ÍNDICE: HISTORIA DE LAS PERSECUCIONES POLÍTICAS Y RELIGIOSAS EN EUROPA
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CAPÍTULO VII
Los cruzados entraron al fin en los dominios del conde de Tolosa, quemando asesinando y destruyendo cuando encontraban al paso hasta llegar a las puertas de la capital, donde el conde Raimundo los esperaba. Este Señor con los condes de Foix y de Cominges y los soldados navarros, que tenía asalariados, dio en las huertas y jardines que rodean a Tolosa un terrible combate a los cruzados, matándoles mucha gente antes de encerrarse en la ciudad y sus arrabales.
El legado del Papa vio aumentarse el número de los defensores de la ciudad con los mismos católicos que esperaba se pondrían a sus órdenes para destruirla.
Aunque numeroso, el ejército de Montfort, no bastaba para bloquear la ciudad ni para tomarla a viva fuerza, desde que la unión de sus habitantes privó a los sitiadores de la cooperación de los católicos; así fue que al cabo de quince días, después de sufrir las vigorosas salidas de los sitiados, tuvieron que retirarse. Esto ocurría a fines de junio de 1211, y aquellos se vengaron de su derrota arrasando las huertas, viñas y arboledas de la hermosa campiña que circunda a Tolosa, no dejando en pie nada de cuando había sobre aquella tierra privilegiada.
Al día siguiente de la derrota levantó Raimundo sus tiendas y se replegó hacia el Albigeois, el Agenais y el Querci, donde recobró muchas aldeas y fortalezas, débiles ventajas que no compensaron la triste prueba de la inferioridad de los meridionales ante aquellos hombres de hierro, que pasaban su vida desarrollando su fuerza con el continuo manejo de las armas. La leva en masa del Mediodía no pudo acabar en campaña rasa con un puñado de hombres del Norte.
La avidez de los vencedores se mostró tan al descubierto, que muchos católicos de buena fe empezaron a abrir los ojos, comprendiendo que, para aquellos señores, el celo religioso que manifestaban no era más que una hipócrita careta para encubrir su ambición y sórdida avaricia.
El clamor de un pueblo entero violenta e injustamente desheredado, despojado, diezmado, encontró un eco al otro lado de los montes, y un gran acontecimiento ocurrido en la península Ibérica devolvió la esperanza a los oprimidos. Las hordas agarenas vencidas en las Navas de Tolosa por castellanos, navarros y aragoneses auxiliados por numerosas legiones de cristianos de allende los Pirineos, dejaron libre al rey de Aragón para intervenir a favor del Languedoc, donde más de un estado le reconocía por señor y donde era muy popular.
Grave era esta nueva actitud que tomaba el Papa, y parecía anunciar una política más tolerante. Sin embargo, no fue así. Legados, jefes, soldados, obispos nuevamente establecidos en la provincia de Narbona y sus amigos de Gascuña y de Provenza, que habían explotado la cruzada contra los herejes o que esperaban explotarla, no tuvieron escrúpulo en desobedecer al Papa, a pesar de titularse católicos; desobedecieron audazmente al Soberano Pontífice, y rehusaron admitir la justificación del conde Raimundo y de sus aliados
Sumario
Entrada de los cruzados en el condado de Tolosa.- Unión de los tolosanos contra los cruzados, sin distinción de religiones.- Sitio de Tolosa.- Retirada.- Destrozos causados por los cruzados en los alrededores de Tolosa.-Disolución del ejercito católico.- Modo como Simón le pagaba.- Raimundo y sus aliados toman la ofensiva.- Victoria de Simón en Bordes.- Retirada de Raimundo.- Montfort toma la ofensiva principios de 1212.- Decretos del parlamento de Pamiers.- Ambiciones entre los vencedores.-D. Pedro de Aragón en Tolosa.- Inutilidad de sus reclamaciones al Papa a favor de Raimundo.- Nueva cruzada.- Sitio de Muret.- Muerte del rey Pedro.- Derrota de los meridionales.
I
Los cruzados entraron al fin en los dominios del conde de Tolosa, quemando asesinando y destruyendo cuando encontraban al paso hasta llegar a las puertas de la capital, donde el conde Raimundo los esperaba. Este Señor con los condes de Foix y de Cominges y los soldados navarros, que tenía asalariados, dio en las huertas y jardines que rodean a Tolosa un terrible combate a los cruzados, matándoles mucha gente antes de encerrarse en la ciudad y sus arrabales.
La proximidad del peligro produjo la unión de las facciones en que estaban divididos los habitantes de Tolosa. Los mismos católicos, cuando vieron de cerca al ejército de los cruzados, no pudieron menos de abrir los ojos sobre el abismo a que su prelado arrastraba su patria. Abandonando a Montfort, se reconciliaron lealmente con sus antiguos adversarios de la hermandad negra, alistándose como ellos bajo la bandera del Conde y de los cónsules de la ciudad.
Folquet, salió de Tolosa procesionalmente y con los pies desnudos, seguido del clero; pero la hermandad blanca, en la que estaban alistados los católicos, se quedó en la ciudad, con lo cual el ejército cruzado tuvo que renunciar por entonces a apoderarse de Tolosa.
El legado del Papa vio aumentarse el número de los defensores de la ciudad con los mismos católicos que esperaba se pondrían a sus órdenes para destruirla.
II
Aunque numeroso, el ejército de Montfort, no bastaba para bloquear la ciudad ni para tomarla a viva fuerza, desde que la unión de sus habitantes privó a los sitiadores de la cooperación de los católicos; así fue que al cabo de quince días, después de sufrir las vigorosas salidas de los sitiados, tuvieron que retirarse. Esto ocurría a fines de junio de 1211, y aquellos se vengaron de su derrota arrasando las huertas, viñas y arboledas de la hermosa campiña que circunda a Tolosa, no dejando en pie nada de cuando había sobre aquella tierra privilegiada.
Dirigíosle Montfort en seguida hacia Querci, y la ciudad de Cahors y su obispo renunciaron a la obediencia del conde de Tolosa, para reconocer a Simón por soberano. Aquel fue el último triunfo que obtuvo en aquella campaña el jefe de los cruzados. La mayor parte de sus soldados, lo abandonaron en cuanto pasaron los cuarenta días que debía durar la cruzada, y solo quedaron a su servicio algunos miles de mercenarios.
Según las Cansos de la Cruzada, que tenemos a la vista, Simón pagaba a su gente, con las telas, muebles y toda clase de botín tomado en las plazas conquistadas.
El conde de Tolosa y sus aliados, aprovecharon el invierno preparándose para la próxima campaña. Savari de Mauleon, Senescal del rey Juan de Inglaterra en la Guyana, se unió al conde de Tolosa a la cabeza de una legión de aquitanios y de gascones, y la población exasperada se levantó en masa en todos los dominios del conde y señoríos de los Pirineos.
El conde de Montfort, se metió en Castelnaudari, una de sus plazas menos fuertes, y ordenó a Bouchard de Montmorencia que mandaba en Labaur, que le llevase el resto de sus tropas y un gran convoy de víveres preparado en Carcasona; pero el conde de Foix se adelantó para sorprenderlo en un lugar llamado San Martín de Bordes: el convoy fue arrebatado después de un terrible choque; más los aventureros navarros se desbandaron por apoderarse del botín, y esto hizo perder la ventaja y empeñarse una batalla general en la cual tomó parte Simon de Montfort, saliendo de Castelnaudari con sus hombres de armas, y obligando a los tolosanos, a pesar de la superioridad de su número a retirarse. Fue aquel un combate de caballería, en el cual no tomaron parte las legiones de infantería del conde de Tolosa, que permanecieron espectadoras, amontonadas en su campamento.
Al día siguiente de la derrota levantó Raimundo sus tiendas y se replegó hacia el Albigeois, el Agenais y el Querci, donde recobró muchas aldeas y fortalezas, débiles ventajas que no compensaron la triste prueba de la inferioridad de los meridionales ante aquellos hombres de hierro, que pasaban su vida desarrollando su fuerza con el continuo manejo de las armas. La leva en masa del Mediodía no pudo acabar en campaña rasa con un puñado de hombres del Norte.
III
Simón tomó la ofensiva a principios de 1212, ayudado por los arzobispos de Reims, y de Ruan, los obispos de Laon y de Foul, el preboste de Colonia, y otros que le trajeron muchos cruzados: invadió el Agenais y después los países de Cominges de Foix y de Bearn, con objeto de destruir uno tras otro los apoyos del conde Raimundo antes de acometerle en Tolosa. A la fuerza de las armas agregó las argucias de la política: renovó la población militar del país, repartiendo los señoríos y los cargos públicos, arrebatados a los del Languedoc, entre los franceses y otras gentes del Norte que le acompañaban.
Entre otras medidas hizo decretar a un parlamento de hechuras suyas que reunió en Pamiers en el mes de noviembre; mandó que durante 10 años, las mujeres que no perteneciesen a la clase de siervos no podrían casarse con sus conciudadanos, teniendo por fuerza que tomar por maridos a extranjeros o permanecer solteras. Los nobles y ciudadanos indígenas se vieron obligados a enviar delegados a Pamiers, para sancionar con su presencia las leyes hechas por los conquistadores. Como todo opresor que necesita buscar popularidad para hacer olvidar su propia tiranía. Simon de Montfort prohibió a los señores feudales las exacciones arbitrarias y abolió los peajes indebidamente establecidos. Prohibió a los nobles reconstruir los castillos desmantelados sin consentimiento suyo.
Los obispos no fueron tampoco mejor tratados: la gente de iglesia que dirigía y acompañaba la cruzada, se repartió a su gusto las señorías eclesiásticas, ni mas ni menos que habían hecho los cruzados seglares con los feudos de los vencidos. El abad del Cister, legado del Papa, fue elegido obispo de Narbona, y tomó el título de duque del mismo nombre con pretensiones a la soberanía de toda la provincia, lo que no hizo más gracia al de Montfort que al conde Raimundo.
El abad de Vaux Cernai obtuvo el obispado de Carcasona, y otros monjes del Cister no salieron peor provistos; solo el archidiácono de París fue bastante desinteresado para rehusar el obispado de Bezieres.
Esta avidez de los vencedores se mostró tan al descubierto, que muchos católicos de buena fe empezaron a abrir los ojos, comprendiendo que, para aquellos señores, el celo religioso que manifestaban no era más que una hipócrita careta para encubrir su ambición y sórdida avaricia.
IV
El clamor de un pueblo entero violenta e injustamente desheredado, despojado, diezmado, encontró un eco al otro lado de los montes, y un gran acontecimiento ocurrido en la península Ibérica devolvió la esperanza a los oprimidos. Las hordas agarenas vencidas en las Navas de Tolosa por castellanos, navarros y aragoneses auxiliados por numerosas legiones de cristianos de allende los Pirineos, dejaron libre al rey de Aragón para intervenir a favor del Languedoc, donde más de un estado le reconocía por señor y donde era muy popular.
Raimundo de Tolosa salió al encuentro de Pedro de Aragón, y puso en sus manos sus tierras, su hijo y su mujer, (esta era hermana de Pedro) para que los defendiera o los abandonase al usurpador extranjero.
Pedro recibió solemnemente en Tolosa el homenaje de los dos Raimundos padre e hijo, y despachó a Roma una embajada con cartas para el Papa, denunciándole enérgicamente las iniquidades de Montfort y de sus propios legados, el asesinato del vizconde de Bezieres, el saqueo de tantas ciudades, castillos y ciudadanos católicos, la violenta invasión de los estados del conde su cuñado, a quien habían quitado todo menos Tolosa y Montauban, y que sin embargo deseaba hacer la paz con la Iglesia e ir a guerrear contra los infieles en Palestina o en España, a condición de que devolviese a su hijo los señoríos usurpados. También reclamó Pedro de Aragón la restitución de las tierras arrebatadas a sus vasallos, los condes de Foix, y de Cominges, y el vizconde de Bearn.
Inocencio III no podía dudar de la buena fe del rey Pedro y escribió varias cartas, a cual más severa, a sus legados y al de Montfort, reprendiéndoles sus violencias y su avaricia, e intimándoles que se entendieran con el rey de Aragón para terminar los asuntos de Tolosa y evacuar las tierras de los vasallos de la corona de dicho rey; y no contento con esto, suspendió hasta nueva orden, en enero de 1213, la predicación de la cruzada contra los albigenses.
Grave era esta nueva actitud que tomaba el Papa, y parecía anunciar una política más tolerante. Sin embargo, no fue así. Legados, jefes, soldados, obispos nuevamente establecidos en la provincia de Narbona y sus amigos de Gascuña y de Provenza, que habían explotado la cruzada contra los herejes o que esperaban explotarla, no tuvieron escrúpulo en desobedecer al Papa, a pesar de titularse católicos; desobedecieron audazmente al Soberano Pontífice, y rehusaron admitir la justificación del conde Raimundo y de sus aliados, escribiéndole para disculparse cartas furibundas, en las cuales daban la religión por perdida en la Mediodía, si se concedía el menor respiro a los tolosanos y a sus protectores.
“Armaos del celo de los Macabeos, Señor Papa, le escribían los prelados católicos, destruid, acabad con todos los malvados que encierra esta Sodoma, esta Gomorra llamada Tolosa. Que este tirano que este hereje Raimundo lo mismo que su hijo no pueda ya volver a levantar su cabeza medio aplastada! ¡Aplastadlos con mayor fuerza todavía!
V
Entre las reclamaciones del rey de Aragón y el furioso clamor de tantas pasiones e intereses conjurados, Inocencio III se decidió por estos y revocó lo que había escrito a favor de Raimundo y de sus amigos, mandando a su querido hijo el de Aragón separarse del Tolosano y de sus adherentes; pero la voz del Pontífice no fue escuchada por el Rey Pedro. “el brillante y caballeresco D. Pedro, dice el historiador francés de quien es tratamos estas líneas, era demasiado generoso para abandonar la causa de sus hermanos del Languedoc”.
Cuando perdió toda esperanza de un acomodamiento honroso, envío a Simon de Montfort un cartel de desafío rehusando su vasallaje, y se fue al otro lado de los montes, que volvió a repasar bien pronto trayendo un millar de lanzas catalanas y aragonesas. Puso sitio a Muret, pequeña plaza sobre el Garona a cuatro leguas Sud-Oeste de Tolosa, guarnecida por los cruzados.
El conde Raimundo, entretanto, entró en Tolosa con los de Foix, de Cominges y el vizconde de Bearn, después de haber tomado por asalto el castillo de Pujols y ahorcado en él a sesenta caballeros franceses en represalias de las crueldades cometidas por Montfort. Para corresponder al arrojo de su cuñado el aragonés, hizo pregonar a son de trompetas en toda la ciudad, que todo hombre corriese a las armas y fuese a unirse al rey de Aragón delante de Muret. “Tantas gentes se reunieron, que nadie hubiera podido contarlas… y se marchó derecho a Muret, donde provenzales, gascones y aragoneses se agasajaron grande y recíprocamente.”
Esto ocurría el 10 de septiembre de 1213. – Supo Simón en Saverdun el ataque de Muret, y aunque sus fuerzas eran muy escasas a consecuencia de la guerra entre Francia e Inglaterra, que entretenía los hombres de armas en el Norte corrió al encuentro del enemigo.
Aunque se había cruzado contra la voluntad de su padre, Luis de Francia, hijo del rey Felipe, no pudo tampoco acudir al socorro de Simón, que tuvo que contentarse con las gentes de armas de los obispos de Orleans y de Auxerre, y algunos caballeros. Entre estos se contaban el terrible Guillermo de Barres, el Rolando de su siglo, hermano uterino de Simón, y Baldouin de Tolosa, hermano de Raimundo que había desertado de sus banderas, porque no obtenía en ellas el rango que creía corresponderle.
“Los campeones del Crucificado, dice Guillermo de Puy Laurens, escogieron para dar la batalla el día de la exaltación de la Santa Cruz: confesaron sus pecados, se fortificaron con el pan saludable del altar y se prepararon al combate”.
Dirigióse Simón a Muret con mil hombres de armas y otros tantos de Iglesia entre obispos, misioneros y frailes de varias órdenes y categorías.
VI
No tenían todos los cruzados la misma confianza que Simón en el triunfo de su causa: en el camino un clérigo trató de apartar al Conde de su empresa; pero él le enseñó una carta diciéndole:
– Leed lo que ha caído en mis manos.
El cura vio que la carta estaba dirigida por el rey de Aragón a una dama tolosana, casada con un hidalgo tolosano. El aragonés le decía que venía por solo su amor a arrojar a los franceses de su país, y otras cosas del mismo jaez.
– Y bien, le dijo el clérigo después de leerla, ¿ qué queréis decir con esto?
– Que quiero decir! Exclamó Simón: que no debo temer a un rey que marcha contra Dios por una mujer perdida (pro una meretrice, dice el cronista).
Los príncipes coligados, al saber la marcha del de Montfort, suspendieron el asedio de Muret, y le dejaron entrar sin obstáculo en la plaza, con objeto según decían, “de acabar de una vez la partida”.
Simón pasó la noche pensando en los medios de triunfar de sus enemigos.
El rey de Aragón, la pasó en los brazos de una de sus queridas, según afirma la crónica.
Al despuntar el alba, los jefes del ejército del Mediodía se reunieron en un prado en conferencia. El conde Raimundo que había tenido ocasión en Castelnaudari de apreciar lo que valía la gendarmería francesa, fue de opinión de atrincherarse y esperar a los cruzados en su campamento; pero los caballeros españoles, fieros y orgullosos de sus proezas contra los moros, trataron aquel prudente consejo de cobardía, gritaron “a las armas”, y todos se precipitaron sobre los cruzados que salían de la plaza a guisa de reconocimiento: obligáronlos a entrar en ella más que deprisa; pero cuando creían entrar tras ellos, se vieron rechazados con energía, y se volvieron a su campamento para comer, dejando el asalto para mejor ocasión.
Viendo Simón la torpeza y el desorden de sus adversarios, puso en armas toda su gente sin perder un momento. El obispo Folquet, vestido de pontifical, con un pedazo de la verdadera Cruz en la mano, arengó a los cruzados, que adoraron unos tras otros la reliquia: más como la adoración individual y sucesiva durase mucho, el obispo de Cominges tomó de manos del de Tolosa el sagrado leño, subió sobre un poste y bendijo el ejército, prometido en nombre de Jesucristo, que el que muriese en aquella jornada iría derecho al Paraíso, sin pasar por el Purgatorio.
Concluida la ceremonia, el ejercitó se formó en tres líneas “en honor de la Santísima Trinidad”, según dice un escritor contemporáneo de la cruzada, y se dirigió sobre los meridionales, mientras las gentes de Iglesia volvían a la ciudad a rezar en los templos por el triunfo de las armas católicas. Contábase entre ellos nuestro compatriota Santo Domingo de Guzmán, y sus plegarias fueron tales, y tantos sus lamentos y gritos que atronaban el templo.
Muchos creyeron ver una aparición de Cristo, lo que no contribuyó poco a aumentar el fervor de sus plegarias y la confianza en el exterminio de los herejes.
VII
Salieron al campo los cruzados por la puerta oriental de la fortaleza, como si pretendieran escapar en dirección a Carcassez; pero haciendo una rápida conversión, cayeron sobre el campamento enemigo.
“Los provenzales comían y bebían descuidados sin guardas ni centinelas”.
Los de Tolosa corrieron a las armas fuera del campamento “sin escuchar Rey ni Conde”, y los cruzados no encontraron un ejército en batalla dispuesto a recibirlos, sino una masa en el desorden más completo.
“Los guerreros del conde Simón, llegaron dispuestos en tres filas, según el oren y costumbre de la disciplina militar; los últimos cuerpos apresuraron el paso cargando al mismo tiempo que los primeros, pues de la simultaneidad del choque dependía la victoria, y arrollaron de tal manera a los caballeros del conde de Foix, que los arrojaron ante ellos, como el viento lleva ante si el polvo leve. Revolviendo después hacia donde estaba el rey de Aragón, cuyo estandarte había reconocido, se precipitaron sobre él con tal violencia, que el choque de las armas y el ruido de los golpes resonaron a lo lejos, como si un bosque entero hubiera caído bajo mil hachazos simultáneos”.
Todos los esfuerzos de los cruzados se dirigían contra la persona del rey de Aragón: el conde Alain de Rouci, el Señor Florent de Ville y muchos otros caballeros franceses se habían puesto de acuerdo para no combatir más que contra el rey D. Pedro y no dejarlo hasta arrancarle la vida.
El aragonés había presentido este complot y cambiado de armadura con uno de los suyos. Alain y Florent se precipitaron a un tiempo sobre el caballero que llevaba la armadura real del rey de Aragón, y lo desarmaron al primer bote de sus lanzas.
-Ese no es el Rey, exclamó el conde de Rouci: el Rey es mejor jinete.
-No. Respondió Pedro, no es el Rey; ¡pero vedlo aquí!. Y así diciendo, se arrojó sobre sus adversarios dando su grito de guerra: “¡Aragón! ¡Aragón!”
Cercado al instante, cayó cubierto de heridas. “Los otros que lo vieron, se dieron por perdidos: “un lamento general resonó en toda la llanura«. “¡El rey Pedro ha muerto!”.
El combate ya no fue más que una derrota: nobles y plebeyos huyeron hacia el Garona, y más de quince mil, según los cronistas de la época, perecieron en sus turbias ondas o a manos de los cruzados vencedores en la memorable jornada del 12 de septiembre de 1213.
Pedro de Vaux Cernai confiesa, que el feroz corazón de su héroe Simón de Montfort se enterneció ante el cadáver desnudo y ensangrentado del bravo aragonés. “Simón se apeó de su caballo y lloró sobre el cuerpo del difunto”.
VIII
El ejército cruzado ya no tuvo necesidad de ganar nuevas batallas. La derrota de Muret desanimó de tal modo a los meridionales, que las armas cayeron de casi todas las manos. Los príncipes vencidos fiaron su última esperanza en la sumisión sin condiciones a la Iglesia romana.
Los condes de Tolosa, de Foix, de Cominges, el vizconde de Bearn y los cónsules de Tolosa, en nombre del Común, se entregaron “cuerpos y bienes”, a la dirección de Pedro de Benevento, nuevo legado del Papa.
Raimundo VI y su hijo abandonaron su residencia señorial para vivir en mas humilde mansión, esperando la decisión del Papa y del próximo concilio,
Como se desprende de la marcha de los sucesos que ocurrían en el Mediodía de la Francia y que brevemente referimos, aquella puede contarse como la edad de oro del poder de los pontífices romanos: todo les estaba sometido; pueblos y reyes se postraban ante ellos. Disponían de las coronas de los soberanos y de los destinos de las naciones: levantaban ejércitos, que sus legados mandaban en jefe; y los mismos que defendían contra las armas de la Iglesia católica su libertad o sus privilegios, reconocían la autoridad del sumo Pontífice y no le negaban el derecho de mandar en lo temporal, y en lo eterno, como sucedía al malogrado rey de Aragón y a los condes y señores del Mediodía de la Francia desde Bayona a Montpeller.
Todos se creían católicos, lo mismo que los cruzados, que les hacían la guerra, y la diferencia estaba en que unos obedecían ciegamente al Papa y sacaban de su obediencia el mejor partido posible para sus intereses personales, y otros creían sus intereses perjudicados con la obediencia: pero en el fondo, los verdaderos sentimientos católicos-romanos de unos y de otros no pueden menos de sernos sospechosos, puesto que los intereses materiales se mezclaban e influían visiblemente en su conducta.
CAPÍTULO VIII
El obispo Folquet entró triunfante en Tolosa, después que doce de sus veinte y cuatro cónsules le fueron entregados en rehenes por la ciudad.
Según afirma el poeta de la cruzada, agitose en el consejo de los jefes si se destruiría Tolosa por el hierro y el fuego, y su prelado Folquet quería que se tomase esta violenta resolución.
Pero Simón, que al principio consintió, reflexionó que destruir seria perder y no ganar el señorío, y se contentó con que se demolieran las fortificaciones y se desarmara a los vecinos. La idea de que los muros no eran responsables de la defensa de los tolosanos y de que lo mismo podían servir a su causa, que había servido a la de sus contrarios, le ocurrió naturalmente, pasado el primer impulso de su odio vengativo, y las murallas no se derribaron.
En enero de 1215 se reunió en Montpeller el concilio que debía decidir de la suerte de los vencidos.
Gracias a la connivencia del legado, Simón introdujo en la ciudad buen número de gente de armas; pero los ciudadanos corrieron a las suyas, levantaron barricadas, rodearon la iglesia donde el concilio se había reunido, y arrojaron al conde de la ciudad ignominiosamente.
El de Montfort no se atrevió a vengarse abiertamente, y el concilio que disponía a su antojo de los bienes de los vencidos le indemnizó más que ampliamente del aborto de su usurpación de Montpeller.
El Papa Inocencio confirmó la posesión provisional y suspendió la resolución definitiva hasta la reunión del gran concilio ecuménico, que debía reunirse en Roma en el próximo mes de noviembre de 1215.
El clero, lo mismo que Simón, temía que el príncipe, como representante de la soberanía real no se diese por satisfecho con el reparto hecho de los despojos de la victoria en sus propios estados y alcanzada con la sangre de sus vasallos; pero el hijo del rey de Francia era mas soldado que político, diose por satisfecho con las razones del de Montfort y del cardenal de Benevento y se marchó después de cumplir su voto, pasando cuarenta días en la provincia de Narbona.
Abrióse el gran concilio el 11 de noviembre de 1215 en la iglesia patriarcal de Letrán, más conocido bajo el nombre de Basílica de Constantino. El cuarto concilio de Letrán fue la asamblea más imponente que reuniera el catolicismo en la edad-media y también su expresión más fiel y perfecta.
El Concilio de Letrán después de afirmar los dogmas de la Iglesia, condenó las herejías colectiva e individualmente y sancionó el principio de la persecución por medio de la fuerza y de los castigos corporales contra los que no aceptasen el dogma católico, o renegasen de él, o lo interpretasen torcidamente.
La violencia de las persecuciones siempre contribuyó al aumento del fanatismo de los perseguidos y rodeó a los ojos de sus adeptos de una aureola de gloria las ideas por que sufrían el martirio, despertando a veces las simpatías de las personas poco apasionadas en materias de religión.
A partir de esta época, la Inquisición puede considerarse como regularmente establecida, si bien sus procedimientos como tribunal no fueron tan atroces como los de la Inquisición moderna establecida dos siglos más tarde en España. Los obispos eran los jueces naturales de los herejes; no existía el secreto; se confrontaban los delatores con el acusado; en una palabra, el procedimiento se asemejaba al de los tribunales ordinarios.
Volvió a sus nuevos dominios el de Montfort, y la acogida de sus vasallos fue bien diferente de la que había encontrado en Francia. Jamás aquellas comarcas se recobraron de los desastres causados por la cruzada, a pesar de los esfuerzos tentados por sus nobles hijos, como veremos más adelante.
La Provenza conservó durante algún tiempo su independencia; pero el genio nativo de la raza meridional estaba herido de muerte: su fecunda literatura no sobrevivió a su libertad: su mismo idioma, tan rico, debía extinguirse poco a poco con los luminosos centros literarios que alimentaban la inspiración, sin dejar tras sí más que dialectos abandonados a las clases pobres, ignorantes y sumidas en la rutina.
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Sumario
Asesinato de Baudouin.- Entrada de Folquet en Tolosa.-Concilio de Montpeller.- Tentativa de Montfort para apoderarse de la ciudad.- Sumisión de todo el Mediodía de Francia a Montfort.- Cuarto concilio de Letrán.- Herejias condenadas por el concilio.- Amauri.- Esfuerzos del concilio para exterminar los herejes.-El concilio y los príncipes destronados en el Languedoc.- Simón en sus nuevos Estados.- Desolación.
I
No se sometió Raimundo VI sin tomar antes la mas sangrienta venganza de su hermano Baudouin, que haciendo traición a su causa, bajo pretextos poco nobles, había puesto su espada al servicio de los enemigos de su familia. Según Cernay, el cronista de la cruzada, lo sorprendió en el castillo de Querci y lo hizo colgar de un nogal.
El conde de Foix y su hijo le pusieron el nudo corredizo con sus propias manos.
Venganza inútil, por cierto, que en nada mejoraba el estado de sus asuntos, que les hace bien poco honor, pero que no inspira gran compasión hacia su víctima: tan ruin y baja había sido su conducta.
II
El obispo Folquet entró triunfante en Tolosa, después que doce de sus veinte y cuatro cónsules le fueron entregados en rehenes por la ciudad.
Según afirma el poeta de la cruzada, agitóse en el consejo de los jefes si se destruiría Tolosa por el hierro y el fuego, y su prelado Folquet quería que se tomase esta violenta resolución.
Pero Simón, que al principio consintió, reflexionó que destruir seria perder y no ganar el señorío, y se contentó con que se demolieran las fortificaciones y se desarmara a los vecinos. La idea de que los muros no eran responsables de la defensa de los tolosanos y de que lo mismo podían servir a su causa, que había servido a la de sus contrarios, le ocurrió naturalmente, pasado el primer impulso de su odio vengativo, y las murallas no se derribaron.
III
En enero de 1215 se reunió en Montpeller el concilio que debía decidir de la suerte de los vencidos. Tomaron parte en él los arzobispos de Narbona, Auch, Embrun, Arles y de Aix, con todos sus sufragáneos, y Simón, el defensor de la Fe católica, quiso aprovecharse de la reunión del concilio para apoderarse de Montpeller, aunque sus habitantes eran fieles católicos, apostólicos y romanos.
Aquella rica y libre ciudad había renunciado a la soberanía de la corona de Aragón, que ya no podía defenderla, para ponerse bajo la protección del rey de Francia.
Gracias a la connivencia del legado, Simón introdujo en la ciudad buen número de gente de armas; pero los ciudadanos corrieron a las suyas, levantaron barricadas, rodearon la iglesia donde el concilio se había reunido, y arrojaron al conde de la ciudad ignominiosamente.
El de Montfort no se atrevió a vengarse abiertamente, y el concilio que disponía a su antojo de los bienes de los vencidos le indemnizó más que ampliamente del aborto de su usurpación de Montpeller.
Verdad es que el legado y los prelados no se creyeron con poderes suficientes para disponer definitivamente de las conquistadas señorías; pero al confiarlas a la custodia de Simón, suplicaron al Papa que estableciera al dicho Simón como príncipe y soberano del país.
El Papa Inocencio confirmó la posesión provisional y suspendió la resolución definitiva hasta la reunión del gran concilio ecuménico, que debía reunirse en Roma en el próximo mes de noviembre de 1215.
Sin resistencia fue Simón recibido en Tolosa, Narbona y Montauban.
Su dominación señorial se extendía sobre todo el condado de Tolosa, la Septimania, salvo Montpellier, la mitad de la Guyana y de la Gascuña, todo el Mediodía de la Francia enmudecía ante él, y el silencio del terror y de la muerte reinaban en torno del ortodoxo vencedor.
Su ambición no estaba satisfecha, sin embargo, y preparó la reunión del Viennois a sus vastos dominios, casando a su hijo Amauri con la heredera del delfín Guigues VI. Su obra estaba consumada; y la llegada en la primavera próxima del príncipe Luis de Francia, con numerosas legiones de cruzados, le causó más inquietud y disgusto que placer.
El clero, lo mismo que Simón, temía que el príncipe, como representante de la soberanía real no se diese por satisfecho con el reparto hecho de los despojos de la victoria en sus propios estados y alcanzada con la sangre de sus vasallos; pero el hijo del rey de Francia era mas soldado que político, diose por satisfecho con las razones del de Montfort y del cardenal de Benevento y se marchó después de cumplir su voto, pasando cuarenta días en la provincia de Narbona.
IV
Abrióse el gran concilio el 11 de noviembre de 1215 en la iglesia patriarcal de Letrán, más conocido bajo el nombre de Basílica de Constantino. Setenta y nueve arzobispos, cuatrocientos doce obispos y más de ochocientos abades y priores acudieron a la llamada del Papa, y se reunieron bajo su presidencia en presencia de los embajadores de la mayor parte de los príncipes de la cristiandad.
El cuarto concilio de Letrán fue la asamblea más imponente que reuniera el catolicismo en la edad-media y también su expresión más fiel y perfecta.
Los doctores del Catolicismo no tenían solamente que condenar el dualismo de los maniqueos, y la herejía de los valdenses: una tercera secta había levantado su cabeza en el seno de la cristiandad: el unitarismo panteísta. Esta secta procedía de Aberroes, el comentador árabe de Aristóteles, que negaba la individualidad del alma, afirmando un alma universal intermediaria entre Dios y las individualidades aparentes, de las que era la única esencia. Partiendo de esa base llegaron otros más atrevidos hasta el panteísmo puro.
El Concilio de Letrán después de afirmar los dogmas de la Iglesia, condenó las herejías colectiva e individualmente y sancionó el principio de la persecución por medio de la fuerza y de los castigos corporales contra los que no aceptasen el dogma católico, o renegasen de él, o lo interpretasen torcidamente.
“Los herejes condenados, se entregarán a los poderes seculares, para que reciban el condigno castigo, los bienes de los seglares serán confiscados, los de los clérigos devueltos a sus Iglesias. Si no se justifican plenamente, los sospechosos de herejía serán excomulgados y si permanecen un año en tal estado, condenados como herejes. El Señor temporal, que suficientemente amonestado, no se cuidare de purgar su tierra de herejes, será excomulgado por el concilio provincial, y si no da satisfacción en un año, el Papa declarará sus vasallos desligados del juramento de fidelidad, y dará su tierra al primer ocupante católico”.
V
Con razón puede decirse que jamás la autoridad de la Iglesia católica a mayor grado de esplendor y poder que bajo el pontificado de Inocencio III, y que a partir de aquella época de grandeza, la decadencia de la autoridad del papado ha sido cada vez mayor, ya por la aparición de herejías que no ha sido posible destruir, ya por la disminución de la fe entre los católicos, ya por la creación de grandes imperios, cuyos jefes desafiaban las iras del Vaticano, ya por la revolución de las ideas y por las tendencias materialistas y racionalistas que han impulsado los espíritu en la dirección de los bienes terrenales, apartándolos de la ideas del sufrimiento y de la pobreza, como medios de ganar la vida eterna, que es una de las doctrinas profesadas por el sentimiento católico.
A estas causas que más o menos directamente han contribuido a rebajar la influencia de los Papas con perjuicio manifiesto de la Religión católica, debe agregarse otra no menos importante y que tal vez merece, entre todas, el primer lugar, y es la adopción el principio de la persecución contra las personas, la confiscación de sus bienes, la pérdida de sus estados, no solo por ser herejes, sino por no prestarse a exterminarlos. La violencia de las persecuciones siempre contribuyó al aumento del fanatismo de los perseguidos y rodeó a los ojos de sus adeptos de una aureola de gloria las ideas por que sufrían el martirio, despertando a veces las simpatías de las personas poco apasionadas en materias de religión.
Si los católicos de la Edad Media se hubieran contentado con aumentar su celo y elocuencia para convertir los herejes, agregando a la predicación el ejemplo de todas las virtudes, para inspirarles confianza en su ardiente fe, es probable que hubiesen obtenido mejores resultados en bien de la religión a que creían servir por otro medios, y evitando que decayese la influencia de los representantes del dogma que defendían.
VI
“Los creyentes fautores y ocultadores de herejes, serán excomulgados, declarados infames, excluidos de todos los empleos, incapacitados de testar, de heredar, de servir de testigos, etc., etc. cualquiera que comunique con un hereje excomulgado, lo será también…”
“Cada obispo escogerá tres hombres de buen nombre, o más, y les hará jurar que le denunciarán los herejes, las gentes que tengan conventículos secretos, o que lleven una vida singular, diferente de la del común de los fieles.”
A partir de esta época, la Inquisición puede considerarse como regularmente establecida, si bien sus procedimientos como tribunal no fueron tan atroces como los de la Inquisición moderna establecida dos siglos más tarde en España.
Los obispos eran los jueces naturales de los herejes; no existía el secreto; se confrontaban los delatores con el acusado; en una palabra, el procedimiento se asemejaba al de los tribunales ordinarios.
VII
El Concilio de Letran debió aplicar él mismo el principio de la expoliación de los herejes y de sus fautores, que acababa de establecer.
Los príncipes expoliados del Languedoc, acudieron a pedir justicia en nombre un pueblo entero, entregado, so pretexto de religión, al furor de sus enemigos. Los dos condes de Tolosa, padre e hijo; los condes de Foix y de Comminges, y muchos otros nobles, señores de la Septimania y de la Gascuña, se presentaron en la barra del concilio, mostrando sus miserias, y las iniquidades de sus tiranos a la vista de los “padres de la cristiandad”.
Vencedores y vencidos, oprimidos y opresores, se encontraban allí frente a frente. El conde de Foix, acusó al obispo Folquet de haber hecho perder la vida, el cuerpo y el alma a más de diez mil de sus ovejas; un caballero del vizcondado de Bezieres, pidió gracia para el hijo del vizconde: “Fiel cristiano muerto por los cruzados y por Simon de Montfort”, y emplazó al Papa para el día del juicio, “si no devolvía al hijo su tierra”. Toda la Provenza alzaba su voz acusadora contra el obispo de Tolosa.
“Este obispo, exclamaba el archidiácono de León, es causa de la desgracia de más de medio millón de hombres, cuyas almas lloran y cuyos cuerpos vierten sangre…”.
La emoción producida por estas graves acusaciones fue pasajera. En vano muchos prelados reclamaron los derechos de la caridad y de la justicia. En vano el mismo Papa se enterneció a la vista del joven Raimundo de Tolosa, heredero de tantos señoríos, y que no poseía la tierra que hubiera podido abarcar de un salto. Las pasiones que intervinieron en la cruzada, y los intereses que se apoyaban en estas pasiones, salieron triunfantes. Simón fue confirmado en la posesión del condado de Tolosa, salvo el marquesado de Provenza. El conde de Foix y sus vecinos de los Pirineos debían recobrar sus posesiones, rindiendo homenaje al de Montfort, lo que no llegó a efectuarse.
VIII
Así concluyó el primer período de la desastrosa guerra de los albigenses.
En la primavera de 1216, Simón fue a Francia y pidió al Rey, su señor, la investidura del condado de Tolosa y del ducado de Narbona.
El clero francés, seguido del pueblo, salió a recibirlo a la entrada de los pueblos, aclamándole como enviado de Dios para restaurar la Fe. Según Guillermo el Bretón, se consideraban felices cuando podían tocar el ribete de sus vestidos.
El rey Felipe lo recibió muy bien, aunque en el fondo de su alma sentía que la Iglesia se hubiera arrogado facultades contrarias a sus derechos soberanos, haciendo y deshaciendo en sus estados, como si él no existiera en el mundo.
Volvió a sus nuevos dominios el de Montfort, y la acogida de sus vasallos fue bien diferente de la que había encontrado en Francia.
La devastación de aquellas comarcas, antes tan florecientes, era tremenda: los campos estaban desiertos, y solo se veían alzarse ruinas ennegrecidas por el incendio, castillos desmoronados, aldeas saqueadas y abandonadas.
Aquí y allá, se tropezaba con los antiguos caballeros, los cónsules y regidores célebres en los torneos y en los combates, sobre rocines de mala catadura, y caballeros en mohinos jumentos, tristes y cabizbajos, bajo el peso de la excomunión y de los despojos que los habían arruinado en beneficio de sus enemigos. Ya no se escuchaban los cantos alegres de los trovadores.
Jamás aquellas comarcas se recobraron de los desastres causados por la cruzada, a pesar de los esfuerzos tentados por sus nobles hijos, como veremos más adelante.
La Provenza conservó durante algún tiempo su independencia; pero el genio nativo de la raza meridional estaba herido de muerte: su fecunda literatura no sobrevivió a su libertad: su mismo idioma, tan rico, debía extinguirse poco a poco con los luminosos centros literarios que alimentaban la inspiración, sin dejar tras sí más que dialectos abandonados a las clases pobres, ignorantes y sumidas en la rutina.
FIN DEL CAPÍTULO VIII
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