EL CONOCIMIENTO INÚTIL, por Jean-François Revel
«Las batallas de Jean-Francois Revel», por Mario Vargas Llosa
Tabla de contenidos
Las demandas para prohibir libros en bibliotecas y colegios baten récords en EE.UU.
Un análisis publicado por la la Asociación Americana de Bibliotecas muestra un repunte de la censura
ABC, 24 MARZO 2023
Las demandas para prohibir libros en las bibliotecas y los colegios de Estados Unidos casi se dispararon en 2022 con respecto al año anterior, de acuerdo un informe publicado por la Asociación Americana de Bibliotecas. La organización hizo un seguimiento de 1.269 impugnaciones, el mayor número de quejas desde que la asociación comenzó a estudiar las tentativas de censura hace más de 20 años.
«Una impugnación de un libro es una demanda para retirarlo de la colección de una biblioteca para que nadie más pueda leerlo. En su inmensa mayoría, estamos viendo que estas impugnaciones proceden de grupos de censura organizados que se dirigen a las reuniones de los consejos de administración de las bibliotecas locales para exigir la retirada de una larga lista que comparten en las redes sociales», afirmó en un comunicado Deborah Caldwell-Stone, directora de la Oficina para la Libertad Intelectual de la ALA.
Un récord de 2.571 títulos fueron objeto de censura en 2022, un 38% más que en 2021, con 1.858. La gran mayoría de esos títulos fueron escritos por o sobre miembros de la comunidad LGBTQIA+ y personas de color, de acuerdo con el estudio.
Según ‘The New York Times’, muchos de esos libros son retirados de escuelas y bibliotecas de todo el país, entre ellos ‘The Bluest Eye’, de la escritora afroamericana ganadora del Nobel Toni Morrison, o ‘El cuento de la criada’, de Margaret Atwood, y obras más recientes como ‘Este libro es gay’, de Juno Dawson o ‘Gender Queer’, de Maia Kobabe. La agencia AP también señaló ‘Las aventuras de Huckleberry Finn’, de Mark Twain, y ‘Buscando Alaska’ de John Green.
«Cada intento de prohibir un libro de uno de estos grupos representa un ataque directo al derecho constitucionalmente protegido de toda persona a elegir libremente qué libros leer y qué ideas explorar», continuó Caldwell-Stone. «La elección de qué leer debe dejarse al lector o, en el caso de los niños, a los padres. Esa elección no pertenece a los autoproclamados policías del libro».
La presidenta de la ALA, Lessa Kanani’opua Pelayo-Lozada, declaró: «Cada día, los bibliotecarios profesionales se sientan con los padres para determinar cuidadosamente qué material de lectura es el más adecuado para las necesidades de sus hijos. Ahora, muchos trabajadores de bibliotecas se enfrentan a amenazas a su empleo, a su seguridad personal y, en algunos casos, a amenazas de enjuiciamiento por proporcionar libros a los jóvenes que ellos y sus padres quieren leer».
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EL CONOCIMIENTO INÚTIL, por Jean-François Revel
(«La Connaissance inutile«, Capítulos 1 y 2)
«Hoy, como antaño, el enemigo del hombre está en su interior. Pero ya no es el mismo: antaño era la ignorancia, hoy es la mentira»
Traducción de Luis González Castro
– I-
LA RESISTENCIA A LA INFORMACIÓN
Pero se diga lo que se diga del periodismo (y más adelante diré mucho más), hemos de guardarnos de incriminar a los periodistas. Si, en efecto, un número muy reducido de ellos sirve realmente al ideal teórico de su profesión, el público apenas los incita a ello; y, por lo tanto, es en el público, en cada uno de nosotros, donde debemos buscar la causa de la supremacía de los periodistas poco competentes o poco escrupulosos. La oferta se explica por la demanda. Pero la demanda, en materia de información y análisis, surge de nuestras convicciones. ¿Cómo se forman estas? Tomamos nuestras decisiones más importantes en medio de un abismo de imprecisiones, prejuicios y pasiones, y posteriormente, husmeamos y sopesamos menos su exactitud que su capacidad de amoldarse o no a un sistema de interpretación, un sentimiento de comodidad moral o una red de alianzas. Según las leyes que gobiernan esa mezcla de palabras, apegos, odios y temores llamada opinión, un hecho no es real o irreal: es deseable o indeseable. Es un aliado o un adversario, un compinche o un maquinador, y no un objeto de conocimiento
La primera de todas las fuerzas que gobiernan el mundo es la mentira. La civilización del siglo xx se ha basado, más que cualquier otra anterior, en la información, la enseñanza, la ciencia, la cultura; en suma, en el conocimiento, así como en el sistema de gobierno que, por vocación, da acceso a todos: la democracia. Sin duda, al igual que la democracia, la libertad de información se halla en la práctica repartida de forma muy desigual en el planeta. Y hay pocos países en los que la una y la otra hayan atravesado el siglo sin verse interrumpidas, o incluso suprimidas durante varias generaciones. Ahora bien, aunque lleno de lagunas y sincopado, el papel desempeñado por la información en los hombres que deciden los asuntos del mundo contemporáneo, y en las reacciones de los demás ante dichos asuntos, es sin duda más importante, más constante y más general que en épocas anteriores. Quienes obran disponen de mejores medios para saber en qué datos apoyar su acción, y quienes experimentan esa acción están mucho mejor informados sobre aquello que hacen quienes obran. Es interesante, por lo tanto, investigar si esta preponderancia del conocimiento, su precisión y su riqueza, su difusión cada vez más amplia y más rápida, ha conllevado, como sería natural esperar, una gestión más juiciosa de la humanidad. La cuestión adquiere incluso mayor relevancia si tenemos en cuenta que el perfeccionamiento acelerado de las técnicas de transmisión y el continuo aumento del número de individuos que se aprovechan de ello harán aún más del siglo xxi la era en que la información constituirá el elemento central de la civilización.
En nuestro siglo hay a la vez más conocimientos y más hombres que disponen de esos conocimientos. En otros términos, el conocimiento ha progresado, y según parece se ha visto seguido en su progreso por la información, la cual consiste en la diseminación de dicho conocimiento entre el público. Para empezar, la enseñanza tiende a prolongarse cada vez más, y a repetirse cada vez con mayor frecuencia en el curso de la vida; además, las herramientas de comunicación de masas se multiplican y nos cubren de mensajes en un grado inconcebible hasta ahora. Ya se trate de difundir la noticia de un descubrimiento científico y de sus perspectivas técnicas, de anunciar un acontecimiento político o de publicar las cifras que permitan evaluar una situación económica, lo cierto es que la máquina universal de informar se vuelve cada vez más igualitaria y generosa, de modo que anula la vieja discriminación entre la élite en el poder, que sabía muy poco, y el común de los gobernados, que no sabía nada. Hoy, ambos saben o pueden saber mucho. Así pues, la superioridad de nuestro siglo con respecto a los previos parece radicar en que los dirigentes o responsables en todos los terrenos disponen de conocimientos más amplios y más exactos a la hora de tomar decisiones, mientras que el público, por su parte, recibe en abundancia la información que le permite juzgar lo acertado de esas decisiones. En buena lógica, tal fastuosa convergencia de factores favorables ha debido engendrar ciertamente una sabiduría y un discernimiento sin equivalente en el pasado y, por lo tanto, una prodigiosa mejora de la condición humana. ¿Es así?
Afirmarlo sería frívolo. Nuestro siglo es uno de los más sangrientos de la historia; se caracteriza por la extensión de las opresiones, las persecuciones, los exterminios. Es el siglo xx el que ha inventado, o al menos sistematizado, el genocidio, el campo de concentración, el aniquilamiento de pueblos enteros mediante la hambruna organizada; el que ha concebido en el terreno de la teoría, y realizado en la práctica, los regímenes de avasallamiento más perfeccionados que hayan abrumado jamás a tantos seres humanos. Esta proeza parece refutar la opinión según la cual nuestra época habría sido la del triunfo de la democracia. Y, sin embargo, lo ha sido, por dos razones. A pesar de tantos esfuerzos desplegados, concluye con un mayor número de democracias, cuyo funcionamiento es mejor que en cualquier otro momento de la historia. Además, la democracia, incluso escarnecida, es asumida por todos como valor teórico de referencia. Las únicas divergencias al respecto se refieren al modo de aplicarla, a la «falsa» y la «verdadera» puesta en marcha del principio democrático. Incluso si se denuncia la mentira de las tiranías que pretenden obrar en nombre de una supuesta democracia «auténtica», o se espera una democracia perfecta pero siempre futura, ha de reconocerse que la especie de los regímenes dictatoriales basados en un rechazo declarado, explícito y doctrinal del principio mismo de la democracia desapareció con el colapso del nazismo y el fascismo en 1945, y luego del franquismo en 1975. Las supervivencias son marginales. Al menos, como hemos visto, las tiranías más recientes se ven obligadas a justificarse en nombre de la misma moral que violan; quedan reducidas a esas acrobacias verbales que, debido a su monotonía y su inverosimilitud, engañan cada vez a menos personas. Al fin y al cabo, el empleo de ese doble lenguaje no elude el problema de la eficacia de la información. Los dirigentes totalitarios, al igual que los democráticos, disponen de la información a título profesional, aunque se empeñen en negársela a sus súbditos —sin conseguirlo del todo—. Los fracasos económicos de los países comunistas, por ejemplo, no se deben a que sus líderes ignoren las causas. Generalmente las conocen bastante bien, y así lo dejan entrever a veces. Pero no quieren o no pueden eliminarlas, por lo menos totalmente, y suelen limitarse a combatir los síntomas por miedo a hacer peligrar un orden político y social que aprecian más que el éxito económico. En este caso, se comprende al menos el motivo de la ineficacia de la información. Puede que, debido a un cálculo completamente racional, se abstengan de emplear lo conocido. Y es que, tanto en la vida de las sociedades como en la de los individuos, hay circunstancias en las que conviene obviar una verdad que se conoce muy bien, porque redundaría contra el propio interés si se sacaran las conclusiones de la misma.
Ahora bien, la impotencia de la información a la hora de iluminar la acción, o incluso simplemente la convicción, sería una desgracia banal si solo fuera consecuencia de la censura, la hipocresía y la mentira. Seguiría siendo comprensible si añadiéramos a estas causas los mecanismos medianamente sinceros de la mala fe, tan bien descritos tiempo ha por tantos moralistas, novelistas, dramaturgos y psicólogos. Pero sí podemos sorprendernos al comprobar la desacostumbrada amplitud alcanzada por esos mecanismos, los cuales disponen de una verdadera industria de la comunicación. El público, mostrando esa severidad con la que suele juzgar a los profesionales de la comunicación y a los dirigentes políticos, tiende a considerar la mala fe casi como una segunda naturaleza en la mayoría de los individuos cuya misión es informar, dirigir, pensar, hablar. ¿Podría ser que la misma abundancia de conocimientos e informaciones despertara el afán de esconderlos más que de emplearlos? ¿Que el acceso a la verdad generara más resentimiento que satisfacción, la sensación de un peligro más que la de un poder? ¿Cómo explicar la escasez de información exacta en las sociedades libres, donde han desaparecido en gran medida los obstáculos materiales para su difusión, y los hombres pueden conocerla fácilmente si sienten curiosidad o simplemente no la rechazan? Es esta interrogante la que nos conduce a las orillas del gran misterio. Las sociedades abiertas —por emplear el adjetivo de Henri Bergson y de Karl Popper— son al mismo tiempo la causa y el efecto de la libertad de informar y de informarse. Sin embargo, quienes recogen la información parecen tener como preocupación dominante el falsificarla, y quienes la reciben, eludirla. En tales sociedades se invoca continuamente un deber de informar y un derecho a la información. Pero del mismo modo que los profesionales se afanan en traicionar ese deber, así también sus clientes se desinteresan de gozar de ese derecho. En la adulación mutua de los interlocutores de la comedia de la información, productores y consumidores fingen respetarse, pero no hacen sino temerse y despreciarse. Solo en las sociedades abiertas es posible observar y medir el auténtico celo de los hombres en decir la verdad y acogerla, ya que el gobierno de dicha verdad no se ve obstaculizado por nadie más que por ellos mismos. Además, y no es esto lo menos intrigante, ¿cómo pueden actuar hasta tal punto contra su propio interés? Y es que la democracia no puede vivir sin cierta dosis de verdad. No puede sobrevivir si dicha verdad queda por debajo de un nivel mínimo. Este régimen, basado en la libre determinación de las decisiones de la mayoría, se condena a sí mismo a muerte si los ciudadanos que toman tales decisiones se pronuncian casi todos en la ignorancia de las realidades, la ceguera de una pasión o la ilusión de una impresión pasajera. En la democracia, la información es libre, sagrada, porque ha asumido la función de contrarrestar todo aquello que oscurece el juicio de los ciudadanos, últimos decisores y jueces del interés general. Pero ¿qué ocurre si es la propia información la que se las ingenia para oscurecer el juicio de los jueces? ¿Acaso no vemos con mucha frecuencia que los medios de comunicación que cultivan la exactitud, la competencia y la honradez constituyen la porción más restringida de la profesión, y su audiencia, el sector más reducido del público? ¿No observamos que los periódicos, emisiones de radio, revistas o debates televisivos, así como las campañas de prensa que agitan las profundidades y generan los más poderosos oleajes, se caracterizan salvo contadas excepciones por un contenido informativo cuya pobreza es paralela a su falsedad? Incluso eso que se llama periodismo de investigación, presentado como paradigma del coraje y la intransigencia, obedece en gran medida a móviles no siempre dictados por el culto desinteresado a la información —aunque esta sea auténtica—. Es frecuente que determinada información se ponga de relieve no por su importancia intrínseca, sino por su capacidad de destruir a un hombre de Estado; al mismo tiempo, se obvia o minimiza otra información mucho más relevante para el interés general, pero desprovista de utilidad personal o sectaria a corto plazo. Desde fuera, el lector apenas es capaz de distinguir entre la intervención noble y la mezquina. Pero se diga lo que se diga del periodismo (y más adelante diré mucho más), hemos de guardarnos de incriminar a los periodistas. Si, en efecto, un número muy reducido de ellos sirve realmente al ideal teórico de su profesión, el público apenas los incita a ello; y, por lo tanto, es en el público, en cada uno de nosotros, donde debemos buscar la causa de la supremacía de los periodistas poco competentes o poco escrupulosos. La oferta se explica por la demanda. Pero la demanda, en materia de información y análisis, surge de nuestras convicciones. ¿Cómo se forman estas? Tomamos nuestras decisiones más importantes en medio de un abismo de imprecisiones, prejuicios y pasiones, y posteriormente, husmeamos y sopesamos menos su exactitud que su capacidad de amoldarse o no a un sistema de interpretación, un sentimiento de comodidad moral o una red de alianzas. Según las leyes que gobiernan esa mezcla de palabras, apegos, odios y temores llamada opinión, un hecho no es real o irreal: es deseable o indeseable. Es un aliado o un adversario, un compinche o un maquinador, y no un objeto de conocimiento. Y a veces, incluso erigimos en doctrina, justificamos por principio, que el posible uso de un hecho tenga preeminencia sobre el conocimiento demostrable.
Nuestras opiniones, aunque sean desinteresadas, proceden de diversas influencias, entre las cuales el conocimiento de la materia figura muy a menudo en último lugar, después de las creencias, el ambiente cultural, el azar, las apariencias, las pasiones, los prejuicios, el deseo de que la realidad se amolde a nuestros prejuicios y la pereza de espíritu. Esto no es nada nuevo, pues ya Platón nos enseñó la diferencia entre opinión y ciencia. Y el desarrollo de esta última desde los tiempos de Platón no cesa de acentuar la distinción entre lo verificable y lo inverificable, entre el pensamiento que se demuestra y el que no. Pero comprobar que hoy vivimos en un mundo más modelado que antaño por las aplicaciones de la ciencia no equivale a afirmar que más seres humanos piensen de modo científico. La inmensa mayoría de nosotros emplea las herramientas creadas por la ciencia —se cuida gracias a ella, tiene o no hijos gracias a ella—, pero lo hace sin participar, en términos intelectuales, en el orden de las disciplinas de pensamiento a las que debemos los descubrimientos que disfrutamos. Por otro lado, incluso la reducida minoría que practica esas disciplinas y accede a ese orden adquiere sus convicciones no científicas de forma irracional. Lo que ocurre es que el trabajo científico, debido a su particular naturaleza, conlleva e impone criterios imposibles de eludir indefinidamente, de la misma manera que un corredor de pista, por muy demente o estúpido que sea fuera del estadio, acepta en el momento de entrar en él la ley racional del cronómetro. De nada le serviría multiplicar, como hacen el político o el artista, los anuncios y los carteles publicitarios, o convocar reuniones públicas para proclamar que es campeón del mundo, que corre los cien metros en ocho segundos, cuando todo el mundo sabe y puede comprobar que nunca se los cronometran en menos de once. Se ve obligado, por la misma ley de la pista, a la racionalidad, pero es muy capaz de emplear la escalera mecánica del metro en sentido inverso. Pues bien, un gran científico puede forjarse sus opiniones políticas y morales de forma arbitraria, y bajo el imperio de consideraciones insensatas, tal como lo hacen los hombres carentes de toda experiencia del razonamiento científico. No existe en su interior una osmosis entre la actividad de su disciplina, que le obliga a no afirmar nada sin pruebas, y sus opiniones sobre los asuntos corrientes, que obedecen a los mismos influjos que las de cualquier otro hombre. Como el hombre corriente, puede inclinarse de forma imprevisible por la sensatez o por la extravagancia, y eludir la evidencia cuando esta contradice sus creencias, sus preferencias o sus simpatías. Así pues, vivir en una época modelada por la ciencia no significa que estemos más capacitados para comportarnos de manera científica fuera de los ámbitos y de las condiciones donde reina inequívocamente la obligación de los procedimientos científicos. El hombre, hoy, cuando tiene ocasión, no es ni más ni menos racional ni honesto que en las épocas definidas como precientíficas. Incluso, volviendo a la paradoja ya mencionada, se puede afirmar que la incoherencia y la falta de honradez intelectual son más alarmantes y graves en nuestros días, precisamente porque tenemos ante nuestros ojos, en la ciencia, el modelo de un pensamiento riguroso. Pero el investigador científico no es, por naturaleza, más honrado que el hombre ignorante. Es alguien que ha aceptado unas reglas que, por así decirlo, le condenan a la honradez. Por temperamento, un ignorante puede ser más honrado que un científico. Así, en disciplinas como la historia y las ciencias sociales, es decir, aquellas que, por su mismo objeto, no presuponen una sujeción demostrativa total, impuesta desde fuera a la subjetividad del investigador, podemos ver fácilmente cómo reina la ligereza, la mala fe, la trituración ideológica de los hechos, las rivalidades de clan, que ocasionalmente se anteponen al puro amor a esa verdad supuestamente reverenciada.
Conviene tener presentes estas nociones elementales, porque no se entenderán en absoluto las angustias de nuestra época, que se supone científica, si no se ve que por «comportamiento científico» no hay que entender exclusivamente el conjunto de diligencias propias de la investigación científica en sentido estricto. Comportarse científicamente, esto es, unir racionalidad y honradez, significa no pronunciarse sobre una cuestión más que después de haber considerado todas las informaciones disponibles, sin eliminar deliberadamente ninguna, sin deformar ni expurgar ninguna, y después de haber sacado como mejor se sepa y de buena fe las conclusiones que parezcan autorizarse. Nueve de cada diez veces, ni la información estará suficientemente completa ni su interpretación será lo bastante indudable como para conducir a una certeza. Pero si el juicio final solo en raras ocasiones tiene un carácter plenamente científico, la actitud que a él nos lleva puede tener siempre ese carácter. La distinción platónica entre opinión y ciencia, o, por traducirlo mejor (en mi opinión), entre juicio conjetural (doxa) y conocimiento exacto (episteme), proviene de la materia sobre la que se opina y no de la actitud de quien opina. Ya se trate de simple opinión o de conocimiento exacto, Platón da por sentadas la lógica y la buena fe. La diferencia radica en que el conocimiento exacto se refiere a objetos que se prestan a una demostración irrefutable, mientras que la opinión se mueve en esferas donde no podemos reunir más que un conjunto de probabilidades. Aun así, la opinión, aunque simplemente plausible y desprovista de certeza absoluta, puede ser alcanzada o no de forma tan rigurosa como sea posible, basándose en un honrado examen de todos los datos accesibles. La conjetura no equivale a lo arbitrario. No requiere ni menos probidad, ni menos exactitud, ni menos erudición que la ciencia. Al contrario, requiere tal vez más, en la medida en que la virtud de la prudencia constituye su principal parapeto. Y es que el interés por la verdad, o por su aproximación menos imperfecta, y la voluntad de emplear de buena fe la información a nuestro alcance derivan de inclinaciones personales totalmente independientes del estado de la ciencia en ese momento. En épocas precientíficas, el porcentaje de seres humanos provistos de esas inclinaciones no debía de ser inferior al de hoy. Habría que saber si la existencia de un modelo de conocimiento exacto determina entre nosotros la aparición de un mayor porcentaje de personas inclinadas a pensar de forma racional. Sin arriesgarme a plantear una hipótesis sobre ello, señalaré de momento que la mayoría de los asuntos sobre los que la humanidad contemporánea forma sus convicciones y toma sus decisiones corresponde al campo conjeturable y no al campo científico del pensamiento. Pero no por ello dejamos de gozar de una superioridad considerable sobre los hombres que vivieron antes que nosotros, pues en ese mismo campo conjeturable podemos explotar una riqueza de informaciones que ellos desconocían. Incluso si prescindimos de la ventaja que constituye la ciencia, son mayores que nunca nuestras posibilidades de hallar a menudo también en otras esferas lo que Platón llamaba la «opinión verdadera», es decir, la conjetura que, sin basarse en una demostración obligatoria, resulta ser exacta. Pero ¿aprovechamos estas posibilidades tanto como podríamos? De la respuesta a esta pregunta depende la supervivencia de nuestra civilización.
– II-
¿EN QUÉ CONSISTE NUESTRA CIVILIZACIÓN?
Muy a menudo, cierto es, el ámbito mágico, y en particular ideológico, prevalece en la práctica sobre la racionalidad. Pero las nefastas consecuencias de esa preferencia aparecen de manera inevitable tarde o temprano. Incluso ocurre que los responsables de ese error, o sus sucesores, terminan por denunciarlo y a veces por corregirlo. Periódicamente se oyen esas palinodias en los países comunistas, y también en muchas naciones del tercer mundo; por ejemplo, después de las estupideces de la moda del «desarrollo autocentrado». El altavoz de la ideología de la identidad cultural o del socialismo da paso, cuando es necesario, a otro proporcionado por la racionalidad económica. Un jefe de Estado que conozco bien pronuncia por la mañana una diatriba contra las compañías multinacionales, y despliega por la tarde todos sus esfuerzos y su encanto para incitar al presidente de una de esas mismas compañías a invertir en su país y crear allí una de sus filiales. Pero no veamos aquí una contradicción, sino a lo sumo un desdoblamiento. A causa de la identidad cultural, ese dirigente debe primero seguir la moda del lirismo tercermundista y, después, como hay que vivir, ponerse a trabajar y reintegrarse al universo lógico a fin de atraer al capital. Así, sean cuales fueren las cegueras ideológicas y las extravagancias de la propaganda, existe por primera vez en nuestros días un fondo común mundial de informaciones y de racionalidad donde todos los gobiernos coinciden, al menos con intermitencias, y donde incluso los más delirantes hacen de vez en cuando una incursión forzada. Todo país vive hoy bajo la influencia de ese fondo mundial de informaciones, ya sea aprovechándose de él, ofreciéndole resistencia o tratando de adulterarlo en su provecho, pero sin conseguir jamás sustraerse a él, ni escapar al contragolpe de lo que en él se vierte a cada instante.
Puede parecer trivial hablar de «nuestra civilización», ya que la humanidad no debe considerarse como una sola y misma civilización, ni en lo que atañe a las instituciones políticas, ni a la riqueza y el nivel técnico, ni a las leyes civiles y penales, ni a las costumbres; no digamos ya a las creencias, mentalidades, religiones, morales, artes. Es más, la tendencia a reivindicar la diversidad, la particularidad y la «identidad» cultural, como se suele decir hoy, ha prevalecido desde mediados del siglo xx sobre la aceptación de criterios universales de civilización, aunque sean vagos. La descolonización ha acentuado más aún la impugnación de eso que, simplificando, se llama «modelo occidental», entendido a la vez como receta de desarrollo económico y como supuesta preponderancia de un racionalismo que se remonta, según se dice, al Siglo de las Luces, y que el mismo Occidente discute. ¿Acaso no se ha llegado a suscribir humildemente esta condena del etnocentrismo, esta relatividad de las culturas, esta proclamación de la equivalencia de todas las morales? Los occidentales son paradójicamente casi los únicos en haberlo hecho, ya que los portavoces de las culturas no occidentales, al menos en sus proclamaciones más afiladas, parecen haber devuelto la primacía a la intolerancia etnocéntrica que había constituido la regla en las comunidades humanas del pasado, condenando como necias, impuras, incluso impías, las formas de vida de los demás, y sobre todo el «modelo occidental». Tal es el caso en particular del islam, en las manifestaciones más virulentas de su renacimiento moderno; pero no solo del islam.
No parece, pues, el momento apropiado para hablar de una civilización común cuando la humanidad se lanza de nuevo deliberadamente hacia la fragmentación, cuando glorifica la incomprensión recíproca y voluntaria de las culturas. ¿Hemos estado alguna vez más alejados de un sistema de valores universalmente compartidos? Sin embargo, la contradicción solo es flagrante en apariencia. Por diversas que sean, todas las civilizaciones viven hoy en una perpetua interacción, y el resultado, a la larga, pesará más sobre cada una de ellas que sus particularidades separadoras. Se admite ya como obvia la existencia de esta interacción en las esferas económica, geopolítica y geoestratégica. En cambio, se tiene menos en cuenta, al margen de toda la cháchara, hasta qué punto la información se ha convertido en el instrumento principal, agente permanente de la omnipresencia del planeta en sí mismo. No la verdadera información, justo ahí radica el problema, sino el continuo torrente de mensajes que empieza a inundar las mentes desde la escuela, pues la enseñanza no es más que una de las ramas de la información. A cada minuto, el hombre contemporáneo tiene una imagen del mundo y de su sociedad en el mundo. Actúa y reacciona según esa imagen. No cesa de transformarla o de confirmarla. Cuanto más falsa es, más peligrosas son sus acciones y sus reacciones, tanto para él como para los demás. Pero ya no puede dejar de tener esa imagen, o no puede tenerla limitada a las únicas realidades que le rodean. Al menos, ese caso es en la actualidad rarísimo y está en vías de extinción.
La reivindicación de la «identidad cultural» sirve, por otra parte, a las minorías dirigentes del tercer mundo para justificar la censura de la información y el ejercicio de la dictadura. Con el pretexto de proteger la pureza cultural de su pueblo, esos dirigentes lo mantienen tanto como les es posible en la ignorancia de lo que ocurre en el mundo y de lo que este piensa de ellos. Filtran, o inventan si es preciso, las informaciones que les permiten disimular sus fracasos y perpetuar sus imposturas. Pero la misma tenacidad que despliegan a la hora de interceptar, falsificar e incluso confeccionar totalmente la información demuestra hasta qué punto son conscientes de que dependen de ella; más aún, si cabe, que de la economía o del ejército. ¡Cuántos jefes de Estado de nuestra época han debido su gloria no a lo que hacían, sino a lo que hacían decir!
La destrucción de la información verdadera y la construcción de la información falsa derivan, pues, de análisis muy racionales y perfectamente conformes al «modelo occidental» supuestamente rechazado. Occidente ha comprendido desde hace tiempo que, en una sociedad que respira gracias a la circulación de la información, regular dicha circulación constituye un elemento determinante del poder. En este punto, al menos, los protectores de la identidad cultural no han tenido ningún reparo en seguir las enseñanzas de la «racionalidad» occidental.
En cuanto a la irracionalidad de Occidente, si fuese preciso citar una de sus manifestaciones, bastaría con mencionar nuestras controversias sobre el racionalismo. Después de tres milenios de adiestramiento en la discusión filosófica, los espíritus educados en la tradición occidental no han perdido el vicio de disertar sobre nociones abstractas sin haberlas definido, lo cual confirma que una civilización puede estar completamente construida sobre métodos de pensamiento que solo son efectivamente practicados por una reducida minoría de sus miembros. En particular, los filósofos de nuestro tiempo, tan preocupados por el espíritu elegante como olvidadizos de las técnicas rudimentarias de la discusión y de la investigación intelectuales que nos enseñaron Platón y Aristóteles, no han ayudado mucho a sus contemporáneos a reflexionar con seriedad. No nos sorprendamos, por lo tanto, de ver tan a menudo cómo los cambios de impresiones sobre conceptos elementales encallan en la más desesperante confusión. Pero, se objetará, ¿por qué hay que reflexionar con seriedad? Acepto la objeción: no hay obligación alguna, salvo en relación con ciertos objetivos determinados. Construir un avión no deriva de ningún imperativo inherente a la condición humana. Podemos prescindir de ello. Pero si decidimos hacerlo, no construiremos un avión capaz de volar si no observamos las normas del pensamiento racional. Lo cual, a fin de cuentas, no implica que la racionalidad gobierne todas las actividades del ingeniero aeronáutico (afortunadamente para él): puede pintar, componer música o escucharla, practicar una religión, sin dejar por ello de diseñar aviones. Esperemos que los mexicanos, cuando se trata de arte, no se conviertan en racionales; pero dudo que se puedan sanear las finanzas de México sin recurrir al cálculo racional. El que un ministro de Economía cingalés amigo mío consulte a un brujo para contrarrestar el hechizo que sufre su suegra puede sorprenderme, pero su «identidad cultural» en ese asunto ni me concierne ni me molesta, aunque me parezca irracional e ineficaz, incluso con respecto al problema de la suegra. Ahora bien, cuando ese mismo ministro participa en una conferencia del Fondo Monetario Internacional (FMI), se inserta sin escapatoria posible en el contexto universal de la racionalidad económica. Entonces, a título profesional, aprueba los axiomas de dicha racionalidad. Rechazarlos supondría salirse del sistema o provocar la parálisis del mismo. En la esfera racional, solo se puede actuar racionalmente, pero es obvio que la realidad y la vida conllevan muchas otras esferas.
Esa distinción, además, no implica que todos los hombres se comporten indefectiblemente de forma racional incluso en los terrenos donde solo la razón puede y debería gobernar. Si así fuese, la humanidad se habría salvado hace ya mucho tiempo. Pero la humanidad no actúa tanto como se dice en razón de sus intereses. Al contrario, en general da pruebas de un desconcertante desinterés, ya que no deja de extraviarse con obstinación en toda clase de empresas aberrantes que, por lo demás, paga muy caras. En cuanto a la racionalidad, repitamos que numerosas actividades del hombre no la atestiguan en absoluto y que, dentro de aquellas que sí lo hacen, persistimos en apartarnos de ella cada vez que esperamos poder hacerlo impunemente.
Es casi bochornoso tener que insistir en estas perogrulladas. La cuestión es que el término racionalismo no ha dejado de cambiar de significado. Por ejemplo, puede designar los grandes sistemas metafísicos del siglo xvii y querer decir, como en Descartes o Leibniz, que el universo es racional porque Dios mismo es Razón. Y puede designar en el siglo siguiente lo contrario, de modo que el «culto a la Razón» adquiere una acepción sobre todo antirreligiosa y atea. La Razón deviene la facultad humana por excelencia, y la «Ilustración» se opone a las «supersticiones», a la barbarie, a las restricciones «liberticidas» que ninguna ley autoriza. Según esta filosofía, la Razón —universal, idéntica en todos los hombres, a condición de no enturbiar su transparencia— es la única competente para explicar la naturaleza, formular la ley moral, definir el sistema político, garantizar al mismo tiempo los derechos del hombre y la autoridad legítima de los gobernantes. Y a partir de principios del siglo xix (cuando, por otra parte, se acuña y se extiende el vocablo) los adeptos del racionalismo son sobre todo los enemigos de los dogmas y los fieles de la ciencia.
Incluso si ha perdido muy recientemente su carácter antirreligioso, la concepción intelectual y moral del racionalismo heredada de la Ilustración permanece presupuesta y subyacente a todo el mundo contemporáneo. Cuando un país siniestrado necesita medicamentos y víveres, apela a la racionalidad occidental y no a su propia identidad cultural. Lo racional sirve de referencia explícita o implícita cada vez que hay una recogida de firmas contra una opresión, una violación de los derechos del hombre, una persecución, un golpe de Estado, una dictadura, el racismo, una guerra, una injusticia social o económica. Por supuesto, la mayoría de las sociedades, de los gobiernos, de los partidos, de las camarillas, sesirven de ese patrón para juzgar y condenar al prójimo mucho más que a ellos mismos. Pero es precisamente este instrumento de medida el que aceptan, incluso si ellos mismos hacen trampa en la forma de emplearlo. Y en otro sentido aun, el término racionalismo, en los siglos xix y xx, se emplea peyorativamente para designar esa actitud cerrada que, a modo de escarnio, es llamada «cientificismo», esa idea fija que consiste en reducir toda la actividad del espíritu a su componente lógico, ignorando la originalidad y la función del mito, de la poesía, la fe, la ideología, la intuición, la pasión, el culto de lo bello e incluso la sed de lo feo y del mal, el deseo de servidumbre y el amor al error. Pero a partir de la crítica de esa visión estrecha se pasa muy fácilmente a la tesis más o menos confesada según la cual no existiría, a fin de cuentas, ninguna diferencia entre las conductas racionales y las otras; o, mejor dicho, no existirían conductas realmente racionales ni conocimientos realmente científicos. Todas las conductas serían irracionales y todos los conocimientos serían maneras de ver de igual valor. Las conductas llamadas racionales no lo serían más que en apariencia, y las maneras de ver se derivarían de una opción siempre pasional e ideológica.
Aunque esta última hipótesis fuese exacta —comencemos por subrayarlo— no privaría de su carácter racional a un cierto grupo de conductas y de conocimientos, ni lo privaría de su eficacia probablemente superior. Incluso si es un sectarismo cientificista el que me impulsa a buscar la explicación de mi gripe en un virus y uno en un maleficio de un vecino malintencionado, no cabe duda de que aumentaré mis posibilidades de curarla atacando al virus y no al vecino. Aunque haya millones de personas, hasta en las ciudadelas del racionalismo occidental, que creen o se figuran creer en la astrología, esos mismos individuos, cuando quieren cubrirse contra un eventual peligro, consultan a su agente de seguros antes que a su astrólogo. El más feroz defensor del ocultismo, antes de emprender un viaje, prefiere confiar la revisión de su coche a un mecánico y no a un mago. Del mismo modo, los guías ntelectuales o políticos de las sociedades donde se exalta la «identidad cultural» antioccidental viven y operan en dos ámbitos a la vez: un ámbito verbal, en el que cantan a la «identidad cultural», y un ámbito operativo, en el que saben muy bien que los tractores y los abonos son mucho más útiles para la agricultura que los discursos.
Muy a menudo, cierto es, el ámbito mágico, y en particular ideológico, prevalece en la práctica sobre la racionalidad. Pero las nefastas consecuencias de esa preferencia aparecen de manera inevitable tarde o temprano. Incluso ocurre que los responsables de ese error, o sus sucesores, terminan por denunciarlo y a veces por corregirlo. Periódicamente se oyen esas palinodias en los países comunistas, y también en muchas naciones del tercer mundo; por ejemplo, después de las estupideces de la moda del «desarrollo autocentrado». El altavoz de la ideología de la identidad cultural o del socialismo da paso, cuando es necesario, a otro proporcionado por la racionalidad económica. Un jefe de Estado que conozco bien pronuncia por la mañana una diatriba contra las compañías multinacionales, y despliega por la tarde todos sus esfuerzos y su encanto para incitar al presidente de una de esas mismas compañías a invertir en su país y crear allí una de sus filiales. Pero no veamos aquí una contradicción, sino a lo sumo un desdoblamiento. A causa de la identidad cultural, ese dirigente debe primero seguir la moda del lirismo tercermundista y, después, como hay que vivir, ponerse a trabajar y reintegrarse al universo lógico a fin de atraer al capital. Así, sean cuales fueren las cegueras ideológicas y las extravagancias de la propaganda, existe por primera vez en nuestros días un fondo común mundial de informaciones y de racionalidad donde todos los gobiernos coinciden, al menos con intermitencias, y donde incluso los más delirantes hacen de vez en cuando una incursión forzada. Todo país vive hoy bajo la influencia de ese fondo mundial de informaciones, ya sea aprovechándose de él, ofreciéndole resistencia o tratando de adulterarlo en su provecho, pero sin conseguir jamás sustraerse a él, ni escapar al contragolpe de lo que en él se vierte a cada instante.
Así pues, sin sacar una conclusión precipitada, se puede hablar de «nuestra civilización», reflejando con esta expresión una relativa unidad, aunque quebrada por miríadas de antagonismos y de diferencias. Pensemos que, no hace mucho, los habitantes de ciertos lugares ignoraban incluso la existencia de otras partes del mundo, y no tenían ninguna noción precisa, si es que tenían alguna, de lo que ocurría en aquellas partes de las que sí habían oído hablar. Comparado con esa parcelación de anteayer en áreas aisladas —y caracterizadas por la completa ausencia, la escasez extrema o la parsimonia irrisoria de la comunicación—, nuestro mundo es un todo; aunque no sea precisamente uniforme, sus componentes actúan cada minuto del día y de la noche los unos sobre los otros, por el canal y por la fuerza de la información. Así pues —y esto se comprende con muy poca frecuencia—, su futuro depende del empleo correcto o incorrecto, honesto o deshonesto, de la información. ¿Cuál es entonces el destino de dicha información en esta civilización que vive de ella y por ella? He aquí la cuestión capital. ¿Para qué sirve y cómo se emplea, para el bien o para el mal, el éxito o el fracaso, para uno mismo o contra uno mismo, para instruir al prójimo o para engañarlo, entenderse o pelearse, alimentar o matar de hambre, someter o liberar, humillar al hombre o respetarlo? Esta cuestión, claro está, no puede ser planteada y tratada siempre del mismo modo: hemos de tener en cuenta si hablamos de los dirigentes o de los pueblos, de las sociedades democráticas o los regímenes totalitarios, de los conocimientos directamente relacionados con los problemas políticos y estratégicos o los otros, de las sociedades autoritarias tradicionales o las dictaduras modernas, de los países que alcanzaron hace tiempo un buen nivel de educación o los que aún se caracterizan por una enseñanza insuficiente, los que disponen de una gran densidad de diarios y medios de información o aquellos en los que son escasos y pobres de contenido, de los países laicos o los países teocráticos, y, entre estos últimos, los intolerantes o los que se abren al pluralismo religioso. La cuestión, en fin, no se plantea de la misma manera según concierna a los intelectuales o a las gentes que no tienen ni tiempo, ni la pretensión ni la responsabilidad de reunir, comprobar, interpretar las informaciones y extraer de ellas las ideas que van a influir en la opinión pública. A pesar de estas diferencias entre las sociedades contemporáneas, y entre los miembros de cada una de ellas, destaca una gran novedad: la dificultad para ver claro y actuar juiciosamente no se debe hoy a la falta de información. Esta existe en abundancia. Es la tirana del mundo moderno; pero es también la sirvienta. Ciertamente, estamos muy lejos de disponer en cada caso de todo lo que necesitaríamos para comprender y actuar. Pero abundan aún más los casos en que juzgamos y decidimos, tomamos riesgos y los hacemos correr a los demás, convencemos al prójimo y le incitamos a decidirse, basándonos en informaciones que sabemos que son falsas, o despreciando informaciones totalmente ciertas, de las cuales disponemos o podríamos disponer si quisiéramos. Hoy, como antaño, el enemigo del hombre está en su interior. Pero ya no es el mismo: antaño era la ignorancia, hoy es la mentira.
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