ALFARABI
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Abu Nasr Muhammad al-Farabi
(Wasiy, 870 – Damasco, 950) Filósofo musulmán. Discípulo en Bagdad del nestoriano Ibn Haylan y gran conocedor de idiomas, es inseparable de la escuela de traductores de Bagdad.
Al-Farabi intentó decididamente armonizar los sistemas de Platón y de Aristóteles (Libro de acuerdo entre dos sabios), a los que juzgaba coincidentes en lo fundamental, y diferentes solamente en la expresión y en el método. Comentó además la lógica y la metafísica aristotélica, en la que introdujo la distinción entre esencia y existencia; consideraba la filosofía griega como clave de solución de los problemas planteados por los teólogos musulmanes.
En política (Sobre el gobierno de las ciudades y La ciudad ideal), abogó por el Estado confesional. Al-Farabi profundizó asimismo en el tema (enraizado en Aristóteles y planteado por Al-Kindi) de los diversos tipos de intelecto, pero siempre con un esquema cosmovisional de orden jerárquico, de clara raigambre neoplatónica.
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Al-Farabi
Filósofo y científico árabe, originario de la región de Farab, en el Turquestán, de donde tomó el nombre, y una de las más grandes figuras de la filosofía árabe, llamado «segundo maestro» con relación a Aristóteles. Pasó su vida en Bagdad, Damasco y Alepo. Cultivó preferentemente la lógica, y siguió la tendencia de su época de interpretar de forma concordada a Platón y Aristóteles, aunque en cuestiones teóricas se inclina por el segundo y en las cuestiones prácticas por el primero. Desarrolló un pensamiento político, acomodando la teoría platónica de la sociedad ideal, con la figura central del «filósofo-rey», en su caso el «imán-filósofo», a la situación de su tiempo, en que se desintegraba el imperio abasida y proliferaban las sectas. Se le atribuyen, como teorías filosóficas principales, la distinción de esencia y existencia, que llegó al mundo latino a través de Avicena y que, en el fondo, es la afirmación de la contingencia de las cosas, haciendo de la existencia un predicado de la esencia; la formulación de una teoría metafísica de la creación, que él explica como emanación del Uno o del Primero; la introducción de un entendimiento adquirido entre el entendimiento activo y el pasivo de Aristóteles.
Cultivó además la física, las matemáticas, la astronomía y la música, de la que fue uno de los teóricos árabes de mayor importancia. Entre sus obras destacan La ciudad ideal, traducida también como Ideas de los habitantes de la ciudad ideal, su obra política más importante, y el Libro de la armonización de las opiniones de dos sabios: Platón y el divino Aristóteles.
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ALFARABI
Abu Nasr Muhammad al-Farabi
(870-950)
Por Muhin Mahdi
Alfarabi (al-Fárábi) fue el primer filósofo que trató de confrontar, de relacionar y, hasta donde fuese posible, de armonizar la filosofía política clásica con el Islam, religión que fue revelada por medio de un profeta-legislador (Mahoma) en forma de una ley divina, que organiza a sus seguidores en una comunidad política, y que establece sus creencias así como sus principios y sus reglas detalladas de conducta. En contraste con Cicerón, Alfarabi tuvo que enfrentarse y resolver el problema de introducir la filosofía política clásica en una atmósfera cultural radicalmente distinta; a diferencia de San Agustín, no contó con una esfera hasta cierto punto libre de la vida de este mundo en la organización de la cual la filosofía política clásica pudiese aplicarse sin oposición, sino que tuvo que enfrentarse y resolver el problema de las exigencias conflictivas de la filosofía política y de la religión sobre toda la vida del hombre.
La importancia del lugar de Alfarabi en la historia de la filosofía política consiste en que él recuperó la tradición clásica y la hizo inteligible dentro del nuevo marco aportado por las religiones reveladas. Sus escritos más conocidos son obras políticas concernientes a los regímenes políticos y el alcance de la felicidad por medio de la vida política. Presentan el problema de la armonía entre la filosofía y el Islam en una perspectiva nueva: la de la relación entre el mejor régimen, en particular como lo había interpretado Platón, y la ley divina del Islam. Su posición en la filosofía islámica corresponde a la de Sócrates o la de Platón en la filosofía griega hasta donde puede decirse que su principal preocupación fue la relación entre la filosofía y la ciudad. Fue el fundador de una tradición que buscó en él, y por medio de él, en Platón y Aristóteles, un enfoque filosófico al estudio y la comprensión de los fenómenos políticos y religiosos. Sus obras inspiraron a hombres como Avicena, Averroes y Maimónides. Ellos lo admiraron como su «segundo maestro» después de Aristóteles, y fue el único pensador posclásico cuya autoridad obtuvo su respeto junto con la de los antiguos.
CIENCIA DIVINA Y CIENCIA POLÍTICA
Hay muchas semejanzas asombrosas entre varios de los rasgos fundamentales del Islam y el buen régimen considerado por la filosofía política clásica en general, y por Platón en Las Leyes en particular. Ambos empiezan con un dios como causa última de la legislación, y consideran que las creencias correctas acerca de los seres divinos y el mundo de la naturaleza son esenciales para la constitución de un buen régimen político. En ambos, estas creencias deben reflejar una imagen adecuada del cosmos, hacer accesible a los ciudadanos en general (y en una forma que puedan captar) la verdad acerca de las cosas divinas y de los principios más elevados del mundo, conducir a una acción virtuosa y formar parte de la capacitación necesaria para alcanzar la felicidad última. Ambos consideran que las funciones del fundador y del legislador, y tras él, de sus sucesores, en la jefatura de la comunidad, son de importancia absolutamente fundamental para su organización y conservación. Ambos se preocupan por promulgar y conservar leyes divinas. Ambos se oponen a la idea de que el espíritu o alma se deriva del cuerpo o es corporal, en sí mismo —opinión que socava la virtud humana y la vida comunitaria— y a la piedad timorata que condena al hombre a desesperar de la posibilidad de comprender jamás el significado racional de las creencias que debe aceptar o de las actividades que debe desempeñar. Ambos dirigen los ojos de los ciudadanos hacia una felicidad que está más allá de las preocupaciones de este mundo. Por último, ambos relegan el arte del jurista y del teólogo apologista a la posición secundaria de conservar la intención del fundador y de su ley, y de construir un escudo contra los ataques (1).
Las obras políticas importantes de Alfarabi (La ciudad ideal, La religión virtuosa y El régimen político) son un punto de contacto entre el Islam y la filosofía política clásica en que estas afinidades, y no las posibles diferencias o conflictos, ocupan el primer plano. Al hacer hincapié en tales afinidades y al alentar o aun obligar al Islam y a la filosofía a dar cada uno un paso en dirección del otro, intenta hacer visibles los elementos comunes que hay en ambos y alentar y guiar a su lector musulmán a comprender los rasgos característicos de la filosofía política clásica. Esto queda revelado, ante todo, en el estilo mismo de estas obras y el modo en que están organizadas. En lo estilístico, tienen tanta semejanza con códigos legales como con tratados filosóficos. Consisten principalmente en declaraciones positivas acerca de los atributos de Dios, el orden del mundo, el lugar del hombre en él y cómo debe ser organizada y guiada una buena sociedad. Siguiendo una pauta común a Las Leyes de Platón y al Corán, muchas de esas declaraciones van precedidas por preludios que allanan el camino a la promulgación de leyes buenas para regular la conducta de los gobernantes y prescribir las creencias y las acciones de los ciudadanos. Aunque estas obras no sean tratados filosóficos o políticos ni promulgaciones legales específicas en sentido estricto, sí contienen los resultados de investigaciones filosóficas y políticas presentados de una manera práctica y útil, como base para formular un plan y ordenar un buen régimen político. Son obras cuya forma e intención fácilmente podían ser comprendidas por un lector musulmán comprometido con la aceptación de una visión verdadera del mundo en general y con la obediencia a las leyes que promueven la virtud y conducen a la felicidad última. Pero también se conforman a la intención de la filosofía política clásica ya que tienden a presentar una versión racional y persuasiva del mundo, puesta en términos comprensibles para los ciudadanos. Desempeñan una tarea práctica importante ya que indican, con su aparición, la posibilidad de un entendimiento racional que no destruye sino que conserva y explica las creencias y acciones prescritas por la ley revelada; y cumplen con una tarea preparatoria, ya que indican la dirección en que puede buscarse ese entendimiento racional.
Las obras políticas de Alfarabi forman un nuevo género de escritura en la literatura política islámica. Con su habitual cautela se abstiene con discreción, de citar directamente, de exponer o aun de referirse al Corán, a Mahoma o a cuestiones religiosas específicamente islámicas. Y sin embargo, las primeras impresiones que las obras de Alfarabi dejan en sus lectores son inconfundibles: el autor intenta capacitar a sus correligionarios y, de hecho, a todos los que comulgan con religiones reveladas, a ver el vasto terreno de armonía que existe entre su ley divina y la intención práctica de la filosofía política clásica. Estos lectores pueden ver ahora en su ley divina una realización práctica de las doctrinas de los más sobresalientes sabios de la Antigüedad. Pueden dedicarse al estudio de estos filósofos, no sólo con el limitado propósito de defender sus propias creencias y prácticas, o el propósito negativo de asegurarse de que el entendimiento racional es impotente ante la suprema autoridad de la revelación y de la ley divina, sino para elevarse por encima del servil estado de ciegos creyentes y para penetrar en las intenciones secretas de la revelación y de la ley divina: ilustrarse mediante el entendimiento de la tradición más respetable de la sabiduría humana, acerca de la sabiduría de su propia religión. Alfarabi les da en estas obras la posibilidad de lograr una actitud nueva hacia el estudio de las obras de Platón y de Aristóteles. Los alienta a dejar de considerar a estos filósofos como originadores de una tradición ajena que podría socavar sus creencias y virtudes sociales, tradición que trataban de estudiar con objeto de refutarla y de combatirla. Les hace ver que esta tradición les pertenece a ellos no menos que a los griegos, y que deben hacerla suya porque trata de las cuestiones más caras a sus espíritus y sus corazones. Deben esperar un mejor entendimiento de sus más elevadas preocupaciones políticas y religiosas, las cosas que constituyen la esencia de su religión y de su modo de vida, para distinguirlos de sus antepasados paganos, confirmando su pretensión de superioridad sobre otras comunidades.
EL RÉGIMEN VIRTUOSO
El tema central de los escritos políticos de Alfarabi es el régimen virtuoso, el orden político cuyo principio guía es la obtención de la excelencia o virtud humana. Concibe la Ciencia humana o política como la investigación del hombre mismo en la medida en que se distingue de otros seres naturales y de los seres divinos, tratando de comprender su naturaleza específica, lo que constituye su perfección y el modo por el cual puede alcanzarla. En contraste con otros animales, el hombre no se vuelve perfecto simplemente por medio de los principios naturales que están presentes en él, y en contraste con los seres divinos, no es eternamente perfecto sino que debe alcanzar su perfección por medio de la actividad, procediendo a partir del entendimiento racional, la deliberación, y escogiendo entre las varias opciones que le sugiere la razón. La presencia inicial de la capacidad del entendimiento racional, y de la elección relacionada con él, es la perfección primera o natural del hombre, la perfección con la que ha nacido y que él no eligió.
Además, la razón y la elección están presentes en el hombre para alcanzar su fin, la perfección última posible para su naturaleza. Esta perfección última es idéntica a la suprema felicidad que puede alcanzar. «La felicidad es el bien deseado por sí mismo, que nunca se desea lograrla por otra cosa y no hay nada más grande que el hombre pueda alcanzar» (2).
Y sin embargo, no es posible alcanzar la felicidad sin antes conocer y sin desempeñar ciertas actividades ordenadas (corporales e intelectuales) útiles o que conducen al logro de la perfección. Éstas son las actividades nobles. De este modo, la distinción entre actividades nobles y actividades bajas es guiada por la distinción entre lo que es útil para la perfección y la felicidad y lo que las obstruye. Desempeñar una actividad bien, con facilidad y de manera ordenada requiere la formación del carácter y el desarrollo de costumbres que hagan posible tales actividades. «Las formas y los estados del carácter del que emanan estas actividades [nobles] son las virtudes; no son buenas por sí mismas sino sólo buenas para la felicidad» (3). La distinción entre virtud y vicio presupone un conocimiento de lo que es la perfección o felicidad humana, así como la distinción entre las actividades nobles y las actividades bajas.
El régimen virtuoso puede definirse como el régimen en que los hombres se unen y cooperan con el fin de llegar a ser virtuosos, de realizar actividades nobles y de alcanzar la felicidad. Se distingue por la presencia en él del conocimiento de la perfección última del hombre, la distinción entre lo noble y lo bajo y entre las virtudes y los vicios, y el esfuerzo concertado de los gobernantes y los ciudadanos por enseñar y por aprender estas cosas y desarrollar las formas virtuosas o estados de carácter de los cuales surgen las actividades nobles, útiles para alcanzar la felicidad.
El alcance de la felicidad significa la perfección de ese poder del alma humana que es específico del hombre, de su razón. Esto a su vez exige disciplinar los bajos deseos para que cooperen con la razón y le ayuden a desempeñar su actividad propia, y también adquirir las artes y ciencias superiores. Tal disciplina y tal aprendizaje sólo pueden adquirirlos los pocos que poseen las mejores dotes naturales y que también tienen la fortuna de vivir en condiciones en que pueden desarrollar las virtudes necesarias y realizar las actividades nobles. El resto de los hombres sólo puede alcanzar cierto grado de esta perfección; y la medida en que pueden alcanzar el grado de perfección del que son capaces es decisivamente influido por el tipo de régimen político en que viven y por la educación que reciben. No obstante, todos los ciudadanos del régimen virtuoso deben tener algunas nociones comunes acerca del mundo, el hombre y la vida política. Pero deben diferir con respecto al carácter de este conocimiento y por ello con respecto a su parte de perfección o de felicidad. Se les puede dividir, en términos generales, en las tres clases siguientes: 2) El sabio o los filósofos que conocen la naturaleza de las cosas por medio de pruebas demostrativas y por su propia visión. 2) Los seguidores de éstos, que conocen la naturaleza de las cosas por medio de las demostraciones presentadas por los filósofos, y que confían en la visión y aceptan el juicio de los filósofos. 3) El resto de los ciudadanos, los más, que conocen las cosas por medio de similitudes, algunas más y otras menos adecuadas, dependiendo de su rango como ciudadanos. Estas clases o rangos deben ser ordenados por un gobernante que también debe organizar la educación de los ciudadanos, asignarles sus deberes especializados, darles leyes y ordenarlos en la guerra. Por medio de la persuasión o de la constricción debe tratar de desarrollar en sus ciudadanos las virtudes de que son capaces y ordenar jerárquicamente a los ciudadanos, de modo que cada clase pueda alcanzar la perfección de que sea capaz y sin embargo servir a la clase que se encuentre por encima de ella. De esta manera, la ciudad se convierte en un todo similar al cosmos, y sus miembros cooperan para alcanzar la felicidad.
El régimen virtuoso es una monarquía no hereditaria o un régimen aristocrático en que los mejores gobiernan, estando el resto de los ciudadanos dividido en grupos que (dependiendo de su rango) son gobernados y, a su vez, gobiernan hasta que se llega al grupo inferior de todos, que sólo es gobernado. La única norma para el rango de un ciudadano es el carácter de la virtud de que es capaz y que puede desarrollar mediante su participación en el régimen y su obediencia a sus leyes. Como el régimen mismo, sus ciudadanos son virtuosos, primero porque poseen o siguen a quienes poseen correctas similitudes del conocimiento de los seres divinos y los seres naturales, la perfección humana o felicidad, y los principios del régimen destinados a ayudar al hombre a alcanzar esta felicidad; en segundo lugar, porque actúan de acuerdo con este conocimiento en que su carácter está formado con vistas a desempeñar las actividades que conducen a la felicidad.
Una vez aclarados los principales rasgos del régimen virtuoso, el entendimiento de las principales características y la clasificación de todos los demás regímenes se vuelve relativamente sencillo. Alfarabi los divide en tres tipos generales. 2) Los regímenes cuyos ciudadanos no han tenido ocasión de adquirir ningún conocimiento acerca de los seres divinos y los seres naturales o acerca de la perfección y la felicidad. Éstos son los regímenes ignorantes. Sus ciudadanos persiguen fines bajos, sean buenos o malos, olvidando por completo la auténtica felicidad. 2) Los regímenes cuyos ciudadanos poseen el conocimiento dé estas cosas pero no actúan de acuerdo con sus exigencias. Éstos son los regímenes malvados o inmorales. Sus ciudadanos tienen las mismas opiniones que los del régimen virtuoso, y sin embargo, sus deseos no sirven a la parte racional que hay en ellos sino que buscan los bajos fines que se persiguen en los regímenes ignorantes. 3) Los regímenes cuyos ciudadanos se han formado ciertas opiniones acerca de estas cosas, pero son opiniones falsas o corrompidas, es decir que pretenden ser opiniones acerca de los seres divinos y los seres naturales y acerca de la auténtica felicidad, lo que en realidad no son. Las semejanzas presentadas a tales ciudadanos son, por consiguiente, falsas y corrompidas, y así lo son también las actividades prescritas a ellos. Éstos son los regímenes que se han descarriado o regímenes erróneos. Los ciudadanos de tales regímenes no poseen un auténtico conocimiento o unas similitudes correctas y también ellos persiguen los bajos fines de los regímenes ignorantes. Los regímenes que están en el error pueden haber sido fundados como tales. Esto es lo que ocurre a los regímenes «cuyo gobernante supremo fue alguien que tenía la ilusión de haber recibido la revelación sin que hubiera sido así, y con respecto a la cual ha empleado representaciones falsas, engaños y falsedades» (4). Pero también pudieron ser regímenes originalmente virtuosos que se han cambiado mediante la introducción de opiniones y prácticas falsas o corrompidas.
Todos estos tipos de regímenes son opuestos al régimen virtuoso porque carecen de su principio guía, que es el conocimiento y la virtud auténticos o la formación de un carácter que conduzca a actividades que lleven a la auténtica felicidad. En cambio, el carácter de los ciudadanos está formado con vistas a alcanzar uno o más de los fines más bajos. Estos fines son seis, según Alfarabi, y cada uno de los tipos generales antes mencionado puede subdividirse de acuerdo con el fin que predomine en él. 1) El régimen de la necesidad (o el régimen indispensable) en que el objetivo de los ciudadanos se limita a las simples necesidades de la vida. 2) El régimen vil (oligarquía) en que el objetivo último de los ciudadanos es la riqueza y la prosperidad por sí mismas. 3) El régimen bajo, el propósito de cuyos ciudadanos es el goce de placeres sensuales o imaginarios. 4) El régimen de honor (Timocracia) cuyos ciudadanos aspiran a recibir de los demás honores, elogios y gloria. 5) El régimen de la dominación (tiranía), cuyos ciudadanos aspiran a dominar y someter a los demás. 6) El régimen de la asociación corporativa (democracia), en donde los ciudadanos son libres de hacer lo que les plazca.
EL REY FILÓSOFO Y EL LEGISLADOR PROFETA
Combinar la ciencia divina y la ciencia política es subrayar la importancia política de las sanas creencias acerca de los seres divinos y acerca de los principios del mundo. Hemos visto que el Islam y la filosofía política clásica están de acuerdo a este respecto. Los musulmanes creían que la justificación fundamental de su existencia como comunidad distintiva era la revelación de la verdad acerca de las cosas divinas a Mahoma y que si no hubiese venido a ellos con su mensaje, habrían continuado viviendo en la desdicha y la incertidumbre acerca de su bienestar en este mundo y en el siguiente. También por causa de tales consideraciones, Platón creyó que los reyes debían volverse filósofos, o reyes-filósofos. Una vez que la búsqueda del régimen mejor llega a la necesidad de combinar la ciencia divina y la ciencia política, es necesario que el gobernante combine el arte de gobernar con el de la profecía o de la filosofía. El profeta-gobernante o el filósofo-gobernante es el ser humano que ofrece la solución al problema de la realización del régimen mejor, y en este respecto parecen idénticas las funciones del profeta-gobernante y del filósofo-gobernante.
Alfarabi comienza su análisis del gobernante supremo haciendo hincapié en la función común del filósofo-gobernante y del profeta-gobernante como gobernadores que son el eslabón entre los seres divinos de arriba y los ciudadanos que no tienen acceso directo al conocimiento de estos seres. Es el maestro y guía «que hace conocer» a los ciudadanos lo que es felicidad, que «hace surgir en ellos la determinación» de hacer las cosas necesarias para alcanzarla, y que «no necesita ser gobernado por un hombre absolutamente en nada» (5). Debe poseer conocimiento, no necesitar de ningún otro hombre que lo guíe, tener una excelente comprensión de todo lo que hay que hacer, saber guiar bien a todos los demás en lo que sabe, tener la capacidad de hacer que otros desempeñen las funciones para las cuales son aptos, y tener la capacidad de determinar y definir el trabajo que debe ser hecho por los demás, y de dirigir tal labor hacia la felicidad. Estas cualidades requieren evidentemente los más grandes talentos naturales, pero también el desarrollo más completo de la facultad racional. (Según la psicología aristotélica como la presenta Alfarabi en sus obras políticas, la perfección de la facultad racional consiste en su correspondencia o «unión» con el Intelecto Activo). El gobernante supremo debe ser un hombre que aplique su facultad racional o que esté en unión con el Intelecto Activo.
Este hombre es el príncipe auténtico, según los antiguos; es aquel de quien debe decirse que ha recibido la revelación. Pues el hombre sólo recibe la revelación cuando alcanza este rango, es decir, cuando ya no hay intermediario entre él y el Intelecto Activo[…]. Ahora bien, dado que el Intelecto Activo emana del ser de la Causa Primera [Dios], por esta razón puede decirse que es la Causa Primera la que lleva la revelación a este hombre por mediación del Intelecto Activo. El gobierno de este hombre es el gobierno supremo; todos los demás gobiernos humanos son inferiores a él y derivados de él (6).
Este gobernante supremo es la fuente de todo poder y conocimiento en el régimen, y por medio de él aprenden los ciudadanos lo que deben conocer y hacer. Como Dios o la Causa Primera del mundo dirige todo lo demás, y como todo lo demás va dirigido hacia Él, «la causa debe ser la misma en la ciudad virtuosa: de manera ordenada todas sus partes deben seguir en sus actividades los pasos del propósito de su gobernante supremo» (7). Posee poderes ilimitados y no puede estar sometido a ningún ser humano o régimen político o leyes. Tiene el poder de confirmar o de abrogar leyes divinas previas, poner otras en vigor y «cambiar una ley que había legislado en un momento por otra que le parece mejor« (8). Sólo él tiene el poder de ordenar las clases de personas en el régimen y asignarlas a sus filas. Y es él quien les ofrece lo que necesitan saber.
Para la mayoría de la gente, este conocimiento ha de tomar la forma de una representación imaginativa de la verdad, y no de una concepción racional de ella. Esto ocurre porque la mayoría no está dotada ni se le puede enseñar a conocer las cosas divinas en sí mismas, sino que sólo puede comprender sus limitaciones, que deben adaptarse al poder de su entendimiento y a sus condiciones y experiencias especiales como miembros de un régimen particular. La religión es uno de esos conjuntos de representaciones imaginativas en forma de ley divina, legislada para un grupo particular de hombres, y que es necesaria por la incapacidad de la mayoría para concebir las cosas racionalmente, y por su necesidad de creer en las imitaciones de seres divinos, y de la felicidad y perfección como le son presentadas por el fundador de su régimen. Así pues, el fundador no sólo debe presentar una versión racional o conceptual de la felicidad y de los principios divinos a los pocos, sino también debe representar o imitar adecuadamente estas mismas cosas para los muchos. Todos los ciudadanos deben aceptar y conservar lo que él les confía: «aquellos que siguen la felicidad como la conocen y aceptan los principios [divinos] como los conocen son los sabios; y aquellos en cuyas almas se encuentran estas cosas en forma de imágenes, y que las aceptan y siguen como tales, son los creyentes» (9).
Hasta aquí, Alfarabi identifica al profeta-gobernante y al filósofo-gobernante. Ambos son, absolutamente, gobernantes supremos, y ambos tienen autoridad absoluta con respecto a las creencias y acciones de la legislación. Ambos adquieren su autoridad por virtud de la perfección de su facultad racional, y ambos reciben la revelación de Dios mediante el Intelecto Activo. Entonces, ¿en qué difiere el profeta-gobernante del filósofo-gobernante?
La primera y básica condición que debe poseer el gobernante del régimen virtuoso es una clase especial de conocimiento de las cosas divinas y las cosas humanas. Ahora bien, el hombre posee tres facultades para el conocimiento: sensación, imaginación y razón (teóricas y prácticas), y éstas se desarrollan en él en ese orden. La imaginación tiene tres funciones: 2) Actúa como depósito de impresiones sensibles tras la desaparición de los objetos de sensación. 2) Combina las impresiones sensibles para formar una imagen sensible compleja. 3) Produce imitaciones. Tiene la capacidad de imitar todas las cosas no sensibles (deseos humanos, temperamento, pasiones) por medio de impresiones sensibles o de ciertas combinaciones de ellas. Cuando después se desarrolla la facultad racional y el hombre empieza a captar el carácter, la esencia o la forma de los seres naturales o divinos, la facultad de imaginación también recibe e imita estas formas racionales, es decir, las representa en forma de impresiones sensibles. A este respecto, la imaginación está subordinada a la facultad racional y depende de ella para los «originales» que imita; no tiene acceso directo a la esencia de los seres naturales o divinos. Además, las limitaciones que produce no son, en absoluto, buenas copias: algunas pueden ser más fieles y cercanas a los originales, otras son defectuosas en algunos aspectos, y otras más son copias extremadamente falsas o engañosas. Por último, sólo la facultad racional que capta los propios originales puede juzgar el grado de verdad de estas copias y de su semejanza con los originales. La facultad racional es la única facultad que tiene acceso al conocimiento de los seres divinos o espirituales, y debe ejercer un estricto control para asegurarse de que las copias ofrecidas por la facultad imaginativa sean imitaciones buenas o aceptables. En raros casos puede ocurrir que esta facultad imaginativa sea tan poderosa y perfecta que abrume a todas las demás facultades y proceda directamente a recibir o a formar imágenes de los seres divinos. Este raro caso es el de la profecía:
No es imposible que el hombre, cuando su poder imaginativo alcanza la máxima perfección, reciba en sus horas de vigilia del Intelecto Activo[…] las imitaciones de seres separados [inmateriales] inteligibles y de todos los demás seres nobles [sagrados], y los contemple. Por virtud de los inteligibles que había recibido, tendrá así [el poder de] profecía acerca de las cosas divinas. Ésta es, entonces, la etapa más perfecta alcanzada por el poder de la imaginación y la etapa más perfecta a la cual el hombre llega por virtud de su poder imaginativo (10).
De este modo, la descripción de la naturaleza de la profecía nos conduce a la distinción entre la facultad de imaginación y la facultad racional. Explica la posibilidad de profecía como la perfección de la facultad de imaginación, y esa imaginación casi puede prescindir de la facultad racional y recibe las imágenes de los seres divinos directamente sin mediación de esta última. Hay dos poderes por medio de los cuales puede el hombre comunicarse con el Intelecto Activo: su imaginación y su facultad racional o su intelecto. Cuando se comunica con él por medio de su imaginación, es «un profeta que advierte acerca de lo que ocurrirá y que informa acerca de lo que ahora está ocurriendo«; mientras que cuando se comunica con él por medio de su facultad racional es «un sabio, un filósofo y tiene inteligencia completa» (11).
Parecería, entonces, que puede decirse que tanto el profeta-gobernante como el filósofo-gobernante poseen la condición de conocimiento requerida para ser el gobernante supremo de la ciudad virtuosa; o que son posibles dos índoles de regímenes igualmente virtuosos, gobernado uno de ellos por un profeta sin filosofía y gobernado el otro por el filósofo sin profecía. Y sin embargo, en sus escritos políticos Alfarabi ni siquiera considera la posibilidad de un régimen virtuoso gobernado por un profeta que no posea una facultad racional bien desarrollada. La distinción entre profecía y filosofía es una distinción psicológica, útil para comprender la naturaleza de la profecía y de la filosofía, respectivamente. Pero al analizar la calidad de conocimiento requerida por el gobernante supremo, Alfarabi es explícito al exigir la perfección de ambas facultades: el gobernante supremo no es llamado profeta perfecto ni filósofo perfecto, sino «ser humano perfecto«. Para empezar con el filósofo, hasta su filosofía o la sabiduría que está buscando permanece incompleta mientras no posea un perfecto dominio de imitar el conocimiento racional o teórico en su posesión para poder enseñarlo a los jóvenes o poder presentarlo a la multitud. Esta falta se convierte en defecto esencial cuando se enfrenta a la tarea de gobernar una ciudad y de educarla. Su condición misma de filósofo (es decir, el que se consagra al conocimiento teórico sin pensar en su uso o relación con la ciudad) lo descalifica como gobernante. No puede ser filósofo-gobernante sin el poder de imaginación cuyo representante más consumado es el profeta.
En cuanto al profeta, aunque su poder imaginativo parece hacerlo particularmente apto para gobernar, el funcionamiento de su imaginación no goza del beneficio de un control racional: carece del constante freno al grado de autenticidad o verosimilitud de las imitaciones producidas por su poderosa imaginación, función que sólo puede desempeñar la facultad racional. Por consiguiente, el mejor gobernante para la ciudad virtuosa debe ser un profeta-filósofo-gobernante. Alfarabi no dice si el profeta Mahoma también fue filósofo, pero exige la combinación de profecía y filosofía, o el ejercicio de los poderes imaginativos y los racionales en el gobernante supremo de la ciudad virtuosa. La filosofía o la sabiduría es indispensable para gobernar una ciudad virtuosa. «Si ocurriera en algún momento que la sabiduría no participara en el gobierno y [la autoridad imperante] satisficiera todas las demás condiciones, la ciudad virtuosa se quedará sin príncipe, el gobernante que se encarga de los asuntos de esta ciudad no será un príncipe, y la ciudad estará expuesta a la perdición. Así, si no existe un sabio para asociarse con él, entonces al cabo de un tiempo la ciudad perecerá sin remedio» (12).
LA LEY Y LA SABIDURÍA VIVA
La sabiduría o la filosofía es condición indispensable para la fundación y supervivencia de la ciudad virtuosa. La profecía, en cambio, es indispensable para fundar una ciudad virtuosa, pero no para su supervivencia. Al enumerar las cualidades del gobernante supremo o del fundador de la ciudad virtuosa, Alfarabi estipula la coincidencia de excelentes facultades racionales y proféticas. Este requerimiento es impuesto por la composición de la ciudad virtuosa como comunidad política, es decir, el hecho de que debe estar integrada por dos vastos grupos: 2) Los pocos que son filósofos o a los que es posible dirigirse por medio de la filosofía, y a quienes se pueden enseñar las ciencias teóricas, y por tanto el verdadero carácter de los seres divinos y seres naturales tales como son. 2) Los muchos que (por carecer de los talentos naturales necesarios o por no tener tiempo para recibir una preparación suficiente) no son filósofos, que viven por opinión o persuasión y para quienes el gobernante debe imitar a estos seres por medio de similitudes y símbolos.
Aunque es posible hacer que los pocos capten racionalmente el sentido de la felicidad y la perfección humanas y la base racional o justificación de las actividades virtuosas que conducen al fin último del hombre, los muchos son incapaces de tal entendimiento y hay que enseñarles a realizar estas actividades por medio de persuasión y constricción, es decir, mediante explicaciones que puedan ser comprendidas por todos los ciudadanos, cualquiera que sea su capacidad racional, y a quienes se prescriban recompensas y castigos de índole inmediata y tangible. El gobernante supremo enseña a los pocos en su condición de filósofo, y presenta similitudes y prescribe recompensas y castigos para los muchos en su carácter de profeta. Para que estas similitudes y prescripciones sean creídas y practicadas por los muchos, deben ser formuladas por el profeta y aceptadas por los ciudadanos, como auténticas, fijas y permanentes; es decir, los ciudadanos deben esperar recompensas y castigos definitivos por su fe e incredulidad, y por su obediencia y desobediencia. Entonces, la facultad profética culmina estableciendo las leyes concernientes a las creencias y a las prácticas de los muchos, y el profeta que adopta esta función se convierte en profeta-legislador. Por contraste, la facultad racional culmina en la enseñanza de las ciencias teóricas a los pocos. En su resumen de Las Leyes de Platón, Alfarabi también dice que Platón afirma que estos pocos y virtuosos «no tienen necesidad de prácticas y leyes fijas; sin embargo, son muy felices. Las leyes y las prácticas fijas sólo las necesitan quienes son moralmente perversos» (13).
Sólo desde el punto de vista de los súbditos, las leyes son fijas y de indiscutible autoridad divina. Hemos visto que el gobernante supremo del régimen virtuoso es el amo y no el siervo de la ley. No sólo no es gobernado por nadie, sino que tampoco es gobernado por la ley. Él es el origen de la ley, él la crea y la abroga y modifica como lo considere conveniente. Posee esta autoridad por causa de su sabiduría y su capacidad de decidir qué conviene al bien común y en qué condiciones; y pueden surgir unas condiciones en que la modificación de la ley no sólo sea saludable sino indispensable para la pervivencia del régimen virtuoso. Al hacerlo, debe tener extremo cuidado de no perturbar la fe de sus ciudadanos en sus leyes, y debe considerar el efecto adverso que el cambio ejerce sobre el apego a la ley. Debe hacer una evaluación minuciosa sobre la ventaja de cambiar la ley contra la desventaja del cambio como tal. Para ello debe poseer no sólo la autoridad de modificar leyes siempre que sea necesario, sino también la capacidad de minimizar el peligro del cambio para el bienestar del régimen. Pero una vez que ha visto que el cambio de la ley es necesario y ha tomado las precauciones debidas, no habrá duda sobre su autoridad para modificar la ley. Por consiguiente, mientras viva, la facultad racional reina suprema y las leyes se conservan o modifican a la luz de su juicio de filósofo.
Es esta coincidencia de la filosofía y la profecía en la persona del gobernante la que asegura la pervivencia del régimen virtuoso. Mientras los gobernantes que posean estas cualidades se sucedan unos a otros sin interrupción, se dará la misma situación.
El sucesor deberá ser el que decida acerca de lo que su predecesor dejó sin decidir. Y no sólo esto. Podrá modificar mucho de lo que su predecesor había legislado y tomar una decisión diferente acerca de ello cuando sepa que esto es lo mejor para su propia época, no porque hubiese cometido un error sino porque su predecesor decidió de acuerdo con lo que convenía más a su época, y el sucesor decidirá de acuerdo con lo que sea mejor para una época ulterior. Si su predecesor hubiese observado [las nuevas condiciones] también él habría cambiado [su propia ley] (14).
La coincidencia de filosofía y profecía se da muy pocas veces, y el azar no siempre favorece al régimen virtuoso poniendo a su disposición un hombre que posea todas las dotes naturales necesarias y cuya preparación sea la debida. Surge así la pregunta sobre si la ciudad virtuosa puede sobrevivir en ausencia de un hombre con todas las cualidades requeridas para gobernante supremo, y particularmente las de filosofía y de profecía. Concediendo que la mejor disposición posible exija la existencia de todas estas cualidades en un hombre que debe gobernar, ¿puede el régimen originado por tal gobernante sobrevivir en su ausencia? La única condición que Alfarabi está dispuesto a suprimir en La ciudad ideal es la profecía, y aun entonces sólo si se toman precauciones para contar con la presencia de sustitutos adecuados para la legislación profética. Estos sustitutos consisten en 1) el cuerpo de leyes y costumbres establecido por «auténticos príncipes» y 2) una combinación de cualidades nuevas en el gobernante que lo hagan eficiente en el «arte de la jurisprudencia«, es decir, el conocimiento de las leyes y costumbres de sus predecesores, su anuencia a acatar las leyes y costumbres en lugar de modificarlas, la capacidad de aplicarlas a condiciones nuevas por la «deducción» de nuevas decisiones, o el «descubrimiento» de nuevas aplicaciones para las leyes y costumbres establecidas, y la capacidad de ponerse a la altura de cada situación nueva (para la cual no se cuenta con decisiones específicas) mediante un entendimiento de la intención de los legisladores precedentes, y no por la legislación de leyes nuevas o por alguna modificación formal de las antiguas. En lo tocante a la ley, este nuevo gobernante es un legislador-jurista, más que legislador-profeta. Sin embargo, deberá poseer todas las otras cualidades, incluyendo la sabiduría o filosofía que lo capaciten para discernir y promover el bien común de su régimen en el periodo particular durante el cual gobierne.
En caso de que no exista un solo ser humano que posea todas estas cualidades, entonces Alfarabi sugiere una tercera posibilidad: un filósofo y otro hombre (que posea el resto de las cualidades, salvo la filosofía) deberán gobernar conjuntamente. Cuando aun esto resulte imposible, sugiere por último un gobierno conjunto de cierto número de hombres que posean, entre varios, estas cualidades. Sin embargo, este gobierno conjunto no afecta la existencia de las cualidades requeridas sino sólo su presencia en un mismo hombre. De este modo, la única cualidad que puede omitirse es la profecía. Los sustitutos de la profecía son la conservación de las leyes antiguas y la capacidad de descubrir nuevas aplicaciones para esas leyes antiguas. Para promover el bien común y conservar el régimen en las nuevas condiciones que vayan surgiendo, no es condición indispensable la coincidencia de filosofía y profecía en el mismo hombre ni la coincidencia de filosofía y jurisprudencia. Basta contar con filosofía en la persona de un filósofo que gobierna junto con otro hombre o un grupo de hombres que poseen, entre otras cosas, la capacidad de dar nuevos usos a las leyes antiguas. No es posible prescindir de la filosofía, en contraste con la profecía, y nada puede ocupar su lugar. En contraste con la ausencia de la profecía, la ausencia de filosofía es fatal para la existencia del régimen virtuoso. No hay sustituto para la sabiduría viva.
LA GUERRA Y LAS LIMITACIONES DE LA LEY
Además de la filosofía y de la profecía (del dominio del arte de la jurisprudencia) hay una tercera e indispensable cualidad que debe tener el gobernante del régimen virtuoso o en un miembro del grupo que lo gobierna conjuntamente: a saber, la audacia y la virtud guerrera. Esta cualidad es indispensable para cumplir con la responsabilidad del gobernante como educador supremo de todos los ciudadanos, es decir, para formar y mejorar su carácter moral. Dado que no es posible convencer a todos los hombres, o elevarlos a desempeñar actividades virtuosas por medio de discursos persuasivos y apasionados, no bastará el método de persuasión o de consentimiento. Como el padre lo hace con sus hijos y como el maestro de escuela lo hace con los jóvenes, así el gobernante ha de emplear la fuerza y la constricción para con aquellos que, por naturaleza o por hábito, no sea posible educar o persuadir de que obedezcan espontáneamente la ley. Por tanto, el gobernante debe emplear dos grupos de educadores: uno que eduque a los ciudadanos mediante persuasión y argumentos, y otro bélico que obligue a los perezosos, a los perversos y a los incorregibles a obedecer por fuerza la ley. El supremo gobernante, o gobernantes, deberán encabezar, dirigir y supervisar las actividades de ambos grupos. Para comandar el segundo grupo deberá o deberán poseer una naturaleza audaz y sobresalir en el arte de la guerra.
La naturaleza y el grado de coacción y de fuerza que deberá aplicarse dentro de cierto régimen dependen del carácter de los ciudadanos; cuanto más virtuosos sean, menos necesidad habrá de aplicarles la fuerza. Pero hay casos en que el gobernante puede tener que conquistar toda una ciudad y obligarla a aceptar su ley virtuosa o divina, o en que el uso de la fuerza abreviará considerablemente el tiempo necesario para establecer su ley mientras que el resultado de la persuasión será demasiado incierto y sus perspectivas demasiado remotas. La coacción es legítima dentro del régimen con respecto a aquellos ciudadanos que son de naturalezas intratables o de hábitos malos, y con respecto a toda una ciudad, como preludio al establecimiento de una nueva ley divina donde ésta falte. La fuerza física, o el sometimiento o la guerra es «elemento fundamental» de la ley, uno de los «preludios» básicos para establecerla. Alfarabi parece estar en favor no sólo de la guerra defensiva sino también de la guerra ofensiva; y habla de la guerra dirigida por el gobernante del régimen virtuoso como de una guerra justa, y de su propósito bélico como de un propósito virtuoso.
Además, aunque Alfarabi, como Platón y Aristóteles, considera la «ciudad» como la primera o más pequeña unidad que constituye un todo político y en que el hombre puede alcanzar su perfección política, en contraste con ello no parece considerar la ciudad también como la más grande unidad posible en que pueda esperarse que florezca un régimen virtuoso. En cambio, habla de las tres asociaciones humanas «perfectas«: la mayor en dimensiones es la asociación de todos los hombres en todo el mundo habitado; la intermedia es la asociación de una nación en una parte del mundo habitado, y la más pequeña es la asociación de los habitantes de una ciudad en una parte de la tierra poblada por una nación. Si combinamos esta enseñanza acerca de la guerra y la conquista justas o virtuosas con la idea de una asociación humana perfecta que se extiende sobre todo el mundo habitado, podemos llegar a la conclusión de que Alfarabi modificó deliberadamente las enseñanzas de Platón y de Aristóteles en una cuestión importante, con la intención de aportar una justificación racional al concepto islámico de guerra santa cuyo objetivo era propagar la ley divina por toda la Tierra (15); concluiremos que él propugnaba una guerra de civilización por la cual una nación más avanzada justifica la conquista de naciones más atrasadas; o que predicaba la idea de un Estado universal o mundial. Ahora debemos examinar estas conclusiones a la luz de las ideas de Alfarabi sobre la guerra y el carácter de la ley.
Alfarabi menciona dos opiniones extremas con respecto a la guerra. La primera es la opinión de que someter y dominar a los demás es el estado natural del hombre y que por tanto la guerra es el único curso de conducta universalmente justo. La segunda es que el estado natural del hombre es mantener la paz universal y que, por consiguiente, la coexistencia pacífica es el único curso justo de conducta. A su vez, esta última opinión puede tener como corolario que sólo en la guerra defensiva, la guerra que nos es impuesta por la conducta antinatural de un enemigo belicoso, hay causa justa para tomar las armas. Según él, éstas son las opiniones de los habitantes de las «ciudades ignorantes y erradas» que se oponen al régimen virtuoso (16). Dan lugar así a dos tipos de regímenes, «tiranías» y «regímenes amantes de la paz«. A estos últimos no se les da suficiente importancia; y su opinión, aunque errónea, evidentemente no es peligrosa. Sea como fuere, Alfarabi no los considera como una subdivisión importante de los regímenes que se oponen al régimen virtuoso, lo que se debe, en parte, al hecho de que, en contraste con la guerra, la paz no es uno de los «fines» principales buscados por los hombres, sino un medio hacia otros fines, como el placer o el lucro.
La guerra, la conquista, el sojuzgamiento y la esclavitud de otros y la tiranía sobre ellos son, en contraste, uno de los fines supremos que buscan los hombres. Dan lugar al «régimen tiránico» en que los hombres se asocian entre sí, realizan actividades bélicas, promulgan sus leyes y ordenan su régimen con el propósito principal de esclavizarse unos a otros o bien a otros regímenes. No esclavizan ni matan para alcanzar otros fines, sino para satisfacer un supremo fin común a todos ellos, «el amor a la tiranía«. En realidad, los malos regímenes que persiguen otros fines como la riqueza, el honor o el placer en muchos casos se transforman en tiranías cuando han alcanzado éstos otros fines. La satisfacción de estos deseos parece liberar a los ciudadanos de los malos regímenes para buscar el más alto mal de los regímenes «ignorantes y equivocados«, es decir, la idea de que la «tiranía es el bien«. La guerra como fin en sí misma es, para Alfarabi, el vicio supremo que no puede tener lugar en el régimen cuyo fin sea la virtud suprema.
Habiendo aprovechado las ventajas de la guerra y la coacción para establecer su ley divina y para suprimir a los malvados y a los incorregibles, el gobernante del régimen virtuoso debe volver a promover la amistad entre los ciudadanos y a la pacífica labor de persuasión y de libre consentimiento. Para persuadir a la mayoría de los ciudadanos, ha de presentar semejanzas de seres divinos y seres naturales, y de virtud y felicidad que sean adecuadas con respecto a su proximidad a las formas originales de estas cosas, pero que también sean adecuadas con respecto a aquellos que serán persuadidos por ellas. Las semejanzas deben mostrar cierta relación con la naturaleza, la experiencia y los hábitos de los ciudadanos. En contraste con las cosas de la guerra, la persuasión pacífica pide que el legislador haga concesiones al carácter de los gobernados, a su grado de preparación para las leyes virtuosas, a las diferencias que haya entre ellos y a la medida en que estos ciudadanos puedan mejorar. Estas son condiciones prelegales que él no crea sino que debe presuponer y que no puede cambiar, salvo en medida limitada, y, aun entonces, sólo gradualmente.
Además, el legislador no puede producir similitudes y utilizar métodos persuasivos destinados a adaptarse a la naturaleza y hábitos particulares de cada ciudadano; la ley no puede tratar a cada quien como un caso aparte. Hay que prescribir creencias y prácticas generales para todos los ciudadanos que deben corresponder a su carácter distintivo como grupo. Ahora bien, lo que es adecuado para un grupo y, por tanto, justo con respecto a él, puede ser inadecuado para otro grupo y por tanto injusto con respecto a él. Legislar para todos los hombres con respecto a la «naturaleza humana» o a lo que tienen todos en común significará ser injusto para con muchos si no para con todos los hombres. Por consiguiente, si se da el caso de que el mundo habitado esté dividido en naciones y ciudades y esta división no se base en distinciones arbitrarias sino naturales o distinciones que de alguna manera están relacionadas con la naturaleza, tales distinciones pueden formar los límites dentro de los cuales puedan prescribirse creencias y prácticas generales que sean a la vez eficaces y justas.
Alfarabi condiciona esta declaración acerca de las tres asociaciones perfectas (la ciudad, la nación y la asociación de todos los hombres en todo el mundo habitado) con la observación de que la asociación de todos los hombres en todo el mundo habitado se divide en naciones. «Las naciones se distinguen entre sí por dos cosas naturales —su constitución natural y su carácter natural— y por algo que está compuesto (es convencional pero tiene una base en las cosas naturales), a saber, el idioma» (17). Estas distinciones son producto de diferencias geográficas entre las diversas partes de la tierra (temperatura, alimentación, etcétera) que a la vez influyen sobre el temperamento de sus habitantes. Pero aunque constituyan la nación como unidad natural, estas semejanzas naturales de la nación no son suficiente nexo político por el cual los miembros de una nación deban simpatizar entre sí, o sentir antipatía contra otras naciones. Los objetos adecuados de gusto y de disgusto son las perfecciones o las virtudes, y éstas no son dadas por la naturaleza sino por el Intelecto Activo, por la ciencia y por la legislación. La nación a su vez se divide en ciudades o en ciudades-Estados que se distinguen por sus regímenes y leyes.
Sólo la ciudad es comparada por Alfarabi con el cuerpo vivo perfecto. Los órganos del cuerpo vivo no sólo cooperan a un fin común; tienen diferentes rangos, cada uno de los cuales es perfecto cuando desempeña su función propia (ya sea subordinada o superior), y todos los cuales son gobernados por el órgano más perfecto. Aplicada a la nación y a la asociación dé todos los hombres en todo el mundo habitado, esta similitud requeriría la subordinación de unas ciudades a otras, y de unas naciones a otras, según su grado de perfección. Y sin embargo, Alfarabi nunca habla de que tal subordinación sea legítima, salvo dentro de una sola ciudad; y las ciudades opuestas a la ciudad virtuosa no son investigadas con el fin de quedar subordinadas a una ciudad virtuosa sino de ser transformadas en semejante ciudad. Una nación virtuosa no es un grupo de ciudades gobernadas por una ciudad virtuosa o perfecta, sino la nación cuyas ciudades «cooperan todas con respecto a las cosas por las cuales se alcanza la felicidad«; y la asociación de todos los hombres en todo el mundo habitado es virtuosa «sólo cuando las naciones que hay en él cooperan para alcanzar la felicidad» (18). La comunidad virtuosa de todos los hombres presupone naciones virtuosas, y a su vez la nación virtuosa presupone ciudades virtuosas.
La consideración del carácter y función específicos de la facultad profética y de la ley divina señala la conclusión de que la religión debe ser particularmente sensible a las limitaciones impuestas por las diferencias naturales y convencionales que hay entre naciones y ciudades. Si una religión o ley divina no es espuria, oscurantista o fanática, no promueve sino que suprime y trasciende los fines perseguidos en los regímenes ignorantes (incluso la tiranía) y los sustituye por el fin que sólo puede perseguirse por medio de la fe en similitudes adecuadas o saludables de los seres divinos o naturales, y por medio de órdenes y prohibiciones que promuevan la virtud y la felicidad entre un grupo particular dispuesto a recibir su mensaje. Por tanto, deberá abandonar el fin del régimen tiránico cuyo objetivo es la tiranía absoluta y universal y restringe el uso de la fuerza en la medida en que sea necesario para establecer un régimen nuevo y suprimir a los malvados e incorregibles que haya dentro de tal régimen. De otra manera, se verá obligada a legislar unas creencias y prácticas que puedan ser aceptadas y cumplidas por todos los hombres, es decir, a bajar sus normas para adaptarse a la capacidad natural de la abrumadora mayoría de los hombres, en lugar de sostener aquellas que ayudan a una ciudad o nación relativamente buena a alcanzar la auténtica virtud o felicidad. El otro fin, de promover la virtud o felicidad entre los mejores o los elegidos en cada ciudad o nación, queda descartado porque ésta no es función propia de la religión sino de la filosofía. Recordemos la distinción de Alfarabi entre las funciones de la profecía y de la filosofía en el régimen virtuoso. Los pocos que están dotados de naturalezas especiales y que han recibido una apropiada preparación no muestran similitudes sino un conocimiento teórico de las propias cosas divinas o naturales, y de la virtud y la felicidad, mientras que las creencias y prácticas legisladas en la ley divina tienden a los muchos.
Ahora bien, las distinciones naturales y cuasi-naturales entre ciudades y naciones no tienen que formar una barrera contra la transmisión de conocimiento teórico. Tal conocimiento presupone una tradicional investigación teórica y de escasos individuos; pero una vez satisfechas estas condiciones, se le puede trasplantar libremente de una ciudad a otra y de una nación a otra. La comunidad universal de hombres superiores de cada ciudad y nación o de los reyes no coronados de la humanidad no es una comunidad de creyentes en un conjunto particular de dogmas. Es la comunidad de amantes de la única y verdadera sabiduría. Por su naturaleza misma, según Alfarabi, una religión no puede aportar la base para semejante comunidad. La religión surge de la incapacidad de los muchos para comprender el auténtico carácter de los seres y la felicidad humana. Remedia esta situación presentándoles similitudes que tomen en cuenta las limitaciones de su entendimiento y sus características naturales y convencionales como grupo distintivo. Asimismo, dado que los auténticos principios de la naturaleza y los auténticos principios políticos son invariables, son inflexibles y no pueden adaptarse al grado de entendimiento y al carácter particular de un grupo político distintivo. Por contraste, las similitudes pueden adaptarse a este propósito porque pueden estar más cerca o más lejos de la realidad. Además, puede haber un número de buenas similitudes de la misma realidad. Todas estas similitudes son buenas o virtuosas si logran hacer que sean buenos o virtuosos los miembros del grupo político particular para el que fueron pensadas. «Por consiguiente, puede haber cierto número de naciones virtuosas y cierto número de ciudades virtuosas cuyas religiones sean diferentes» (19). El enfoque de Alfarabi a la religión lo conduce a una ciencia filosófica de las leyes divinas. Al presentar las leyes divinas, la jurisprudencia y la teología como partes de la ciencia política, señala la posibilidad de un análisis imparcial de todas las religiones o «sectas» (20) y de los rasgos comunes a todas ellas.
LA DEMOCRACIA Y EL RÉGIMEN VIRTUOSO
De los seis regímenes opuestos al régimen virtuoso, el primero y el último, es decir, los regímenes de necesidad y de democracia, ocupan la posición privilegiada de aportar el más sólido y el mejor punto de partida para el establecimiento del régimen virtuoso y para el gobierno de hombres virtuosos. El régimen de necesidad (como contraparte de la ciudad de los cerdos en La República de Platón) ofrece la oportunidad de introducir un régimen virtuoso entre ciudadanos que aún no han sido corrompidos por el amor al lucro o a los honores, por haberse entregado a los placeres o por el deseo de gloria. Pero como todo esto existe en la democracia, a primera vista no está claro qué contribución podría hacer la democracia al régimen virtuoso.
Siguiendo la descripción de Platón (La República, VIII), Alfarabi establece el primer principio de la democracia (es decir, de la democracia pura, o de la democracia extrema, como la llama Aristóteles) como la libertad, y al régimen democrático también lo llama el régimen «libre«. Libertad significa la capacidad de cada quien de buscar lo que desee, y que se le debe dejar en paz para hacer lo que decida hacer, tratando de satisfacer sus deseos. El segundo principio es la igualdad, lo que significa que ningún hombre es superior a otro, absolutamente en nada. Estos dos principios definen la base de la autoridad, la relación entre el gobernante y el gobernado, y la actitud de los ciudadanos entre sí. La autoridad sólo se justifica sobre la base de la conservación y promoción de la libertad y de la igualdad. Cualesquiera que sean las realizaciones del gobernante, él sólo gobierna por la voluntad de los ciudadanos, por muy poco experimentados que él o ellos puedan ser; él debe atender a los deseos de ellos y satisfacer sus caprichos. Los ciudadanos sólo honran a quienes los conducen a la libertad y a la consecución de todo lo que haga posible la satisfacción de sus deseos, y a quienes conserven esa libertad y hagan posible que ellos disfruten de sus diversos y conflictivos deseos y que los defiendan contra sus enemigos del exterior. Si tales hombres pueden desempeñar estas funciones y seguir estando satisfechos con las simples necesidades de la vida, entonces se les considera virtuosos, y son obedecidos. El resto de los gobernantes son funcionarios que prestan servicios por los cuales reciben honores adecuados o remuneraciones económicas; y los ciudadanos que les pagan por estos servicios se consideran por ello superiores a estos gobernantes a quienes mantienen. Tal es, asimismo, el caso de aquellos a quienes el público permite gobernar ya sea porque se ha encaprichado con ellos o porque desea recompensarlos por un servicio prestado por sus antepasados. Pese a estas diferencias, una investigación más minuciosa del régimen democrático demuestra que, a la postre, no hay en realidad gobernantes ni gobernados; hay una voluntad suprema que es la de los ciudadanos; y los gobernantes son instrumentos que atienden a los deseos y la voluntad de los ciudadanos.
En contraste con los otros cinco regímenes, no hay un solo fin dominante, deseado o impuesto por los ciudadanos del régimen democrático. Forman innumerables grupos, semejantes o desemejantes, con toda una variedad de caracteres, intereses, objetivos y deseos. En cuanto a los fines, la democracia es un régimen compuesto: varios grupos, tendientes a los fines que caracterizan a los otros regímenes, existen unos al lado de otros y siguen diferentes modos de vida; forman un conglomerado en que las diversas partes están entrelazadas, y son libres de buscar independientemente sus distintos objetivos, o bien en cooperación con otros.
Dado que el régimen democrático posibilita, conserva, protege y promueve todo tipo de deseo, todos los tipos de hombres llegan a admirarlo y a considerarlo el modo de vida feliz. Llegan a amar la democracia y les encanta vivir en ella. Un gran número emigra a ella de diferentes naciones, y residentes y extranjeros se conocen, se mezclan y se casan. El resultado es la más grande diversidad posible de carácter natural, crianza, educación y modos de vida; y sin embargo, a todo tipo de hombres se le alienta o se le permite lograr lo que desea, en la medida de su capacidad. Un régimen democrático plenamente desarrollado presenta un espectáculo abigarrado de infinita diversidad y lujo.
Eso significa que, de todos los regímenes opuestos al régimen virtuoso, el régimen democrático contiene la mayor cantidad y variedad de cosas buenas y malas; y cuanto más se extiende y se perfecciona, más cantidad de mal y de bien contiene. Por tanto, también contendrá cierto número de las partes de la ciudad virtuosa. Alfarabi menciona en particular la posibilidad del surgimiento de hombres virtuosos, y de la presencia de sabios, retóricos y poetas (es decir, hombres que tratan con la ciencia demostrativa, la persuasión y la imitación) en toda índole de cosas. Pero si el régimen de necesidad aporta ciudadanos no corrompidos por deseos y placeres no esenciales, el régimen democrático, la mayoría de cuyos ciudadanos están corrompidos por el lujo, ofrece las ciencias y artes sumamente desarrolladas que son esenciales para el establecimiento del régimen virtuoso. Y en ausencia del régimen virtuoso en que estas ciencias y artes tendrían la mejor oportunidad de desarrollarse en el sentido adecuado, el régimen democrático es el único que ofrece amplias oportunidades para su desarrollo y que permite al filósofo satisfacer sus deseos con relativa libertad.
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LECTURAS
A, Alfarabi, El régimen político en Medieval Political Philosophy. Comp. Ralph Lem er y Muhsin Mahdi. Nueva York: The Free Press, 1963. Selección 2, pp. 39-76. ———-, La enumeración de las ciencias, en ibid., Selección 1, cap. V.
B. Alfarabi, Las leyes de Platón, en ibid., Selección 4, Introducción y discursos I, II. , The Attainment of Happiness, en Alfarabi’s Philosophy of Plato and Aristotle. Trad. Muhsin Mahdi, Nueva York: The Free Press, 1962, Part. I. ———-, La filosofía de Platón, en ibid., Parte II.
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Notas
1 Todas las citas de estas notas se refieren a los textos árabes. Algunas de las obras a que se hace referencia han sido traducidas al inglés. Alfarabi, La enumeración de las ciencias, ed. Osman Amine (2a ed.; El Cairo Dar al Fikr al-Arabí, 1949), v: La religión virtuosa, MS, Leyden, cod. Or. núm 1002, fols. 53y-54i?
2 La ciudad ideal, ed. Fr. Dieterici (Leyden: Brill, 1985), p. 46; cf. El régimen político (Hyderabad: Da’ (irat al-Ma’árif al-‘Uthmáníyyah, 1345 A. H.), pp. 42-45,48.
3 La ciudad ideal, p. 46; cf. El régimen político, pp. 43-44.
4 La ciudad ideal, p. 63; cf. El régimen político, p. 74
5 El régimen político, pp. 48-49. 6 Ibid., pp. 49-50.
7 La ciudad ideal, pp. 56-57; cf. El régimen político, pp. 53-54.
8 El régimen político, pp. 50-51.
9 Ibid., p. 56
10 La ciudad ideal, p. 52.
11 Ibid., pp. 58-59.
12 Ibid., p. 61.
13 Las leyes de Platón, ed. Franciscus Gabrieli (Londres: Warburg Institute, 1952), p. 41
14 La religión virtuosa, fol. 54 r
15 Véase infra, pp. 280 ss
16 La ciudad ideal, pp. 75-80.
17 El régimen político, p. 40.
18 La ciudad ideal, p. 54.
19 El régimen político, p. 54; La ciudad ideal, p. 70.
20 Véase infra, p. 270.
«Ibn ‘Arabi y Spinoza sobre Dios y el mundo», por Kamal, M. (Open Journal of Philosophy)
«El Libro de los Animales», de Al-Jahiz; un esbozo evolucionista del siglo IX.
https://puntocritico.com/ausajpuntocritico/2024/06/03/maimonides/