervioso que se descargó en un ataque de locura y obligó a su familia al internamiento del joven genio en un hospital para enfermos mentales. Allí murió, a los cuarenta años de edad, aquel personaje de valía excepcional, autor de un paisaje que reconoce cualquier aficionado a las series televisivas inglesas. El final lo truncó cuando estaba trabajando en los tinteros y paragüeros del Parlamento (“en el detalle está Dios”), los cuales, por cierto, aún se pueden ver en la visita guiada. Pugin no dejaba ni el menor detalle al azar.
De todos modos, su obra maestra es, naturalmente, las Houses of Westminster, (Ill. 54 El Parlamento) de las que lo más notorio es el gran reloj llamado popularmente Big Ben, aunque ese no es el nombre del edificio sino de la campana. Un crítico tan exigente como Kenneth Clark escribió que este palacio monumental del Parlamento is the first neogothic building which we can call great (p.117), es decir, que para Clark esta fue la primera construcción neogótica que puede calificarse de “grandiosa”, en una palabra: monumental. En su libro no citó ningún ejemplo más.

De la restante obra de Pugin queda poco y decepcionante porque, al morir tan joven, muchos de sus proyectos fueron realizados por distintos ayudantes y maestros de obra, con graves distorsiones e incorrecciones por parte de los clientes o de los constructores, de ahí que se hayan conservado mejor algunos interiores (Ill. 55. 56 y 57 Varios Pugin) que los edificios mismos.


A partir de Pugin, que es la cima intelectual del neogothic, vienen ya las figuras de su ocaso. Este declive también tiene un nombre artístico, el estilo victoriano, tan duradero como ecléctico. Las más grandes personalidades aún construyeron edificios monumentales, pero ya habían perdido el espíritu que hasta entonces había inspirado a los puginianos. Se parece mucho a lo que ya sucedió en el siglo XVI, como antes comentamos, con el gótico verdadero, cuando, después de su momento flamígero, perdió el alma y se convirtió en una exhibición de tecnicismos ornamentales y aparatosos.
Así, por ejemplo, Georg Gilbert Scott, un discípulo de Pugin y trabajador incansable que llegó a acumular hasta 730 edificios conocidos, de los cuales 39 son catedrales y 476 iglesias, desprovistas de todo carácter. Es otro ejemplo de la capacidad industrial de los arquitectos de aquel momento. La cantidad sustituyó a la calidad y el alma mecánica a la pasión artística. No deja de ser curioso que también construyera mucho en Alemania, donde conoció a Schopenhauer y es de suponer que trataría de convencerle de que el gótico no venía de Jerusalén ni de Córdoba. Lo más popular de su obra es, sin embargo, un monumento, el Albert Memorial de 1863, que sólo se concluyó en 1872 (Ill. 59 Albert memorial) y que sólo aprecian los turistas porque es muy apropiado para para hacerse un selfi sin jugarse la vida.

Su competidor, George Edmond Street, ganó el concurso para el Palacio de Justicia (the Royal Courts of Justice) sito en el Strand y comenzado en 1873 aunque no se terminó hasta 1882. Todavía hoy tiene una presencia imponente y es muy visitado por los curiosos que se acercan a Lincoln’s Inn, donde tienen sus madrigueras los abogados más malvados de Europa, en busca de los escenarios de Dickens (Ill. 60 Royal Courts) en cuyas novelas abundan los siniestros picapleitos.

Finalmente, la transición hacia el neoclásico que dominará buena parte del fin de siglo, por ejemplo, con los grandes almacenes de Oxford Street, lo llevó a cabo el muy meritorio y pelmazo John Ruskin, sobre quien ya hemos hablado como un medievalista serio, uno de los primeros en reivindicar que el gótico hubiera nacido en Francia, aunque él se refería tan sólo a Amiens, Chartres y París. Todavía no se conocían ni Suger ni la abadía de Saint Denis.
No obstante, su trabajo fundamental sobre el gótico, como ya dijimos, trata acerca del gótico veneciano, que es un género muy singular, enteramente distinto de todos los góticos continentales, y al que dedicó su obra maestra, The Stones of Venice de 1852. En realidad, a Ruskin le interesaba mucho más Italia o Francia que Inglaterra. Italianizó a un grupo de pintores un tanto chiflados, llamados los prerrafaelitas, seguidores de la pintura arcaica, anterior a Rafael, que tanto complacía a Henry James, y puso de moda un romanticismo disfrazado de trovador medieval que triunfó en todas las burguesías europeas (Ill. 61 trouvadour Hayez). Su obra maestra de erudición, The Bible of Amiens, de 1882, tuvo su consagración universal cuando Marcel Proust lo tradujo en 1904. En aquel momento, de todos modos, ya estaban afianzándose las vanguardias y había terminado la gran cosecha del gótico tardío.

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Un final en Notre-Dame
Estamos tan acostumbrados a verla simulando un gigantesco buque de guerra amarrado en el Sena que, como la Torre Eiffel, nos es muy difícil mirarla de verdad, o sea, distinguirla. Sin embargo, cuando el 15 de abril de 2019 nos asaltaron las llamas que devoraban la cubierta y luego la totalidad de la fábrica, sufrimos una conmoción. Alguien tan poco dado a la sensiblería como Ken Follet estaba en Londres y recibió la llamada de un amigo que sólo le dijo, “mira la televisión”. Luego Follet escribió:
La imagen (de Notre-Dame en llamas) nos dejó aturdidos y profundamente afectados. Me encontraba al borde de las lágrimas. Algo de un valor incalculable estaba muriendo ante nuestros ojos.
Remarco lo de que el edificio “estaba muriendo ante nuestros ojos” porque lo cierto es que la relación que muchos tenemos con la catedral de París es casi familiar, como un gran abuelo, o quizás una esbelta gran abuela. Y en aquel momento se estaba muriendo. ¿Volveríamos a verla? ¿Y cómo sería? ¿Parecida a la del momento de su construcción en el siglo XII? ¿O renacería en alguna de las incontables ocasiones en que cambió, se disfrazó, se reconstruyó, o se inventó de nuevo? Porque lo cierto (y vengo insistiendo en ello) es que no hay una imagen del nacimiento de ninguna gran construcción gótica que dure demasiado y que permita luego distinguir entre la verdad y la mentira, la honradez y el fraude de las sucesivas versiones. Un buen final habría sido dejar las ruinas de la catedral en medio del Sena, como motivo de reflexión sobre la vanidad de todo, a la manera de los monumentos romanos cuyos propietarios tenían prohibido restaurarlos.
La historia de Notre-Dame es un buen ejemplo del modo en que las catedrales góticas sólo han existido en alguna de sus múltiples invenciones, redefiniciones o falsificaciones. Son la memoria de un modelo perfecto y platónico que nunca existió, aunque alguna de sus muchas partes se haya mantenido intacta hasta el día de hoy y ni siquiera haya habido que retocarla, como luego veremos, sino tan sólo limpiarla de hollín, mugre y ceniza.
Las destrucciones por las que ha pasado toda la monumentalidad cristiana son tantas que parece un milagro que haya quedado algo. Y aún es más sorprendente que nos haya llegado tanto, lo que hace pensar en cómo sería la Europa de hace siglos si consideramos lo que se ha conservado. Apenas ha habido un siglo sin arrasamientos. Empezaron los iconoclastas bizantinos, que eran cristianos, en los siglos VIII y IX, pero como aún no había catedrales se destruyeron los mosaicos, los frescos, las pinturas, los cuadros y retablos, todas las imágenes que encontraron a su paso los enemigos de la representación.
Otros cristianos, esta vez los luteranos de los siglos XVI y XVII, destruyeron nuevamente todas las imágenes que encontraron a su paso, en este caso y quizás lo más grave, la magnífica estatuaria gótica en aquellos países en los que los reformistas tuvieron suficiente fuerza como para emprenderla a martillazos. No obstante, la más cruel y aberrante fue la catástrofe ejecutada por los revolucionarios franceses del siglo XVIII. Luego volveremos sobre ellos. En todo caso, merece la pena reflexionar con calma sobre la brutalidad y el odio que generan aquellas imágenes, esculturas o construcciones que han tenido algún valor simbólico. Hay una tendencia íntima en todas las sociedades que empuja a unos bárbaros henchidos de odio contra objetos que no hacen daño a nadie, pero que ellos quieren borrar de la faz de la tierra. Todos recordamos la destrucción de los enormes y admirables budas de Afganistán en 2001, con la dinamita de los islamistas analfabetos.
A todo lo destruido por mano del hombre hay que añadir aquello que se derrumbó por fragilidad constructiva, por catástrofes naturales, por las guerras, o lo que se arruinó tras el abandono y desuso de sus propietarios. De manera que no creemos exagerar cuando decimos que todo lo que ahora podemos ver o se mantiene en pie es apenas un diez por ciento de lo que en algún momento fue.
En el orden que nos ocupa, la destrucción más brutal fue la de los gobiernos revolucionarios franceses de 1790 a 1795. De nuevo en aquel momento se vuelve a considerar “bárbaro” todo lo medieval y en particular el arte gótico, fruto supremo de la artisticidad francesa, del que la Asamblea decía que era el resto que quedaba del Ancien Régime, es decir, de la monarquía absoluta. En 1792, año de la decapitación del monarca, se destruyó la casi totalidad de la esplendorosa estatuaria real de los siglos XVII y XVIII. Y eso a pesar de que desde 1790 existía una Comisión de Monumentos encargada de hacer inventario del inmenso patrimonio francés, las Antiquités Nationales, que se encontraban en los cientos de monasterios, abadías, iglesias y castillos del país.
El momento más peligroso fue cuando, en agosto de 1792, se publicó el decreto de la Asamblea Legislativa que ordenaba “quitar de la vista del pueblo lo erigido por el orgullo, los prejuicios y la tiranía”, es decir, por la nobleza, la iglesia y la corona. Una decisión que nos recuerda a la de los actuales “descolonizadores” de museos, preocupados por lo puede “ver” el pueblo, de modo que se abalanzan para quitárselo de la vista y así proteger el alma de aquellos a quienes consideran perfectamente tontos.
Otro decreto de 1793 ordenaba la destrucción de todos los objetos que presentaran “atributos de la realeza”. En admirable obediencia se llevó a cabo el arrasamiento de la maravillosa Galería de los Reyes que ocupaba una larga fila de esculturas bajo el rosetón frontal de Notre-Dame, con 28 estatuas de reyes Israelitas, como antecesores de Jesucristo, cada una de tres metros de altura. Con su habitual costumbre de disparar primero y preguntar después, los revolucionarios franceses confundieron a los patriarcas hebreos con reyes galos y los despedazaron porque, según decían, eran “los monumentos de nuestra esclavitud”. Se conservan unas pocas cabezas, muy estropeadas, en el admirable Musée de Cluny, próximo al bulevar de Saint Michel.
Pero suele suceder que en los momentos de mayor peligro aparece un individuo excepcional que salva lo que aún se puede salvar y ese fue el papel de otro personaje magnífico y olvidado, Alexandre Lenoir (1761-1839) (Il. 62 Lenoir). Otra más en el desfile de figuras que han llevado a cabo actos inmensamente valiosos, pero a las que apenas se las conoce.

Una Instrucción de la Asamblea que se publicó en marzo de 1794, declaraba que “el propietario y conservador del patrimonio nacional es el pueblo de Francia”. Desde 1791, consciente del vandalismo que estaba llevando a la ruina todas las obras de arte francesas, Alexandre Lenoir había comenzado a almacenar cuanto pudo salvar de la destrucción en un convento desafectado llamado “de los Pequeños Agustinos”, lo que hoy es la Ecole des Beaux Arts, en la calle Bonaparte (Il. 63 Monuments de France). La Instrucción de marzo fue un eficaz salvavidas y el almacén se convirtió en el primer Museo de los Monumentos de Francia. Entre otras muchas maravillas aún pudo amparar, gracias a su incesante actividad, algunas de las tumbas reales, verdaderamente prodigiosas, que hoy, tras su devolución, pueden de nuevo contemplarse en Saint-Denis (Il. 64 Tumbas reales).


El Museo de Lenoir creó una atmósfera casi onírica, novedosa, imponente, sobrecogedora y monumental, que se corresponde, en Francia, a las fantasías góticas de Walpole en Strawberry Hill y de Beckford en Fonthill, romanticismo grandioso. En el Museo de Lenoir, por ejemplo, nació a la vocación de historiador Jules Michelet, atónito ante lo que se presentaba como una historia del arte antes de la historia del arte, simplemente porque Lenoir había agrupado las piezas por épocas, como había sugerido Winckelmann con su historia del arte griego. De pronto las obras de arte, hasta entonces mero objeto ornamental u ostentoso, adquirían un sentido temporal inédito al que se le iba a llamar “historia del arte” (más Ill. 65 Tumbas) (Édouard Pommier, p.130). Dicho en plata, de pronto las obras de arte significaban, tenían sentido y hablaban sobre la vida de los humanos a lo largo de los siglos, constituían un relato visible de las aspiraciones, ideales e insuficiencias de los mortales.

No obstante, aunque se salvaron muchos monumentos importantes, Notre-Dame quedó muy dañada y así seguiría durante décadas. No sería sino hasta medio siglo más tarde, en 1841, cuando se procedería a su primera restauración y en ese momento aparece otra figura tan insigne como poco conocida fuera de su país, el gran Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc (1814-1879) (Viollet a partir de ahora) (Ill. 66 Viollet) cuya obra de restauración es colosal, pero, además, es el padre de la arquitectura moderna. No lo digo yo, lo dice Le Corbusier: Les racines de l’architecture moderne sont françaises et sont a rechercher chez Viollet-le-Duc. “Las raíces de la arquitectura moderna son francesas y hay que buscarlas en Viollet-le-Duc”. En efecto, las raíces surgen de Viollet por su uso de los materiales técnicos (especialmente el hierro), su concepción de la estructura y su imaginación constructiva esencialmente racional e incluso funcional. De él saldrá Gaudí y la Sagrada Familia (pero no la de ahora, sino la de Gaudí), y también Frank Lloyd Wright, o el movimiento Arts and Crafts de la Gran Bretaña.
Allí donde abandonamos el último capítulo en la historia del neogótico inglés y W.B. Pugin, aquí seguimos ahora con el capítulo de las invenciones y teorías de Viollet, así como su descomunal trabajo como restaurador y teórico, aunque dejaremos el caso del incendio de Notre-Dame para el cierre del recorrido.

LA BELLEZA Y LA VERDAD: «Un fraude monumental», de Félix de Azúa (Parte 1)
LA BELLEZA Y LA VERDAD: «Un fraude monumental», de Félix de Azúa (Parte 3)
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