SPINOZA Y MONTESQUIEU, por Jesús Nava

«Hay tres especies de gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico. Para averiguar la naturaleza de cada uno basta la idea que tienen de ellos los hombres menos instruidos. Supongo tres definiciones, ó mejor dicho, tres hechos, que son á saber: «que el gobierno republicano es aquel en que el pueblo en cuerpo ó sólo parte de él ejerce la potestad soberana; que el monárquico es aquel en que gobierna uno solo, pero con arreglo á leyes fijas y establecidas; que, á diferencia de éste, el despótico es aquel en que uno solo, sin ley ni regla, lo dirige todo á voluntad y capricho».»

MONTESQUIEU, «El Espíritu de las Leyes»

 

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SPINOZA Y MONTESQUIEU

Por Jesús Nava

 

Supongo que Montesquieu pensaba (en relación a lo que llamaba “ciega fatalidad”, que podría no ser sino el principio de causalidad inexorable a que se refiere Spinoza, en cuanto que nos es desconocido por nuestra falta de un conocimiento verdadero) como Spinoza, pues, al parecer, su filosofía era spinoziana, y hasta tuvo problemas por ello.

Sinceramente, cada vez entiendo menos el mundo en que vivo. El derecho está torcido; la medicina, enferma; la filosofía, escéptica; la educación, desorientada; la religión, moribunda; la política, corrompida; la sociedad, disgregada; los dirigentes, perdidos. Vivimos en un mundo sin norte, sin brújula. Los que menos saben a dónde van, son los más empeñados en llevarnos allí; y los que más ignoran por dónde tirar, son los que primero se apuntan para ir con ellos a ningún sitio.

Descorazonador. Me acuerdo de una frase lacónica de Tocqueville referida a la política: “Ni escritos ni discursos sirven para nada”, y me digo a mí mismo: “Jesús, ¿por qué no te callas?” Y la respuesta es que escribir o discursear es para mí, desde los dieciséis años, una necesidad que me dicta, y me impone, contra mi deseo y mi gusto, este penoso trabajo. Pues el mundo se me antoja un desierto de inteligencia espiritual donde nunca he sabido desenvolverme con soltura. Hablar o escribir es inútil; pero callar, imposible.

Hago esta digresión porque llevo semanas, o meses, desde que abrí el Diario íntimo de Amiel, hasta ahora filósofo totalmente desconocido para mí, conmocionado y meditabundo. Pues su “cada uno a su tarea”, pensamiento extraído sin duda del libro de Nehemías, me ha hecho recapacitar: mi tarea es seguir consagrado a las cosas eternas, a la filosofía de la vida, a la cura de almas y, en menor medida -aunque sea médico, y precisamente por ello-, a la sanidad de los cuerpos.

No entiendo de derecho ni de política; no soy científico ni filósofo; no soy profeta ni hijo de profeta, como dijo Amós… Pero si la Conciencia habla, que es la voz de Dios, ¿quién podrá guardar silencio? De modo, amigo mío, que los abogados responsables tendréis que haceros cargo del maltrecho Derecho, y tratar de enderezarlo; los médicos, ejercer la medicina con ciencia y conciencia; los educadores, despertar las inteligencias dormidas; los filósofos, curar las mentes y purificarlas de prejuicios y dogmas; los guías y dirigentes, sean políticos o religiosos, dar ejemplo de lo que predican…

No creo que “interactuar”, o sea, intentar relacionarse con individuos y sociedades autistas, o “adaptarse” al caos, cuando se lleva en el alma un sentido del orden, pueda servir para otra cosa que para perder los estribos y desquiciarse. Pero puedo estar equivocado. Es decir, que no sé qué hacer ni qué opinar.

No obstante, seguiremos aquí, durante el tiempo que nos resta de vida, dedicados a la obra que nos ha tocado, construyendo algo cuyo diseño desconocemos, sirviendo a una Inteligencia superior que nos dicta un quehacer, pero que no nos permite ver los resultados.

 

 

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Montesquieu a examen

Por Julián Sauquillo (2007)

 

Los buenos libros suelen estar enraizados en una tradición intelectual en la que aprendizaje, transmisión y trabajo propio se interrelacionan de forma original, con aportaciones nuevas. El libro de Iglesias, publicado por primera vez en 1984, utiliza un camino metodológico similar –no podía ser menos al ser su discípula– al que podemos disfrutar en el libro de Luis Díez del Corral El pensamiento político de Tocqueville. Formación intelectual y ambiente histórico (1989). Este excelente estudio abordó, asimismo, la formación de Tocqueville (1689-1755) en el contexto originario de la nobleza de toga y de las lecturas características de un humanista: la Antigüedad clásica, Pascal, Montesquieu, Chateaubriand, Royer-Collard y Guizot. Allí se trazaba una línea de continuidad íntima entre Montesquieu y Tocqueville centrada, sobre todo, en el dominio que demostraron de un pe­río­do largo de la historia: la crisis del imperio romano. Hay una línea común de trabajo entre ambos libros, como clara es también la co­nexión y continuidad entre ambos clásicos. Dotado de una maestría especial, Montesquieu era para Tocqueville capaz de trascender la suma de hechos detallados y precisos, de superar la propia historiografía de su época, más rigurosa pero mucho menos capaz de aportar una tesis de filosofía política sobre la crisis del imperio. Ambos clásicos coinciden –parece obvio– en que son menos unos historiadores que unos filósofos políticos con perspectiva histórica. El sello reflexivo de ambos permanece entre nosotros. El pensamiento político ha venido, desde largo, perseverando en este empeño, del que El pensamiento de Montesquieu constituye un poderoso ejemplo.

Esta nueva versión del libro de Carmen Iglesias, ahora revisado y completado, cuenta con un prólogo nuevo, un índice temático y una «cronología bibliográfíca» sobre Montesquieu, muy valiosa para su contextualización biográfica. La piadosa elección de un pobre al azar como padrino de bautizo para que nunca se le olvidase que los pobres eran sus hermanos, la influencia de Bayle, el posible conocimiento del heterodoxo Boulain­villiers, la estrategia matrimonial de un vínculo desapasionado y sus aventuras galantes, el fracaso para obtener un cargo diplomático, su dedicación comercial a los viñedos, sus viajes, la adscripción a la logia masónica de Westminster y a la francmasonería parisiense, su ceguera paulatina, la estigmatización eclesiástica de sus obras, o sus pioneras aportaciones a la formación de la jardinería inglesa prerromántica, dan testimonio, en este último apéndice, de que estamos ante un clásico de carne y hueso con múltiples vidas. Tal diversidad de caras en este clásico contrasta con su frecuente reducción al perfil jurídico de Del espíritu de las leyes (1748): su formulación de la división de poderes. En un sentido reparador, el estudio de Carmen Iglesias y el de Luis Díez del Corral son libros de libros o libros sobre las fuentes del pensamiento y los contextos históricos que hicieron posible la escritura practicada por dos grandes clásicos. Ambos son análisis de la «biblioteca fantástica» que, rayana en la locura por descomunal, hizo posible un pensamiento iné­di­to con valiosos precedentes y no mera erudición. En vez de optar por repasar ya sea el consabido tópico sobre el choque de la libertad y la igualdad en la democracia moderna, emergente en Norteamérica, ya sea el principio de la división de poderes, inscrito en la tradición republicana, ­favorable a los gobiernos mixtos, se adentran en los círculos de debate o de formación y en las lecturas que debieron de manejar uno y otro, ambos clásicos del pensamiento social.

Carmen Iglesias aporta en este libro un análisis exhaustivo y muy bien construido de todo el debate que se sostuvo en las ciencias naturales hasta la configuración de las ciencias de la vida. El libro sigue un eje polémico de refutaciones y construcciones teóricas que incluye, fundamentalmente, a Descartes, Spinoza, Leibniz, Newton, Malesherbes, Buffon y Linneo, del que surge la aportación de Montesquieu. A pesar de que es un eje complejo y muy difícil de abarcar, El pensamiento de Montesquieu utiliza todas las fuentes directas y los comentarios precedentes a todos estos autores para ofrecer una versión compleja de los argumentos del autor de las Cartas persas (1721). Con frecuencia acude al apelativo de Presidente para referirse a quien puso algunos de los más sólidos fundamentos de la filosofía política en Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y de su decadencia. En 1716, Montesquieu heredó la baronía de su apellido y el cargo de «président-à-mortier» en el Parlamento de Bur­deos, que acabaría vendiendo en 1728. Acumulada la experiencia de doce años de magistratura, pasaría entonces, para nosotros, a ser el Presidente. El libro hace un recorrido estrictamente histórico por la triple disposición social del Presidente: noble de cuna, de toga y de la Academia en Burdeos. Todo este análisis de la matriz social del pensamiento de Montesquieu es sumamente esclarecedor, pues su punto de arranque teó­rico son los debates conocidos en las Academias entre 1716 y 1734, fecha de comienzo de su etapa de madurez. El Presidente aparece en el argumento histórico de Iglesias como heredero de la visión de la naturaleza instaurada por la ciencia galileana y conjeturada, desde finales del siglo xvii a mediados del si­glo xviii, en términos filosóficos y científicos. Es entonces cuando se produce una ruptura paulatina con las tradiciones escolásticas y medievales: se abandona la visión de la naturaleza como un cosmos para ser concebida como una máquina. El pensamiento de Montesquieu no sólo documenta, sino que transmite la emoción de su autora al estar ante un momento estelar de la gran transformación de la cultura occidental.

Carmen Iglesias explica aquí la reflexión política de Montesquieu –su idea de cambio social y decadencia– dentro de su muy innovadora visión dinámica de la naturaleza. La historia del pensamiento científico será una pieza angular para ahondar en su pensamiento político. En la argumentación de El pensamiento de Montesquieu, el autor es un escritor moderno porque rompe con las explicaciones teológicas sobre las catástrofes terrenales. Distanciándose de las tesis milenaristas y providencialistas sobre la duración del mundo y las causas de los diluvios, Montesquieu alumbra una explicación experimental, racional y moderna de los fenómenos geológicos que será clave en su entrada en el período de madurez y de reflexión política a través del concepto de «decadencia». En las Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y de su decadencia (1734), busca leyes inmanentes como las del mundo físico. Así, Montesquieu aparece como el artífice de una «biología histórica» que estudia la relación, consecuencia de la corrupción, entre la adquisición de mayor grandeza y la pérdida de libertad. La centralidad de esta corrupción social le condujo a buscar una terapia para limitar el poder desde el poder, pues todo gobierno tiende al abuso y la corrupción. De los veinte años de elaboración de Del espíritu de las leyes emergió una visión científica de la política donde el espíritu de una nación guarda relaciones causales complejas con los diversos medios físicos.

Si Montesquieu es uno de los grandes fundadores de la teoría política junto a Maquiavelo y Hobbes, el lector tiene la oportunidad de determinar en qué sentido su aportación política pretende ser científica y en qué medida lo logra a la vista del marco racional y experimental de su tiempo. El pensamiento de Montesquieuofrece, en esta línea de indagación, una visión compleja de la posición del Presidente en aspectos tan variados como sus elecciones en el debate entre determinismo e indeterminismo, su vinculación con la escuela de derecho natural, el diálogo que sostuvo con Aristóteles, Maquiavelo y Hobbes, o la influencia que tuvo en Beccaria, su rechazo de la esclavitud y su ambigüedad en relación con el colonialismo, la ambivalencia teórica que reflejó ante la presencia social de la mujer, el movimiento hedonista incierto que protagonizó con los otros, o su búsqueda de la felicidad en contacto con la naturaleza y en la simplificación de la vida mundana. Iglesias nunca brinda una visión cerrada de Montesquieu, y las claves interpretativas de su pensamiento son ofrecidas sin atajos teóricos, a la medida del humanista y del hombre que está a caballo del mundo antiguo y el mundo moderno.

La propia dimensión poliédrica de Montesquieu y Tocqueville se presta a la inaprehensibilidad y a que hayan sido espantosamente encajonados dentro de la teoría política, el derecho, la historia, la sociología o la geo­grafía humana, por ejemplo, sin hacer el suficiente acopio de las raíces teóricas y científicas en que germinaron uno y otro. Quedaba por abordar la matriz compleja del pensamiento de Montesquieu como clásico inaugurador de la modernidad en el debate que se produjo en el seno de la ciencia. Por ejemplo, Montesquieu aparece, para Durkheim nada menos, en Montesquieu y Rousseau (1918, 1937), como el artífice de la inscripción de las leyes históricas y sociales dentro de la ine­luc­ta­bi­li­dad de las leyes cien­tí­fico-naturales. El gran sociólogo lo ­sitúa dentro de un encuadre teórico-determinista adecuado a los fines regeneracionistas en la política y positivistas en la fundación de la sociología. La pretensión de intervención social en la tercera República francesa, con un afán ordenador y normativista, queda, así, asegurada para la clase di­rigente, bajo la pertinente pretensión de ser dueños del saber sociológico y de superar la desorganización social. Ni siquiera un monstruo teórico como el fundador de la escuela de sociología positiva francesa se remonta a los fundamentos teóricos de uno de los dos grandes artífices –junto con Rousseau– de las modernas teorías sociológica y polí­tica.

Las influencias que se han establecido con este clásico son contemporáneas y se han circunscrito al marco limitado de la sociología. Desde Las etapas del pensamiento sociológico (1967) de Raymond Aron, Montesquieu aparece como un «doctrinario de la sociología» que desea ordenar el desorden de los hechos con unos tipos inteligibles que aporten las causas de los acontecimientos históricos. Los regímenes políticos se combinan con los tipos de sociedad, en un sentido anticipatorio de los tipos ideales de Max Weber. El fondo liberal de su pensamiento habría radicado en idear el equilibrio de poderes como condición de la libertad política, más que en auspiciar la separación de poderes en el sentido jurídico que suele atribuírsele. La construcción teórica de Montesquieu aparece como la búsqueda liberal de un equilibrio moderado entre diferentes clases que pueden contrapesarse mutuamente mediante una equiparación de fuerzas o consenso. De Carré de Malberg (Teoría general del Estado, 1922) a Simone Goyard-Fabre (La philosophie du droit de Montesquieu, 1973), el argumento liberal ha sido analizado profusamente. Pero poco se esclarece sobre cuáles son las líneas teóricas que ac­túan como matriz de saber del pensamiento de Montesquieu.

En cambio, el análisis de El pensamiento de Montesquieu nunca opta por conclusiones unívocas. Eckermann señala en las Conversaciones con Goethe que la consideración de la verdad nunca será pequeña, estrecha y reducida y guardará todos los planos de una realidad poliédrica. Y este parece ser el designio de Carmen Iglesias, que sitúa al Presidente dentro del cartesianismo desde los orígenes científicos hasta Las cartas persas Del espíritu de las leyes, pero subrayando la poderosa presencia de Newton en su pensamiento. Todas las influencias académicas recibidas en la escuela de Burdeos, las lecturas de Spinoza, Descartes, Leibniz y Newton en medio de la persecución jesuítica, las contradicciones entre la necesidad del «Dios relojero» de Descartes y la querida libertad moral, o la manera ponderada en que compartió la admiración por Newton con los poetas –valga esta relación a modo de ejemplos–, son desgranadas por Carmen Iglesias en un comentario muy rico de las caras del Presidente. El libro resulta por ello imprescindible para el estudio de Montesquieu. No redunda en el tópico consabido sobre la división de poderes, siempre echada hoy en falta como ariete político de los fines más diversos. Nos ofrece todas sus variaciones, de la historia de la ciencia moderna a la historia de la teoría política. La autora de El pensamiento de Montesquieu se ha tomado al Presidente en serio. Valga su lectura. 

JULIÁN SAUQUILLO es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid

https://www.revistadelibros.com/articulo_imprimible.php?art=3125&t=articulos

 

 

 

 


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