COMUNICADO de JOSÉ MANUEL VILLAREJO PÉREZ (22 de Agosto de 2019). «Funes, el memorioso», por Jorge Luís Borges

Funes El Memorioso

Por Jorge Luis Borges (1942)

(Artificios, 1944; Ficciones, 1944)

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.

Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro. 

Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. 

Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. 

No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por yj por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:

El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.

En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum (nada de lo que ha sido oído puede ser recordado con las mismas palabras).

Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.

La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..

Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.

Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.

Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.

Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

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COMUNICADO JOSÉ MANUEL VILLAREJO PÉREZ

(22 de Agosto de 2019)

Ante la total imposibilidad de poder emplear otro medio, me veo obligado a emitir este comunicado para dar mi versión de la filtración, previa manipulación, del cutre aviso de la apertura de 20 nuevas piezas en septiembre, “gracias a la intervención del CNI en mi sumario”, habilitado para ello como policía judicial.

Mis escritos a la Audiencia Nacional son ocultados. Mis solicitudes de colaboración con la instrucción, negadas. Mis declaraciones ante el juez, escondidas a mi abogado. Pero el silencio nunca será una opción para mí ni para mi defensa.

Me pregunto cómo en lugar de 20 no son 200. ¿Y por qué no 2000?... si se trata de presentarme, en definitiva, como el culpable de todos los males que afectan a España en esta ‘causa general, inquisitorial y prospectiva’ de revisión torticera de lo que hice para los gobiernos de España los últimos 25 años.

Resulta significativo que, una vez más, mis manifestaciones sean alteradas y/o silenciadas a la opinión pública, mientras que lo filtrado por “medios judiciales” a través de su boletín oficial, el diario ‘El País’, se difunda profusamente buscando adormecer al pueblo y dictar una sentencia mediática por anticipado.

Imagino que estas “fuentes judiciales” beberán de las enseñanzas de teóricos como Thom y Prigogine con sus tesis sobre la ‘teoría del caos’ y de ‘catástrofes fractales’… y todo lo referido a la ‘teoría de las cuerdas’: escritos plagados de toscas y mediocres falsedades jamás alcanzarán la categoría de verdad judicial.

Es un peligro intentar hacer catarsis de todo el Sistema usándome a mí como único chivo expiatorio. Soy parte, como una pieza más, de ese sistema: el mundo de la Inteligencia guarda siempre un catálogo de ‘ilegalidades’ que ordenan desde arriba quienes, por ejemplo, y precisamente ahora, tratan de destruirme borrando sus huellas.

No me extraña que siempre sea “El País” el elegido para pulverizarme. Pesa mucho aún el entorno Sogecable en esas “fuentes judiciales”, por la operación en la que participé, y conozco bien, para descabalgar a un juez molesto por otro más afín a los intereses del Grupo Prisa.

¿Quién ha impuesto al juez la apertura de estas 20 nuevas piezas para justificar la ampliación de mi prisión? ¿Se está justificando la intervención telefónica de mi abogado con la manida excusa de velar por la “seguridad del Estado”, incurriendo en un atropello salvaje y en una lesión definitiva al ejercicio del derecho de defensa?

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a las conversaciones que en su día mantuve con el apreciado Clemente Auger, en escenarios no precisamente judiciales, para pactar que situara a un protegido suyo y de paso eliminar al instructor molesto.

Ahora puedo entender mejor que era esencial robarme las micro-cintas que guardaba en la caja fuerte y que contenían todas las gestiones que realicé en el tema Sogecable, cintas que tras la incautación ya habrán desaparecido como tantas otras, para siempre. Eso no conviene que se sepa, pero lo contaré en sede judicial con pelos y señales.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a las gestiones que con cierta ortodoxia realicé para desactivar la operación de Independencia, organizada por CIU cuando convocó elecciones anticipadas en 2012, buscando la mayoría absoluta.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas, se refiera a las operaciones de Inteligencia que hice para forzar la investigación del Clan Pujol, ya que era el instigador y jefe de esta deriva independentista, que luego tornó en una atolondrada marea amarilla.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a los pagos que hice a Javier de la Rosa para conseguir su colaboración para demostrar la mayor operación de blanqueo por importe de 2000 millones de euros entre el Clan Pujol, Prisa y el Banco de Santander; y, por consiguiente, que no se refiera a desacreditar mis gestiones sobre tan excepcional blanqueo, salvo que busquen anular así toda la instrucción que hoy está curiosamente paralizada.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a anular las gestiones que hice respecto al ciudadano iraní Massoud Zandi, socio del poderoso Juan Luis Cebrián, que terminó manteniendo una íntima relación con una destacada personalidad judicial para evitar su imputación, cosa que consiguió.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a la ocultación de las actividades que realicé, primero con el SECED, luego con el CESID y el CNI, sin contraprestación de ningún tipo, salvo la satisfacción -incluida la patriótica- del deber cumplido.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a las maniobras que llevé a cabo para ocultar la información que en 2015 advertí, relativa a confidentes peligrosos como el imán de Ripoll, y que el destituido Sanz Roldán ignoró tan irresponsablemente.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar los datos compartidos con el CNI sobre el atentado del 11 de marzo de 2004, aunque no se quiso valorar mi testimonio, casualmente, en relación al único marroquí, “El Messi”, por el que se interesó el fiscal y que huyó al día siguiente cuando se destapó el pastel.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar las gestiones que junto a destacados miembros del CNI, realicé para recuperar un comprometedor pendrive que un fiscal anticorrupción extravió sobre información muy sensible del Caso Noos.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a silenciar las gestiones que realicé en el entorno del DAESH (el grupo terrorista heredero de Al Qaeda), de las que puntualmente estuvo informado el Gobierno para evitar la comisión de atentados de destrucción masiva (incluido uso eventual de suicidas) en España.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a tratar de ocultar los numerosos encuentros y reuniones, comidas incluidas con miembros muy significativos del CNI, que tanto éxito les proporcionó. ¿Cómo es posible que todos ellos hayan sido destinados lejos de España para evitar los testimonios que pretendían dar a mi favor y que me consta ya habían transmitido, no solo a su ex director, sino a los miembros de la Fiscalía? ¿Una nueva casualidad?

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar la denuncia que en su día interpuse sobre la utilización de datos que recibí de la princesa Corinna por parte de un ministro para asegurar el puesto que ahora ocupa.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar la profusa información que aporté sobre todos los pagos ilegales que recibió Podemos de Venezuela y los contactos que mantuvo con ETA, cuando tuve ocasión de poder declarar sobre el inventado espionaje al teléfono de la ex íntima amiga de Pablo Iglesias. 

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a cómo ocultar mis contactos con el ex miembro del GAL y lugarteniente de Carlos Gastón, llamado Alex B. (alias ‘Chacal’), quien a cambio del barco de coca que dejó pasar Marlaska, informó sobre atentados de ETA que pudieron evitarse.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a cómo ocultar las gestiones que hizo el comisario García Castaño para informar del tráfico de llamadas a ciertos jueces y fiscales sobre teléfonos privados de ellos. A fin de cuentas, esos listados de llamadas, tanto de esposas como de amantes y otras personas, conseguidos con cierto servidor ilegal de Telefónica, es la mejor garantía para que este comisario jamás ingrese en prisión.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a la ocultación de cuantas reuniones y citas compartí con muy importantes  personajes judiciales, donde se me solicitaron servicios, además de privados, auténticamente escabrosos de los que pondré al corriente a su señoría en sede judicial.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar cuando el Fiscal del Tribunal Supremo me pidió ayuda para evitar que la causa sobre José Blanco se cerrara, a pesar de la existencia de delito, por la presión absoluta del ex Fiscal General del Estado de quien dependía.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar la documentación probatoria donde un fiscal anticorrupción pidió ayuda a periodistas para denunciar que el instructor del caso donde se descubrió a una “jueza amiga”, avisando de un pinchazo, iba a ser ascendido a cambio de no investigar la identidad de su compañera.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar cómo un oficial de la Guardia Civil, auxiliado por miembros del CNI, borraran del ordenador personal de un fiscal anticorrupción las pruebas de pedofilia por la que había sido imputado en varios sumarios.

Espero que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a ocultar todos los encuentros que durante tantos años mantuve con directores y editores de medios de comunicación donde, entre otras peticiones especiales, me solicitaban la forma de presionar a las empresas para obtener publicidad. Siento que alguno de ellos, según me consta y puedo probar, ya ha sido animado a publicar falsedades sobre mí, a cambio de no resultar imputado por el dinero que recibió y ocultar la vinculación de sus familiares con el tráfico de cocaína.

Espero, de momento, que ninguna de estas 20 nuevas piezas se refiera a las relaciones que mantuve, con otras empresas del IBEX 35, en especial en el extranjero, en la mayoría de los casos a petición del gobierno de turno. Entendía y entiendo que estas multinacionales representan un trozo de España cada vez que consiguen implantarse en un país en beneficio de la economía que a todos nos afecta. Aplicarles el mismo daño reputacional que al BBVA, o aun superior, solo servirá para deteriorar algunos de los pilares fundamentales de nuestra economía, quizá para regocijo único de las huestes podemitas.

El tiempo pondrá a cada uno en su sitio. Se puede seguir vendiendo puerilmente, incluso entre chanzas y tiras de humor, que no soy más que un espía veterano que se vende por dinero. Mi hoja de ruta aquí no pasa por ‘chantajear’, como señalan algunos estómagos agradecidos e irreflexivos. Pasa por presentar pruebas. Y desde luego a acceder a todas las que están en el juzgado y a las que no me permiten acceder para así seguir alterándolas con total impunidad.

El tiempo pondrá a cada uno en su sitio. Se podrá seguir con el desnudo soez e integral a que he sido sometido sobre los aspectos más íntimos y personales de mi vida, en esta ‘causa secreta’, y seguir transmitiendo mi vida a modo de ‘reality’, por cierto muy rentable para muchos.

En el CNI, en parte de la Policía y la Fiscalía se tiene verdadero pavor a lo que voy a relatar para defenderme. Sólo ese miedo, ligado a la cobardía y la estulticia, justifica hoy mi injustificable presencia entre barrotes por cuyo resarcimiento pelearé en las más altas instancias europeas.

Pero no hay mal que por bien no venga. Cada día, fuerte mentalmente y con una disciplina obligada, estoy poniendo por escrito lo que mi memoria, que creía débil, me ofrece cada vez que me sumerjo en los distintos trabajos que hice en mi dilatada vida. Me siento un poco identificado con ese personaje que en su día inventó el filósofo escritor argentino, Jorge Luis Borges, llamado “Funes el memorioso”, al que todos inútilmente trataban de destruir por todos los medios, ya que les ponía en peligro su memoria infinita y desbordante.

Coincido con Funes cuando decía eso de “mi memoria es un vertedero de basura”: cada día que estoy aquí encerrado, recuerdo cada vez más la basura que unos y otros me pidieron hacer desaparecer. Ahora aflorará y les llegará algo más que su nauseabundo olor.

Sólo pido poder tener tiempo, antes que mi precaria salud flaquee para siempre, poder llevar mis escritos a sede judicial. La ciudadanía entenderá así el desprecio que les regalan ciertos poderes del Estado: está en los 40 terabytes incautados que tiene el juez. Y digo: ¿va a eludir el señor García Castellón su responsabilidad como garante de la legalidad, permitiendo que el CNI, la Fiscalía y algunos mandos policiales estén expurgando, borrando, las pruebas que a unos y a otros comprometen? ¿Pretende ser cómplice de esta aberrante y sucia actitud?

En la era de Internet, esto es imposible: es como intentar hacer o borrar una raya en el agua. Tengo una lista, en mi memoria y por escrito, en la que quedan alineados quienes, más pronto que tarde, sufrirán la vergüenza y el escarnio. Son algunos de los que hoy están permitiendo o jaleando mi cobarde linchamiento. El paso del tiempo, que pretenden ingenuamente que sea una soga y mi rotunda perdición, tengo la plena seguridad de que juega cada instante a mi favor.

 

 

 


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