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SPINOZA Y EL SURGIMIENTO DE LA DEMOCRACIA
SPINOZA Y EL SURGIMIENTO DE LA DEMOCRACIA, por ATILANO DOMINGUEZ
(Parte 1)
La idea de democracia es tan antigua como actual. Desde Herodoto, que hablaba de isonomía o igualdad ante la ley, y Pericles, que ya usó el término democracia o gobierno del pueblo [1], hasta los complejos sistemas de nuestras democracias, han pasado veinticinco siglos y ha evolucionado, por tanto, esa idea. No es, sin embargo, nuestro propósito reconstruir aquí dicha evolución, sino trazar una brevísima síntesis de las ideas democráticas de Spinoza y preguntamos por su significado histórico y por su actualidad.
Para fijar, desde ahora, un punto de mira más concreto a nuestra exposición, quizá convenga señalar que las democracias actuales se inspiran en las declaraciones de derechos del hombre que presidieron las revoluciones americana (1776) y francesa (1789), a saber, libertad, igualdad y seguridad [2]. De esos derechos se deriva, en efecto, la idea de la soberanía popular, según la cual todo el derecho político se funda en el pueblo, puesto que es el pueblo quien ratifica por referendum la constitución y elige el parlamento mediante elecciones generales. Sobre esa base de la soberanía popular y de las elecciones generales se organizan nuestros sistemas democráticos, por ejemplo la constitución española de 1978, cuya clave es la división de poderes (legislativo o parlamento, ejecutivo o gobierno y judicial) y cuyo control y garantía residen en el Tribunal Constitucional [3].
Evidentemente, no encontraremos en Spinoza esta doctrina en sus detalles, entre otras razones, porque él pensaba en un Estado pequeño, como las ciudades-estado griegas o la propia Holanda, que era su patria, y es un siglo anterior a la primera constitución moderna. Pero pensamos que sus ideas han contribuido poderosamente a sentar las bases teóricas e incluso prácticas de nuestras democracias.
Dividiremos, pues, nuestra exposición en cuatro puntos: 1) Derecho natural y democracia; 2) Del estado natural al político o de la anarquía a la democracia; 3) Formas de gobierno y democracia; 4) Aportación de Spinoza a la democracia liberal.
1) DERECHO NATURAL Y DEMOCRACIA
Desde el primer traductor alemán del Tratado político (Ewald, 1785) hasta los actuales historiadores de la ideas políticas, se ha venido denunciando que la importancia y la influencia del pensador judío en este campo son mucho mayores que el espacio y el relieve a él concedidos. Este hecho ha obedecido, según creemos, no tanto al temor de citar al ateo excomulgado, cuanto a su asociación y subordinación a Hobbes [4], y, en última instancia, a su determinismo metafísico.
Un historiador clarividente ha formulado el problema con toda precisión: «este filósofo de la necesidad, que ha concebido a Dios, su acción creadora y su gobierno en el mundo como una geometría viviente e infalible, no ha tenido otro objetivo que garantizar al hombre la libertad de las pasiones, la libertad política y la libertad religiosa». Tal sería, dice, «la mayor paradoja del spinozismo» [5].
Efectivamente, esta dificultad se presenta con toda crudeza en el momento mismo en que Spinoza aborda el tema político. Nos permitimos citar un texto que suele causar escándalo y que no hace, en nuestra opinión, sino deducir el concepto de derecho natural a partir de la metafísica. «El poder de la naturaleza es el mismo poder de Dios, que tiene el máximo derecho a todo. Pero, como el poder universal de toda la naturaleza no es más que el poder de todos los individuos en conjunto, se sigue que cada individuo tiene el máximo derecho a todo lo que puede o que el poder de cada individuo se extiende hasta donde alcanza su poder determinado. En esto, sigue diciendo Spinoza, no reconozco diferencia alguna entre los hombres y los demás individuos de la naturaleza, ni entre los hombres dotados de razón y los demás que ignoran la verdadera razón, ni entre los tontos y locos y los sensatos … De ahí que, mientras consideramos que los hombres viven bajo el imperio de la sola naturaleza, aquel que aún no ha conocido la razón o que no tiene todavía el hábito de la virtud, vive con el máximo derecho según las leyes del solo apetito, exactamente igual que aquel que rige su vida por las leyes de la razón» [6].
Pese a sus ambigüedades, este célebre texto no aboga por el derecho del más fuerte ni por la anarquía, sino por el derecho natural de todos los individuos, incluidos los débiles. Para comprenderlo, reconstruyamos su génesis dentro del sistema. El spinozismo es una filosofía de la producción de las cosas por la sustancia y de la salvación del hombre por el conocimiento. Ahora bien, lo que, en nuestra opinión, le confiere su profunda dinámica, es su articulación en tomo a dos parejas de conceptos: sustancia infinita y modos finitos a nivel metafísico, razón e imaginación a nivel antropológico. Ante la imposibilidad de justificar aquí estas dos tesis, no podemos menos de esperar que la propia coherencia de nuestro discurso las confirme de algún modo.
Dentro del marco sistemático que acabamos de diseñar, el texto antes citado tiene un sentido bien claro y positivo. Que todos los individuos o cosas singulares, es decir, todos los modos finitos y, por tanto, el hombre poseen un derecho supremo a todo cuanto pueden, significa que, como están determinados por Dios en su ser y en su actuar, su poder es parte del poder divino y, en ese sentido, es un poder supremo, anterior a cualquier otro poder individual. Que el derecho natural del hombre no se define por la razón, sino por el apetito, no significa, sin embargo, que se reduzca al instinto, sino más bien que, como el hombre no es sólo razón y, además, no posee una voluntad libre o indiferente, con capacidad de elección, ese poder o derecho, que constituye la esencia misma del individuo humano, no es otra cosa que el conatus o cupiditas, como tendencia a conservar el propio ser.
Si a esto añadimos, como hace Spinoza en el mismo contexto, que no todos los hombres están dotados de razón, sino que la mayoría pasan gran parte de su vida antes de alcanzarla o de ejercerla, comprenderemos por qué el texto del Tratado teológicopolítico, que venimos comentando, concede ese derecho natural lo mismo a los locos que a los cuerdos. De hecho, el Tratado político llega a la misma conclusión y por idénticas razones. Tras analizar el concepto de libertad y de mostrar los límites de la razón, afirma: «los hombres se guían más por el ciego deseo que por la razón y, por lo mismo, su poder natural o su derecho no debe ser definido por la razón, sino por cualquier tendencia por la que se determinan a obrar y se esfuerzan en conservarse».
He ahí por qué el sistema spinoziano lleva a concebir el derecho natural humano como apetito consciente o con capacidad de serlo y no, como hiciera una larga tradición, que va de Aristóteles y los estoicos a Suárez y Grocio, como recta ratio o sana ratio. Este cambio significa que toda tendencia humana, sea consciente o inconsciente, adecuada o inadecuada, acción o pasión, merece el título de derecho humano. En nuestra opinión, esta doctrina tiene, pues, un sentido plenamente democrático y actual, ya que defiende, como antes dijimos, el derecho de todos, sin exceptuar a los más débiles y, entre ellos, a los niños. A éstos alude Spinoza cuando llama la atención sobre el hecho siguiente: «todos (los hombres) nacen ignorantes de todas las cosas y, antes de que puedan conocer la verdadera norma de vida y adquirir el hábito de la virtud, transcurre gran parte de su vida, aun en el caso de que reciban una buena educación. Entre tanto, sin embargo, tienen que vivir y conservarse en cuanto puedan, es decir, según les impulse el apetito, ya que es lo único que les dio la naturaleza, que les negó el poder actual de vivir según la sana razón. No están, pues, más obligados a vivir según las leyes de la mente sana que lo está el gato a vivir según las leyes del león».
2) DEL ESTADO NATURAL AL ESTADO POLÍTICO O DE LA ANARQUÍA A LA DEMOCRACIA.
De cuanto acabamos de decir se desprende que el hombre spinoziano no está regido por una mecánica geométrica, como aquella que rige los astros, sino por una dispersión o anarquía, que no podrá menos de transformarse en conflicto y en guerra. Ahora bien, si esto es así, ¿cómo salir de ella e instaurar el orden, la paz y la democracia? No cabe duda de que ahí entrarán en juego las dos fuerzas humanas antes mencionadas: la imaginación y la razón. De la naturaleza de cada una y de sus relaciones mutuas dependerá la naturaleza del Estado Democrático. Analicémoslas, pues, por separado.
a) Estado natural e imaginación.
El hombre spinoziano es un modo finito que se define como idea de un cuerpo actualmente existente. Pues bien, mientras los astros se mueven en esferas independientes y se rigen por una mecánica invariable, el cuerpo humano está sometido a continuos impactos o choques procedentes de los cuerpos externos e incluso de sus partes internas, que lo hacen cambiar de rumbo incesantemente. Como idea de ese cuerpo, el alma percibirá, a través de sus huellas o impresiones, no sólo su propio cuerpo y los que actualmente le tocan, sino también otros muchos que sólo lo han afectado indirectamente. La facultad de percibir los cuerpos externos a través de sus afecciones en el nuestro se llama imaginación. Esta misteriosa facultad, cuyas leyes ya describiera Aristóteles, es la responsable de que el mundo de las vivencias humanas no sea una armonía, sino un conflicto permanente, cuyos poderes mágicos ha analizado en nuestros días Freud.
Veamos la génesis psicológica de estos conflictos. El punto de partida es que nuestro conocimiento sensible, tanto externo como interno, es de carácter imaginativo. Ahora bien, la imaginación es una facultad esencialmente subjetiva y existencial. Subjetiva, porque, como dice el mismo Spinoza, «las ideas que tenemos de los cuerpos exteriores, revelan más bien la constitución de nuestro cuerpo que la naturaleza de los cuerpos exteriores». Existencial, porque, en virtud de la propia subjetividad e inmediatez de sus imágenes, damos por existentes todos los cuerpos cuyas afecciones nos están presentes, aunque ya no existan o nunca hayan existido. Ambas características unidas conducen a la inadaptación del individuo a la realidad y más concretamente a los demás hombres.
En efecto, en cuanto potencia imaginativa, el hombre tenderá, por un lado, a supervalorar su propia subjetividad o su propio yo, pasando de la alegría a la filautía o amor propio, al orgullo y la gloria, y, finalmente, a la soberbia, que es, según Spinoza, una simple ilusión acerca de nuestra propia valía, es decir, una auténtica megalomanía de carácter obsesivo. Y, por otro, en virtud de las leyes de asociación de imágenes (en las que la contigüidad y el contraste prevalecen sobre la semejanza, porque los cuerpos son sumamente variados y dispares), se amplía al infinito el campo de las sensaciones. Surgirán, pues, sentimientos opuestos, es decir, conflictos entre los afectos de un mismo individuo, tales como la esperanza y el miedo, el amor y los celos, la compasión y la emulación, hasta el punto de que muchas veces el sujeto quiere lo que no quiere o ni sabe lo que quiere.
Pues bien, como el sentimiento que es la raíz de todos y los impulsa a todos, es el deseo o cupiditas y éste no tiene límite, los sentimientos dominantes serán los bien conocidos por la ética clásica y denunciados por Spinoza como auténticas enfermedades desde el prólogo del Tratado de la reforma del entendimiento, a saber: la avaricia, la lujuria o libido y la ambición. Pero es en la ambición donde la fuerza del deseo y del subjetivismo imaginativo alcanza su máximo dominio. «La ambición es un deseo que mantiene y fortifica a todos los afectos y, por lo mismo, difícilmente puede ser vencido. Pues, siempre que el hombre es poseído (tenetur) por algún afecto, lo es también, necesariamente, por la ambición».
La dinámica imaginativa nos conduce, pues, a la soberbia y a la ambición y con ellas a los conflictos y enemistades con nuestros semejantes. «Este esfuerzo por conseguir que todos aprueben lo que uno ama u odia, es, en realidad, ambición. Y así vemos que cada cual, por naturaleza, desea que los demás vivan según su propia índole, y, como todos desean lo mismo, se estorban los unos a los otros y, queriendo todos ser amados o alabados de todos, resulta que se odian entre sÍ». Esta tesis final de la Etica es recogida y sintetizas en el Tratado político en esta frase lapidaria: «los hombres son enemigos por naturaleza». La lógica del propio sistema, y no la dependencia de Hobbes, ha conducido, pues, a Spinoza a definir el estado natural en los mismos términos que el autor del Leviatán.
b) Estado político y razón
Es evidente que la ley suprema de la tendencia a la propia conservación, que no es otra cosa que la misma cupiditas, incitará constantemente a todos los individuos a salir de tal situación, que los hunde alternativamente en la soledad obsesiva y la miseria o en los conflictos y enemistades con los demás. Ahora bien, el problema es cómo superarla. Descartado cualquier líder providencial, como Moisés, o carismático, como Cromwell, a los que aludiremos al tratar de la monarquía, parece que no queda otra vía que la de la razón, puesto que, como acabamos de ver, la imaginación, lejos de resolver los conflictos, los crea.
Esta opinión del filósofo racionalista, formulada en sus tres obras de tema político (Etica, Tratado teológico-político y Tratado político), puede resumirse como sigue. Puesto que la imaginación y las pasiones conducen a los hombres a la miseria y al odio mutuo, se verán empujados a unir sus fuerzas y a constituir una sociedad, regida por las leyes o normas de la razón y respaldada por la coacción, de suerte que ningún ciudadano persiga su bien en perjuicio de los demás, sino que todos sometan sus deseos o intereses particulares al interés común señalado por la razón.
Contra esta interpretación se ha presentado, sin embargo, otra muy distinta, que se inscribe dentro de una visión general del sistema spinoziano que tiende a privilegiar a los individuos, a los cuerpos y a las pasiones positivas. Su representante más brillante es sin duda el italiano Antonio Negri en su monografía La anomalogia selvaggia (1981). Tras poner como pilares de la filosofía de Spinoza la potencia, la imaginación y la multitud, descubre en ella una democracia radical y revolucionaria, cuya base teórica sería la imaginación colectiva y no un contrato racional o mediatizador, y cuyo significado histórico consistiría en oponerse frontalmente al absolutismo estatal de Hobbes, Rousseau y Hegel para inscribirse en la corriente del democratismo popular, que iría de Maquiavelo a Marx.
Aunque tal interpretación es sumamente sugestiva, porque supone una relectura totalmente personal de la obra de Spinoza, en la que se concede especial relieve al Tratado teológico-político y a ciertas Cartas, nos resultan cuestionables tanto su base teórica como su:: apreciaciones históricas. Dado que a la proyección histórica nos referiremos en el último punto de este estudio, nos limitaremos aquí a sus argumentos teóricos, que, según creemos, son los tres siguientes. Primero, la razón no sería común a todos los hombres, puesto que todos nacen ignorantes. Segundo, la razón tampoco sería eficaz frente a las pasiones, puesto que un afecto sólo puede ser vencido por otro más fuerte y contrario. Tercero; Spinoza sostendría en el Tratado político lo contrario de lo dicho en el Tratado teológico-político, puesto que en él ya no habla de pacto racional, sino de sentimiento común, como se ve en este texto: «dado que los hombres se guían … más por la pasión que por la razón, la multitud tiende naturalmente a asociarse, no porque la guíe la razón, sino algún sentimiento común».
No es el momento de analizar a fondo estos argumentos, pero sí de hacer una observación a cada uno de ellos. Primera, según confesión explícita de la Etica, las nociones comunes, por las que se define la razón, no sólo son comunes a todos los objetos por ellas representados, sino también a todos los hombres. Segunda, la razón tiene poder, si no de dominar las pasiones, sí de moderarlas y dirigirlas, puesto que también sus ideas son afectos, aunque no pasivos, sino activos; valgan de ejemplo la fortaleza, la moralidad (pietas) y la generosidad, en virtud de los cuales la vida del sabio es preferible a la del ignorante. Tercera, en consonancia con las dos observaciones precedentes, el texto citado supone que el hombre también se guía por la razón y afirma, además, que el sentimiento aludido es afecto común, lo cual parece suponer que no es puramente imaginativo (singular), sino racional (común). De hecho, el mismo Tratado político, del que se ha tomado el texto que comentamos, asocia continuamente, como el Tratado teológico-político, los conceptos de libertad y de paz a los de razón y similares (una veluti mente, communi consensu, convenire, etc.). ¿No es sintomático que en ese tratado no aparezca nunca el término imaginación y tan sólo una vez el de pasión, siendo así que el término razón aparece 140 veces, paz 70 veces y libertad 55 veces? Baste una breve cita como ejemplo: «así como en el estado natural el hombre más poderoso es aquel que se guía por la razón, así también es más poderosa y más autónoma aquella sociedad que es fundada y regida por la razón».
Pues bien, la sociedad constituida mediante el impulso de las pasiones y la guía de la razón, es decir, el Estado definido como poder colectivo y formado por la unión de todos, merece a Spinoza ser calificado de democracia. «El derecho de dicha sociedad se llama democracia. Esta se define, pues, la asociación general de los hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que puede».
Ello significa que la democracia es para él, antes que un régimen político o forma de gobierno, la esencia misma del Estado. ¿Y qué es esto sino la tesis de la soberanía popular? Por si quedara alguna duda, Spinoza añade, en un texto que citaremos al hablar de la democracia (§ 3,c), que ha tratado de los fundamentos del Estado democrático con preferencia a los demás, porque ellos son también el fundamento de las otras dos formas de Estado, lo cual implica, una vez más, que el Estado Democrático es el Estado sin más.
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NOTAS
[1] HERODOTO, Historia. III. 80-82; para Pericles (Oración fúnebre): TUCIDIDES, Historia de !aguerra del Peloponeso, 11, 36-41; cfr. Jean TOUCHARD, Historia de las ideas políticas, trad. esp.de J. Pradera, Madrid, Tecnos (1977).
[2] Cfr. Antonio TRUYOL, Historia de la filosofía del derecho y del Estado, Madrid, Revista de Occidente (1976); J. TOUCHARD (cit. nota 1).
[3] Constitución española (aprobada por referendum el 6-12-1978), Introducción (referendum), Título I (derechos fundamentales), Tít.III (Cortes Generales), Tít.IV (Gobiemo),Tít.VI (Poder Judicial) y Tít. IX (Tribunal Constitucional).
[4] Cfr. Atilano DOMINGUEZ, Spinoza, en F. VALLESPIN (dir.): Historia de la teoría política, Madrid, Alianza Editorial,11 (1990), pp. 3!0-311. Baste señalar, a modo de ejemplo, que mientras G. H. SABINE, A history ofpolitical theory, N. York, 1932 (trad. esp. México, FCE, 1945), sólo le dedicaba unas líneas, y A. TRUYOL (cit. nota 1), lo estudia asociado a Hobbes y por analogía con él, aunque no como simple continuación (ll,166ss.), y habla del «liberalismo autoritario» de Spinoza y del «absolutismo liberal» de Hobbes y Espinosa (11 ,268), J. TOUCHARD (cit.nota 1) lo sitúa más bien en la sección dedicada al «ocaso del absolutismo» y denuncia el problema por nosotros aludido.
[5] N. ABBAGNANO, Historia de la filosofía, trad. esp., Barcelona, Montaner y Simón, II ( 1973).
[6] Citaremos las obras de Spinoza por las siglas habituales: Tratado teológico-político (TIP), Tratado político (TP), Etica (E), Korte verhandeling (KV: Tratado breve); Principios de filosofía de Descartes (PPC); Epistolae (Ep); Tr. de Intellectus emendatione (IE)
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SPINOZA Y EL SURGIMIENTO DE LA DEMOCRACIA, por ATILANO DOMINGUEZ (Parte II)
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