LA LUCHA POR EL DERECHO EN LA ESFERA INDIVIDUAL, por Rudolf von Ihering

Prólogo a La lucha por el derecho

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CAPITULO III

LA LUCHA POR EL DERECHO EN LA ESFERA INDIVIDUAL

El que se ve atacado en su derecho, debe resistir; este es un deber que tiene para consigo mismo

 

 

El que se ve atacado en su derecho, debe resistir; este es un deber que tiene para consigo mismo. La conservación de la existencia es la suprema ley de la creación animada, y así se manifiesta instintivamente en todas las criaturas; pero la vida material no es toda la vida del hombre, tiene que defender además su existencia moral, que tiene por condición necesaria el derecho; es, pues, condición de tal existencia que posea y defienda el derecho. El hombre sin derecho, se rebaja al nivel de bruto (1); así los romanos no hacían más que sacar una lógica consecuencia de esta idea, cuando colocaban a los esclavos, considerados desde el punto de vista del derecho abstracto, al nivel del animal. Tenemos, pues, el deber de defender nuestro derecho, porque nuestra existencia moral es directa y esencialmente atacada en su conservación; desistir completamente de la defensa, cosa hoy no muy en práctica, pero que pudiera llegar a ser puesta en uso, equivale a un suicidio moral. Así, y de esto se desprende, el derecho no es más que el conjunto de los diferentes tratados o títulos que le componen, y de los que cada uno es como el reflejo de una condición particular para la existencia moral; en la propiedad como en el matrimonio, en el contrato como en las cuestiones de honor, en todo esto, es legalmente imposible renunciar a uno de ellos sin renunciar al derecho de todos. Pero puede suceder que seamos atacados en una u otra de esas esferas, y este ataque es el que estamos obligados a rechazar, porque no basta colocar estas condiciones vitales bajo la protección de un derecho representado por los principios abstractos, es preciso, además, que el individuo descienda a la esfera de la práctica para defenderlas, y la ocasión se presenta cuando la arbitrariedad osa atacarlas.

 

Toda injusticia no es, por lo tanto, más que una acción arbitraria; es decir, un ataque contra la idea de derecho

 

Toda injusticia no es, por lo tanto, más que una acción arbitraria; es decir, un ataque contra la idea de derecho. El posesor de mi cosa, de la que se cree su propietario, no niega en mi persona la idea de la propiedad; invoca solo un derecho enfrente del mío, y toda la cuestión aquí queda reducida a saber cuál es el propietario. Pero el ladrón, el bandido, se colocan fuera del dominio legal de la propiedad; niegan que la cosa me pertenezca, y niegan a la vez la idea de la propiedad, una condición por lo tanto esencial a la existencia de mi persona; generalícese si no su manera de obrar, y la propiedad desaparecerá en la teoría y en la práctica. Así, no atacan solamente a mis bienes, sino también a mi personalidad, y si yo tengo el derecho y el deber de defenderme, cuando soy atacado, en este caso, sólo el conflicto de este deber, con el interés superior de mi vida, puede a veces dar lugar a otra decisión: por ejemplo, un bandido teniéndome entre sus manos, y a quien se le ocurre ponerme en la alternativa de entregarle la vida o la bolsa. Pero mi deber es, en los demás casos, combatir por todos los medios de que disponga, toda violación al derecho de mi personalidad; sufrirlo sería consentir y soportar un momento de injusticia en mi vida, y esto es lo que nunca puede ser permitido. Mi posición frente al poseedor de buena fe es completamente diferente; en este caso no es mi sentimiento del derecho, a mi carácter o a mi personalidad, sino a mis intereses a quien pertenece dictar la conducta que he de seguir, porque toda cuestión se reduce entonces al valor que el objeto pueda tener; estoy, pues, completamente en libertad de hacer el balance de las ventajas, y en vista de él decidirme al litigio o renunciar a él. Las transacciones entre las partes en que se exponen y se juzgan los cálculos más o menos acertados acerca del asunto, son el mejor procedimiento en estos casos. Pero puede llegar el asunto a un estado, en que la tirantez de las partes o cualesquiera otra circunstancia haga difícil el arreglo, que los cálculos se extremen por cada parte a su favor, llegando cada uno de los adversarios a suponer mala fe en el otro, y entonces comienza la cuestión, bien que desenvolviéndose judicialmente bajo la forma de una injusticia objetiva (reivindicatio) revistiendo psicológicamente para la parte el carácter de que hablamos en el caso precedente de una lesión calculada y la tenacidad con la cual el individuo defiende su derecho, es partiendo de ese punto de vista, tan motivada y justificada como la que se puede y debe usarse en el caso citado del ladrón. Tratar en semejante estado de disuadir a la parte, haciéndole ver los cuantiosos dispendios que resultarán, las malas consecuencias que por todos conceptos arrojará de sí el litigio, no es más que perder el tiempo, pues no se obra entonces por el interés material: la cuestión viene a degenerar en una cuestión de competencia, y la sola esperanza que puede abrigarse es la de llegar a hacer desaparecer esa suposición de la existencia de una mala intención en el adversario, que le hace obrar, y si se resiste, para cortar de algún modo esa resistencia, se puede cambiar otra vez la cuestión, desde el punto de vista del interés, y alcanzar en su caso la transacción. Bien es verdad que esa resistencia sistemática, por decirlo así, esa prevención y desconfianza de algunas partes, no nace muchas veces del carácter y modo de ser del individuo, sino más bien de su educación y profesión; así en el campesino es en quien resulta más difícil vencer esa desconfianza. La manía de los litigantes que se colocan en este caso, no es más que el resultado de dos móviles que le hacen especialmente obrar, el sentimiento de la avaricia, o amor exagerado a la propiedad, y la desconfianza. Nadie entiende tan bien sus intereses como él, ni los defiende tan obstinadamente, y no hay nadie que lo sacrifique todo tan fácilmente a un pleito. Esto que parece una contradicción, no lo es en realidad. Es que justamente su sentimiento y amor por el derecho es tan excesivo y es tan profundo y está tan desenvuelto, que cualquiera lesión es para él muy sensible, y la reacción en su caso muy violenta. Esa manía por el litigio es un vicio, una exageración que causan su desconfianza y su amor a la propiedad, y que se parece a lo que los celos producen en el amor, que tornan el aguijón contra uno mismo y hacen perder precisamente lo que se quería conservar.

 

no basta colocar estas condiciones vitales bajo la protección de un derecho representado por los principios abstractos, es preciso, además, que el individuo descienda a la esfera de la práctica para defenderlas, y la ocasión se presenta cuando la arbitrariedad osa atacarlas

 

El Derecho Romano antiguo ofrece una interesante prueba de los que acabamos de decir; expresaba precisamente bajo la forma de principios legales, esa desconfianza del campesino que supone en todo conflicto que su adversario obra de mala fe; aplicaba a toda injusticia objetiva la consecuencia ligada a una injusticia subjetiva; es decir, una pena al que perdiese el litigio. No era para el individuo en quien se había exaltado, o mejor, exagerado el sentimiento del derecho, una satisfacción suficiente la de restablecer la perturbación sufrida en su derecho, exigía aún una reivindicación especial de la ofensa que su adversario, culpable o no, le había podido hacer. Así sería hoy entre nosotros si los campesinos hubieran de dictar las leyes. Esta desconfianza desapareció en principio del mismo Derecho Romano, a consecuencia del progreso que hizo distinguir dos clases de injusticias: la injusticia culpable y no culpable, o subjetiva y objetiva (ingenua, como decía Hegel).

 

 

Esta distinción no es, sin embargo, más que de una importancia secundaria para la cuestión que aquí nos ocupa; a saber: que conducta debe seguir un individuo lesionado en su derecho, ante la injusticia. Tal distinción expresa bien desde que punto de vista el derecho mira la cuestión; fija las consecuencias que la injusticia entraña; pero no dice nada del individuo, ni explica como la injusticia exalta el sentimiento del derecho, que no se regula según las ideas de un sistema. Un hecho particular, puede producirse en circunstancias tales que la ley considere el caso como una lesión del derecho objetivo y el individuo pueda fundadamente suponer mala fe, injusticia notoria por parte de su adversario, y es perfectamente equitativo que sea su propio juicio quien le dicte la conducta que debe seguir. El derecho puede darme contra el heredero de mi acreedor que no conoce la deuda y someta su pago a mi prueba, la misma condictio ex mutuo que me da contra el deudor que niega impunemente el préstamo que yo le he hecho o rechaza sin causa el reembolso; pero yo no podría menos de considerar de distinta manera el modo de obrar de uno y de otro.

Asimilo el deudor al ladrón que trata de apoderarse de algo mío con pleno conocimiento de causa: como el ladrón viola el derecho, con la sola diferencia de que puede cubrirse con una capa de legalidad; por el contrario, comparo al heredero del deudor con el poseedor de buena fe, pues no niega que el deudor deba pagar, sino que combate solamente mi pretensión; como deudor, puedo aplicarle todo cuanto he dicho de aquel a quien le comparo, puedo transigir con él hasta desistir; pero debo siempre de perseguir al deudor de mala fe y debo hacerlo a toda costa, porque es un deber, y de no cumplirlo, sacrificaría con este derecho el derecho todo.

Pero se dirá: ¿el pueblo sabe acaso que el derecho de propiedad y el de obligaciones son condiciones de la existencia moral? No, sin duda;¿pero no lo siente? He ahí una cuestión que esperamos resolver prontamente y de una manera afirmativa.¿Qué sabe el pueblo de los riñones, del hígado, de los pulmones, como condiciones de la existencia física? Pero no hay nadie que deje de sentir un daño cualquiera en el pulmón, un dolor en los riñones o en el hígado y que no tome las precauciones necesarias para contrarrestar el mal de esta especie.

El dolor físico nos anuncia una perturbación en el organismo, la presencia de una influencia funesta; nos abre los ojos al peligro que nos amenaza y nos obliga a remediarlo a tiempo.

Pues lo mismo es el dolor moral que nos causa la injusticia involuntaria; su intensidad varía como la del dolor físico, y depende (más adelante nos extenderemos en este punto) de la sensibilidad subjetiva, de la forma y del objeto de la lesión, pero no se anuncia, no obstante, en todo individuo que no esté completamente habituado a la ilegalidad. Este dolor moral, fuerza a combatir la causa de donde nace, no tanto por acabar con él, como por mantener la salud, que se encontraría en peligro si lo sufriese pasivamente sin obrar contra él, y le recuerda, en una palabra, el deber que tiene de defender la existencia moral, como la emoción producida por el dolor corporal le recuerda el deber de defender su existencia física. Tomemos un caso cualquiera, sea el menos dudoso de un ataque al honor, y en la clase en la que el sentimiento del honor suele estar más desarrollado, la de los oficiales militares; un oficial que ha soportado pacientemente una ofensa a su honor, se incapacita.

 

 

¿Por qué? ¿La defensa del honor no es deber puramente personal? ¿Por qué el cuerpo o la clase de oficiales viene a darle una importancia tan especial? Es que considera, con razón, que su estado depende necesariamente del valor que muestren sus miembros en la defensa de su personalidad, y que una clase que es por su naturaleza la que representa el valor personal, no puede sufrir la cobardía de uno de los suyos sin sacrificarse y desacreditarse toda ella. Supongamos ahora que un campesino que defiende con toda la tenacidad de que es capaz, su propiedad; ¿por qué no obra así cuando se trata de su honor? Es que tiene el verdadero sentimiento de las condiciones particulares de su existencia. No está llamado a probar su valor sino a trabajar. Su propiedad no es más que la forma visible del trabajo que ha hecho en su pasado. Un aldeano perezoso que no cultiva el campo, o disipa ligeramente sus rentas, es tan despreciado por los otros, como el oficial que tenga en poco su honor lo es por sus colegas; así un hombre de campo no reprenderá a otro por no haber intentado un litigio por una injuria, ni un capitán amonestará a su colega por ser un mal administrador.

La tierra que cultiva y el ganado que cuida, son para el campesino la base de su existencia, y la pasión exagerada con que persigue al vecino que le ha usurpado unos pies de tierra, o al mercader que no le paga el precio estipulado por las cabezas de ganado que le ha vendido, no es más que su peculiar modo de luchar por el derecho, análogamente a como lo tiene el oficial por medio de la espada, a la que confía la defensa de su honor. Sacrifícanse ambos sin temor, sin reparar en las consecuencias, y tal es, por otra parte, su deber; obrando así no más que obedecer a la ley particular de su conservación moral. Hacedles sentarse en los bancos del jurado, someter primero a los oficiales un delito sobre el derecho de propiedad, y a los campesinos una cuestión de honor; trocad luego los papeles y se verá que diferencia existe en los veredictos. Es cosa averiguada que no hay jueces más rectos en las cuestiones de propiedad que los campesinos; por más que no podamos hablar por experiencia, nos atrevemos a asegurar que si un campesino por casualidad, formulase una acción sobre reparación de injurias, el juez podría con más facilidad moverlo a un arreglo, que si se tratase de una cuestión acerca de la propiedad. El campesino en el antiguo derecho Romano se contentaba con la indemnización de 25 ases por bofetón, y si se le saltaba un ojo podía entenderse con él, en lugar de hacer uso del talión como permitía la ley. Pero cuando se trataba de un ladrón, exigía de la ley y ésta se lo otorgaba, si le cogía en el acto de robar, reducirlo a servidumbre y aún matarle si le hacía resistencia.

Permítasenos aducir un tercer ejemplo: el del comerciante. El crédito es para él, lo que el honor para el militar, y lo que la propiedad para el campesino; debe de mantenerlo porque es la condición de su vida. El que le acusara de no tener cumplidas todas sus obligaciones y llenos sus compromisos, le lastimaría más sensiblemente que si le atacase en su personalidad o en su propiedad, mientras que el militar se reiría de tal acusación y el campesino la sentiría bien poco. Es tal, por esto, la situación del comerciante, que hace las leyes actuales, especialísimas en ciertos casos, y que le sean exclusivos y peculiares ciertos delitos, como el de la bancarrota simple y el crimen de quiebra fraudulenta.

 

 

Con lo que vamos sentando, no tratamos de hacer constar solamente que la exaltación del sentimiento del derecho se presenta bajo esta o la otra forma, y que varía según las clases y las condiciones, porque el individuo mida el carácter de una lesión que, dada su clase, puede tener en sufrirla o no; la demostración de este hecho debía servirnos para sentar claramente una verdad de orden superior; esto es, que todo individuo atacado, defiende en su derecho las condiciones de su existencia moral. Precisamente en estas cualidades en que hemos reconocido las condiciones esenciales de la existencia de estas clases, es donde el sentimiento del derecho se manifiesta en su más alto grado de sensibilidad, y de esto se desprende perfectamente que la reacción del sentimiento legal no se produce exclusivamente como una pasión ordinaria, según la naturaleza especial del temperamento y carácter del individuo, sino que, una causa moral obra en ella, y ésta es el sentimiento de que tal o cual título o sección del derecho, es precisamente de una necesidad absoluta para el fin particular de la vida de esta clase o de aquel individuo. El grado de energía con el cual el sentimiento se levanta contra la lesión es, a nuestro modo de ver, una regla cierta para conocer hasta que punto un individuo, una clase o un pueblo, sienten la necesidad del derecho; tanto del derecho en general, como de una de sus partes, dado el fin especial de su existencia. Este principio es para nosotros una verdad perfectamente aplicable tanto al derecho Público, como al Derecho Privado (2).

 

todo individuo atacado, defiende en su derecho las condiciones de su existencia moral

 

Si los cargos especiales de una clase y de una profesión, pueden dar a cierta esfera del derecho una importancia más alta y aumentar por consiguiente la sensibilidad del sentimiento legal, de la persona que se ve atacada en lo que es esencial a su especial modo de vida, también pueden debilitarla. Es imposible que en los criados y sirvientes se estime y desenvuelva el sentimiento del honor, como en otras clases de la sociedad, porque hay ciertas humillaciones ligadas, por decirlo así, a su oficio y posición, que en vano tratará el individuo de desechar, en tanto que la clase entera las sufra. Cuando el sentimiento del honor se levanta en un hombre sometido a esta condición, no le queda otro camino que acallarlo, o de lo contrario, cambiar de ocupación. Si alguna vez tal sensibilidad se hace sentir en la masa social, entonces, y nada más que entonces, existe para el individuo la esperanza de no gastar sus fuerzas en una resistencia inútil. Podrá unirlas a las de los hombres cuyo corazón lata como el suyo; emplearlas útilmente, suscitar en sus semejantes el sentimiento del honor, y asegurarles más alta consideración hasta el punto de alcanzarla, de las demás clases sociales y de las mismas leyes. La historia del desenvolvimiento social en los últimos cincuenta años, puede presentar sobre este punto un progreso inmenso, y lo dicho puede aplicarse dentro de esos cincuenta años a casi todas las clases sociales; el sentimiento del honor se ha elevado en ellas, siendo todo esto el resultado y la expresión de la posición legal que han sabido conquistar.

El sentimiento del honor y el de la propiedad, pueden ser colocados por lo que toca a su estimación, en una misma línea. Es posible que el verdadero amor a la propiedad -porque no entendemos bajo esta expresión, el amor al lucro, el afán por el dinero y la fortuna, sino el noble sentimiento del propietario, del que hemos presentado como ejemplo al campesino, que defiende sus bienes, no tanto por su valor, como porque son suyos- pues bien: es posible que este sentimiento se debilite bajo las deletéreas influencias de causas y situaciones insanas, de lo cual la ciudad en que vivimos presenta la mejor prueba. ¿Qué hay de común entre mi propiedad y mi persona?, se preguntarán muchos. Mis bienes no son más que medios para atender a mi existencia, de procurarme el dinero, los placeres, y por lo mismo que no tengo deber moral de enriquecerme, no puede haber quien me exija o aconseje el intentar un juicio por una bagatela que no merece molestia alguna ni vale nada.

El solo motivo que me puede decidir a recurrir judicialmente, no es otro que el que me guía en la adquisición o en el empleo de mi fortuna, mi bienestar; una cuestión sobre el derecho de propiedad, es una cuestión de interés, un negocio como otro cualquiera.

Los que así raciocinan, nos parece que han perdido el verdadero sentimiento de la propiedad y que le han trocado su base natural. No son ni la riqueza. Ni el lujo, que no ofrecen ningún peligro, para el sentimiento del derecho en el pueblo, no son responsables de estas doctrinas, sino la inmoralidad de la codicia. El origen histórico y la justificación moral de la propiedad, es el trabajo, no solo el material de los brazos, sino el de la inteligencia y del talento; y no reconocemos solamente al obrero, sino también a su heredero, un derecho al producto del trabajo; es decir, que encontramos en el derecho de sucesión una consecuencia necesaria e imprescindible del principio de la propiedad. Así sostenemos que tan permitido debe serle al obrero el guardarse lo que ha ganado, como el de dejarlo a cualquiera en vida o para después de muerto. Esa constante relación con el trabajo, es la que hace mantenerse a la propiedad sin tacha; con ese origen que debe reflejar siempre, hace ver lo que en realidad es para el hombre, apareciendo clara y transparente hasta en sus profundidades; pero cuanto más se aleja de tal origen para perderse y adulterarse, por decirlo así, proviniendo de ganancias fáciles y sin esfuerzo alguno, más pierde su carácter y naturaleza propia, hasta convertirse en jugadas de bolsa y en un agiotaje fraudulento. Cuando las cosas han llegado a tal extremo, cuando la propiedad ha perdido su último resto de idea moral, es evidente que ya no puede hablarse del deber moral para defenderla; nada hay aquí del sentimiento de la propiedad, tal como existe en el hombre que ha de ganar el pan con el sudor de su frente. Lo que hay de más grave en esto, es que esas doctrinas y los hábitos que engendran se extienden poco a poco, hasta un círculo donde no podrían desenvolverse espontáneamente y sin contacto (3). Se siente hasta en la cabaña del pobre la influencia que ejercen los millones ganados en las jugadas de bolsa, y hombres que en otras circunstancias soportarían alegremente el trabajo, no lo sufren, y sueñan bajo el peso que les enerva, en vivir en una atmósfera tan malsana. El comunismo no podrá crecer más que en esos puntos, en los que está completamente olvidada o parece bastardeada la ida de la propiedad, pero no se le encontrará donde se tenga idea de su verdadero origen. Se puede probar aquella influencia examinando lo que sucede entre los campesinos, en los que la manera que tienen las clases elevadas de mirar a la propiedad, trasciende e influye tanto. En el que vive de sus tierras y tiene alguna relación con el campesino, se desarrollará involuntariamente, aún cuando su carácter y posición no se lo impongan, algo del sentimiento de la propiedad y de la economía que distingue al hombre de los campos; un mismo individuo podrá llegar a ser económico cuando more entre los campesinos, y pródigo y gastizo, cuando more en una ciudad como Viena, si vive entre millonarios.

 

 

Cualquiera que sea la causa de esa atenuación de carácter por el que el amor a la comodidad lleva a rehuir la lucha por el derecho hasta tanto que el valor del objeto no sea de tal naturaleza que le aconseje la resistencia, debemos de caracterizarla tal como es. ¿Qué es lo que la filosofía práctica de la vida nos anuncia en eso sino la política de la cobardía?

El cobarde que abandona el campo de batalla, salva lo que otros sacrifican, su vida, pero la salva al precio de su honor. La resistencia que los otros continúan haciendo, es lo que le coloca a él y a la sociedad al abrigo de las consecuencias que necesariamente vendrían si todos, pensando como él, como él obrasen. Lo mismo puede decirse del que abandona su derecho, por más que esto, como hecho aislado, quede sin consecuencias; pero si se erigen en reglas de conducta, ¿que sería del derecho? Cierto que aún en este caso la lucha del derecho contra la injusticia, no sufriría en su conjunto más que una defección aislada; pues los individuos no son, en efecto, los solamente llamados a tomar parte en esta lucha; cuando un Estado está organizado, la opinión pública participa grandemente, influyendo sobre los tribunales en todos los ataques hechos al derecho de una persona, a su vida o a su propiedad; y los individuos encuéntranse así desembarazados de la parte más pesada del trabajo. Sin embargo, esto no es bastante: la policía y el ministerio público velan todavía para que el derecho no sea jamás sacrificado, cuando se trata de lesiones abandonadas a la acción individual, pues no todos siguen la política del cobarde, y este mismo lucha cuando el valor del objeto merece la pena. Pero supongamos que un estado de cosas tal, en que el individuo no tiene la protección que le dispensan la policía y una buena administración de justicia; fijémonos en los tiempos primitivos, donde, como en Roma, la persecución del ladrón y del bandolero quedaba exclusivamente entregada al agraviado.¿ Quién no ve adonde podría conducir ese cobarde abandono del derecho? ¿No sería esto alentar a ladrones y bandoleros? Esto, por otra parte, tiene perfecta aplicación a la vida de las naciones. Ningún pueblo puede, en caso alguno, abandonar la defensa de su derecho; recordemos el ejemplo de la legua cuadrada que suponíamos arrebatada por un pueblo a otro , y podrá presumirse qué consecuencias traería para la vida de los pueblos el tomar como norma de vida la teoría por la que la defensa del derecho pende del valor del objeto causa del litigio. Una máxima que es inadmisible, que causa la ruina del derecho donde se le aplica, no se legitima aún cuando llegue a practicarse, gracias a ciertas y excepcionales circunstancias. Más adelante tendremos ocasión de demostrar cual perjudicial es aún en un caso relativamente favorable.

 

 

Rechazamos, pues, esa moral que jamás ha hecho que pueblo ni individuo alguno tengan el sentimiento del derecho, y que sólo el signo y el producto del sentimiento legal paralizado y enfermo, resultado del grosero materialismo dominando al derecho; materialismo que, sin embargo, ha tenido en esto su razón de ser. Aprovecharse del derecho, servirse de él y hacerlo valer, no son, cuando se trata de una injusticia objetiva, más que verdaderas cuestiones de intereses, y el derecho no es más que un interés protegido por la ley. Pero ante la arbitrariedad que ataca, que no respeta el derecho, estas consideraciones pierden todo su valor, porque en este caso, el que obra arbitrariamente no puede atacar ni lesionar mi derecho, sin atacar al propio tiempo mi personalidad. Que mi derecho tenga por objeto tal o cual cosa, importa poco; si el azar pone en mis manos una cosa, yo podría justamente ser despojado de ella sin haber lesión de derecho en mi personalidad; pero si no es el azar, si es mi voluntad la que establece ese lazo entre la cosa y yo, si la tengo gracias al trabajo que me ha costado o que le ha costado a otro, el cual me la dio, la cuestión varía de aspecto.

 

cuando un Estado está organizado, la opinión pública participa grandemente, influyendo sobre los tribunales en todos los ataques hechos al derecho de una persona, a su vida o a su propiedad; y los individuos encuéntranse así desembarazados de la parte más pesada del trabajo

 

En apropiándome la cosa, le imprimo el sello de mi personalidad; cualquiera ataque dirigido a ella, me hiere a mí, porque mi propiedad soy yo, como que la propiedad no es más que la periferia de la personalidad extendida a una cosa.

Esta conexión del derecho con la persona, confiere a todos los derechos de cualquier naturaleza que sean, ese valor inconmensurable que hemos llamado ideal, en oposición al valor puramente real que tienen desde el punto de vista del interés, y es esa relación íntima la que hace nacer en la defensa del derecho esta abnegación y esa energía que más arriba hemos tratado de pintar. Esta concepción ideal no está reservada a las naturalezas privilegiadas; es posible para todos, para el hombre más grosero, como para el más ilustrado; para el rico, como para el pobre; para los pueblos salvajes, como para los más civilizados; y esto es lo que principalmente nos demuestra que tal punto de vista ideal, tiene su origen en la naturaleza íntima del derecho; y lo que, por otra parte, no hace, en realidad, más que probar el buen estado del sentimiento legal. El derecho que parece, por un lado, rebajar al hombre a la región del egoísmo y del interés, lo eleva por otro a una altura ideal, donde olvida todas sus sutilezas y cálculos y esa medida del interés que acostumbraba aplicar por todo, y lo olvida para sacrificarse pura y simplemente a una idea.

El derecho, que es por un lado la prosa, se trueca por la idea en poesía, porque la lucha por el derecho es, en verdad, la poesía del carácter.

¿Cómo se opera este prodigio? No es ni por el saber, ni por la educación; es por el simple sentimiento del dolor. El dolor, que es el grito de angustia, de socorro de la naturaleza amenazada, verdad ésta aplicable, como hemos notado, no sólo al organismo físico, sino además al ser moral. La patología del sentimiento legal es para el legista y para el filósofo del derecho, o debiera ser, porque sería inexacto afirmar que esto es así, lo que la patología del cuerpo humano es para los médicos, y revela indudablemente el secreto de todo derecho. El dolor que el hombre experimenta cuando es lastimado, es la declaración espontánea, instintiva, violentamente arrancada de lo que el derecho es para él, en su personalidad, primeramente, y como individuo de clase, luego; la verdadera naturaleza y la importancia real del derecho se revelan más completamente en semejante momento y bajo la forma de afección moral, que durante un siglo de pacífica posesión. Los que no han tenido ocasión de medir experimentalmente este dolor, no saben lo que es el derecho, por más que tengan en su cabeza todo el Corpus juris; porque no es la razón, sino el sentimiento quien puede resolver esta cuestión; el lenguaje, además ha determinado bien el origen primitivo y psicológico de todo derecho, llamándolo el sentimiento legal. Conciencia del derecho, persuasión legal, son otras tantas abstracciones de la ciencia que el pueblo no comprende. La fuerza del derecho descansa como la del amor, en el sentimiento, y la razón no halla cabida cuando aquél impera. Así como hay momentos en que el amor no se conoce, y en un instante dado se revela enteramente. Lo mismo sucede en el sentimiento del derecho; en tanto que no ha sido lesionado, no se le conoce ordinariamente y no se sabe de lo que es capaz ; pero la injusticia le hace manifestarse, poniendo la verdad en claro, y sus fuerzas en todo su apogeo. Ya hemos dicho en que consiste esta verdad; el derecho es la condición de la existencia moral de la persona, y el mantenerle es defender la existencia moral misma. No solamente el dolor, sino que también en muchos casos la violencia o tenacidad con la cual el sentimiento del derecho rechaza una lesión, es la piedra de toque de su salud; por eso el grado del dolor que expresa la persona lesionada, es el indicio del valor en que tiene el objeto de la lesión. Sentir el dolor y permanecer indiferente, soportarlo con paciencia sin defenderse, constituye una negación del sentimiento del derecho, que las circunstancias pueden excusar en casos dados, pero que en general no dejarían de traer graves consecuencias para el sentimiento del mismo. La acción es, en efecto, de la misma naturaleza del sentimiento legal, que no puede existir más que a condición de obrar; si no obra se desvanece, se extingue poco a poco hasta llegar a quedar de hecho anulada por completo la facultad sensible. La irritabilidad y la acción, es decir, la facultad de sentir el dolor causado por una lesión en nuestro derecho, y el valor, junto con la resolución de rechazar el ataque, son el doble criterio bajo el que se puede reconocer si el sentimiento del derecho está sano.

 

 

Preciso nos es renunciar a desenvolver aquí con más extensión este tema tan interesante e instructivo de la patología del sentimiento legal; pero séannos permitidas aún algunas reflexiones.

Sabido es que acción tan diferente ejerce una misma lesión sobre personas pertenecientes a distinta clases; ya hemos tratado de explicar este fenómeno, y la conclusión que de esto sacamos es que el sentimiento de derecho no es igualmente lesionado por todos los ataques: se debilita o crece según que los individuos y los pueblos vean en la lesión que se hace a su derecho, un atentado más o menos grave a la condición de su existencia moral.

Quien continúe estudiando la cuestión desde este punto de vista, será largamente recompensado por sus esfuerzos. Bien desearíamos añadir a los ejemplos del honor y de la propiedad, un título que recomendamos especialmente: el del matrimonio;¡ qué reflexiones no podrían hacerse sobre la manera diferente como los individuos, los pueblos y las legislaciones consideran el adulterio!

La segunda condición del sentimiento legal, es decir, la fuerza de acción, es una pura cuestión de carácter. La actitud de un hombre o de un pueblo, en presencia de un atentado cometido contra su derecho es la piedra de toque más segura para juzgarle. Si entendemos por carácter la personalidad plena y entera, no hay, ciertamente, mejor ocasión de poner esta noble cualidad de manifiesto que en presencia de quien arbitrariamente lesiona todo a la vez: el derecho y la persona. Las formas bajo las que se produce la reacción causada por un atentado al sentimiento del derecho y al de la personalidad, que se traducen bajo la influencia del dolor, en vías de hecho, apasionadas y salvajes o que se manifiestan por una resistencia grande y tenaz, no pueden, en modo alguno, servir para determinar la fuerza del sentimiento legal; sería, pues, uno de los más groseros errores suponer en una nación salvaje y en un hombre del pueblo un sentimiento más ardiente que el de un hombre civilizado, porque aquéllos usasen el primero de los medios y éste el segundo. Las formas son casi siempre debidas a la educación y al temperamento, máxime cuando una resistencia firme y tenaz no cede en importancia a una reacción violenta y apasionada. Sería deplorable que fuese de otro modo, pues equivaldría a decir que el sentimiento del derecho se extingue en los individuos y en los pueblos en proporción y medida del progreso que alcanzan en su desenvolvimiento intelectual. Una mirada a la historia y a lo que en la vida sucede bastan para convencernos de lo contrario. No es tampoco la antítesis de la pobreza y de la riqueza la que puede darnos una solución, pues por muy diferente que sea la medida económica, según la que el rico y el pobre juzgan un mismo objeto, cuando se trata de un ataque a la propiedad, como hemos anotado ya, no tiene aplicación alguna, porque no se trata en este caso del valor material del objeto, sino del valor ideal del derecho, y, por consecuencia, de la energía del sentimiento legal relativamente a la propiedad; no es la cantidad más o menos grande de riqueza quien decide, sino la fuerza del sentimiento legal.

La mejor prueba que puede aducirse es que el pueblo inglés nos ofrece. Su riqueza no ha alterado nunca su sentimiento del derecho, y, por el contrario, en el continente tenemos constantemente ocasión de juzgar y persuadirnos de la energía con la cual ese sentimiento se manifiesta en las más simples cuestiones de propiedad. Conocida de todos es esa figura del viajero inglés, que para no ser víctima de la rapiña de las fondas y hoteles, cocheros, etc.,opone una resistencia tal, que se diría que allí se tratara de defender el derecho de la vieja Inglaterra; detiénese en sus viajes si es preciso, y llega a gastar diez veces más del valor del objeto, antes de ceder. El pueblo se ríe de él, sin comprenderle…¡ y cuánto más valiera que le comprendiese! En aquella pequeña cantidad de dinero defiende aquél a Inglaterra, y prueba que no es hombre que abandona a su patria. No es nuestro ánimo ofender ni causar el menor tormento a nadie, pero es la cuestión tan importante, que nos vemos forzados a establecer un paralelo.

Supongamos a un austríaco gozando de la misma posición social y colocado en las mismas circunstancias que un inglés; ¿cómo obraría en semejante ocasión? Si hubiésemos de contestar con lo que por experiencia podemos decir, no llegarán al diez por ciento los que imitan al inglés, porque recuerdan los disgustos anexos a la disputa, temen los resultados de una mala interpretación, lo que no detiene al inglés; en una palabra aquéllos pagan. Pero en el dinero que niega el inglés y el austríaco paga, hay algo característico de Inglaterra y de Austria: hay la historia secular de su respectivo desenvolvimiento político y de su vida social. Este pensamiento nos ofrece una transición fácil; pero séanos permitido antes determinar esta primera parte, repetir el principio que al comenzar sentábamos.

La defensa del derecho es un acto de la conservación personal, y, por consiguiente, un deber del que llega a ser lesionado, para consigo mismo.

 

 

 

 

 

 

 


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