«La crisis de los intelectuales y el masoquismo comunista. A propósito de Jean-Paul Sartre»
Por Julián Gorkin
Las guerras modernas no solo destruyen vidas en masa y valores materiales de civilización, sino conciencias, sistemas filosóficos e ideologías, principios que parecían inmanentes, formaciones políticas e instituciones, basamentos sociales… Aun cuando muchas de esas cosas parezcan subsistir, en realidad agonizan heridas de muerte. El vacío que dejan las guerras, propio de un período de transición, no se colma en unos meses ni en unos años; se necesitan quizá varias generaciones humanas para colmarlo. Yo creo que el siglo XX, hasta donde es posible mesurarlo ya como experiencia y como perspectiva, resultará el más rico en destrucción y en creación de los históricamente conocidos. Ningún otro ha registrado conflictos tan hondamente universales como éste. En ninguno se ha jugado tan decisivamente el destino de la humanidad en su conjunto. Y ninguno ha puesto tan a prueba, por consiguiente, el valor del hombre y la responsabilidad del intelectual y del político.
Es natural y lógico que en un período de transición como el actual surjan intelectuales y políticos inquietos y más o menos legítimamente ambiciosos que, frente a los valores tradicionales en crisis, se dan a la tarea de inventar sucedáneos, fórmulas, panaceas o simples juegos mentales que pretenden elevar a la categoría de sistemas filosóficos y de programas de gobierno. Resultan éstos con relación a los verdaderos filósofos y sociólogos lo que los curanderos con relación a los auténticos hombres de ciencia. Los «movimientos» que surgen en torno a estos curanderos no tardan en vaciarse de su falso contenido y en reducirse a capillas y cenáculos, cuando no se convierten en una simple etiqueta comercial para la explotación de lo pintoresco. Un vacío puede llenarse con cualquier cosa, pero ello no quiere decir que esa cosa es la que corresponde a las necesidades sociales y humanas de un determinado período histórico. Cuando se deshace el espejismo o el equívoco, si quienes les han dado efímera vida no se resignan al ostracismo tienen que incorporarse a una de las corrientes vivas del momento histórico. ¿Al bolchevismo o al nazifascismo ayer? (Me viene a la mente un ejemplo: el futurismo llevó a un Maïakowski a la exaltación del bolchevismo triunfante y más tarde al suicidio, y a un Marinetti al fascismo mussoliniano y a los privilegios oficiales, otra manera de suicidarse.) ¿Al comunismo stalinista hoy? ¿O al híbrido e ilusorio neutralismo, servidor más o menos consciente del stalinismo? Tal parece ser el destino del existencialismo.
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El drama de Jean-Paul Sartre es el drama de nuestro tiempo
A mediados de 1948 llegué a París con una cierta curiosidad por conocer personalmente a Sartre y por comprender el existencialismo. En los países hispanoamericanos, de los que venía, habían obtenido una cierta fama. Algunos núcleos de intelectuales y de estudiantes daban en llamarse existencialistas; los más de ellos habían pasado anteriormente por el sarampión del comunismo y creí comprender que buscaban en el existencialismo un sucedáneo o un remedio a su crisis. ¿Pero sabían lo que era exactamente el existencialismo? Creo sinceramente que no. Lo habían aceptado porque venía de París y porque parecía estar de moda.
Confieso por mi parte que, no obstante mi buena voluntad, no he podido decidirme a tomar en serio la filosofía existencialista. Me he sentido y me siento en la incapacidad de darle mi adhesión o de impugnarla por la sencilla razón de que, detrás de los juegos mentales de Sartre y de sus seguidores, no he logrado discernir nada positivo ni sólido que merezca adhesión o controversia. Todavía no sé decir si es que no he comprendido yo o si es que no hay verdadera materia de comprensión. Por ejemplo: la definición sartriana de que «el existencialismo es un humanismo» no ha provocado en mí más que esta réplica: ¿es que puede bastar que un escritor abra una nueva tienda filosófica y la bautice humanista para que lo sea? ¿Por qué UN humanismo? ¿Quiere ello decir que pueden producirse varios más, a capricho de los tenderos en filosofía? Poco antes de su muerte en México (1947), Víctor Serge definía el existencialismo como «la exaltación de lo absurdo», como «una especie de dilettantismo pragmático» y como «esa filosofía del onanismo cerebral», y llegaba a la conclusión de que los existencialistas tenían «la puerta abierta para la adoración práctica de la fuerza, del látigo o del Jefe…» El propio Jean-Paul Sartre ha venido a confirmar este último juicio; tengo el convencimiento de que con el desacuerdo de otros existencialistas, que han tenido ocasión de conocer mejor que él al stalinismo.
Lo que sí creí discernir claramente, a través de unos cuantos contactos con Sartre, fue su drama dentro del drama colectivo de nuestro tiempo. Yo creo que Sartre es un hombre –un intelectual– honesto y sincero. La ocupación de Francia provocó en él una sana indignación, una fuerte rebelión espiritual, quizá más aun que contra el ocupante nazi, cuya voluntad de dominación no podía sorprender a nadie, contra sus cómplices y colaboradores franceses, producto de una sociedad evidentemente enferma, claudicante, sin virilidad ni conciencia y, por consiguiente, sin destino ni porvenir. Creyó sin duda que de la Resistencia y de la entraña popular surgiría, después de la Liberación, una Francia renovada, sanamente revolucionaria, capaz de reanudar la gloriosa irradiación del pasado. Casi francés por formación cultural y por exaltación histórica, yo también concebí una ilusión semejante para Francia. Pero la realidad no ha respondido a esta esperanza. No ha surgido todavía ninguna auténtica fuerza de renovación y de creación. Las clases conservadoras, los intereses mezquinos y la rutina electoralista han vuelto a dominar la estructura económica y social y la superestructura política; las clases populares han caído en una atonía, en un escepticismo y en una desmoralización mayores todavía que antes de la guerra. En lugar de reanudar su gran tradición revolucionaria y universal, Francia sigue la otra tradición: la conservadora, pequeñoburguesa y conformista de los años prósperos y felices. Pero con esta terrible paradoja: que esos años no son más que un nostálgico recuerdo y que el inconformismo es hoy casi general. La inestabilidad, la crisis y el vacío se han profundizado. Casi todo el mundo parece saber qué es lo que ha fracasado y contra qué está; contadas parecen ser las personas que logran discernir, en medio de la confusión, cómo y por qué sustituir los valores en agonía. Desde este punto de vista, el drama de Sartre es el drama humano de todo un pueblo. Mejor aun: el drama europeo –por no decir mundial– de nuestros días. Ya veremos luego que la responsabilidad principal viene del imperialismo ruso-stalinista y de sus quintas columnas.
Pero existe, en medio del drama antes esbozado, un drama personal de Sartre. Quizá sin quererlo y sin esperarlo –¿ha sido él el primer sorprendido?– adquirió inmediatamente después de la guerra renombre universal. Tal vez esto le ha llevado a concederse a sí mismo una valoración que no tiene. Lo cierto es que este renombre, y la responsabilidad que implica, le vienen demasiado grandes y pesan abrumadoramente sobre sus hombros. Una celebridad semejante no es fácil de sostener y de alimentar, sobre todo en nuestro tiempo movedizo y cambiante, hacedor y destructor de hombres y de glorias, y respecto de unas minorías intelectuales y unas masas populares que exigen un mensaje, una respuesta a sus inquietudes y sus dudas, una luz que las saque de la confusión, una solución a sus problemas y a los problemas de nuestro mundo contradictorio. Sartre no quiere resignarse a ser lo que realmente es: un buen escritor, un excelente dramaturgo, un hábil y prolijo ensayista; necesita sentirse filósofo, sociólogo, guía espiritual de pueblos, definidor humano y ángel guardián de la paz. Todo esto resulta excesivamente importante y solemne para un hombre que, según he podido observar por mí mismo, carece de formación y de experiencia políticas, da prueba de una honesta ingenuidad –la ingenuidad del neófito– y lo somete todo a un proceso deductivo y cerebral. Quizá sin que se dé cuenta él mismo es víctima de su propio cerebro, de su logística imaginativa, de un vacío angustioso que trata de llenar con digresiones y con frases bien construidas. Creo que su existencialismo ha resultado ser una simple creación cerebral; su crisis no puede ser hoy más evidente para todo el mundo. Y otra creación cerebral, plagada de contradicciones y de retorcimientos, su larguísimo artículo –todavía inconcluso– sobre «los comunistas y la paz». Resulta verdaderamente sorprendente –de un simplismo infantil– la manera como trata de explicamos los móviles de los jefes comunistas franceses en la determinación de sus acciones: la fracasada manifestación contra la llegada del general Ridgway a París y la subsiguiente tentativa de huelga general. Me imagino que los primeros en reír de estas explicaciones han debido ser los propios jefes comunistas si acaso han tenido la paciencia de leerle. Y no menos esquemática e infantil me parece su división de la sociedad francesa entre el partido comunista y… todo lo demás, así como la identificación que establece entre el comunismo stalinista, la revolución social y la causa de la paz. Pluma en mano, Sartre se siente capaz de explicárnoslo todo como un taumaturgo para quien su lógica cerebral es o debe ser la lógica real del mundo.
De mis contactos con Sartre recuerdo dos hechos significativos. A nuestra primera entrevista acudió a un modesto hogar obrero, subió la sucia escalera hasta el quinto piso, tomó asiento al borde de una dura cama y aceptó complacido la taza de café que se le ofrecía. En contraste con su fama y con sus importantísimos derechos de autor, parecía traducir así su anhelo de sencillez y de acercamiento al pueblo, su íntima vocación al servicio del proletariado. Otro hecho: pocos meses antes de su muerte obligó a André Gide, viejo y cansado, a subir los cuatro pisos de su departamento de la rue Bonaparte. Orgullo irrespetuoso ante una de las glorias literarias de Francia; feliz humildad ante un proletario. De aspirante a compañero de ruta del proletariado Sartre se ha convertido, por una mala jugada de su cerebro, en un compañero de ruta del comunismo. Se lo advierto en nombre de siete lustros de fidelidad a la causa obrera y de una larga experiencia del comunismo: se ha metido en una difícil e intrincada maraña y ahora comienza su verdadero drama. Espero que de las desilusiones y los dolores que le aguardan saldrá por los menos un buen libro. ¿Quizá la conclusión de «Los caminos de la libertad», que no ha logrado en tres volúmenes anteriores? Me permito aconsejarle, si todavía es tiempo, que no emprenda la redacción del cuarto hasta haber hecho la experiencia del comunismo. De lo contrario tendrá que prohibir un día su reimpresión como ha prohibido hace unos meses que se representaran «Las manos sucias» en Viena.
El camino de la libertad y el camino de la Inquisición
Stalin y Malenkov no le facilitan la evolución a Sartre; se la están haciendo, por el contrario, bastante difícil y amarga. Es hombre de conciencia y no puede evadirse a ciertos problemas de actualidad y de interés universales. ¿Por qué el proceso Slansky-Clementis y por qué los procesos y las «purgas» en curso en la Alemania oriental, en Polonia, en Rumania, en la propia U.R.S.S.? ¿Por qué esa nueva y despiadada liquidación de jefes comunistas, de compañeros de ruta, de eminentes hombres de ciencia…? ¿Y por qué esa exaltada caída en la pública proclamación del antisemitismo? ¿Cómo compaginar todo eso con la causa de la revolución social y con la causa de la paz? No creo que la brillante capacidad explicativa de Sartre pueda explicarnos tales monstruosidades con un mínimo de convicción. Y no creo que encuentren compensación en su cerebro con el caso de los Rosenberg, el despido de unos cuantos obreros comunistas de las fábricas Renault y los jesuitismos de un Ehremburg, convertido de un excelente novelista pobre en un potentado oficial de la pluma y en un agente de la M. V. D., fotografiado con el candoroso Sartre en el Congreso de Viena.
Bien es verdad que Sartre puede evitar esas explicaciones recluyéndose, como lo hace en el centenar de páginas de su artículo, en un extraño «nacionalismo» cuando se trata del partido comunista francés. «El P. C. francés –asegura– goza de una autoridad que se parece a la de un gobierno; pero como carece de instituciones, su soberanía le viene de las propias masas». Frase desdichada entre todas. Sartre parece ser el único intelectual del mundo –lo mismo entre los comunistas, entre los anticomunistas que entre los neutralistas– que ignora o simula ignorar que los partidos comunistas, el francés entre ellos, no gozan de otra autoridad que la delegada por el gobierno del Kremlin, no tienen la menor soberanía y sus instituciones son las ruso-stalinistas. Cierto es que hay en Francia y en Italia importantes masas que votan por los comunistas; la soberanía que reciben así la ponen al servicio de la política exterior del Kremlin. Es tan archisabido esto que ya constituye un lugar común para todos menos para Sartre.
El hombre al servicio de la producción estatal y no ésta al servicio del hombre. Pero para este resultado no se necesitaba una revolución sedicentemente socialista o comunista; canales, fábricas de fundición, rascacielos y torres Eiffel las construyen perfectamente los países capitalistas sin necesidad de esclavos ni de órdenes de Lenin a los jefes policíacos
¿Cree Sartre, por ejemplo, que los comunistas franceses han podido pronunciarse libremente sobre las ejecuciones de Praga? Estoy persuadido de que han provocado en ellos un vivo malestar; sin embargo l’Humanité les ha dedicado un artículo de un exaltado lirismo con esta conclusión: «Como los Trotski y los Bujarin, los conjurados habrán sido archiolvidados cuando los altos hornos de las fundiciones de Clement Gottwald seguirán mezclando en la noche sus resplandores con las estrellas». Frase de profundo sabor stalinista, semejante a las que dedicaban antes a Slansky, a Ana Pauker, a Gomulka… ¿Qué importan los hombres y qué su existencia y su justicia ante la forja, de día y de noche, de los cañones de la Skoda al servicio de las doscientas divisiones del Ejército Rojo? Y lo que importa no es que el canal Volga-Don haya consumido millares y millares de esclavos y que se haya condecorado por su muerte a los altos jefes de la M. V. D., sino la apertura del canal en los plazos previstos. ¿Quién recuerda a los esclavos que construyeron las pirámides a la gloria de los faraones? El hombre al servicio de la producción estatal y no ésta al servicio del hombre. Pero para este resultado no se necesitaba una revolución sedicentemente socialista o comunista; canales, fábricas de fundición, rascacielos y torres Eiffel las construyen perfectamente los países capitalistas sin necesidad de esclavos ni de Ordenes de Lenin a los jefes policíacos. Quiero creer que Sartre está de acuerdo conmigo en este punto. Pero en este caso no puede estar de acuerdo con los jefes comunistas franceses y con l’Humanité que lo aprueban todo como unos perfectos esclavos del pensamiento.
Según los enunciados teóricos de Engels y de Lenin el triunfo de la revolución y la realización del socialismo debían provocar, por otra parte, la desaparición progresiva del Estado; Stalin ha corregido a rajatabla estos enunciados y lo somete hoy todo al poder del Estado totalitario, policíaco e imperialista
No necesitamos salir de Francia, si Sartre no quiere, para encontrarnos con una inquisición staliniana. En pleno corazón de París ha funcionada una, fanática y despiadada, durante varios meses. André Marty, ex-inquisidor en España, en Francia y en la U. R. S. S., ha sido sometido a la cuestión mediante interrogatorios, careos, tormentos morales, delaciones, un espionaje de día y de noche, un acoso sin tregua. Se le ha exigido una autocrítica equivalente a un suicidio moral. Se le han reprochado como crímenes las relaciones con su hermano, una taza de café en casa de un camarada, un apretón de manos en un autobús… Y no se le ha consentido ninguna circunstancia atenuante, ninguna escapatoria, ninguna defensa. Finalmente se le ha convertido de un falso héroe del Mar Negro y de Albacete en un falso policía o traidor y se le ha arrojado a la calle. Todo esto mientras escribía Sartre en su artículo: «Hay que decir en una palabra que el Partido es la libertad del obrero, pues en la Francia de hoy no puede expresarse y realizarse si no es mediante una acción de clase dirigida por el partido comunista». Y mientras proclamaba que el fracaso de la huelga del 4 de junio fue «una pequeña derrota del hombre». Una pequeña derrota del hombre los fracasos del partido comunista abusando de la clase obrera francesa; una gran derrota del hombre la inquisición universal del comunismo. ¿Cómo habrá que definir la identificación que se permite establecer Sartre entre ese comunismo inquisitorial y la libertad obrera?
El camino de la contrarrevolución y de la guerra permanente
No sé si sorprenderé a Sartre diciéndole que los fundadores de los partidos comunistas creímos servir a la revolución socialista en Rusia e internacionalmente –a la revolución permanente de Trotski hecha suya por Lenin– y que nuestra ruptura con el Komintern se produjo –la mía data de 1929– al convencernos de que Stalin se disponía a asesinar la revolución y a construir, por el camino del «socialismo en un solo país», un monstruoso nacionalismo totalitario. Las cosas han ido muchísimo más lejos de lo que habíamos supuesto y hoy es una realidad que el Kremlin ha vuelto a la tradición imperialista –e incluso racista– de Ivan III, Ivan IV el Terrible y Pedro el Grande, cuyas anexiones y conquistas ruso-moscovitas son exaltadas sin disimulo por las publicaciones soviéticas. Por el camino del anticosmopolitismo y del antioccidentalismo han llegado incluso a preferir a Ivan el Terrible sobre Pedro el Grande, demasiado europeizante. Nadie puede ignorar que el imperialismo ruso-stalinista ha liquidado, con una brutalidad no conocida ni tan solo bajo los zares, todo asomo de autonomía nacionalitaria en la U. R. S. S., al mismo tiempo que prepara, no menos brutalmente, la integración económica, política, militar, jurídica y cultural de las naciones conquistadas durante o después de la guerra. Según los enunciados teóricos de Engels y de Lenin el triunfo de la revolución y la realización del socialismo debían provocar, por otra parte, la desaparición progresiva del Estado; Stalin ha corregido a rajatabla estos enunciados y lo somete hoy todo al poder del Estado totalitario, policíaco e imperialista. Sobre todo ello existe una literatura oficial y poseemos los discursos y las resoluciones del XIX Congreso del partido comunista (ex bolchevique) de la U. R. S. S. Y conocemos la pública e incondicional adhesión del partido comunista francés y de todos los demás partidos del mundo.
¿Qué tiene todo esto que ver con la revolución socialista internacional, emancipadora y liberadora del hombre y de los pueblos? Con el mito de la revolución y gracias a la colaboración del Ejército Rojo, de la N. K. V. D. y de las quintas columnas el Kremlin ha logrado conquistar una docena de países; con la bandera del antiimperialismo –y gracias en gran parte a la incomprensión y a las torpezas de las metrópolis colonialistas– el imperialismo más agresivo y rapaz de la historia humana –una mezcla de Gengis Kan y de Felipe II– está manteniendo o atizando una subversión permanente entre los pueblos coloniales y semicoloniales. Lenin afirmaba que una política debía ser juzgada por sus resultados. Pues a juzgar por los resultados la revolución bolchevique ha representado en suma el tránsito del absolutismo zarista al totalitarismo stalinista, a la esclavización de inmensas masas humanas y a un estado de perturbación mundial. Es evidente que Lenin no quería todo eso; sin embargo, y por toda una serie de causas y de efectos que no nos es posible estudiar hoy, el bolchevismo ha conducido a ese resultado catastrófico. Sartre se permite afirmar que el partido comunista representa en Francia a la mayoría de la clase obrera, sus reivindicaciones, la esperanza de su emancipación revolucionaria; que al margen o en contra del partido comunista la clase obrera no podrá realizar nada de eso y «el mundo será burgués». Si un intelectual responsable hubiera escrito esas líneas en la otra postguerra, en 1920 o en 1925, hubiera podido tener una justificación; escritas en 1952 no tienen ni justificación ni sentido de responsabilidad. Un simple análisis de la realidad lleva a una conclusión diametralmente opuesta a la de Sartre. En Francia y en Europa todo parecía posible al término de la guerra. Las reacciones nacionales salían comprometidas y deshechas por el hundimiento de Hitler, de Mussolini, de Vichy… La democracia social, revolucionaria y constructiva parecía llamada a sucederles. Pero su división, su debilidad y su confusión eran extremas. Esa división ¿no es obra del bolchevismo ya desde las 21 condiciones del II Congreso del Komintern? La debilidad y la confusión ¿no arrancan principalmente del envenenamiento stalinista de las conciencias y de la sistemática pretensión del Kremlin de someter al movimiento obrero a sus fines? ¿Y quién puede negar que esos fines son antidemocráticos y totalitarios, de dominación y no de liberación, policíacos y esclavizadores y, por consiguiente, antisocialistas? La experiencia de Inglaterra y de Escandinavia por un lado y la de Francia e Italia por otro prueban que a una mayor influencia stalinista sobre la clase obrera corresponde un mayor debilitamiento democrático, socialista, constructivo. Las agresiones imperialistas del Kremlin y de sus quintas columnas han obligado al movimiento obrero independiente a sacrificar muchas cosas a la imperiosa necesidad de defender sus libertades elementales, a hacer bloque con otras fuerzas interiores y exteriores, a consentir nuevos rearmes. Antes de hacer una nueva Europa ha habido que pensar en defender la actual; después de haber estado a punto de devorarla Hitler iba devorándola Stalin. ¿No es cierto que el stalinismo trata de mantener y de exacerbar los nacionalismos con el fin de impedir la construcción y la defensa de Europa? ¿Y no es cierto que la política stalinista ha provocado la reaparición y el desarrollo de las reacciones europeas? Entre el stalinismo y un cierto antistalinismo están empujando a Europa y al mundo hacia un nuevo abismo.
Constituye una ceguera inconcebible pretender que el comunismo stalinista puede representar, en Francia o en ningún otro país civilizado del mundo, la emancipación revolucionaria de la clase obrera. Por el contrario, la famosa revolución permanente de Trotski ha conducido con Stalin a la contrarrevolución permanente e incluso a la estrategia de la guerra permanente de Molotov-Bulganin. ¿Cómo puede representar y dirigir la revolución internacional una castocracia totalitaria formada sobre el cadáver de la propia revolución rusa? Ese carácter brutalmente contrarrevolucionario del stalinismo lo comprobé en el curso de la guerra española, ensayo general de la guerra mundial número dos e incluso de la actual postguerra, en la que hemos visto y vemos en los países satélites a muchos de los hombres y los métodos experimentados en aquella trágica escuela. Esta verdad han venido a confirmarla con sus libros algunos de los principales jefes comunistas españoles, como Enrique Castro Delgado, El Campesino, Jesús Hernández, así como sus antiguos compañeros de ruta Negrín y Álvarez del Vayo. Ante la experiencia española y ante la de los pueblos sojuzgados puedo afirmarle a Sartre que cualquier conquista democrática o la simple salvaguardia de los conquistas democráticas legadas por nuestros mayores resultan revolucionarias respecto del stalinismo totalitario y esclavizador.
¿Cómo puede afirmar Sartre que «el partido comunista representa la lucha por la paz en nombre de la clase trabajadora»? El bolchevismo no es ni ha sido nunca pacifista; por el contrario, ha tratado siempre con desprecio de pequeñoburgueses a los pacifistas. Sobre lo que teorizó Lenin fue sobre las guerras «justas» y las guerras «injustas», pero no sobre la paz. Para Stalin como para Lenin las guerras son justas o injustas según sirvan a sus objetivos. El bolchevismo llegó al poder gracias a la guerra mundial número uno. El stalinismo determinó la guerra número dos mediante su pacto con la Alemania hitleriana y su extensión mundial mediante su pacto con el Japón militarista. Y hoy mantiene al mundo en este estado de guerra permanente que amenaza con provocar la más catastrófica de las guerras: la atómica. Las propias conferencias «en favor de la paz», organizadas y pagadas por Moscú, tienen por finalidad principal debilitar las defensas de los adversarios y fortalecer la estrategia soviética. El artículo de Stalin en la revista Bolchevik y los discursos y las resoluciones del XIX Congreso han apuntado claramente en la misma dirección. Claro está que Sartre es libre de acudir a tales conferencias –como ha acudido a la de Viena– y de hacernos después reseñas casi idílicas. Lo que no puede después de eso es seguir diciéndose neutralista y pacifista.
Misión del intelectual
Existe, sin lugar a dudas, una honda crisis de los intelectuales. El caso de Sartre me parece uno de los más característicos. Evidentemente los escritores siguen produciendo libros –nunca se han producido tantos como ahora– y los profesores siguen asegurando sus cursos. No impide ello la crisis de las conciencias y la crisis del pensamiento creador. Se ha dejado de creer en muchas de las cosas en las que se creyó ayer. Cunden el escepticismo y la desmoralización. No se ve muy claro ni en el análisis exacto de los acontecimientos de las últimas décadas, ni en las realidades y los problemas de nuestro momento histórico, ni en la perspectiva. ¿Qué es lo que ha fracasado y cómo superarlo? ¿Qué es lo que puede salvarse como valor de continuidad y de creación? ¿Qué es lo que sirve a la causa del hombre y qué es lo conduce a su desintegración moral? Los propios hombres de ciencia tiemblan asustados ante sus maravillosas a la vez que terribles conquistas. ¿No van a servir a la muerte más que a la vida? ¿Esos progresos no nos llevan al aniquilamiento del progreso y de la civilización? ¿Por quién suenan las campanas? ¿No nos acercamos a la hora veinticinco? ¿La noche quedó atrás o está aun ante nosotros? El miedo, la duda, la incertidumbre, la angustia, el vacío dominan las mentes. Todo parece entredicho y en transición y los intelectuales de conciencia social y humana parecen llevar a cuestas el infierno o el purgatorio de nuestro pobre mundo, de nuestro terrible siglo.
Los rutinarios y los conformistas, que se limitan a llenar su oficio para ir viviendo, constituyen sin duda una mayoría. Eso agrava la crisis; bien es cierto que su simple arribismo no les satisface. A falta de algo nuevo se agarran otros a ciertas fórmulas, si bien con el sentimiento en el fondo de que están superadas. En una evasión del presente se vuelven algunos hacia las figuras y las glorias pasadas tratando de descubrir algún que otro detalle inédito o de rehacer en otra forma lo ya hecho. Otra evasión es el retorno a la tierra y a la naturaleza huyendo de las complicaciones sociales y buscando la sencillez, la salud y el consuelo. Y otra los viajes a la caza de nuevas sensaciones y nuevos horizontes. Todo eso no resuelve la gran crisis.
Todo el mundo se pregunta hoy: ¿existe realmente una juventud? ¿Qué quiere, qué piensa, en qué cree, a dónde va? Sus reproches hacia las generaciones pasadas tienen su justificación, pero ese negativismo no lleva a nada
Como es lógico, se refleja ésta principalmente en la juventud universitaria y estudiantil. Todo el mundo se pregunta hoy: ¿existe realmente una juventud? ¿Qué quiere, qué piensa, en qué cree, a dónde va? Sus reproches hacia las generaciones pasadas tienen su justificación, pero ese negativismo no lleva a nada. En Francia, por ejemplo, abundan los jóvenes en los lugares deportivos y de diversión, en los cafés y en los cabarets llamados existencialistas, complaciéndose en lo inelegante, lo descortés, lo amoral y lo desorbitado; resulta desolador ver el débil porcentaje de jóvenes que asiste a las asambleas públicas, políticas, filosóficas o de cualquier otro género. Se presiente un terrible vacío detrás de esa juventud, el día que llegue a la madurez. ¿En qué creerá mañana y dónde irá si parece no interesarse hoy por nada? ¿Dónde está el ideal del mañana?
Los propios hombres de ciencia tiemblan asustados ante sus maravillosas a la vez que terribles conquistas. ¿No van a servir a la muerte más que a la vida? ¿Esos progresos no nos llevan al aniquilamiento del progreso y de la civilización? ¿Por quién suenan las campanas? ¿No nos acercamos a la hora veinticinco? ¿La noche quedó atrás o está aun ante nosotros?
Detrás de todo eso acecha el comunismo como un monstruo en espera de sus víctimas. He venido observando que desde la fundación de los partidos comunistas han ido a ellos todos los que no sabían dónde ir. En todos los países de Europa y de las Américas que conozco abundan, afortunadamente, los desencantados. Pero un desencanto no constituye un ideal constructivo. El comunismo atrae porque representa algo nuevo y violento. Es esa una evasión masoquista e infernal, una especie de desesperación disciplinada. ¿Quién puede ignorar hoy honradamente que la U. R. S. S. –sin hablar de las llamadas democracias populares– es el infierno para el intelectual? Un infierno el pensamiento dirigido, el ciego sometimiento a la consigna del momento, la cortina de hierro respecto del mundo y entre los seres, el miedo a comprender y a hablar, la imposibilidad de toda creación individual, el permanente acecho terrorista… La aceptación y la defensa de todo eso ¿no constituye el peor de los masoquismos? A mí me asombra la capacidad masoquista de un Sartre que consciente de esa realidad y sabiendo la forma como le trata –y como trata al existencialismo– la Enciclopedia Soviética ha dado su último paso.
Yo creo, sin embargo, que nunca ha sido mayor la responsabilidad del intelectual que en nuestro tiempo. ¿No se juega en él el ser o no ser de la humanidad entera? Precisamente cuando mayor es la confusión y más amenazador el peligro, tanto mayor es su deber de análisis y de rebusca de la verdad y de las soluciones. Tiene que defender ante todo el legado de las luchas y de las conquistas pasadas: la libertad, la cultura, la civilización. Decidle a un intelectual o a un obrero de detrás de la cortina de hierro que la defensa de todo eso carece de importancia y os mirará como a un bárbaro. Para él constituyen esas cosas la aspiración y el bien supremos. Sartre dice que la cultura se hace, pero que no se defiende. Para poderla hacer en nuestro tiempo hay que empezar por defenderla y por garantizarla contra el fusil y el hisopo de un Franco, el veneno de un Yagoda, el ukase de un Jdanov y de un Malenkov. Contra los Omar modernos que creen que el Catecismo o «La Historia del Partido Comunista» contienen todas las verdades y que todo lo demás son mentiras peligrosas.
La realización de Europa forma hoy parte inmediata y principal de la misión del intelectual. (Digo de Europa porque es la más inmediatamente amenazada y como un paso indispensable hacia otras construcciones). Y la comprensión de lo universal con el debido respeto a las variedades culturales, el desarrollo del humanismo sobre la base del respeto del hombre, la integración de los pueblos y de los continentes en un desarrollo libre de su propio ser. Partir de lo real para alcanzar lo ideal, partir de lo humano para realizar la humanidad. El intelectual libre debe llenar esa misión en su nombre y en nombre de los que se sienten privados de todo derecho, toda libertad y toda personalidad detrás de esa monstruosa cortina de hierro que divide a nuestro mundo y a nuestro siglo.
http://www.filosofia.org/hem/dep/clc/n01p074.htm
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