SI LA LIBERTAD SIGNIFICA ALGO, ES EL DERECHO A DECIRLES A LOS DEMÁS LO QUE NO QUIEREN OÍR
¿Cómo que ‘cállate tú’?
Ahora volvemos (o quieren que volvamos) a algo extraordinariamente parecido a la escuela franquista, la que yo padecí, en la que el maestro o la monja de turno nos dejaba clarísimo quiénes eran los buenos y quiénes los malos
Por Luís Algorri
Vozpopuli, 15 ABRIL 2022
Circulan muchas fotos de esto. La que tengo delante es de una chica joven protegida por un gorro y una mascarilla negra en una manifestación del feminismo. Sobre su camiseta blanca hay una parodia de un cuadro excepcional, American Gothic, de Grant Wood. Los ojos de la chica parecen sonreír. Con la mano izquierda, que lleva alzada (anillos, uñas pintadas de rosa), sujeta un cartel que dice: “Neruda, cállate tú”.
No se le ha ocurrido a ella, descuiden. Es una consigna lanzada por el movimiento feminista o, mejor dicho, por uno de tantísimos movimientos feministas como hay por ahí. Esa frase intemperante y mandona es una pretendida respuesta al verso con que empieza uno de los poemas de amor más hermosos que se han escrito jamás: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, el poema 15 del libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada, publicado hace ahora 98 años.
¿Y por qué las feministas mandan callar a Neruda, vamos a ver? Porque el gobierno de Chile pretendía dar el nombre del poeta, premio Nobel de Literatura en 1971, al aeropuerto de Santiago de Chile. Y alguien recordó en ese momento que Neruda, en sus memorias (Confieso que he vivido, publicado póstumamente en 1974), describía algo que a todas luces parece una violación. Él tenía veintipocos años y era cónsul de Chile en Ceilán. Ella era una criada tamil que se dejó hacer y no dijo una palabra. “Una estatua”, dice Neruda, “hacía bien en despreciarme”.
El hecho de que Neruda, en sus memorias y en su vida, mezcle constantemente la realidad y la ensoñación, o la ficción, o lo que iba inventando, no es ninguna excusa: el poeta describe y se atribuye una violación
No hay ningún testimonio más de aquello. Nadie lo sabría si el poeta no lo hubiese contado. Pero sí, es una violación, caben pocas dudas. El hecho de que Neruda, en sus memorias y en su vida, mezcle constantemente la realidad y la ensoñación, o la ficción, o lo que iba inventando, no es ninguna excusa: el poeta describe y se atribuye una violación. Y eso es inadmisible.
Leí los Veinte poemas a los catorce o quince años, más o menos, y lloré como solo se llora a esa edad, en abundancia y en amargura. La primera persona de la que me enamoré, Marité, no me hacía caso y andaba por la calle del brazo de un esquiador muchísimo más guapo, moreno y musculoso que yo. Mi sufrimiento no tenía límites. Me iba al parque y recitaba de memoria los maravillosos versos de Neruda, dejando que las lágrimas cayesen por mis mejillas para darle más dramatismo a la cosa.
Luego, con los años, leí el Canto general, Residencia en la Tierra, las Odas elementales y otros libros del autor que me enseñaron a pensar, a sentir, a escribir, a mirar la vida. A amar no, porque eso no lo he aprendido nunca, pero todo lo demás sí. Leí también, en su momento, Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, y me di cuenta de que el tipo que había sido capaz de escribir los mejores libros de poemas que yo conocía también había escrito el peor. El peor de todos. Aquello era una reverenda mierda, se lo pillase por donde se lo pillase.
Un libro de memorias, cualquiera, está hecho con dos ingredientes: la autojustificación y el ajuste de cuentas, rara vez hay otra cosa. En el de Neruda había, además, una prosa deslumbrante
Cuando leí, por la época de la muerte de Franco, Confieso que he vivido, ya tenía el criterio suficiente para darme cuenta de que un libro de memorias, cualquiera, está hecho con dos ingredientes: la autojustificación y el ajuste de cuentas, rara vez hay otra cosa. En el de Neruda había, además, una prosa deslumbrante. Como tantísima gente, ni me fijé en el párrafo de la violación. Sencillamente, nunca lo he recordado. Sí otras cosas, muchas más, como el episodio de la tinta en Bangkok, o como la defensa de la república española, o como los días del Nobel. Supongo que ahora debería pedir perdón por no acordarme de la silenciosa muchacha tamil.
Pues no lo voy a hacer. En 2018 apareció en España un artículo, Breve decálogo de ideas para una escuela feminista, cuyas autoras son dos profesoras de la Universidad Complutense, Yera Moreno y Melani Pena. No es un decálogo porque los puntos son 19, unos más atinados que otros. En el séptimo se propone esto: “Eliminar libros escritos por autores machistas y misóginos entre las posibles lecturas obligatorias para el alumnado”. El primero que citan es el de los Veinte poemas de Neruda. A renglón seguido, todas las obras de Arturo Pérez Reverte y Javier Marías. Y después proponen explicar a los alumnos que personajes como Kant, Nietzsche o Rousseau fueron machistas y misóginos.
No sugieren estas ilustres damas que se quemen los libros de Neruda (y de los demás) en la plaza mayor, como “acción contra el espíritu antifeminista”, se les habrá olvidado; para otra vez, que repasen la historia de Alemania en los años 30. Seguro que se les ocurre algo.
Esto es, pura y dura, la Inquisición. Neruda cometió una violación a los 20 años. Eso está muy mal, es horrible. Era además un vanidoso insoportable, un egocéntrico, un bipolar que pasaba en cinco minutos del éxtasis místico a la cólera. Y un maltratador, como bien saben sus sucesivas esposas.
Pero era, a la vez, uno de los mejores poetas de la historia de la literatura, en cualquier idioma. Sus libros forman a la gente, la enseñan, le hacen sentir cosas maravillosas. A mí me pasó. A millones de personas les ha pasado. Y la inmensísima mayoría no hemos salido ni violadores ni maltratadores ni bipolares ni machistas ni gaitas. No tiene nada que ver su vida con su obra, o al menos es perfectamente posible estremecerse con su obra ignorando su vida. Yo no voy a dejar de leer, de regalar y de recomendar los libros de Neruda, porque son obras maestras de la literatura. Así de claro. Rechazo frontal, contundentemente, esa atrocidad del “cállate tú”. Es un disparate. Es la vuelta al Santo Oficio.
Hay miles de casos de gente moralmente despreciable (a los ojos de los códigos morales de hoy, desde luego) que regalaron a la humanidad obras indispensables. Neruda es solamente uno de ellos
Richard Wagner era un hijo de perra y un corrupto en toda la extensión de la palabra, pero ahí están Parsifal y Los maestros cantores: no voy a prescindir de eso. Plácido Domingo seguramente abusó de su posición en los teatros de ópera para llevarse señoras al hotel; él dice que no, ellas dicen que sí. Será lo que sea, pero yo no voy a tirar los discos de Plácido ni a dejar de escuchar su voz prodigiosa. Cervantes acabó su vida como un pringao que vivía de las mujeres de su casa (“las Cervantas” las llamaba la gente, dándose con el codo) y seguramente fue un corrupto que robó dinero de los impuestos, como cualquier comisionista mascarillero del Ayuntamiento de Madrid, pero yo me leo el Quijote cada dos años y no pienso dejar de hacerlo. Quevedo era un chulo, un pendenciero y un antisemita como la copa de un pino, pero yo jamás dejaré de leer a Quevedo. Nietzsche estaba enamorado de su hermana, pero ahí está la obra de Nietzsche. Hay miles de casos de gente moralmente despreciable (a los ojos de los códigos morales de hoy, desde luego) que regalaron a la humanidad obras indispensables. Neruda es solamente uno de ellos.
A todas las grandes ideas que han hecho avanzar a la humanidad (la democracia, el cristianismo, el liberalismo, la ilustración, el socialismo, muchas más) les ha pasado lo mismo: que les han salido vanguardias que podríamos llamar infecciosas, radicales ultras que han pervertido la idea hasta hacerla irreconocible. El feminismo no es una excepción ni mucho menos. En nombre del Evangelio y de la palabra de Dios, el monje Girolamo Savonarola impuso en Florencia un régimen de terror que hizo que Botticelli quemase muchas de sus pinturas, aterrorizado por lo que consideraba sus pecados.
‘Enemigo de la causa’
En nombre de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, que es por lo que muchos y muchas peleamos desde hace décadas; el nombre precisamente de eso, ahora hay gente que pretende decirnos qué podemos leer y qué no, qué doctrina se debe dar en las escuelas y qué ideas son heréticas, de quién se puede hablar a los niños y de quién no, y de quién se les puede hablar bien y a quién hay que poner verde por machista, misógino y heteropatriarcal; conceptos que, en la mayor parte de los casos, ni siquiera existían cuando los acusados murieron.
En vez de fomentar el librepensamiento, como muchos creemos que hay que hacer; en vez de procurar que los alumnos se formen su propio criterio sobre las cosas, las personas y las obras, después de darles toda la información objetiva que puedan reunir, ahora volvemos (o quieren que volvamos) a algo extraordinariamente parecido a la escuela franquista, la que yo padecí, en la que el maestro o la monja de turno nos dejaba clarísimo quiénes eran los buenos y quiénes los malos, a quién había que adorar y a quién había que odiar porque era “enemigo de la causa”.
Que no, hombre, que no. Que no se calle a Neruda, nunca. Que no se dejen de leer sus obras, nunca tampoco. Que se sepa quién fue y lo que hizo, desde luego, pero que se mantengan sus versos a salvo de la Inquisición.
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Quizá la esencia de la perspectiva liberal podría resumirse en un nuevo decálogo, que no pretende sustituir al antiguo sino sólo complementarlo. Los Diez Mandamientos que, como maestro, desearía promulgar, podrían enunciarse de la siguiente manera:
- No te sientas absolutamente seguro de nada.
- No creas que vale la pena proceder ocultando evidencia, porque la evidencia seguramente saldrá a la luz.
- Nunca trates de desalentar el pensamiento porque seguramente tendrás éxito.
- Cuando encuentres oposición, aunque sea de tu marido o de tus hijos, esfuérzate por vencerla con argumentos y no con la autoridad, porque una victoria que depende de la autoridad es irreal e ilusoria.
- No tengas respeto por la autoridad de los demás, porque siempre se encuentran autoridades contrarias.
- No uses el poder para reprimir opiniones que creas perniciosas, porque si lo haces, las opiniones te reprimirán.
- No teman ser excéntricos en sus opiniones, porque todas las opiniones ahora aceptadas alguna vez fueron excéntricas.
- Encuentra más placer en el disenso inteligente que en el acuerdo pasivo, porque, si valoras la inteligencia como debes, la primera implica un acuerdo más profundo que el segundo.
- Sé escrupulosamente veraz, aunque la verdad sea inconveniente, porque es más inconveniente cuando tratas de ocultarla.
- No sientas envidia de la felicidad de aquellos que viven en un paraíso de tontos, porque solo un tonto pensará que es felicidad.
BERTRAND RUSSELL
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Si la libertad significa algo, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír
Por George Orwell
Estoy seguro de que la reacción que provocará mi libro en la mayoría de los intelectuales ingleses será muy simple: “No debió ser publicado”. Naturalmente, estos críticos, muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en el terreno político, sino en el intelectual. Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha sido más que un despilfarro de papel. Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no “toda la verdad” del asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan sólo porque sea malo. Después de todo, cada día se imprimen cientos de páginas de basura y nadie le da importancia.
EN ESTOS MOMENTOS NO SE PIDE AUTÉNTICA LIBERTAD, PUES ÉSTA ES, ANTE TODO, LIBERTAD PARA LOS DEMÁS
La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este libro porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa del progreso. Si se tratara del caso inverso, nada tendrían que decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces más patentes. Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante cinco años demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a la chabacanería y a la mala literatura que se edita, siempre y cuando diga lo que ellos quieren oír.
El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: “Sí”. Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: “No”. En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis.
De todo ello resulta que, cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad. Estoy de acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto grado de censura mientras perduren las sociedades organizadas. Pero “libertad”, como dice Rosa Luxemburg, es “libertad para los demás”. Idéntico principio contienen las palabras de Voltaire: “Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los principios básicos de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener pleno derecho a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos.
Tanto la democracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han garantizado hasta hace poco aquellos principios. Nuestro gobierno hace grandes demostraciones de ello. La gente de la calle -en parte quizá porque no está suficientemente imbuida de estas ideas hasta el punto de hacerse intolerante en su defensa- sigue pensando vagamente aquello de: “Supongo que cada cual tiene derecho a exponer su propia opinión”. Por ello incumbe principalmente a la intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la práctica.
Uno de los fenómenos más peculiares de nuestro tiempo es el que ofrece el liberal renegado. Los marxistas claman a los cuatro vientos que la “libertad burguesa” es una ilusión, mientras una creencia muy extendida actualmente argumenta diciendo que la única manera de defender la libertad es por medio de métodos totalitarios. Si uno ama la democracia, prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que importen los medios utilizados.
¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que “objetivamente” la perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras: defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente. Éste fue el caso de los que pretendieron justificar las purgas rusas. Hasta el más ardiente rusófilo tuvo dificultades para creer que todas las víctimas fueran culpables de los cargos que se les imputaban. Pero el hecho de haber sostenido opiniones heterodoxas representaba un perjuicio para el régimen y, por consiguiente, la masacre fue un hecho tan normal como las falsas acusaciones de que fueron víctimas.
TODOS LOS QUE APOYAN LOS MÉTODOS TOTALITARIOS NO SE DAN CUENTA DE QUE ALGÚN DÍA ESOS MÉTODOS SERÁN USADOS CONTRA ELLOS
Estos mismos argumentos se esgrimieron para justificar las falsedades lanzadas por la prensa de izquierdas acerca de los trotskistas y otros grupos republicanos durante la Guerra Civil española. Y la misma historia se repitió para criticar abiertamente al habeas corpus concedido a Mosley cuando fue puesto en libertad en 1943. Todos los que sostienen esta postura no se dan cuenta de que, al apoyar los métodos totalitarios, llegará un momento en que estos métodos serán usados “contra” ellos y no “por” ellos. Haced una costumbre del encarcelamiento de fascistas sin juicio previo y tal vez este proceso no se limite sólo a los fascistas.
Poco después de que la Daily Worker le fuera levantada la suspensión, hablé en un College del sur de Londres. El auditorio estaba formado por trabajadores y profesionales de la baja clase media, poco más o menos el mismo tipo de público que frecuentaba las reuniones del Left Book Club.
Mi conferencia trataba de la libertad de prensa y, al término de la misma y ante mi asombro, se levantaron varios espectadores para preguntarme “si en mi opinión había sido un error levantar la prohibición que impedía la publicación del Daily Worker“. Hube de preguntarles el porqué y todos dijeron que “era un periódico de dudosa lealtad y por tanto no debía tolerarse su publicación en tiempo de guerra”. El caso es que me encontré defendiendo al periódico que más de una vez se había salido de sus casillas para atacarme. ¿Dónde habían aprendido aquellas gentes puntos de vista tan totalitarios? Con toda seguridad debieron aprenderlos de los mismos comunistas.
La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es.
El caso de Mosley es, a este efecto, muy ilustrativo. En 1940 era totalmente lógico internarlo, tanto si era culpable como si no lo era. Estábamos entonces luchando por nuestra propia existencia y no podíamos tolerar que un posible colaboracionista anduviera suelto. En cambio, mantenerlo encarcelado en 1943, sin que mediara proceso alguno, era un verdadero ultraje.
La aquiescencia general al aceptar este hecho fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la liberación de Mosley fue en gran parte ficticia y, en menor parte, manifestación de otros motivos de descontento. ¡Sin embargo, cuán evidente resulta, en el actual deslizamiento hacia los sistemas fascistas, la huella de los antifascismos de los últimos diez años y la falta de escrúpulos por ellos acuñada!
Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un síntoma del debilitamiento general de la tradición liberal. Si el Ministerio de Información hubiera vetado definitivamente la publicación de este libro, la mayoría de los intelectuales no hubiera visto nada inquietante en todo ello. La lealtad exenta de toda crítica hacia la URSS pasa a convertirse en ortodoxia, y, donde quiera que estén en juego los intereses soviéticos, están no sólo dispuestos a tolerar la censura sino a falsificar deliberadamente la Historia.
LOS LIBERALES LE TIENEN MIEDO A LA LIBERTAD Y LOS INTELECTUALES MANCILLAN LA INTELIGENCIA
Por citar sólo un caso. A la muerte de John Reed, el autor de Diez días que conmovieron al mundo -un relato de primera mano de las jornadas claves de la Revolución rusa-, los derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista británico, a quien el autor, según creo, los había legado. Algunos años más tarde, los comunistas ingleses destruyeron en gran parte la edición original, lanzando después una versión amañada en la que omitieron las menciones a Trotsky así como la introducción escrita por el propio Lenin.
Si hubiera existido una auténtica intelectualidad liberal en Gran Bretaña, este acto de piratería hubiera sido expuesto y denunciado en todos los periódicos del país. La realidad es que las protestas fueron escasas o nulas. A muchos, aquello les pareció la cosa más natural. Esta tolerancia que llega a lo indecoroso es más significativa aún que la corriente de admiración hacia Rusia que se ha impuesto en estos días. Pero probablemente esta moda no durará.
Preveo que, cuando este libro se publique, mi visión del régimen soviético será la más comúnmente aceptada. ¿Qué puede esto significar? Cambiar una ortodoxia por otra no supone necesariamente un progreso, porque el verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad “gramofónica” repetitiva, tanto si se está como si no de acuerdo con el disco que suena en aquel momento.
Conozco todos los argumentos que se esgrimen contra la libertad de expresión y de pensamiento, argumentos que sostienen que no “debe” o que no “puede” existir. Yo, sencillamente, respondo a todos ellos diciéndoles que no me convencen y que nuestra civilización está basada en la coexistencia de criterios opuestos desde hace 400 años. Durante una década he creído que el régimen existente en Rusia era una cosa perversa y he reivindicado mi derecho a decirlo, a pesar de que seamos aliados de los rusos en una guerra que deseo ver ganada. Si yo tuviera que escoger un texto para justificarme a mí mismo escogería una frase de Milton que dice así: “Por las conocidas normas de la vieja libertad”.
La palabra vieja subraya el hecho de que la libertad intelectual es una tradición profundamente arraigada sin la cual nuestra cultura occidental dudosamente podría existir. Muchos intelectuales han dado la espalda a esta tradición, aceptando el principio de que una obra deberá ser publicada o prohibida, loada o condenada, no por sus méritos sino según su oportunidad ideológica o política. Y otros, que no comparten este punto de vista, lo aceptan, sin embargo, por cobardía.
Un buen ejemplo de esto lo constituye el fracaso de muchos pacifistas incapaces de elevar sus voces contra el militarismo ruso. De acuerdo con estos pacifistas, toda violencia debe ser condenada, y ellos mismos no han vacilado en pedir una paz negociada en los más duros momentos de la guerra. Pero, ¿cuándo han declarado que la guerra también es censurable aunque la haga el Ejército Rojo? Aparentemente, los rusos tienen todo su derecho a defenderse, mientras nosotros, si lo hacemos, caemos en pecado mortal Esta contradicción sólo puede explicarse por la cobardía de una gran parte de los intelectuales ingleses cuyo patriotismo, al parecer, está más orientado hacia la URSS que hacia la Gran Bretaña.
Conozco muy bien las razones por la que los intelectuales de nuestro país demuestran su pusilanimidad y su deshonestidad; conozco por experiencia los argumentos con los que pretenden justificarse a sí mismos. Pero, por eso mismo, sería mejor que cesaran en sus desatinos intentando defender la libertad contra el fascismo. Si la libertad significa algo, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír. La gente sigue vagamente adscrita a esta doctrina y actúa según ella le dicta.
En la actualidad, en nuestro país -y no ha sido así en otros, como en la republicana Francia o en los Estados Unidos de hoy- los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia: es para llamar la atención sobre estos hechos por lo que he escrito este prólogo.
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GEORGE ORWELL, La libertad de prensa. Rebelión en la granja, Ediciones Destino, 2007. Traducción de Rafael Abella. Filosofía Digital, 2008.
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PORTADA: George Orwell, 1945. Foto: Vernon Richards / UCL Orwell Archive.
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RELACIONADOS:
LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO Y DE EXPRESIÓN, por Baruch de Spinoza
«REBELIÓN EN LA GRANJA» (Película completa) y «Los dos minutos de odio» (Orwell)
La clave de la Libertad es la Responsabilidad, que surge de la misma Libertad.
Las «minorías» podemizadas, han hecho uso de su Libertad, han pedido nuestra solidaridad y se la hemos dado con creces. ¿Nadie recuerda ya aquel 80% de españoles que apoyaban el 15M (antes de desvelarse su realidad, un movimiento aparentemente espontáneo (nada más falso que tal apariencia, fruto de la Corrupción Informativa, que nos endosó unos lideres psicopáticos, que habrían seguido siendo desconocidos, de ni haber sido por la Corrupción general instaurada por el canalla Rubalcaba, que estará en el cielo de los Masones sádicos y corruptos) que en realidad estaba controlado milimétricamente?
Pues bien, gracias a la solidaridad de la mayoría de nosotros, alcanzaron cuotas grandes de poder.
Y lo usaron contra nosotros. Implacablemente.
Olvidaron, en su soberbia, la realidad. Son minorías. No son, ni mucho menos, mayorías.
La mayoría sigue siendo la misma: La nuestra, la de las personas aburridas, las de los pagadores de los impuestos disfrutados gratis por las minorías soberbias que, en su inmensa ignorancia, nos agreden usando nuestros recursos; que nos son extraídos ya no solo mediante tributos, y la consiguiente coacción estatal, sino especialmente, mediante las mordidas que agotan nuestro bienestar.
Y las mayorías no han variado sustancialmente. Lo que está cambiando es la percepción acerca de esas minorías extractivas tóxicas, que tendrá necesariamente su reflejo electoral.
Porque el lobo que siempre viene pero no aparece nunca, Pedrito, esta vez llegará a la casa de la abuelita.
Porque ya no asusta.
Lo que asusta es lo que esa minorías artificiales han creado en nuestras vidas: la destrucción.
Y esa cuenta, por desgracia, la pagarán los excluidos, los verdaderos integrantes de esas minorías, que han sido utilizados durante más de una década para destruir lo común, serán quienes pagarán los platos rotos.
Las corruptas élites podemitas, factotums de la desgracia social que nos asola, estarán blindadas en sus chalecitos con piscina y sus servicios de seguridad. Ricos y corruptos.
Es la hora de rendir cuentas.
Nos han expropiado la Justicia. SÓLO NOS QUEDA LA VENGANZA
Es complicado de entender; pero no de explicar.
Este Post se abre con un buen artículo de Luis Algorri, publicado en Vozpopuli.
El artículo declara querer «fomentar el librepensamiento, como muchos creemos que hay que hacer».
Sin embargo, conviene referirse a las Normas reguladoras de los comentarios en Vozpopuli, en el primer apartado de sus «Reservas Legales» declara:
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