La Superstición de la Vida y la Superstición de la Ciencia
LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA
("Oriente y Occidente", Parte 2: "Ilusiones Occidentales")
Por René Guénon
CAPÍTULO III
LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA
Los occidentales reprochan frecuentemente a las civilizaciones orientales, entre otras cosas, su carácter de fijeza y de estabilidad, que les parece como la negación del progreso, y que lo es en efecto, se lo reconocemos de buena gana; pero, para ver en eso un defecto, es menester creer en el progreso. Para nosotros, este carácter indica que esas civilizaciones participan de la inmutabilidad de los principios sobre los que se apoyan, y ese es uno de los aspectos esenciales de la idea de tradición; es porque la civilización moderna carece de principio por lo que es eminentemente cambiante.
Por lo demás, sería menester no creer que la estabilidad de que hablamos llega hasta excluir toda modificación, lo que sería exagerado; pero reduce la modificación a no ser nunca más que una adaptación a las circunstancias, por la que los principios no son afectados de ninguna manera, y que puede al contrario deducirse de ellos estrictamente, por poco que se los considere no en sí mismos, sino en vista de una aplicación determinada; y por eso es por lo que existen, además de la metafísica que no obstante se basta a sí misma en tanto que conocimiento de los principios, todas las «ciencias tradicionales» que abarcan el orden de las existencias contingentes, comprendidas las instituciones sociales. Sería menester no confundir inmutabilidad con inmovilidad; los errores de este género son frecuentes en los occidentales, porque son generalmente incapaces de separar la concepción de la imaginación, y porque su espíritu no puede desprenderse de las representaciones sensibles; eso se ve muy claramente en filósofos tales como Kant, que, no obstante, no pueden ser colocados entre los «sensualistas». Lo inmutable, no es lo que es contrario al cambio, sino lo que le es superior, de igual modo que lo «suprarracional» no es lo «irracional »; es menester desconfiar de la tendencia a colocar las cosas en oposiciones y en antítesis artificiales, por una interpretación a la vez «simplista» y sistemática, que procede sobre todo de la incapacidad de ir más lejos y de resolver los contrastes aparentes en la unidad armónica de una verdadera síntesis. Por eso no es menos cierto que hay realmente, bajo el aspecto que consideramos aquí como bajo muchos otros, una cierta oposición entre Oriente y Occidente, al menos en el estado actual de las cosas: hay divergencia, pero, no hay que olvidarlo, es unilateral y no simétrica, es como la de una rama que se separa del tronco; es sólo la civilización occidental la que, al marchar en el sentido que ha seguido en el curso de los últimos siglos, se ha alejado de las civilizaciones orientales hasta el punto de que, entre aquella y éstas, ya no parece haber por así decir ningún elemento en común, ningún término de comparación, ningún terreno de entendimiento y de conciliación.
El occidental, más especialmente el occidental moderno (es siempre de éste del que vamos a hablar), aparece como esencialmente cambiante e inconstante, como entregado al movimiento sin detención y a la agitación incesante, y no aspirando, por lo demás, a salir de ahí; su estado es, en suma, el de un ser que no puede llegar a encontrar su equilibrio, pero que, al no poder hacerlo, se niega el admitir que la cosa sea posible en sí misma, o, simplemente deseable, y llega hasta envanecerse de su impotencia. Este cambio en el cual está encerrado y en el que se complace, al que no exige que le lleve a una meta cualquiera, porque ha llegado a amarle por sí mismo, es, en el fondo, lo que llama «progreso», como si bastase marchar en no importa cuál dirección para avanzar seguramente; pero avanzar hacia qué, no piensa siquiera preguntárselo; y a la dispersión en la multiplicidad, que es la inevitable consecuencia de este cambio sin principio y sin meta, y que es incluso su única consecuencia cuya realidad no pueda ser contestada, la llama «enriquecimiento»: una palabra que, por el grosero materialismo de la imagen que evoca, es completamente típica y representativa de la mentalidad moderna.
El occidental, más especialmente el occidental moderno (es siempre de éste del que vamos a hablar), aparece como esencialmente cambiante e inconstante, como entregado al movimiento sin detención y a la agitación incesante, y no aspirando, por lo demás, a salir de ahí; su estado es, en suma, el de un ser que no puede llegar a encontrar su equilibrio, pero que, al no poder hacerlo, se niega el admitir que la cosa sea posible en sí misma, o, simplemente deseable, y llega hasta envanecerse de su impotencia. Este cambio en el cual está encerrado y en el que se complace, al que no exige que le lleve a una meta cualquiera, porque ha llegado a amarle por sí mismo, es, en el fondo, lo que llama «progreso», como si bastase marchar en no importa cuál dirección para avanzar seguramente; pero avanzar hacia qué, no piensa siquiera preguntárselo; y a la dispersión en la multiplicidad, que es la inevitable consecuencia de este cambio sin principio y sin meta, y que es incluso su única consecuencia cuya realidad no pueda ser contestada, la llama «enriquecimiento»: una palabra que, por el grosero materialismo de la imagen que evoca, es completamente típica y representativa de la mentalidad moderna. La necesidad de actividad exterior llevada a un grado tal, el gusto del esfuerzo por el esfuerzo, independientemente de los resultados que se puedan obtener de él, eso no es natural al hombre, al menos al hombre normal, según la idea que se tiene de él por todas partes y siempre; pero eso ha devenido de alguna manera natural al occidental, quizás por un efecto del hábito que Aristóteles dice que es como una segunda naturaleza, pero sobre todo por la atrofia de las facultades superiores del ser, necesariamente correlativa del desarrollo intensivo de los elementos inferiores; aquél que no tiene ningún medio de sustraerse a la agitación sólo puede satisfacerse en ella, de la misma manera que aquél cuya inteligencia está limitada a la actividad racional encuentra ésta admirable y sublime; para estar plenamente cómodo en una esfera cerrada, cualquiera que sea, es menester no concebir que pueda haber algo más allá. Las aspiraciones del occidental, único caso entre todos los hombres (no hablamos de los salvajes, sobre los que, por lo demás, es muy difícil saber exactamente a qué atenerse), están ordinariamente limitadas al mundo sensible estrictamente y a sus dependencias, entre las cuales comprendemos todo el orden sentimental y una buena parte del orden racional; ciertamente, hay loables excepciones, pero no podemos considerar aquí más que la mentalidad general y común, es decir, la que es verdaderamente característica del lugar y de la época.
Es menester observar también, en el orden intelectual mismo, o más bien en lo que subsiste de él, un fenómeno extraño que no es más que un caso particular del estado de espíritu que acabamos de describir: es la pasión de la investigación tomada como un fin en sí misma, sin ninguna preocupación de verla llegar a una solución cualquiera; mientras que los demás hombres investigan para encontrar y para saber, el occidental de nuestros días investiga por investigar; la palabra evangélica, Quæriti et invenietis, es para él letra muerta, en toda la fuerza de esa expresión, puesto que llama precisamente «muerte» a todo lo que constituye un resultado definitivo, como llama «vida» a lo que no es más que agitación estéril. El gusto enfermizo por la investigación, verdadera «inquietud mental» sin término y sin salida, se manifiesta muy particularmente en la filosofía moderna, cuya mayor parte no representa más que una serie de problemas enteramente artificiales, que no existen sino porque están mal planteados, y que no nacen y subsisten sino por equívocos cuidadosamente mantenidos; problemas insolubles ciertamente, dada la manera en que se los formula, que no se quieren resolver, y cuya razón de ser consiste enteramente en alimentar indefinidamente controversias y discusiones que no conducen a nada, y que no deben conducir a nada. Sustituir así el conocimiento por la investigación (y ya hemos señalado, a este respecto, el abuso tan notable de las «teorías del conocimiento»), es simplemente renunciar al objeto propio de la inteligencia, y se comprende bien que, en estas condiciones, algunos hayan llegado finalmente a suprimir la noción misma de la verdad, ya que la verdad no puede ser concebida más que como el término que se debe alcanzar, y esos no quieren ningún término para su investigación; así pues, eso no podría ser algo intelectual, ni siquiera tomando la inteligencia en su acepción más extensa, no en la más elevada y la más pura; y, si hemos podido hablar de «pasión de la investigación», es porque, en efecto, se trata de una invasión de la sentimentalidad en dominios en los que debería permanecer extraña. No protestamos, entiéndase bien, contra la existencia misma de la sentimentalidad, que es un hecho natural, sino solo contra su extensión anormal e ilegítima; es menester saber poner cada cosa en su lugar y dejarla en él, pero, para eso, es menester una comprehensión del orden universal que escapa al mundo occidental, donde el desorden es ley; denunciar el sentimentalismo, no es negar la sentimentalidad, como denunciar el racionalismo no equivale a negar la razón; el sentimentalismo y el racionalismo no representan más que abusos, cuando, como ocurre en el Occidente moderno, aparecen como los dos términos de una alternativa de la que es incapaz de salir.
Ya hemos dicho que el sentimiento está extremadamente cerca del mundo material; no es por nada que el lenguaje une estrechamente lo sensible y lo sentimental, y, aunque es menester no llegar a confundirlos, no son más que dos modalidades de un solo y mismo orden de cosas. El espíritu moderno está vuelto casi únicamente hacia lo exterior, hacia el dominio sensible; el sentimiento le parece interior, y, bajo este aspecto, frecuentemente quiere oponerle a la sensación; pero eso es muy relativo, y la verdad es que la «introspección» del psicólogo no aprehende, ella misma, otra cosa que fenómenos, es decir, modificaciones exteriores y superficiales del ser; no es verdaderamente interior y profunda más que la parte superior de la inteligencia.
Ya hemos dicho que el sentimiento está extremadamente cerca del mundo material; no es por nada que el lenguaje une estrechamente lo sensible y lo sentimental, y, aunque es menester no llegar a confundirlos, no son más que dos modalidades de un solo y mismo orden de cosas. El espíritu moderno está vuelto casi únicamente hacia lo exterior, hacia el dominio sensible; el sentimiento le parece interior, y, bajo este aspecto, frecuentemente quiere oponerle a la sensación; pero eso es muy relativo, y la verdad es que la «introspección» del psicólogo no aprehende, ella misma, otra cosa que fenómenos, es decir, modificaciones exteriores y superficiales del ser; no es verdaderamente interior y profunda más que la parte superior de la inteligencia. Esto parecerá sorprendente a aquellos que, como los intuicionistas contemporáneos, no conocen de la inteligencia más que la parte inferior, representada por las facultades sensibles y por la razón, que, en tanto que se aplica a los objetos sensibles, la creen más exterior que el sentimiento; pero, al respecto del intelectualismo transcendente de los orientales, el racionalismo y el intuicionismo se encuentran sobre un mismo plano y se detienen igualmente en lo exterior del ser, a pesar de las ilusiones por las que una u otra de estas concepciones creen aprehender algo de su naturaleza íntima.
En el fondo, en todo eso no se trata nunca de ir más allá de las cosas sensibles; la diferencia no recae más que sobre los procedimientos a poner en obra para alcanzar esas cosas, sobre la manera en que conviene considerarlas, sobre cuál de sus diversos aspectos importa poner en evidencia: podríamos decir que unos prefieren insistir sobre el lado «materia», y otros sobre el lado «vida». En efecto, éstas son las limitaciones de las que el pensamiento occidental no puede liberarse: los griegos eran incapaces de liberarse de la forma; los modernos parecen incapaces sobre todo de desprenderse de la materia, y, cuando intentan hacerlo, no pueden en todo caso salir del dominio de la vida. Todo eso, la vida tanto como la materia y más aún la forma, no son más que condiciones de existencia especial del mundo sensible; así pues, todo eso está sobre un mismo plano, como lo decíamos hace un momento. El Occidente moderno, salvo casos excepcionales, toma el mundo sensible como único objeto de conocimiento; que se dedique preferentemente a una o a otra de las condiciones de este mundo, que le estudie bajo tal o cual punto de vista, recorriéndole en cualquier sentido, el dominio donde se ejerce su actividad mental por eso no deja de ser siempre el mismo; si este dominio parece extenderse más o menos, eso no va nunca muy lejos, cuando no es puramente ilusorio. Por lo demás, junto al mundo sensible, hay diversos prolongamientos que pertenecen todavía al mismo grado de la existencia universal; según se considere tal o cual condición, entre las que definen este mundo, se podrá alcanzar a veces uno u otro de esos prolongamientos, pero por ello no se estará menos encerrado en un dominio especial y determinado. Cuando Bergson dice que la inteligencia tiene a la materia como su objeto natural, comete el error de llamar inteligencia a aquello de lo que quiere hablar, y lo hace porque lo que es verdaderamente intelectual le es desconocido; pero tiene razón en el fondo si apunta solamente, bajo esta denominación errónea, a la parte más inferior de la inteligencia, o más precisamente al uso que se hace de ella comúnmente en el Occidente actual. En cuanto a él, es a la vida a la que se apega esencialmente: se sabe bien el papel que juega el «impulso vital» en sus teorías, y el sentido que da a lo que llama la percepción de la «duración pura»; pero la vida, cualquiera que sea el «valor» que se le atribuya, por eso no está menos indisolublemente ligada a la materia, y es siempre el mismo mundo, el que se considera aquí según una concepción «organicista» o «vitalista », y en otras partes según una concepción «mecanicista». Solamente, cuando se da la preponderancia al elemento vital sobre el elemento material en la constitución de este mundo, es natural que el sentimiento tome la delantera sobre la supuesta inteligencia; los intuicionistas con su «torsión de espíritu», los pragmatistas con su «experiencia interior», hacen llamada simplemente a las potencias obscuras del instinto y del sentimiento, que toman por el fondo mismo del ser, y, cuando van hasta el final de su pensamiento o más bien de su tendencia, llegan, como Willian James, a proclamar finalmente la supremacía del «subconsciente», por la más increíble subversión del orden natural que la historia de las ideas haya tenido que registrar nunca.
La vida, considerada en sí misma, es siempre cambio, modificación incesante; así pues, es comprehensible que ejerza una tal fascinación sobre el espíritu de la civilización moderna, en la que el cambio es también el carácter más sobresaliente, el que aparece a primera vista, incluso si uno se queda en un examen completamente superficial.
Cuando uno se encuentra así encerrado en la vida y en las concepciones que se refieren a ella directamente, no se puede conocer nada de lo que escapa al cambio, nada del orden transcendente e inmutable que es el de los principios universales; así pues, ya no podría haber ningún conocimiento metafísico posible, y somos llevados siempre a esta constatación, como consecuencia ineluctable de cada una de las características del Occidente actual. Decimos aquí cambio más bien que movimiento, porque el primero de estos dos términos es más extenso que el segundo: el movimiento no es más que la modalidad física o, mejor, mecánica del cambio, y hay concepciones que consideran otras modalidades irreductibles a ésta, a las que reservan incluso el carácter más propiamente «vital», a exclusión del movimiento entendido en el sentido ordinario, es decir, como un simple cambio de situación. Aquí también, sería menester no exagerar algunas oposiciones, que no son tales más que desde un punto de vista más o menos limitado: así, una teoría mecanicista es, por definición, una teoría que pretende explicarlo todo por la materia y el movimiento; pero, dando a la idea de vida toda la extensión de la que es susceptible, se podría hacer entrar en ella el movimiento mismo, y uno se daría cuenta entonces de que las teorías supuestamente opuestas o antagonistas son, en el fondo, mucho más equivalentes de lo que quieren admitir sus partidarios respectivos (1); por una parte y por otra, no hay apenas más que un poco más o menos de estrechez de miras. Sea como sea, una concepción que se presenta como una «filosofía de la vida» es necesariamente, por eso mismo, una «filosofía del devenir»; queremos decir que está encerrada en el devenir y no puede salir de él (puesto que devenir y cambio son sinónimos), lo que la lleva a colocar toda realidad en ese devenir, a negar que haya algo fuera o más allá de él, puesto que el espíritu sistemático está hecho de tal manera que se imagina que incluye en sus fórmulas la totalidad del Universo; eso es también una negación formal de la metafísica. Tal es, concretamente, el evolucionismo bajo todas sus formas, desde las concepciones más mecanicistas, comprendido el grosero «transformismo», hasta teorías del género de las de Bergson; nada que no sea el devenir podría encontrar sitio ahí, y, todavía, a decir verdad, no se considera de él más que una porción más o menos restringida. La evolución, no es en suma más que el cambio, una ilusión más que se refiere al sentido y a la cualidad de ese cambio; evolución y progreso son una sola y misma cosa, complicaciones al margen, pero hoy día se prefiere frecuentemente la primera de estas dos palabras porque se la encuentra de un matiz más «científico»; el evolucionismo es como un producto de estas dos grandes supersticiones modernas, la de la ciencia y la de la vida, y lo que constituye su éxito, es precisamente que el racionalismo y el sentimentalismo encuentran en él, uno y otro, su satisfacción; las proporciones variables en las que se combinan estas dos tendencias cuentan mucho en la diversidad de las formas que reviste esta teoría. Los evolucionistas ponen el cambio por todas partes, y hasta en Dios mismo cuando le admiten: es así que Bergson se representa a Dios como «un centro de donde brotarían los mundos, y que no es una cosa, sino una continuidad de brote»; y agrega expresamente: «Dios, definido así, no ha hecho nada; es vida incesante, acción, libertad» (2). Así pues, son efectivamente estas ideas de vida y de acción las que constituyen, en nuestros contemporáneos, una verdadera obsesión, ideas que se transfieren aquí a un dominio que querría ser especulativo; de hecho, es la supresión de la especulación en provecho de la acción la que invade y absorbe todo. Esta concepción de un Dios en devenir, que no es más que inmanente y no transcendente, y también (lo que equivale a lo mismo) la de una verdad que se hace, que no es más que una suerte de límite ideal, sin nada actualmente realizado, no son excepciones en el pensamiento moderno; los pragmatistas, que han adoptado la idea de un Dios limitado por motivos sobre todo «moralistas», no son sus primeros inventores, pues aquello que se dice que evoluciona debe ser concebido forzosamente como limitado. El pragmatismo, por su denominación misma, se presenta ante todo como «filosofía de la acción»; su postulado más o menos confesado es que el hombre no tiene otras necesidades que las de orden práctico, necesidades a la vez materiales y sentimentales; por consiguiente, es la abolición de la intelectualidad; pero, si es así, ¿por qué querer entonces hacer teorías? Eso se comprende bastante mal; y, como el escepticismo, del que no difiere más que en el aspecto de la acción, el pragmatismo, si quisiera ser consecuente consigo mismo, debería limitarse a una simple actitud mental, que no puede siquiera intentar justificar lógicamente sin darse un desmentido; pero sin duda es muy difícil mantenerse estrictamente en una tal reserva. El hombre, por caído que esté intelectualmente, no puede impedirse al menos razonar, aunque no sea más que para negar la razón; por lo demás, los pragmatistas no la niegan como los escépticos, pero quieren reducirla a un uso puramente práctico; al venir después de aquellos que han querido reducir toda la inteligencia a la razón, pero sin negar a ésta un uso teórico, es un grado más en el descenso. Hay incluso un punto sobre el que la negación de los pragmatistas va más lejos que la de los puros escépticos; éstos últimos no niegan que la verdad exista fuera de nosotros, sino sólo que podamos alcanzarla; los pragmatistas, a imitación de algunos sofistas griegos (que al menos no se tomaban probablemente en serio), llegan hasta suprimir la verdad misma. Vida y acción son estrechamente solidarias; el dominio de una es también el de la otra, y es en ese dominio limitado donde se encuentra, hoy día más que nunca, toda la civilización occidental. Hemos dicho en otra parte cómo consideran los orientales la limitación de la acción y de sus consecuencias, cómo oponen bajo este aspecto el conocimiento a la acción: la teoría extremo oriental del «no actuar», la teoría hindú de la «liberación», son cosas inaccesibles a la mentalidad occidental ordinaria, para la que es inconcebible que se pueda pensar en liberarse de la acción, y todavía mucho más que se pueda llegar a ello efectivamente. Incluso la acción no se considera comúnmente más que bajo sus formas más exteriores, las que corresponden propiamente al movimiento físico: de ahí esa creciente necesidad de velocidad, esa trepidación febril, que son tan particulares a la vida contemporánea; actuar por el placer de actuar, eso no puede llamarse más que agitación, ya que en la acción misma hay algunos grados que observar y algunas distinciones que hacer. Nada sería más fácil que demostrar cuán incompatible es eso con todo lo que es reflexión y concentración, y, por consiguiente, con los medios esenciales de todo verdadero conocimiento; es verdaderamente el triunfo de la dispersión, en la exteriorización más completa que se pueda concebir; es la ruina definitiva del resto de intelectualidad que podía subsistir todavía, si nada viene a reaccionar a tiempo contra estas funestas tendencias. Afortunadamente, el exceso de mal puede llevar a una reacción, y los peligros, incluso físicos, que son inherentes a un desarrollo tan anormal pueden acabar por inspirar un miedo saludable; por lo demás, por el hecho mismo de que el dominio de la acción no conlleva más que posibilidades muy restringidas, cualesquiera que sean las apariencias, no es posible que este desarrollo se prosiga indefinidamente, y, por la fuerza de las cosas, antes o después, se impondrá un cambio de dirección. Pero, por el momento, no vamos a considerar las posibilidades de un porvenir quizás lejano; lo que consideramos, es el estado actual de Occidente, y todo lo que vemos, confirma enteramente que el progreso material y la decadencia intelectual se apoyan y se acompañan; no queremos decidir cuál de los dos es la causa o el efecto del otro, tanto más cuanto que, en suma, se trata de un conjunto complejo donde las relaciones de los diversos elementos son a veces recíprocas y alternativas. Sin buscar remontarnos a los orígenes del mundo moderno y a la manera en que su mentalidad propia ha podido constituirse, lo que sería necesario para resolver enteramente la cuestión, podemos decir esto: ha sido menester que hubiera ya una depreciación y una disminución de la intelectualidad para que el progreso material haya llegado a tomar una importancia suficientemente grande como para traspasar algunos límites; pero, una vez comenzado este movimiento, al absorber la preocupación del progreso material poco a poco todas las facultades del hombre, la intelectualidad ha ido debilitándose también gradualmente, hasta el punto donde la vemos hoy, y quizás más aún, aunque eso parezca ciertamente difícil. Por el contrario, la expansión de la sentimentalidad no es de ningún modo incompatible con el progreso material, porque, en el fondo, son cosas casi del mismo orden; se nos excusará que volvamos a ello tan frecuentemente, ya que eso es indispensable para comprender lo que pasa alrededor de nosotros. Esta expansión de la sentimentalidad, al producirse correlativamente a la regresión de la intelectualidad, será tanto más excesiva y más desordenada cuanto que no encontrará nada que pueda contenerla o dirigirla eficazmente, ya que este papel no podría ser desempeñado por el «cientificismo», que, ya lo hemos visto, está lejos de ser él mismo indemne al contagio sentimental, y que ya no tiene más que una falsa apariencia de intelectualidad.
«...Son efectivamente estas ideas de vida y de acción las que constituyen, en nuestros contemporáneos, una verdadera obsesión, ideas que se transfieren aquí a un dominio que querría ser especulativo; de hecho, es la supresión de la especulación en provecho de la acción la que invade y absorbe todo. Esta concepción de un Dios en devenir, que no es más que inmanente y no transcendente, y también (lo que equivale a lo mismo) la de una verdad que se hace, que no es más que una suerte de límite ideal, sin nada actualmente realizado, no son excepciones en el pensamiento moderno; los pragmatistas, que han adoptado la idea de un Dios limitado por motivos sobre todo «moralistas», no son sus primeros inventores, pues aquello que se dice que evoluciona debe ser concebido forzosamente como limitado...»
Uno de los síntomas más destacables de la preponderancia adquirida por el sentimentalismo, es lo que llamamos el «moralismo», es decir, la tendencia claramente marcada a referirlo todo a preocupaciones de orden moral, o al menos a subordinarles todo lo demás, y particularmente lo que se considera como propio del dominio de la inteligencia. La moral, por sí misma, es algo esencialmente sentimental; representa un punto de vista tan relativo y contingente como es posible, y que, por lo demás, ha sido siempre propio de Occidente; pero el «moralismo» propiamente dicho es una exageración de este punto de vista, que no se ha producido sino en una fecha bastante reciente. La moral, cualquiera que sea la base que se le dé, y cualquiera que sea también la importancia que se le atribuya, no es y no puede ser más que una regla de acción; para hombres que no se interesan más que en la acción, es evidente que debe jugar un papel capital, y se apegan a ella tanto más cuanto que las consideraciones de ese orden pueden dar la ilusión del pensamiento en un periodo de decadencia intelectual; esto es lo que explica el nacimiento del «moralismo». Un fenómeno análogo ya se había producido hacia el fin de la civilización griega, pero sin alcanzar, según parece, las proporciones que ha tomado en nuestro tiempo; de hecho, a partir de Kant, casi toda la filosofía moderna está impregnada de «moralismo», lo que equivale a decir que ha dado la preeminencia a la práctica sobre la especulación, considerándose esta práctica, por lo demás, bajo un ángulo especial; esta tendencia llega a su entero desarrollo con esas filosofías de la vida y de la acción de las que ya hemos hablado. Por otra parte, hemos señalado la obsesión, hasta en los materialistas más probados, de lo que se llama la «moral científica», lo que representa más exactamente la misma tendencia; ya se la llame científica o filosófica, según los gustos de cada uno, eso no es nunca más que una expresión del sentimentalismo, y esta expresión no varía siquiera de una manera muy apreciable. En efecto, lo curioso es que las concepciones morales, en un medio dado, se parecen todas extraordinariamente, aunque pretendan fundarse sobre consideraciones diferentes e incluso a veces contrarias; es lo que muestra bien el carácter artificial de las teorías por las que cada uno se esfuerza en justificar reglas prácticas que son siempre las que se observan comúnmente alrededor de él. En suma, esas teorías representan simplemente las preferencias particulares de aquellos que las formulan o que las adoptan; frecuentemente también, un interés partidista no es extraño a ellas: no hay prueba más evidente de ello que la manera en que la «moral laica» (científica o filosófica, poco importa) se pone en oposición con la moral religiosa. Por lo demás, puesto que el punto de vista moral tiene una razón de ser exclusivamente social, la intrusión de la política en semejante dominio no tiene nada de lo que uno deba sorprenderse; eso es quizás menos chocante que la utilización, para fines similares, de teorías que se pretenden puramente científicas; pero, después de todo, el espíritu «cientificista» mismo, ¿no ha sido creado para servir a los intereses de una cierta política? Dudamos mucho que la mayoría de los partidarios del evolucionismo estén libres de toda segunda intención de este género; y, para tomar otro ejemplo, la supuesta «ciencia de las religiones» se parece mucho más a un instrumento de polémica que a una ciencia seria; éstos son casos a los que ya hemos hecho alusión más atrás, y donde el racionalismo es sobre todo una máscara del sentimentalismo.
No es solo en los «cientificistas» y en los filósofos donde se puede observar la invasión del «moralismo»; es menester notar también, a este respecto, la degeneración de la idea religiosa, tal y como se constata en las innumerables sectas salidas del protestantismo. Esas son las únicas formas religiosas que sean específicamente modernas, y se caracterizan por una reducción progresiva del elemento doctrinal en provecho del elemento moral y sentimental; este fenómeno es un caso particular de la disminución general de la intelectualidad, y no es por una coincidencia fortuita que la época de la Reforma es la misma que la época del Renacimiento, es decir, precisamente el comienzo del periodo moderno. En algunas ramas del protestantismo actual, la doctrina ha llegado a disolverse completamente, y, como el culto se ha reducido igualmente también a casi nada, sólo el elemento moral subsiste finalmente: el «protestantismo liberal» ya no es más que un «moralismo» con etiqueta religiosa; no se puede decir que sea todavía una religión en el sentido estricto de esta palabra, puesto que, de los tres elementos que entran en la definición de la religión, ya no queda más que uno solo. En ese límite, sería más bien una suerte de pensamiento filosófico especial; por lo demás, sus representantes se entienden generalmente bastante bien con los partidarios de la «moral laica», llamada también «independiente», y a veces les ocurre incluso que se solidarizan abiertamente con ellos, lo que muestra que tienen consciencia de sus afinidades reales. Para designar cosas de este género, empleamos gustosamente la palabra «pseudoreligión»; y aplicamos también esta misma palabra a todas las sectas «neoespiritualistas», que nacen y prosperan sobre todo en los países protestantes, porque el «neoespiritualismo» y el «protestantismo liberal» proceden de las mismas tendencias y del mismo estado de espíritu: por la supresión del elemento intelectual (o su ausencia si se trata de creaciones nuevas), la religión es sustituida por la religiosidad, es decir, por una simple aspiración sentimental más o menos vaga e inconsciente; y esta religiosidad es a la religión lo mismo que la sombra es al cuerpo. Se puede reconocer aquí la «experiencia religiosa» de William James (que se complica con la llamada al «subconsciente»), y también la «vida interior» en el sentido que le dan los modernistas, ya que el modernismo no fue otra cosa que una tentativa hecha para introducir en el catolicismo mismo la mentalidad de que se trata, tentativa que se quebró contra la fuerza del espíritu tradicional del que el catolicismo, en el Occidente moderno, es aparentemente el único refugio, aparte de las excepciones individuales que pueden existir siempre fuera de toda organización.
Es en los pueblos anglosajones donde el «moralismo» hace estragos con la máxima intensidad, y es allí también donde el gusto de la acción se afirma bajo las formas más extremas y más brutales; así pues, esas dos cosas están bien ligadas una a otra como lo hemos dicho. Hay una singular ironía en la concepción corriente que representa a los ingleses como un pueblo esencialmente apegado a la tradición, y aquellos que piensan así confunden simplemente tradición con costumbre. La facilidad con la que se abusa de algunas palabras es verdaderamente extraordinaria: hay quienes han llegado a llamar «tradiciones» a usos populares, o incluso a hábitos de origen muy reciente, sin alcance y sin significación; en cuanto a nós, nos negamos a dar este nombre a lo que no es más que un respeto más o menos maquinal de algunas formas exteriores, que a veces no son más que «supersticiones» en el sentido etimológico de la palabra; la verdadera tradición está en el espíritu de un pueblo, de una raza o de una civilización, y tiene razones de ser mucho más profundas. El espíritu anglosajón es antitradicional en realidad, al menos tanto como el espíritu francés y el espíritu germánico, pero de una manera quizás un poco diferente, ya que, en Alemania, y en Francia en una cierta medida, es más bien la tendencia «cientificista» la que predomina; por lo demás, importa poco que sea el «moralismo» o el «cientificismo» lo que prevalezca, ya que, lo repetimos todavía una vez más, sería artificial el querer separar enteramente estas dos tendencias que representan las dos caras del espíritu moderno, y que se encuentran en proporciones diversas en todos los pueblos occidentales.
Parece que la tendencia «moralista» predomina hoy día bastante generalmente, mientras que la dominación del «cientificismo» estaba más acentuada no hace muchos años todavía; pero lo que gana una no es necesariamente perdido por la otra, puesto que son perfectamente conciliables, y, a pesar de todas las fluctuaciones, la mentalidad común las asocia bastante estrechamente: hay lugar en ella, a la vez, para todos esos ídolos de que hemos hablado precedentemente. Solamente, hay como una suerte de cristalización de elementos diversos que ahora se opera más bien tomando como centro la idea de «vida» y todo lo que se refiere a ella, del mismo modo que, en el siglo XIX, se operaba alrededor de la idea de «ciencia», y que, en el siglo XVIII, se operaba alrededor de la idea de «razón»; hablamos aquí de ideas, pero haríamos mejor hablando simplemente de palabras, ya que es efectivamente la fascinación de las palabras la que se ejerce ahí en toda su amplitud. Lo que se llama a veces «ideología», con un matiz peyorativo en aquellos que no están engañados (ya que se encuentran todavía algunos a pesar de todo), no es propiamente más que verbalismo; y, a ese propósito, podemos retomar la palabra «superstición», con el sentido etimológico al que hacíamos alusión hace un momento, y que designa una cosa que se sobrevive a sí misma, cuando ya ha perdido su verdadera razón de ser. En efecto, la única razón de ser de las palabras, es expresar ideas; atribuir un valor a las palabras por sí mismas, independientemente de las ideas, no poner siquiera ninguna idea bajo esas palabras, y dejarse influenciar sólo por su sonoridad, eso es verdaderamente superstición. El «nominalismo», en sus diversos grados, es la expresión filosófica de esta negación de la idea, a la que pretende sustituir con la palabra o con la imagen; al confundir la concepción con la representación sensible, no deja subsistir realmente más que esta última; y, bajo una forma o bajo otra, está extremadamente extendido en la filosofía moderna, mientras que antaño no era más que una excepción. Esto es bastante significativo; y es menester agregar aún que el nominalismo es casi siempre solidario del empirismo, es decir, de la tendencia a referir a la experiencia, y más especialmente a la experiencia sensible, el origen y el término de todo conocimiento: negación de todo lo que es verdaderamente intelectual, es siempre eso lo que encontramos, como elemento común, en el fondo de todas estas tendencias y de todas estas opiniones, porque eso es, efectivamente, la raíz de toda deformación mental, y porque esta negación está implicada, a título de presuposición necesaria, en todo lo que contribuye a falsear las concepciones del Occidente moderno.
Hasta aquí, hemos presentado sobre todo una visión de conjunto del estado actual del mundo occidental considerado bajo el aspecto mental; es por ahí por donde es menester comenzar, ya que es de eso de lo que depende todo lo demás, y no puede haber cambio importante y duradero si no recae primero sobre la mentalidad general.
Aquellos que sostienen lo contrario son todavía las víctimas de una ilusión muy moderna: puesto que no ven más que las manifestaciones exteriores, toman los efectos por las causas, y creen gustosamente que lo que no ven no existe; lo que se llama «materialismo histórico», o la tendencia a reducir todo a los factores económicos, es un notable ejemplo de esta ilusión. El estado de cosas ha devenido tal que los factores de ese orden han adquirido efectivamente, en la historia contemporánea, una importancia que no habían tenido nunca en el pasado; pero no obstante su papel no es y no podrá ser nunca exclusivo. Por lo demás, que nadie se engañe: los «dirigentes», conocidos o desconocidos, saben bien que, para actuar eficazmente, les es menester ante todo crear y mantener corrientes de ideas o de pseudoideas, y no se privan de ello; aunque estas corrientes son puramente negativas, por ello no son menos de naturaleza mental, y es en el espíritu de los hombres donde debe germinar primero lo que se realizará después en el exterior; incluso para abolir la intelectualidad, es menester en primer lugar persuadir a los espíritus de su inexistencia y volver su actividad hacia otra dirección. No es que seamos de aquellos que pretenden que las ideas gobiernen el mundo directamente; es también una fórmula de la que se ha abusado mucho, y la mayoría de aquellos que la emplean no saben apenas lo que es una idea, si es que no la confunden totalmente con la palabra; en otros términos, no son frecuentemente otra cosa que «ideólogos», y los peores soñadores «moralistas» pertenecen precisamente a esta categoría: en el nombre de las quimeras que llaman «derecho» y «justicia», y que no tienen nada que ver con las ideas verdaderas, han ejercido en los acontecimientos recientes una influencia muy nefasta y cuyas consecuencias se hacen sentir muy pesadamente como para que sea necesario insistir sobre lo que acabamos de decir; pero no solo hay ingenuos en parecido caso, hay también, como siempre, aquellos que los manejan sin que lo sepan, que los explotan y los que se sirven de ellos en vista de intereses mucho más positivos. Sea como sea, como somos tentados a repetirlo a cada instante, lo que importa ante todo, es saber poner cada cosa en su verdadero lugar: la idea pura no tiene ninguna relación inmediata con el dominio de la acción, y no puede tener sobre lo exterior la influencia directa que ejerce el sentimiento; pero la idea no es por ello menos el principio, aquello por lo que todo debe comenzar, bajo pena de estar desprovisto de toda base sólida. El sentimiento, si no es guiado y controlado por la idea, no engendra más que error, desorden y obscuridad; no se trata de abolir el sentimiento, sino de mantenerle en sus límites legítimos, y lo mismo para todas las demás contingencias. La restauración de una verdadera intelectualidad, aunque no sea más que en una elite restringida, al menos al comienzo, se nos aparece como el único medio de poner fin a la confusión mental que reina en Occidente; sólo con eso pueden ser disipadas tantas vanas ilusiones que atestan el espíritu de nuestros contemporáneos, tantas supersticiones enteramente ridículas y desprovistas de fundamento como todas aquellas de las que se burlan sin ton ni son las gentes que quieren pasar por «ilustradas»; y sólo con eso también se podrá encontrar un terreno de entendimiento con los pueblos orientales. En efecto, todo lo que hemos dicho representa fielmente, no solo nuestro propio pensamiento, que no importa apenas en sí mismo, sino también, lo que es mucho más digno de consideración, el juicio que Oriente tiene sobre Occidente, ello, cuando consiente en ocuparse de él de otro modo que para oponer a su acción invasora esa resistencia enteramente pasiva que Occidente no puede comprender, porque supone un poder interior del que no tiene equivalente, y contra el que ninguna fuerza brutal podría prevalecer. Este poder está más allá de la vida, es superior a la acción y a todo lo que pasa, es ajeno al tiempo y es como una participación de la inmutabilidad suprema; si el oriental puede sufrir pacientemente la dominación material de Occidente, es porque conoce la relatividad de las cosas transitorias, y es porque lleva, en lo más profundo de su ser, la consciencia de la eternidad.
«...Y es en el espíritu de los hombres donde debe germinar primero lo que se realizará después en el exterior; incluso para abolir la intelectualidad, es menester en primer lugar persuadir a los espíritus de su inexistencia y volver su actividad hacia otra dirección. No es que seamos de aquellos que pretenden que las ideas gobiernen el mundo directamente; es también una fórmula de la que se ha abusado mucho, y la mayoría de aquellos que la emplean no saben apenas lo que es una idea, si es que no la confunden totalmente con la palabra; en otros términos, no son frecuentemente otra cosa que «ideólogos», y los peores soñadores «moralistas» pertenecen precisamente a esta categoría: en el nombre de las quimeras que llaman «derecho» y «justicia», y que no tienen nada que ver con las ideas verdaderas, han ejercido en los acontecimientos recientes una influencia muy nefasta y cuyas consecuencias se hacen sentir muy pesadamente como para que sea necesario insistir sobre lo que acabamos de decir; pero no solo hay ingenuos en parecido caso, hay también, como siempre, aquellos que los manejan sin que lo sepan, que los explotan y los que se sirven de ellos en vista de intereses mucho más positivos...»
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ORIENTE Y OCCIDENTE
NOTAS:
(1) Es lo que ya hemos hecho observar, en otra ocasión, en lo que concierne a las dos variedades de «monismo», una espiritualista y la otra materialista
(2) L’Evolution créatrice, p. 270,
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