La Superstición de la Vida y la Superstición de la Ciencia, por René Guénon («Oriente y Occidente», 1924). Parte 2: Ilusiones Occidentales»: «La Superstición de la Ciencia».

René Guénon

La Superstición de la Vida y la Superstición de la Ciencia, por René Guénon («Oriente y Occidente», 1924). Parte 1.

La Superstición de la Vida y la Superstición de la Ciencia, por René Guénon («Oriente y Occidente», 1924). Parte 3: Ilusiones Occidentales»: «La Superstición de la Vida».

 

La Superstición de la Vida y la Superstición de la Ciencia

LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA

(«Oriente y Occidente», Parte 2: «Ilusiones Occidentales»)

Por René Guénon

 

René Guénon
La imagen del hombre como microcosmos de Athanasius Kircher

 

 

CAPÍTULO II
LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA

Entre otras pretensiones, la civilización occidental moderna tiene la de ser eminentemente «científica»; sería bueno precisar un poco cómo se entiende esta palabra, pero esto es lo que no se hace ordinariamente, ya que es del número de aquellas a las que nuestros contemporáneos parecen prestar una suerte de poder misterioso, independientemente de su sentido.

La «Ciencia», con mayúscula, como el «Progreso» y la «Civilización», como el «Derecho», la «Justicia» y la «Libertad», es también una de esas entidades que vale más no intentar definir, y que corren el riesgo de perder todo su prestigio cuando se las examina un poco más de cerca. Todas las supuestas «conquistas» de las que el mundo moderno está tan orgulloso se reducen así a grandes palabras detrás de las cuales no hay nada o casi nada: sugestión colectiva, hemos dicho, ilusión que, por ser compartida por tantos individuos y por mantenerse como lo hace, no podría ser espontánea; quizás algún día intentaremos aclarar un poco este lado de la cuestión. Pero, por el momento, no es de eso de lo que se trata principalmente; sólo constatamos que el Occidente actual cree en las ideas que acabamos de decir, si es que a eso se le puede llamar ideas, de cualquier manera que esta creencia le haya venido. No son verdaderamente ideas, ya que muchos de aquellos que pronuncian estas palabras con más convicción no tienen en el pensamiento nada claro que se les corresponda; en el fondo, en la mayoría de los casos, en eso no hay más que la expresión, se podría decir incluso la personificación, de aspiraciones sentimentales más o menos vagas. Son verdaderos ídolos, las divinidades de una suerte de «religión laica» que no está claramente definida, sin duda, y que no puede estarlo, pero que por eso no tiene menos una existencia muy real: no es religión en el sentido propio de la palabra, sino lo que pretende sustituirla, y que merecería mejor ser llamada «contrarreligión». El primer origen de este estado de cosas se remonta al comienzo mismo de la época moderna, donde el espíritu antitradicional se manifestó inmediatamente por la proclamación del «libre examen», es decir, de la ausencia, en el orden doctrinal, de todo principio superior a las opiniones individuales. La anarquía intelectual debía resultar de ello fatalmente: de ahí la multiplicidad indefinida de las sectas religiosas y pseudoreligiosas, de los sistemas filosóficos que apuntan ante todo a la originalidad, de las teorías científicas tan efímeras como pretenciosas; caos inverosímil al que domina no obstante una cierta unidad, puesto que existe un espíritu específicamente moderno del que procede todo eso, pero una unidad enteramente negativa en suma, puesto que es propiamente una ausencia de principio, que se traduce por esa indiferencia respecto a la verdad y al error que ha recibido, desde el siglo XVIII, el nombre de «tolerancia». Que se nos comprenda bien: no entendemos censurar la tolerancia práctica, que se ejerce hacia los individuos, sino sólo la tolerancia teórica, que pretende ejercerse hacia las ideas y reconocerlas a todas los mismos derechos, lo que debería implicar lógicamente un escepticismo radical; y, por lo demás, no podemos impedirnos constatar que, como todos los propagandistas, los apóstoles de la tolerancia son muy frecuentemente, de hecho, los más intolerantes de los hombres.

 

 

En efecto, se ha producido este hecho que es de una ironía singular: aquellos que han querido invertir todos los dogmas han creado para su uso, no diremos que un dogma nuevo, sino una caricatura de dogma, que han llegado a imponer a la generalidad del mundo occidental; así se han establecido, so pretexto de una «liberación del pensamiento», las creencias más quiméricas que se hayan visto nunca en ningún tiempo, bajo la forma de esos diversos ídolos de los que enumerábamos hace un momento algunos de los principales.

De todas las supersticiones predicadas por aquellos mismos que hacen profesión de declamar a todo propósito contra la «superstición», la de la «ciencia» y la «razón» es la única que, a primera vista, no parece reposar sobre una base sentimental; pero hay a veces un racionalismo que no es más que sentimentalismo disfrazado, como lo prueba muy bien la pasión que le aportan sus partidarios, el odio del que dan testimonio contra todo lo que es contrario a sus tendencias o rebase su comprehensión.

Por lo demás, en todo caso, puesto que el racionalismo corresponde a una disminución de la intelectualidad, es natural que en su desarrollo vaya a la par con el del sentimentalismo, así como lo hemos explicado en el capítulo precedente; solamente, cada una de estas dos tendencias puede ser representada más especialmente por algunas individualidades o por algunas corrientes de pensamiento, y, en razón de las expresiones más o menos exclusivas y sistemáticas que son llevadas a revestir, puede incluso haber entre ellas conflictos aparentes que disimulan su solidaridad profunda a los ojos de los observadores superficiales.

 

 

El racionalismo moderno comienza en suma con Descartes (aunque había tenido algunos precursores en el siglo XVI), y se puede seguir su rastro a través de toda la filosofía moderna, no menos que en el dominio propiamente científico; la reacción actual del intuicionismo y del pragmatismo contra este racionalismo nos proporciona el ejemplo de uno de esos conflictos, y hemos visto no obstante que Bergson aceptaba perfectamente la definición cartesiana de la inteligencia; no es la naturaleza de ésta la que se cuestiona, sino sólo su supremacía.

En el siglo XVIII, hubo también antagonismo entre el racionalismo de los enciclopedistas y el sentimentalismo de Rousseau; y no obstante uno y otro sirvieron igualmente a la preparación del movimiento revolucionario, lo que muestra que entraban bien en la unidad negativa del espíritu antitradicional. Si relacionamos este ejemplo con el precedente, no es porque prestemos a Bergson ningún trasfondo político; pero no podemos evitar pensar en la utilización de sus ideas en algunos medios sindicalistas, sobre todo en Inglaterra, mientras que, en otros medios del mismo género, el espíritu «cientificista» es más honrado que nunca. En el fondo, parece que una de las grandes habilidades de los «dirigentes» de la mentalidad moderna consiste en favorecer alternativa o simultáneamente una u otra de las dos tendencias en cuestión según la oportunidad, estableciendo entre ellas una suerte de dosificación, por un juego de equilibrio que responde a preocupaciones ciertamente más políticas que intelectuales; por lo demás, esta habilidad puede no ser siempre querida, y por nuestra parte no tratamos de poner en duda la sinceridad de ningún sabio, historiador o filósofo; pero éstos no son frecuentemente más que «dirigentes» aparentes, y pueden ser ellos mismos dirigidos o influenciados sin darse cuenta de ello en lo más mínimo.

Además, el uso que se hace de sus ideas no responde siempre a sus propias intenciones, y sería un error hacerles directamente responsables o reprocharles no haber previsto algunas consecuencias más o menos lejanas de ellas; pero basta que esas ideas sean conformes a una u otra de las dos tendencias de que hablamos para que sean utilizables en el sentido que acabamos de decir; y, dado el estado de anarquía intelectual en el que está hundido el Occidente, todo pasa como si se tratara de sacar del desorden mismo, y de todo lo que se agita en el caos, todo el partido posible para la realización de un plan rigurosamente determinado. No queremos insistir más en esto, pero nos es muy difícil no volver a ello de vez en cuando, ya que no podemos admitir que una raza entera sea pura y simplemente sacudida por una suerte de locura que dura desde hace varios siglos, y es menester que, a pesar de todo, haya algo que dé una significación a la civilización moderna; no creemos en el azar, y estamos convencidos de que todo lo que existe debe tener una causa; aquellos que son de otra opinión son libres de dejar a un lado este orden de consideraciones.

 

Ahora, disociando las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo que retomaremos más adelante, podemos preguntarnos esto: ¿qué es exactamente esta «ciencia» de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con una extrema concisión lo que piensan de esta «ciencia» todos los orientales que han tenido la ocasión de conocerla, la ha caracterizado muy justamente con estas palabras: «la ciencia occidental es un saber ignorante» (1). La relación de estos dos términos no es una contradicción, y he aquí lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que tiene alguna realidad, puesto que es válido y eficaz en un cierto dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de principio, como todo lo que pertenece en propiedad a la civilización occidental moderna.

 

Ahora, disociando las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo que retomaremos más adelante, podemos preguntarnos esto: ¿qué es exactamente esta «ciencia» de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con una extrema concisión lo que piensan de esta «ciencia» todos los orientales que han tenido la ocasión de conocerla, la ha caracterizado muy justamente con estas palabras: «la ciencia occidental es un saber ignorante» (1). La relación de estos dos términos no es una contradicción, y he aquí lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que tiene alguna realidad, puesto que es válido y eficaz en un cierto dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de principio, como todo lo que pertenece en propiedad a la civilización occidental moderna.

La ciencia, tal como la conciben nuestros contemporáneos, es únicamente el estudio de los fenómenos del mundo sensible, y este estudio se emprende y se conduce de tal manera que, insistimos en ello, no puede estar vinculado a ningún principio de orden superior; ciertamente, al ignorar resueltamente todo lo que la rebasa, se hace así plenamente independiente en su dominio, pero esa independencia de la que se glorifica no está hecha más que de su limitación misma. Más aún, llega hasta negar lo que ignora, porque ese es el único medio de no confesar esta ignorancia; o, si no se atreve a negar formalmente que pueda existir algo que no cae bajo su dominio, niega al menos que eso pueda ser conocido de cualquier otra manera, lo que de hecho equivale a lo mismo, y pretende englobar todo conocimiento posible. Por una toma de partido frecuentemente inconsciente, los «cientificistas» se imaginan como Augusto Comte, que el hombre no se ha propuesto nunca otro objeto de conocimiento que una explicación de los fenómenos naturales; toma de partido inconsciente, decimos, ya que son evidentemente incapaces de comprender que se pueda ir más lejos, y no es eso lo que les reprochamos, sino solamente su pretensión de negar a los demás la posesión o el uso de facultades que les faltan a ellos mismos: se dirían ciegos que niegan, si no la existencia de la luz, al menos la del sentido de la vista, por la única razón de que están privados de él. Afirmar que no sólo hay lo desconocido, sino también lo «incognoscible», según la palabra de Spencer, es hacer de una enfermedad intelectual un límite que no le está permitido traspasar a nadie; he aquí lo que nunca se ha dicho en ninguna parte; y nunca se había visto tampoco a hombres hacer de una afirmación de ignorancia un programa y una profesión de fe, tomarla abiertamente como etiqueta de una pretendida doctrina, bajo el nombre de «agnosticismo».

René Guénon y Frithjof Schuon en El Cairo.1938.

Y éstos, obsérvese bien, no son y no quieren ser escépticos; si lo fueran, habría en su aptitud una cierta lógica que podría hacerla excusable; pero, al contrario, son los creyentes más entusiastas de la «ciencia», y los más fervientes admiradores de la «razón». Es bastante extraño, se dirá, poner la razón por encima de todo, profesar por ella un verdadero culto, y proclamar al mismo tiempo que es esencialmente limitada; eso es algo contradictorio, en efecto, y, si lo constatamos, no nos encargaremos de explicarlo; esta actitud denota una mentalidad que no es la nuestra a ningún grado, y no es incumbencia nuestra justificar las contradicciones que parecen inherentes al «relativismo» bajo todas sus formas. Nós también, nos decimos que la razón es limitada y relativa; pero, muy lejos de hacer de ella toda la inteligencia, no la consideramos más que como una de sus porciones inferiores, y vemos en la inteligencia otras posibilidades que rebasan inmensamente las de la razón. En suma, los modernos, o algunos de entre ellos al menos, consienten en reconocer su ignorancia, y los racionalistas actuales lo hacen quizás más gustosamente que sus predecesores, pero a condición de que nadie tenga el derecho de conocer lo que ellos mismos ignoran; que se pretenda limitar lo que es, o solo limitar radicalmente el conocimiento, es siempre una manifestación del espíritu de negación que es tan característico del mundo moderno.

Este espíritu de negación, no es otra cosa que el espíritu sistemático, ya que un sistema es esencialmente una concepción cerrada; y ha llegado a identificarse al espíritu filosófico mismo, sobre todo desde Kant, que, queriendo encerrar todo conocimiento en lo relativo, se ha atrevido a declarar expresamente que «la filosofía no es un instrumento para entender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle» (1), lo que equivale a decir que la función principal de los filósofos consiste en imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento. Por eso es por lo que la filosofía moderna ha terminado por substituir casi enteramente el conocimiento mismo por la «crítica» o por la «teoría del conocimiento»; es también por lo que, en muchos de sus representantes, no quiere ser más que «filosofía científica», es decir, simple coordinación de los resultados más generales de la ciencia, cuyo dominio es el único que reconoce como accesible a la inteligencia. Filosofía y ciencia, en estas condiciones, ya no tienen que ser distinguidas, y, a decir verdad, desde que el racionalismo existe, no pueden tener más que un solo y mismo objeto, no representan más que un solo orden de conocimiento y están animadas de un mismo espíritu: es lo que llamamos, no el espíritu científico, sino antes el espíritu «cientificista».

Tenemos que insistir un poco sobre esta última distinción: lo que queremos destacar con esto, es que no vemos nada de malo en sí en el desarrollo de algunas ciencias, incluso si encontramos excesiva la importancia que se les da; no es más que un saber muy relativo, pero no obstante es un saber, y es legítimo que cada uno aplique su actividad intelectual a objetos proporcionados a sus propias aptitudes y a los medios de que dispone. Lo que reprobamos es el exclusivismo, podríamos decir el sectarismo de aquellos que, deslumbrados por la extensión que han tomado esas ciencias, se niegan a admitir que exista nada fuera de ellas, y pretenden que toda especulación, para ser válida, debe someterse a los métodos especiales que esas mismas ciencias ponen en obra, como si esos métodos, hechos para el estudio de algunos objetos determinados, debieran ser universalmente aplicables; es cierto que lo que conciben, como universalidad, es algo extremadamente restringido, y que no rebasa el dominio de las contingencias. Pero se sorprendería mucho a esos «cientificistas» si se les dijera que, sin salir siquiera de ese dominio, hay una multitud de cosas que no podrían ser alcanzadas por sus métodos, y que, no obstante, pueden constituir el objeto de ciencias completamente diferentes de las que conocen, pero no menos reales, y frecuentemente más interesantes en diversos aspectos. Parece que los modernos hayan tomado arbitrariamente, en el dominio del conocimiento científico, un cierto número de porciones que se empeñan en estudiar con exclusión de todo el resto, y haciendo como si ese resto fuera inexistente; y, a las ciencias particulares que han cultivado así, es completamente natural, y no sorprendente ni admirable, que les hayan dado un desarrollo mucho mayor de lo que hubieran podido hacer hombres que no les daban la misma importancia, que frecuentemente ni siquiera se preocupaban de ellas, y que se ocupaban en todo caso de muchas otras cosas que les parecían más serias. Aquí pensamos sobre todo en el considerable desarrollo de las ciencias experimentales, dominio en el que el Occidente moderno destaca evidentemente, y en el que nadie piensa contestar su superioridad, superioridad que, por lo demás, los orientales encuentran poco envidiable, precisamente porque ha debido ser comprada con el olvido de todo lo que les parece verdaderamente digno de interés; no obstante, no tememos afirmar que hay ciencias, incluso experimentales, de las que el Occidente moderno no tiene la menor idea. Tales ciencias existen en Oriente, entre aquellas a las que damos el nombre de «ciencias tradicionales»; en Occidente mismo, las hubo también en la edad media, que tenían caracteres completamente comparables; y esas ciencias, de las que algunas dan lugar incluso a aplicaciones prácticas de una incontestable eficacia, proceden por medios de investigación que son totalmente extraños a los sabios europeos de nuestros días. Éste no es el lugar para extendernos sobre este tema; pero debemos explicar al menos por qué decimos que algunos conocimientos de orden científico tienen una base tradicional, y en qué sentido lo entendemos; por lo demás, eso nos lleva a mostrar precisamente, más claramente aún de lo que lo hemos hecho hasta aquí, lo que le falta a la ciencia occidental.

Hemos dicho que uno de los caracteres especiales de esta ciencia occidental, es pretenderse enteramente independiente y autónoma; y esta pretensión no puede sostenerse más que si se ignora sistemáticamente todo conocimiento de orden superior al conocimiento científico, o mejor aún, si se le niega formalmente. Lo que está por encima de la ciencia, en la jerarquía necesaria de los conocimientos, es la metafísica, que es el conocimiento intelectual puro y transcendente, mientras que la ciencia no es, por definición misma, más que el conocimiento racional; la metafísica es esencialmente suprarracional, y es menester que sea eso o que no sea en absoluto. Ahora bien, el racionalismo no consiste en afirmar simplemente que la razón vale algo, lo que sólo es contestado por los escépticos, sino en sostener que nada hay por encima de ella, y por consiguiente que no hay conocimiento posible más allá del conocimiento científico; así, el racionalismo implica necesariamente la negación de la metafísica.

 

Casi todos los filósofos modernos son racionalistas, de una manera más o menos estrecha y más o menos explícita; en aquellos que no lo son, no hay más que sentimentalismo y voluntarismo, lo que no es menos antimetafísico, porque, si se admite entonces algo diferente de la razón, es por debajo de ella donde se busca, en lugar de buscarlo por encima; el intelectualismo verdadero está al menos tan alejado del racionalismo como puede estarlo del intuicionismo contemporáneo, pero lo está exactamente en sentido inverso.

 

Casi todos los filósofos modernos son racionalistas, de una manera más o menos estrecha y más o menos explícita; en aquellos que no lo son, no hay más que sentimentalismo y voluntarismo, lo que no es menos antimetafísico, porque, si se admite entonces algo diferente de la razón, es por debajo de ella donde se busca, en lugar de buscarlo por encima; el intelectualismo verdadero está al menos tan alejado del racionalismo como puede estarlo del intuicionismo contemporáneo, pero lo está exactamente en sentido inverso. En estas condiciones, si un filósofo moderno pretende hacer metafísica, se puede estar seguro de que aquello a lo que da este nombre no tiene absolutamente nada de común con la metafísica verdadera, y ello es efectivamente así; no podemos acordar a esas cosas otra denominación que la de «pseudometafísica», y, si no obstante, a veces se encuentran en ella algunas consideraciones válidas, se refieren en realidad al orden científico puro y simple. Por consiguiente, ausencia completa del conocimiento metafísico, negación de todo otro conocimiento que el científico, limitación arbitraria del conocimiento científico mismo a algunos dominios particulares con exclusión de los demás, éstos son caracteres generales del pensamiento propiamente moderno; he aquí hasta qué grado de bajeza intelectual ha llegado el Occidente, desde que salió de las vías que son normales al resto de la humanidad.

La metafísica es el conocimiento de los principios de orden universal, de los que todas las cosas dependen necesariamente, directa o indirectamente; así pues, allí donde la metafísica está ausente, todo conocimiento que subsiste, en cualquier orden que sea, carece verdaderamente de principio, y, si con eso gana algo en independencia (no de derecho sino de hecho), pierde mucho más en alcance y en profundidad.

Por esto es por lo que la ciencia occidental es, si se puede decir, completamente superficial; al dispersarse en la multiplicidad indefinida de los conocimientos fragmentarios, al perderse en el detalle innumerable de los hechos, no aprende nada de la verdadera naturaleza de las cosas, que declara inaccesible para justificar su impotencia a este respecto; así su interés es mucho más práctico que especulativo. Si a veces hay ensayos de unificación de ese saber eminentemente analítico, son puramente artificiales y no reposan nunca más que sobre hipótesis más o menos arriesgadas; así se derrumban unas tras otras, y no parece que una teoría científica de alguna amplitud sea capaz de durar más de medio siglo como máximo. Por lo demás, la idea occidental según la cual la síntesis es como una resultante y una conclusión del análisis es radicalmente falsa; la verdad es que, por el análisis, no se puede llegar nunca a una síntesis digna de este nombre, porque son cosas que no son del mismo orden; y la naturaleza del análisis es poder proseguirse indefinidamente, si el dominio en el que se ejerce es susceptible de una tal extensión, sin que por ello se esté más avanzado en cuanto a la adquisición de una visión de conjunto sobre ese dominio; con mayor razón es perfectamente ineficaz para obtener un vinculamiento a principios de orden superior.

 

 

El carácter analítico de la ciencia moderna se traduce por la multiplicación sin cesar creciente de las «especialidades», cuyos peligros Augusto Comte mismo no ha podido evitar denunciar; esta «especialización», tan elogiada por algunos sociólogos bajo el nombre de «división del trabajo», es con toda seguridad el mejor medio de adquirir esa «miopía intelectual» que parece formar parte de las cualificaciones requeridas del perfecto «cientificista», y sin la cual, por lo demás, el «cientificismo» mismo no tendría apenas audiencia. Así pues, los «especialistas», desde que se les saca de su dominio, hacen prueba generalmente de una increíble ingenuidad; nada es más fácil que imponerse a ellos, y eso es lo que suscita una buena parte del éxito de las teorías más descabelladas, por poco cuidado que se tenga en llamarlas «científicas»; las hipótesis más gratuitas, como la de la «evolución» por ejemplo, toman entonces figura de «leyes» y son tenidas por probadas; si ese éxito no es más que pasajero, se dejan a un lado para encontrar seguidamente otra cosa, que es siempre aceptada con una igual facilidad. Las falsas síntesis, que se esfuerzan en sacar lo superior de lo inferior (curiosa transposición de la concepción democrática), no pueden ser nunca más que hipotéticas; al contrario, la verdadera síntesis, que parte de los principios, participa de su certeza; pero, bien entendido, para eso es menester partir de verdaderos principios, y no de simples hipótesis filosóficas a la manera de Descartes. En suma, la ciencia, al desconocer los principios y al negarse a vincularse a ellos, se priva a la vez de la garantía más alta que pueda recibir y de la dirección más segura que pueda dársele; ya no es válido en ella más que los conocimientos de detalle, y, cuando quiere elevarse un grado, deviene dudosa y vacilante.

Otra consecuencia de lo que acabamos de decir en cuanto a las relaciones del análisis y de la síntesis, es que el desarrollo de la ciencia, tal como le conciben los modernos, no extiende realmente su dominio: la suma de los conocimientos parciales puede crecer indefinidamente en el interior de ese dominio, no por profundización, sino por división y subdivisión llevadas cada vez más lejos; es verdaderamente la ciencia de la materia y de la multitud. Por lo demás, aunque hubiera una extensión real, lo que puede ocurrir excepcionalmente, sería siempre en el mismo orden, y esa ciencia no sería por eso capaz de elevarse más alto; constituida como lo está, se encuentra separada de los principios por un abismo que nada puede, no decimos hacerle franquear, sino disminuir siquiera en las más ínfimas proporciones.

 

Cuando decimos que las ciencias, incluso experimentales, tienen en Oriente una base tradicional, queremos decir que, contrariamente a lo que tiene lugar en Occidente, están siempre vinculadas a algunos principios; éstos no son perdidos de vista nunca, y las cosas contingentes mismas parecen no valer la pena de ser estudiadas sino en tanto que consecuencias y manifestaciones exteriores de algo que es de otro orden.

 

Cuando decimos que las ciencias, incluso experimentales, tienen en Oriente una base tradicional, queremos decir que, contrariamente a lo que tiene lugar en Occidente, están siempre vinculadas a algunos principios; éstos no son perdidos de vista nunca, y las cosas contingentes mismas parecen no valer la pena de ser estudiadas sino en tanto que consecuencias y manifestaciones exteriores de algo que es de otro orden.

Ciertamente, el conocimiento metafísico y el conocimiento científico no permanecen por ello menos profundamente distintos; pero no hay entre ellos una discontinuidad absoluta, como la que se constata cuando uno considera el estado presente del conocimiento científico en los occidentales. Para tomar un ejemplo en Occidente mismo, no hay más que considerar toda la distancia que separa el punto de vista de la cosmología de la antigüedad y de la edad media, y el de la física tal como la entienden los sabios modernos; nunca, antes de la época actual, el estudio del mundo sensible había sido considerado como bastándose a sí mismo; jamás la ciencia de esa multiplicidad cambiante y transitoria habría sido juzgada verdaderamente digna del nombre de conocimiento si no se hubiera encontrado el medio de ligarla, a un grado o a otro, a algo estable y permanente. La concepción antigua, que ha permanecido siempre la de los orientales, tenía a una ciencia cualquiera por válida menos en sí misma que en la medida en la que aquella expresaba a su manera particular y representaba en un cierto orden de cosas un reflejo de la verdad superior, inmutable, de la que participa necesariamente todo lo que posee alguna realidad; y, como los caracteres de esta verdad se encarnaban de algún modo en la idea de tradición, toda ciencia aparecía así como un prolongamiento de la doctrina tradicional misma, como una de sus aplicaciones, sin duda secundarias y contingentes, accesorias y no esenciales, que constituían un conocimiento inferior si se quiere, pero no obstante un verdadero conocimiento, puesto que conservaba un lazo con el conocimiento por excelencia, a saber, el del orden intelectual puro. Como se ve, esta concepción no podría acomodarse a ningún precio al grosero naturalismo de hecho que encierra a nuestros contemporáneos únicamente en el dominio de las contingencias, e incluso, más exactamente, en una estrecha porción de este dominio(2); y, lo repetimos, como los orientales no han variado en eso y no pueden hacerlo sin renegar de los principios sobre los que reposa toda su civilización, las dos mentalidades parecen decididamente incompatibles; pero, puesto que es Occidente el que ha cambiado, y el que por lo demás cambia sin cesar, quizás llegará un momento en el que su mentalidad se modifique finalmente en un sentido favorable y se abra a una comprehensión más vasta, y entonces esta incompatibilidad se desvanecerá por sí sola.

Pensamos haber mostrado suficientemente hasta qué punto está justificada la apreciación de los orientales sobre la ciencia occidental; y, en estas condiciones, no hay más que una cosa que pueda explicar la admiración sin límites y el respeto supersticioso de que es objeto esta ciencia: es que está en perfecta armonía con las necesidades de una civilización puramente material. En efecto, no es de especulación desinteresada de lo que se trata; lo que toca a los espíritus en los que todas las preocupaciones están vueltas hacia el exterior, son las aplicaciones a las que la ciencia da lugar, es su carácter ante todo práctico y utilitario; y es sobre todo gracias a las invenciones mecánicas como el espíritu «cientificista» ha adquirido su desarrollo.

 

 

Son esas invenciones las que han suscitado, desde el comienzo del siglo XIX, un verdadero delirio de entusiasmo, porque parecían tener como objetivo ese crecimiento del bienestar corporal que es manifiestamente la principal aspiración del mundo moderno; y, por lo demás, sin darse cuenta de ello, se creaban así más necesidades nuevas de las que se podían satisfacer, de suerte que, incluso desde este punto de vista muy relativo, el progreso es algo muy ilusorio; y, una vez lanzado en esta vía, ya no parece posible detenerse, siempre es menester algo nuevo. Pero, sea como sea, son estas aplicaciones, confundidas con la ciencia misma, las que han hecho sobre todo el crédito y el prestigio de ésta; esta confusión, que no podía producirse más que en gentes ignorantes de lo que es la especulación pura, incluso en el orden científico, ha devenido tan ordinaria que en nuestros días, si se abre no importa cuál publicación, se encuentra en ella designado constantemente bajo el nombre de «ciencia» lo que debería llamarse propiamente «industria»; el tipo de «sabio», en el espíritu de la mayoría, es el ingeniero, el inventor o el constructor de máquinas. En lo que se refiere a las teorías científicas, se han beneficiado de ese estado de espíritu, mucho más de lo que lo han suscitado; si aquellos mismos que son los menos capaces de comprenderlas las aceptan con confianza y las reciben como verdaderos dogmas (y cuanto menos comprenden tanto más fácilmente se ilusionan), es porque las consideran, con razón o sin ella, como solidarias de esas invenciones que les parecen tan maravillosas. A decir verdad, esa solidaridad es mucho más aparente que real; las hipótesis más o menos inconsistentes no cuentan para nada en esos descubrimientos y en esas aplicaciones sobre cuyo interés las opiniones pueden diferir, pero que tienen en todo caso el mérito de ser algo efectivo; e, inversamente, todo lo que pueda ser realizado en el orden práctico no probará nunca la verdad de una hipótesis cualquiera.

Por lo demás, de una manera más general, no podría haber, hablando propiamente, verificación experimental de una hipótesis, ya que es siempre posible encontrar varias teorías por las que los mismos hechos se explican igualmente bien; se pueden eliminar algunas hipótesis cuando uno se da cuenta de que están en contradicción con los hechos, pero las que subsisten siguen siendo siempre simples hipótesis y nada más; no es así como se podrán obtener nunca certezas. Únicamente, para hombres que no aceptan más que el hecho bruto, que no tienen otro criterio de la verdad que la «experiencia» entendida únicamente como la constatación de los fenómenos sensibles, no puede plantearse ir más lejos o proceder de otro modo, y entonces no hay más que dos actitudes posibles: o bien tomar partido por el carácter hipotético de las teorías científicas y renunciar a toda certeza superior a la simple evidencia sensible; o bien desconocer ese carácter hipotético y creer ciegamente en todo lo que se enseña en el nombre de la «ciencia». La primera actitud, ciertamente más inteligente que la segunda (teniendo en cuenta los límites de la inteligencia «científica»), es la de algunos sabios que, menos ingenuos que los demás, se niegan a ser engañados por sus propias hipótesis o las de sus cofrades; así llegan, para todo lo que no depende de la práctica inmediata, a una suerte de escepticismo más o menos completo o al menos de probabilismo: es el «agnosticismo» que ya no se aplica sólo a lo que rebasa el dominio científico, sino que se extiende al orden científico mismo; y no salen de esa actitud negativa más que por un pragmatismo más o menos consciente, que reemplaza, como en el caso de Henri Poincaré, la consideración de la verdad de una hipótesis por la de su comodidad; ¿y no es esto una confesión de incurable ignorancia?. No obstante, la segunda actitud, que se puede llamar dogmática, es mantenida con más o menos sinceridad por otros sabios, pero sobre todo por aquellos que se creen obligados a afirmarla por las necesidades de la enseñanza; parecer siempre seguro de sí y de lo que se dice, disimular las dificultades y las incertidumbres, no enunciar nunca bajo una forma dubitativa, es en efecto el medio más fácil de hacerse tomar en serio y de adquirir autoridad cuando se trata a un público generalmente incompetente e incapaz de discernimiento, ya sea que uno se dirija a alumnos, o ya sea que se quiera hacer obra de vulgarización. Esa misma actitud es tomada naturalmente, y esta vez de una manera incontestablemente sincera, por aquellos que reciben una tal enseñanza; comúnmente es también la actitud de lo que se llama el «gran público», y el espíritu «cientificista» puede ser observado en toda su plenitud, con ese carácter de creencia ciega, en los hombres que no poseen más que una instrucción a medias, en los medios donde reina la mentalidad que se califica frecuentemente de «primaria», aunque no sea el patrimonio exclusivo del grado de enseñanza que lleva esta designación.

 

Hemos pronunciado hace un momento la palabra «vulgarización»; se trata también de una cosa completamente particular a la civilización moderna, y se puede ver en ello uno de los principales factores de este estado de espíritu que tratamos de describir al presente. Es una de las formas que reviste esa extraña necesidad de propaganda de la que está animado el espíritu occidental, y que no puede explicarse más que por la influencia preponderante de los elementos sentimentales; ninguna consideración intelectual justifica el proselitismo, en el que los orientales no ven más que una prueba de ignorancia y de incomprehensión; son dos cosas enteramente diferentes exponer simplemente la verdad tal como se ha comprendido, no aportándole más que la única preocupación de no desnaturalizarla, y querer a toda costa hacer participar a los demás en la propia convicción. La propaganda y la vulgarización no son posibles más que en detrimento de la verdad: pretender poner ésta «al alcance de todo el mundo», hacerla accesible a todos indistintamente, es necesariamente disminuirla y deformarla, ya que es imposible admitir que todos los hombres son igualmente capaces de comprender no importa qué; no es una cuestión de instrucción más o menos extensa, es una cuestión de «horizonte intelectual», y eso es algo que no puede modificarse, que es inherente a la naturaleza misma de cada individuo humano.

 

Hemos pronunciado hace un momento la palabra «vulgarización»; se trata también de una cosa completamente particular a la civilización moderna, y se puede ver en ello uno de los principales factores de este estado de espíritu que tratamos de describir al presente. Es una de las formas que reviste esa extraña necesidad de propaganda de la que está animado el espíritu occidental, y que no puede explicarse más que por la influencia preponderante de los elementos sentimentales; ninguna consideración intelectual justifica el proselitismo, en el que los orientales no ven más que una prueba de ignorancia y de incomprehensión; son dos cosas enteramente diferentes exponer simplemente la verdad tal como se ha comprendido, no aportándole más que la única preocupación de no desnaturalizarla, y querer a toda costa hacer participar a los demás en la propia convicción. La propaganda y la vulgarización no son posibles más que en detrimento de la verdad: pretender poner ésta «al alcance de todo el mundo», hacerla accesible a todos indistintamente, es necesariamente disminuirla y deformarla, ya que es imposible admitir que todos los hombres son igualmente capaces de comprender no importa qué; no es una cuestión de instrucción más o menos extensa, es una cuestión de «horizonte intelectual», y eso es algo que no puede modificarse, que es inherente a la naturaleza misma de cada individuo humano.

El prejuicio quimérico de la «igualdad» va contra los hechos mejor establecidos, en el orden intelectual tanto como en el orden físico; es la negación de toda jerarquía natural, y el rebaje de todo conocimiento al nivel del entendimiento limitado del vulgo.

Ya no se quiere admitir nada que rebase la comprehensión común, y, efectivamente, las concepciones científicas y filosóficas de nuestra época, sean cuales sean sus pretensiones, son en el fondo de la más lamentable mediocridad; se ha logrado eliminar todo lo que hubiera podido ser incompatible con la preocupación de la vulgarización.

Digan lo que digan algunos, la constitución de una elite cualquiera es incompatible con el ideal democrático; lo que exige éste, es la distribución de una enseñanza rigurosamente idéntica a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en aptitudes y en temperamento; a pesar de todo, no se puede impedir que esta enseñanza produzca resultados muy variables también, aunque eso sea contrario a las intenciones de aquellos que la han instituido. En todo caso, un tal sistema de instrucción es ciertamente el más imperfecto de todos, y la difusión desconsiderada de cualquier conocimiento es siempre más perjudicial que útil, ya que no puede conducir, de una manera general, más que a un estado de desorden y de anarquía. Es a una tal difusión a lo que se oponen los métodos de la enseñanza tradicional, tal como existe por todas partes en Oriente, donde se estará siempre mucho más persuadido de los inconvenientes muy reales de la «instrucción obligatoria» que de sus supuestos beneficios. Aunque los conocimientos que el público occidental puede tener a su disposición no tienen nada de transcendente, aún se empequeñecen más en las obras de vulgarización, que no exponen más que sus aspectos más inferiores, y que los falsean además para simplificarlos; y esas obras insisten complacidamente sobre las hipótesis más fantasiosas, dándolas audazmente como verdades demostradas, y acompañándolas de esas ineptas declamaciones que agradan tanto a la muchedumbre.

 

 

Una semiciencia adquirida por tales lecturas, o por una enseñanza cuyos elementos estén sacados todos de manuales del mismo valor, es mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; vale más no conocer nada en absoluto que tener el espíritu atestado de ideas falsas, frecuentemente indesarraigables, sobre todo cuando han sido inculcadas desde la edad más joven. El ignorante guarda al menos la posibilidad de aprender si encuentra la ocasión para ello; puede poseer un «buen sentido» natural, que, junto a la consciencia que tiene ordinariamente de su incompetencia, basta para evitarle muchas necedades. Al contrario, el hombre que ha recibido una semiinstrucción, tiene casi siempre una mentalidad deformada, y lo que cree saber le da una tal suficiencia que imagina poder hablar de todo indistintamente; y lo hace sin ton ni son, pero tanto más fácilmente cuanto más incompetente es: ¡todas las cosas parecen muy simples a quien no conoce nada!

Por otra parte, incluso dejando de lado los inconvenientes de la vulgarización propiamente dicha, y considerando la ciencia occidental en su totalidad y bajo sus aspectos más auténticos, la pretensión que pregonan los representantes de esta ciencia de poderla enseñar a todos sin ninguna reserva es también un signo de evidente mediocridad. A los ojos de los orientales, aquello cuyo estudio no requiere ninguna cualificación particular no puede tener gran valor y no podría contener nada verdaderamente profundo; y, en efecto, la ciencia occidental es completamente exterior y superficial; para caracterizarla, en lugar de decir «saber ignorante», diríamos también de buena gana, y casi en el mismo sentido, «saber profano». Desde este punto de vista, aún más que desde los otros, la filosofía no se distingue verdaderamente de la ciencia: a veces se la ha querido definir como la «sabiduría humana»; eso es cierto, pero a condición de insistir sobre el hecho de que no es más que eso, es decir, una sabiduría puramente humana, en la acepción más limitada de esta palabra, que no hace llamada a ningún elemento de un orden superior a la razón; para evitar todo equívoco, la llamaríamos también «sabiduría profana», pero eso equivale a decir que, en el fondo, no es una sabiduría sino su apariencia ilusoria. No insistiremos aquí sobre las consecuencias de este carácter «profano» de todo el saber occidental moderno; pero para mostrar aún hasta qué punto este saber es superficial y ficticio, señalaremos que los métodos de instrucción en uso tienen como efecto poner la memoria casi enteramente en el lugar de la inteligencia: lo que se pide a los alumnos, en todos los grados de la enseñanza, es que acumulen conocimientos, no que los asimilen; se les aplica sobre todo a cosas cuyo estudio no exige ninguna comprehensión; los hechos sustituyen a las ideas, y la erudición se toma comúnmente por ciencia real.

 

Para promover o desacreditar tal o cual rama de conocimiento, tal o cual método, basta proclamar que es o no es «científico»; lo que se tiene oficialmente por «métodos científicos», son los procedimientos de la erudición más ininteligible, más exclusiva de todo lo que no es la investigación de los hechos por los hechos mismos, hasta en sus detalles más insignificantes; y, cosa digna de observar, son los «literarios» los que más abusan de esa denominación. El prestigio de esta etiqueta «científico», aunque no es verdaderamente nada más que una etiqueta, es el triunfo del espíritu «cientificista» por excelencia; y este respeto que impone a la muchedumbre (comprendidos los pretendidos «intelectuales») el empleo de una simple palabra, ¿no tenemos razón al llamarle «superstición de la ciencia»?

 

Para promover o desacreditar tal o cual rama de conocimiento, tal o cual método, basta proclamar que es o no es «científico»; lo que se tiene oficialmente por «métodos científicos», son los procedimientos de la erudición más ininteligible, más exclusiva de todo lo que no es la investigación de los hechos por los hechos mismos, hasta en sus detalles más insignificantes; y, cosa digna de observar, son los «literarios» los que más abusan de esa denominación. El prestigio de esta etiqueta «científico», aunque no es verdaderamente nada más que una etiqueta, es el triunfo del espíritu «cientificista» por excelencia; y este respeto que impone a la muchedumbre (comprendidos los pretendidos «intelectuales») el empleo de una simple palabra, ¿no tenemos razón al llamarle «superstición de la ciencia»?

Naturalmente, la propaganda «cientificista» no se ejerce solo en el interior, bajo la doble forma de la «instrucción obligatoria» y de la vulgarización; se prosigue sistemáticamente también en el exterior, como todas las demás variedades del proselitismo occidental. Por todas partes donde los europeos se han instalado, han querido extender los supuestos «beneficios de la instrucción», y siempre según los mismos métodos, sin intentar la menor adaptación, y sin preguntarse si no existe ya allí algún otro género de instrucción; todo lo que no viene de ellos debe tenerse por nulo e inexistente, y la «igualdad» no permite a los diferentes pueblos y a las diferentes razas tener su mentalidad propia; por lo demás, el principal «beneficio» que esperan de esta instrucción aquellos que la imponen, es probablemente, siempre y por todas partes, la destrucción del espíritu tradicional. Por lo demás, desde que salen de su casa, la «igualdad» tan querida por los occidentales se reduce únicamente a la uniformidad; el resto de lo que implica no es artículo de exportación y no concierne más que a las relaciones de los occidentales entre sí, ya que se creen incomparablemente superiores a todos los demás hombres, entre los cuales no hacen apenas distinciones: es así que los negros más bárbaros y los orientales más cultivados son tratados casi de la misma manera, puesto que están igualmente fuera de la única «civilización» que tenga derecho a la existencia. Así pues, los europeos se limitan generalmente a enseñar los más rudimentarios de todos sus conocimientos; no es difícil figurarse cómo deben ser apreciados por los orientales, para quienes incluso lo que hay de más elevado en esos conocimientos aparece como notable precisamente por su estrechez y teñido de una simpleza bastante grosera. Como los pueblos que tienen una civilización propia se muestran más bien refractarios a esta instrucción tan jaleada, mientras que los pueblos sin cultura la sufren mucho más dócilmente, los occidentales no están lejos quizás de juzgar a los segundos superiores a los primeros; reservan una estima al menos relativa a aquellos que consideran como susceptibles de «elevarse» a su nivel, aunque no sea sino después de algunos siglos del régimen de «instrucción obligatoria» y elemental. Desafortunadamente, lo que los occidentales llaman «elevarse», hay quienes, en lo que les concierne, lo llamarían «rebajarse»; y eso es lo que piensan a este respecto todos los orientales, incluso si no lo dicen, y si prefieren, como ocurre lo más frecuentemente, encerrarse en el silencio más desdeñoso, dejando (hasta tal punto eso les importa poco) a la vanidad occidental libre de interpretar su actitud como le plazca.

Los europeos tienen una opinión tan alta de su ciencia que creen en su prestigio irresistible, y se imaginan que los demás pueblos deben caer presa de admiración ante sus descubrimientos más insignificantes; este estado de espíritu, que les conduce a veces a singulares errores, no es completamente nuevo, y hemos encontrado en Leibnitz un ejemplo de él bastante divertido. Se sabe que este filósofo había concebido el proyecto de establecer lo que él llamaba una «característica universal», es decir, una suerte de álgebra generalizada, aplicable a las nociones de todo orden, en lugar de estar restringida únicamente a las cuantitativas; por lo demás, esta idea le había sido inspirada por algunos autores de la edad media, concretamente Raimond Lull y Trithemo. Ahora bien, en el curso de los estudios que hizo para intentar realizar este proyecto, Leibnitz fue llevado a preocuparse de la significación de los caracteres ideográficos que constituyen la escritura china, y más particularmente de las figuras simbólicas que forman la base del Yi-King; vamos a ver cómo comprendió estos últimos: «Leibnitz, dice L. Couturat, creía haber encontrado por su numeración binaria (numeración que no emplea más que los signos 0 y 1, y en la que él veía una imagen de la creación ex nihilo) la interpretación de los caracteres de Fo-hi, símbolos chinos misteriosos y de una alta antigüedad, cuyo sentido no conocían ni los misioneros europeos ni los chinos mismos… Proponía emplear esa interpretación, para la propagación de la fe en China, teniendo en cuenta que era apropiada para dar a los chinos una elevada idea de la ciencia europea, y para mostrar el acuerdo de ésta con las tradiciones venerables y sagradas de la sabiduría china. Juntó esta interpretación a la exposición de su aritmética binaria que envió a la Academia de las Ciencias de París» (3). He aquí, en efecto, lo que leemos textualmente en la memoria de que se trata:

«Lo que hay de sorprendente en este cálculo (de la aritmética binaria), es que esta aritmética por 0 y 1 se encuentra que contiene el misterio de las líneas de un antiguo rey y filósofo llamado Fohy, que se cree que vivió hace más de cuatro mil años (4), y que los chinos consideran como el fundador de su imperio y de sus ciencias. Hay varias figuras lineales que se le atribuyen, y que equivalen todas a esta aritmética; pero basta poner aquí la Figura de los ocho Cova (5), como se la llama, que pasa por fundamental, y adjuntarle la explicación que es manifiesta, siempre que se observe primeramente que una línea recta entera significa la unidad ó 1, y en segundo lugar que una línea quebrada significa el cero ó 0. Los chinos han perdido la significación de los Cova o Lineaciones de Fohy, quizás desde hace más de mil años, y han hecho comentarios al respecto, donde han buscado no se sabe muy bien qué sentidos lejanos, de suerte que ha sido menester que la verdadera explicación les venga ahora de los europeos. He aquí como: apenas hace más de dos años que envié a R. P. Bouvet, jesuita francés célebre, que reside en Pekín, mi manera de contar por 0 y 1, y no ha hecho falta más para hacerle reconocer que tal es la clave de las figuras de Fohy. Así, al escribirme el 14 de noviembre de 1701, me envió la gran figura de ese Príncipe Filósofo que va a 64 (6), y que ya no deja dudas de la verdad de nuestra interpretación, de suerte que se puede decir que ese padre ha descifrado el enigma de Fohy, con la ayuda de lo que yo le había comunicado. Y como estas figuras son quizás el monumento de ciencia más antiguo que haya en el mundo, esta restitución de su sentido, después de un intervalo de tiempo tan grande, parecerá tanto más curiosa… Y este acuerdo me da una gran opinión de la profundidad de las meditaciones de Fohy. Ya que lo que nos parece fácil ahora, no lo era en absoluto en aquellos tiempos lejanos…

 

 

Ahora bien, como se cree en la China que Fohy es también autor de los caracteres chinos, aunque muy alterados por el paso de los tiempos, su ensayo de aritmética hace juzgar que podría encontrarse también en él algo considerable en relación a los números y a las ideas, si se pudiera desentrañar el fundamento de la escritura china, tanto más cuanto que en la China se cree que Fohy tuvo en consideración los números al establecerla. El R. P. Bouvet se siente muy inclinado a impulsar este punto, y es muy capaz de hacerle destacar de muchas maneras. No obstante, yo no sé si ha habido nunca en la escritura china una ventaja que se acerque a lo que debe haber necesariamente en una Característica como la que yo proyecto. Así, todo razonamiento que se puede sacar de las nociones, podría sacarse de sus Caracteres por una manera de cálculo, que sería uno de los medios más importantes de ayudar al espíritu humano» (7). Hemos tenido que reproducir extensamente este curioso documento, que permite medir hasta dónde podía llegar la comprehensión de aquél que consideramos no obstante como el más «inteligente» de todos los filósofos modernos: Leibnitz estaba persuadido de antemano que su «característica», que por lo demás no llegó a constituir nunca (y los «logísticos» de hoy día no están apenas más avanzados), no podría dejar de ser muy superior a la ideografía china; y lo mejor de todo, es que piensa que hace un gran honor a Fo-hi al atribuirle un «ensayo de aritmética» y la primera idea de su pequeño juego de numeración. Nos parece ver aquí la sonrisa de los chinos, si se les hubiera presentado esta interpretación un poco pueril, que habría estado muy lejos de darles «una idea elevada de la ciencia europea», pero que habría sido adecuada para hacerles apreciar muy exactamente su alcance real. La verdad es que los chinos nunca han «perdido la significación», o más bien las significaciones de los símbolos de que se trata; únicamente, no se creían obligados a explicárselos al primero que llega, sobre todo si juzgaban que eso sería un trabajo perdido; y Leibnitz, al hablar de «yo no sé qué sentidos lejanos», confiesa en suma que no comprende nada. Son esos sentidos, cuidadosamente conservados por la tradición (a la que los comentarios no hacen más que seguir fielmente) los que constituyen la «verdadera explicación», y por lo demás no tienen nada de «místico»; ¿pero qué mejor prueba de incomprehensión se podría dar que tomar símbolos metafísicos por «caracteres puramente numerales»? Símbolos metafísicos, he aquí en efecto lo que son esencialmente los «trigramas» y los «hexagramas», representación sintética de teorías susceptibles de recibir desarrollos ilimitados, y susceptibles también de adaptaciones múltiples, si, en lugar de quedarse en el dominio de los principios, se quiere hacer aplicación de ellos a tal o cual orden determinado. Leibnitz se habría sorprendido mucho si se le hubiera dicho que su interpretación aritmética encontraba lugar también entre esos sentidos que rechazaba sin conocerlos, pero solo en un rango completamente accesorio y subordinado; ya que esa interpretación no es falsa en sí misma, y es perfectamente compatible con todas las demás, pero es completamente incompleta e insuficiente, insignificante incluso cuando se considera aisladamente, y no puede cobrar interés más que en virtud de la correspondencia analógica que liga los sentidos inferiores al sentido superior, conformemente a lo que hemos dicho de la naturaleza de las «ciencias tradicionales». El sentido superior, es el sentido metafísico puro; todo lo demás, no son más que aplicaciones diversas, más o menos importantes, pero siempre contingentes: es así que puede haber una aplicación aritmética como hay una indefinidad de otras, como hay por ejemplo una aplicación lógica, que hubiera podido servir más al proyecto de Leibnitz si éste la hubiera conocido, como hay una aplicación social, que es el fundamento del Confucionismo, como hay una aplicación astronómica, la única que los japoneses hayan podido aprehender nunca (8), como hay incluso una aplicación adivinatoria, que los chinos consideran por lo demás como una de las más inferiores de todas, y cuya práctica abandonan a los juglares errantes. Si Leibnitz se hubiera encontrado en contacto directo con los chinos, éstos quizás le hubieran explicado (pero, ¿lo habría comprendido?) que incluso las cifras de las que se servía podían simbolizar ideas de un orden mucho más profundo que las ideas matemáticas, y que es en razón de un tal simbolismo como los números desempeñaban un papel en la formación de los ideogramas, no menos que en la expresión de las doctrinas pitagóricas (lo que muestra que estas cosas no eran ignoradas por la antigüedad occidental). Los chinos habrían podido aceptar incluso la notación por 0 y 1, y tomar estos «caracteres puramente numéricos» para representar simbólicamente las ideas metafísicas del yin y del yang (que, por lo demás, no tienen nada que ver con la concepción de la creación ex nihilo), aun con muy buenas razones para preferir, como más adecuada, la representación proporcionada por las «lineaciones » de Fo-hi, cuyo objeto propio y directo está en el dominio metafísico. Hemos desarrollado este ejemplo porque muestra claramente la diferencia que existe entre el sistematismo filosófico y la síntesis tradicional, entre la ciencia occidental y la sabiduría oriental; con este ejemplo, que tiene para nosotros, él también, un valor de símbolo, no es difícil reconocer de qué lado se encuentran la incomprehensión y la estrechez de miras (9). Leibnitz, al pretender comprender los símbolos chinos mejor que los chinos mismos, es un verdadero precursor de los orientalistas, que tienen, los alemanes sobre todo, la misma pretensión respecto a todas las concepciones y a todas las doctrinas orientales, y que se niegan totalmente a tener en cuenta el punto de vista de los representantes autorizados de esas doctrinas: hemos citado en otra parte el caso de Deussen imaginándose explicar Shankarâchârya a los hindúes, e interpretándole a través de las ideas de Schopenhauer; éstas son manifestaciones propias de una sola y misma mentalidad.

A propósito de esto, debemos hacer aún una última observación: es que los occidentales, que proclaman tan insolentemente en toda ocasión la creencia en su propia superioridad y en la de su ciencia, están verdaderamente muy equivocados cuando tratan a la sabiduría oriental de «orgullosa», como algunos de entre ellos lo hacen a veces, bajo pretexto de que no se sujeta a las limitaciones que les son habituales, y porque no pueden soportar lo que les rebasa; es éste uno de los defectos habituales de la mediocridad, y es lo que constituye el fondo del espíritu democrático. El orgullo, en realidad, es algo completamente occidental; la humildad también, por lo demás, y, por paradójico que eso pueda parecer, hay una solidaridad bastante estrecha entre esos dos contrarios: es un ejemplo de la dualidad que domina todo el orden sentimental, y de la que el carácter propio de las concepciones morales proporciona la prueba más concluyente, ya que las nociones de bien y de mal no podrían existir más que por su oposición misma. En realidad, el orgullo y la humildad son igualmente extraños e indiferentes a la sabiduría oriental (podríamos decir también a la sabiduría sin epíteto), porque ésta es de esencia puramente intelectual, y enteramente desprovista de toda sentimentalidad; sabe que el ser humano es a la vez mucho menos y mucho más de lo que creen los occidentales, los de hoy día al menos, y sabe también qué es exactamente lo que el hombre debe ser para ocupar el lugar que le está asignado en el orden universal. El hombre, queremos decir la individualidad humana, no tiene de ninguna manera una situación privilegiada o excepcional, ni en un sentido ni en otro; no está ni arriba ni abajo en la escala de los seres; representa simplemente, en la jerarquía de las existencias, un estado como los demás, entre una indefinidad de otros, de los que muchos le son superiores, y de los que muchos también le son inferiores.

 

No es difícil constatar, a ese respecto mismo, que la humildad se acompaña gustosamente de un cierto género de orgullo: por la manera en que se busca a veces en Occidente rebajar al hombre, se encuentra siempre el medio de atribuirle al mismo tiempo una importancia que no podría tener realmente, al menos en tanto que individualidad; quizás hay en eso un ejemplo de esa suerte de hipocresía inconsciente que es, a un grado o a otro, inseparable de todo «moralismo», y en la que los orientales ven bastante generalmente uno de los caracteres específicos de lo Occidental.

 

No es difícil constatar, a ese respecto mismo, que la humildad se acompaña gustosamente de un cierto género de orgullo: por la manera en que se busca a veces en Occidente rebajar al hombre, se encuentra siempre el medio de atribuirle al mismo tiempo una importancia que no podría tener realmente, al menos en tanto que individualidad; quizás hay en eso un ejemplo de esa suerte de hipocresía inconsciente que es, a un grado o a otro, inseparable de todo «moralismo», y en la que los orientales ven bastante generalmente uno de los caracteres específicos de lo Occidental. Por lo demás, no siempre existe ese contrapeso de la humildad; hay también, en buen número de otros occidentales, una verdadera deificación de la razón humana, que se adora a sí misma, sea directamente, sea a través de la ciencia que es su obra; es la forma más extrema del racionalismo y del «cientificismo», pero es también su conclusión más natural y, sobre todo, la más lógica. En efecto, cuando no se conoce nada más allá de esta ciencia y de esta razón, se puede tener la ilusión de su supremacía absoluta; cuando no se conoce nada superior a la humanidad, y más especialmente a este tipo de humanidad que representa el Occidente moderno, se puede estar tentado de divinizarla, sobre todo si el sentimentalismo se mezcla en ello (y ya hemos mostrado que está lejos de ser incompatible con el racionalismo). Todo eso no es más que la consecuencia inevitable de esta ignorancia de los principios que hemos denunciado como el vicio capital de la ciencia occidental; y, a pesar de las protestas de Littré, no pensamos que Augusto Comte se haya desviado lo más mínimo del positivismo al querer instaurar una «religión de la Humanidad»; este «misticismo» especial no era nada más que un intento de fusión de las dos tendencias características de la civilización moderna. Más aún, existe incluso un pseudomisticismo materialista: hemos conocido a gentes que llegaban hasta declarar que, aún cuando no tuvieran ningún motivo racional para ser materialistas, no obstante lo seguirían siendo, únicamente porque es «más bello hacer el bien» sin esperar ninguna recompensa posible. Estas gentes, sobre cuya mentalidad el «moralismo» ejerce una influencia tan poderosa (y su moral, aunque se titula «científica», por ello no es menos puramente sentimental en el fondo), son naturalmente de aquellos que profesan la «religión de la ciencia»; como eso no puede ser en verdad más que una «pseudoreligión» es mucho más justo, desde nuestro punto de vista, llamar a eso «superstición de la ciencia»; una creencia que no reposa más que sobre la ignorancia (incluso «sabia») y sobre vanos prejuicios, no merece ser considerada de otro modo que como una vulgar superstición.

 

René Guénon o Abd al-Wâhid Yahyâ (segundo por la izquierda) en El Cairo, 1947.

 


 NOTAS

(1) Kritik der reinen Vernunft, ed. Hartenstein, p. 256

(2) Decimos naturalismo de hecho porque esta limitación es aceptada por muchas gentes que no hacen profesión de naturalismo en el sentido más especialmente filosófico; de igual modo hay una mentalidad positivista que no supone de ningún modo la adhesión al positivismo en tanto que sistema.

(3)  La Logique de Leibnitz, pp. 474-475

(4) La fecha exacta es 3468 antes de la era Cristiana, según una cronología basada sobre la descripción precisa del estado del cielo en aquella época; agregaremos que el nombre de Fo-hi sirve en realidad de designación a todo un periodo de la historia china.

(5) Koua es el nombre chino de los «trigramas», es decir, de las figuras que se obtienen juntando tres a tres, de todas las maneras posibles, trazos plenos y quebrados, que son efectivamente en número de ocho.

(6) Se trata aquí de los sesenta y cuatro «hexagramas» de Wen-wang, es decir, de las figuras de seis trazos formadas combinando los ocho «trigramas» dos a dos. Anotamos de pasada que la explicación de Leibnitz es completamente incapaz de explicar, entre otras cosas, por qué estos «hexagramas», así como los «trigramas» de los que se derivan, se disponen siempre en un tablero de forma circular.

(7)   Explication de l’Arithmétique binaire, qui se sert des seuls caractères 0 et 1, avec des remarques sur son utilité, et sur ce qu’elle donne le sens des anciennes figures chinoises de Fohy, Mémoires de l’Académio des Sciences, 1703: Ouvres mathématiques de Leibnitz, éd. Gerhardt, t. VII, pp. 226-227. — Ver también De Dyadicis: ibid., t. VII, pp. 233-234. Ese texto termina así: «Ita mirum accidit, ut Pures ante ter et amplius (millia) annos nota in extremo nostri continentis oriente, nunc in extremo ejus occidente, sed melioribus ut spero auspiciis resuscitaretur. Nam non apparet, antea usum hujus characterismi ad augendam numerorum scientiam innotuisse. Sinenses vero ipsi ne Arithmeticam quidem rationem intelligentes nescio quos mysticos significatus in characteribus mere numeralibus sibi fingebant ».

(8) La traducción francesa del Yi-King por Philastro (Annales du Musée Guimet, t. VIII y t. XXIII), que por otra parte es una obra extremadamente notable, tiene el defecto de considerar demasiado exclusivamente el sentido astronómico.

(9) Recordaremos aquí lo que hemos dicho de la pluralidad de sentidos de todos los textos tradicionales, y especialmente de los ideogramas chinos: Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 2ª parte, cap. IX. — Agregaremos también esta cita tomada de Philastro: «En chino, la palabra (o el carácter) no tiene casi nunca un sentido absolutamente definido y limitado; el sentido resulta muy generalmente de la posición en la frase, pero ante todo de su empleo en tal o cual libro más antiguo y de la interpretación admitida en ese caso… La palabra no tiene valor más que por sus acepciones  tradicionales» (Yi-king, 1ª parte, p. 8).

 

Tenida masónica

 

 

 


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