Spinoza: del elogio de Amsterdam a la epístola a Burgh, por MIQUEL BELTRÁN

Spinoza: del elogio de Ámsterdam

a la epístola a Burgh

 

MIQUEL BELTRÁN

(CNRS, París) [*]

 

 

 

I

En el capítulo XX del Tractatus Theologico-Politicus (TTP), publicado en 1670, Spinoza hizo el elogio de la ciudad de Ámsterdam como un prodigio de concordia, en los siguientes términos:

«Sirva de ejemplo la ciudad de Ámsterdam, la cual experimenta los frutos de esta libertad en su gran progreso y en la admiración de todas las naciones. Pues en este Estado tan floreciente y en esta ciudad tan distinguida viven en la máxima concordia todos los hombres de cualquier nación y secta: y para que confíen a otro sus bienes, sólo procuran averiguar si es rico o pobre, y si acostumbra a actuar de buena fe o con engaño. Nada les importa, por lo demás, su religión o secta, ya que estas nada valen en orden a ganar o a perder una causa ante el juez. Y no existe en absoluto una secta tan odiosa, que sus miembros (con tal que no hagan daño a nadie y den a cada uno lo suyo y vivan honradamente) no estén protegidos con la autoridad y el apoyo público de los magistrados» [TIPxx,Gebhardt III, 245, 35, 246, 1·11. Traducción de Atilano Domínguez (AD), p.418].

Parecería, pues, que la tolerancia se sustenta sobre intereses mercantiles. Los vínculos económicos («confiara otro sus bienes», «dar a cada uno lo suyo») se perfilan como esenciales y su eficacia se ve garantizada por la diosincrasia individual del interlocutor, que aparece desligada, en la cita de Spinoza, de sus motivaciones y creencias religiosas. Actuar de buena fe (en los asuntos referidos) podrían hacerlo, al parecer, miembros de cualquier  religión o secta (incluso la más odiosa), y la autoridad protege, también en lo que concierne a dichas materias, a quienquiera que pertenezca cualquiera de ellas. No hay teorización de la tolerancia en la cita de Spinoza. Y ni siquiera más adelante, cuando afirma que «las leyes que se dictan sobre  la religión, es decir, para dirimir las controversias, más irritan a los hombres que los corrigen. Y otros, además, sacan de ellas una licencia sin límites» (ibid., 246, AD, p.418), parece el filósofo hacer otra cosa que instalarse en la advertencia.

Una cita de Descartes (cuatro décadas anterior a la de Spinoza), referida a la tranquilidad gozada por él mismo en Ámsterdam, podría demostrar que la percepción del judío con respecto a la ciudad no era del todo parcial. Llegado por primera vez allí en 1617, Descartes habitó en Holanda sin interrupción durante diez años. Primeramente en Ámsterdam, desde 1629 a 1632. En la ciudad se hallaba, según relata, feliz por las facilidades para trabajar con que se encontró, y vivía en un aislamiento completo que le permitió desarrollar sus ideas sin cortapisas de ningún tipo. En una carta escrita a su amigo Guez de Balzac el 5 de mayo de 1631 expresaba Descartes su maravilla ante las condiciones sociales que Ámsterdam le ofrecía: «En esta gran ciudad en que me encuentro, no habiendo hombre alguno, salvo yo, que no se dedique a los negocios, cada cual se halla tan atento a su provecho que bien podría yo permanecer aquí toda mi vida sin ser jamás visto por nadie» (Oeuvres de Descartes, Adam and Tannery,1.1, 1974, p. 203. La traducción es mía).

Pero la teorización del interés económico como fundamento político la realizaron en Holanda pensadores no académicos, burgueses dedicados a actividades mercantiles que querían entender la realidad del país. Así los hermanos Johany Pieter de la Court, dos de cuyas obras se hallaban en la biblioteca de Spinoza. Su afán intelectual consistía en la comprensión de su sociedad, pero les interesó también promover, a través de la misma, sus expectativas mercantiles cotidianas. Las obras de los De la Court dieron, pues, expresión teórica al imperante principio del autointerés en Holanda, y se basaron con frecuencia en Tácito para dar soporte a dicha ideología. El hombre es un Dios para el hombre en el Estado político, este último estrictamente necesario para promover el orden y la ley que el hombre natural dista de poder gozar. Las leyes hacen a éste moralmente bueno (y no a la inversa),y el orden político, para asentarse con firmeza, debe ser tal que promueva el interés común, de modo que el mejor gobierno no es aquel en el cual la prosperidad o el malestar de los súbditos dependen respectivamente de la buena o mala calidad del gobernante, sino aquel en el cual la buena fortuna o la desgracia del que gobierna se siguen necesariamente de la prosperidad o miseria de los ciudadanos [cfr. lnterest van Holland ofte gronden van Hollands welvaren,1, 1 (1662)]. A este respecto los De la Court afirman que la religión es impotente frente a las luchas por el poder. Y que, siendo el deseo de gobernar sobre los otros una pasión terriblemente absurda, quienes lo ambicionan no pueden dar razón de por qué deberían ellos gobernar sobre sus propios iguales, pero ni siquiera la religión puede detenerlos en ese afán (cfr, Synrike fabulen, 1685). Para los De la Court, como para Spinoza después, los políticos no tienen por qué obrar-ni deberían hacerlo, en la mayoría de los casos-según los preceptos de la religión o de la moralidad, sino que tienen que seguir la ley del consenso. La acción política que se sigue de la observancia de una normativa moral, tal y como la prescribe la religión, es sustituida, en los De la Court, por la acción fundamentada sobre el concepto de necesidad, que en ellos interpreta, como en Machíavelli, el juego alternativo de necessitá y virtú. Así los meros requerimientos del interés fundamental tomaron forma, en las obras referidas, de elementos de derecho, y conformaron una teoría de gobierno fundamentada n la coincidencia entre el interés de los gobernantes y el de los gobernados. La décimo quinta de sus «significativas fábulas» nos alecciona al respecto: los hombres persiguen su utilidad particular antes que la común, por ello consideran bueno o malo aquello que lo es para ellos mismos, sin preocuparse de que también lo sea para la República. Ni siquiera aquellos que llegan al poder pueden sustraerse de esta particular afección: se sigue de ello que una buena forma de gobierno es aquella en la que quienes administran el Estado no puedan procurarse ninguna ventaja personal si no es promoviendo la utilidad de todos.

 

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II

Otros observadores ilustres juzgaron, al igual que Descartes y Spinoza, a lo largo del siglo XVII, que la razón de la tolerancia que se respiraba en esa República se hallaba en el peculiar carácter de los holandeses. Sir William Temple, embajador inglés en los Estados de Holanda, escribe con respecto a sus habitantes: «Son rigurosos cuando el derecho está de su parte. Cuando tratan con gente de idéntica fuerza y aptitud, y sobre los cuales no tienen ventaja por derecho o justicia, son los más francos y os mejores negociantes del mundo, lo que parece tener su causa no en un principio de conciencia o de moralidad, sino en la costumbre o el hábito, establecido entre ellos por la necesidad del comercio, que se fundamenta sobre una honestidad común, al igual que la guerra se basa en la disciplina» 

Y más adelante: «Por lo que he podido aprender de los asuntos de este país, las decisiones y los principios de derecho común, y las constituciones de los emperadores no tiene fuerza de ley en la mayoría de provincias…, sino en tanto son conformes a la recta razón; porque no se alegan los textos de derecho ante los jueces, sino como consejos de personas que, teniendo la reputación de sabios, pueden pasar por razones» (ibid., p.152).

La Unión de los Estados concluida en el 1579 dejó a cada provincia, en Holanda, con la disposición propia para adoptar la religión que juzgara mejor para su propio provecho. Pero en 1583, a propósito de la Pacificación de Gante, se convino unánimemente que la religión protestante sería la ejercida oficialmente en los Estados de Holanda. Temple expone las que a su juicio fueron las razones que llevaron a esta decisión: en primer lugar el mayor número de partidarios de esta religión, personas que llegaron a Holanda desde Francia, huyendo de las guerras de religión, y también de Inglaterra. Pero sobre todo, que las subvenciones monetarias y la fuerza de trabajo humana, que fortificaron enormemente la República, muy débil en su comienzo por razones geográficas y carencia de hombres, «provenían principalmente de Inglaterra, de los protestantes de Francia, cuando el estado de sus negocios lo permitía, y de los príncipes calvinistas de Alemania» (1692, p.185). Se adoptó además como una suerte de venganza hacia los españoles. Escribe Temple: «la aversión que se tenía hacia los españoles y su gobierno estaba de tal modo arraigada en los corazones de estos pueblos, que a este motivo se le debe atribuir parcialmente la causa de la elección que se hizo de esta religión (la protestante)»(ibid.,p.186).Finalmente, el hecho de que la incipiente religión calvinista pretendía al inicio abolir los derechos y jurisdicción del clericato, de modo que la autoridad eclesiástica no pudiera elevarse contra la potencia civil, ni menoscabarla ni turbarla. Se trató así de evitar que el clericato compartiera con la nobleza, corno era lo habitual hasta entonces, parte del poder del Estado, y erradicar de Holanda este orden de cosas.

Es como consecuencia de esta brida colocada al poder de las autoridades religiosas-motivada siempre por el interés económico-e-que se tuvo el cuidado particular de no permitir una inquisición muy escrupulosa sobre la fe y los principios religiosos de cada uno, ni tampoco el hacer violencia a las conciencias desde el poder. Sin embargo, según el observador inglés, una excepción de hecho tuvo lugar para con la religión romana que, según Temple, «no participó de la común protección de (las) leyes (de los holandeses), dado que los Estados estaban convencidos de que (el catolicismo) hacía a los hombres peores que las otras (religiones), en la medida en que reconoce una potencia extraña (la del Papa), superior a la del propio país» (ibid., pp.187-188).

Temple estaba convencido de que esa animadversión hacia los católicos se hallaba firmemente consolidada entre los miembros de los estamentos sociales holandeses más próximos al poder. Y en la línea de lo que sugería la cita de Spinoza, escribe que «la fuerza de la religión (entre los holandeses) no es sino una parte de su inclinación (hacia los demás), por lo cual se busca antes la compañía y la conversación de quienes por su humor y manera de vivir se asemejan más a la nuestra que por la afinidad de las creencias religiosas» (ibid;p. 193). Nuevamente encontramos aquí la aceptación individual del otro al margen de la fe y por motivos de autointerés. Pero lo anterior comportaría admitir una razón tácita para la exclusión de los católicos, en tanto que se entiende que su religión los hace individuos peores que los demás. Si esto es así, no hace falta teorización explícita para dicha exclusión, en la medida en que su mero acercamiento y la convivencia con ellos comportaría problemas, precisamente por ser éstos incapaces de desvincular su comportamiento social de los principios de la fe.

Es claro que la consideración vital que adquieren los asuntos comerciales y el hecho de enjuiciar a cualquier otro por  su comportamiento particular los facilitaba la exigua extensión del país, de manera que no es impensable que, como leemos  en Spinoza, la concordia pudiera basarse en la calidad de las relaciones personales. En un sentido general, los católicos eran aceptados con dificultad en Holanda debido a que los holandeses instituyeron el interés como virtud amoral, desvinculada de los dogmas de fe, según la apreciación de Temple. Así, no era inusual la admisión de un católico individualmente (en círculos artísticos, por ejemplo), pero la posición emocional frente a los principios de su religión, por parte de los reformados, seguía siendo conflictiva. Los bienes de la Iglesia habían sido confiscados en aras del interés-por la autoridad civil, y ya en 1581 apareció el primer pasquín en el que se negaba a los católicos el derecho a reunirse para asistir a misa o a sermones, pues se consideró que estas asambleas podían provocar desorden es por su propia naturaleza. Inversamente, la aversión hacia la concordia entre las diversas sectas es explícita en aquellos católicos que se atrevieron a escribir sobre la materia, y se consideran nulos los beneficios de esa tolerancia desde instancias católicas, puesto que «es contraria a la Ley de Dios». Dados estos presupuestos los católicos fueron objeto en Ámsterdam de una vigilancia extrema, habida cuenta además del peligro constante de idolatría que su religión comportaba y la inquietud social provocada por ello. Por otra parte, el protestantismo desde el principio se presentó como un movimiento de liberación que restituía a los cristianos su libertad evangélica, en contra de los estamentos eclesiásticos católicos que, con el fin de ejercitar un dominio tiránico sobre el poder laico, había realizado «adiciones humanas» a la Biblia (cfr. Kaplan,1994). De este modo, la sola escritura legitimaba los ataques al catolicismo. Los católicos eran, para los calvinistas holandeses, «miembros del demonio» (lidtmaten desduvels) que protagonizaban una contienda continua en contra de cualquier verdadero «miembro de Cristo» [lidmate Chtisti] (cfr.Kooi,1995).

Sin embargo, y a pesar de la hostilidad declarada de los calvinistas ortodoxos, y de la salvaguarda de esta religión como la oficial por parte del establishment político, la fe católica sobrevivió y perseveró durante el siglo XVI  ya lo largo del siglo XVII, hasta la matanza de los hermanos De Witten 1672,fecha en la que se redobló la violencia contra ella. La explicación de este hecho dada por Geyl (1975), según la cual los holandeses, católicos en principio, fueron «protestantizados» (el término es de él) a la fuerza, y que la reforma protestante constituyó una innovación debida en gran parte a la coacción, no es ajena a la exhaustiva investigación demográfica realizada por Kok (1964), en la que éste demostró que a mediados del XVII casi el cuarenta por ciento de la población holandesa seguía siendo católica, en particular en el sur. Las grandes ciudades, con todo, eran mayoritariamente protestantes, pero incluso en Ámsterdam, y aun cuando el gobierno de la ciudad promovía la divulgación de pasquines anticatólicos, en1610 había suficientes miembros de esta religión como para que la ciudad se viese dividida en dos parroquias, que aumentaron a cinco en 1626.En una remostranza de 1656 contra la «impudicia papal» (paepsche stoutigheit), el consistorio reformado protestó de que no menos de sesenta y dos lugares de encuentro católicos clandestinos habían podido ser detectados en la ciudad, y se denunciaban cada vez más casos de apostasía papal, lo que demuestra la inquina permanente de los protestantes, pero también la importancia del peligro que el catolicismo representaba para la Iglesia reformada oficial.

 

III

No es de extrañar, pues, que hubiera también disquisiciones teóricas en contra de la religión romana por parte de teólogos protestantes, debidas incluso a la pluma de los más moderados. Así ocurre con la Oratío de componendo dissidio religionis inter Christianos, de Jacobo Arminio, un discurso pronunciado en Leiden el 8 de febrero de 1605 donde el célebre iniciador de la secta de los remostrantes examina las causas de las discordias religiosas, y sus posibles remedios. Si bien se opone a las persecuciones, Arminio rechaza por igual la indiferencia frente a las formas externas de culto, en particular la idolatría, y afirma que no se ataja el mal declarando que todos pueden salvarse sea cual sea la religión a la que pertenezcan. Los remedios «empleados» por la Iglesia romana son frontalmente atacados por Arminio: la Iglesia universal a la que apelan los católicos los llevó, ante la imposibilidad fáctica de instaurarla, a institucionalizar una asamblea representativa de papas, cardenales, obispos, etc. y los primeros se hallan más allá de la posibilidad de error, de modo que a través de los pontífices puede obtenerse un juicio decisivo en lo que se refiere a la fe. La autoridad de los Santos Padres es otro de los remedios, al igual que las decisiones tomadas en los Con cilios. Todos son confutados por Arminio, pero lo que importa aquí es el cuarto de ellos. Vale la pena citarlo:

«Los papistas agregan un cuarto remedio que, dada su contundencia y violenta eficacia, no será fácilmente olvidado por nosotros, siendo como somos un pueblo que ha sufrido algunas de sus crueldades. Actúa como el fulcro de una palanca para  confirmar las sugestiones precedentes, y es el fundamento de su composición final. El siguiente: «Quienquiera que rechace prestar su oído a los Concilios y los escritos delos Padres, y recibirlos tal como son explicados por el Papa de Roma-quienquiera que no acepta escuchar a la Iglesia y especialmente al… vicario de Cristo y sucesor de San Pedro-,que su alma sea cercenada de la de su pueblo. Y aquel que no quiera someterse a una autoridad tan sacra debe ser obligado, bajo la espada del ejecutor, a expresar su consentimiento, o debe ser evitado (devitetur), lo que, en su lenguaje, significa ser privado de vida. Matar y destruir totalmente al adversario… es sin duda el método más compendioso de hacer desaparecer todas las disensiones?» Oratio de componendo dissidio religionis inter Christianos, citado por la traducción inglesa, edición de 1991, vol.1, p.407).

Arminio no duda en juzgar el método inquisitorial católico como un remedio característico de los romanos para evitar las disensiones, y parece persuadido de que su intolerancia es casi congénita, lo que da, en su opinión, una razón a los otros para excluirlos, dado que en aras del interés no puede tolerarse a los intolerantes. El provecho económico se debatía, pues, entre la aceptación de los católicos y la necesidad de una vigilancia estrechísima de sus manifestaciones religiosas, altamente conflictivas. No sorprende que los católicos se hallaran, pues, desde finales del XVI privados de todo ejercicio externo de su religión, y que los dirigentes políticos invocaran el interés público para llevara la práctica dicha prohibición. Así, en una relación dirigida a la Santa Sede, el vicario apostólico Roveniusse lamentaba de que en Ámsterdam se toleraba antes a los judíos ya los mahometanos que a los católicos. Pero es verdad también que, pese al elevado número de éstos, las autoridades civiles hacían las más de las veces oídos sordos a la insistencia en la hostilidad para con los miembros de la Iglesia romana por parte del calvinismo ortodoxo. Es el mismo Temple el que advierte de que, pese a la prohibición de la religión católica, «lo que la constitución del Estado no permite por una ley expresa, se da por la connivencia de las autoridades que, en algunas ciudades, mediante una mediocre cantidad de dinero, toleran el ejercicio de la religión romana en su jurisdicción, con la misma libertad y comodidad (de la que gozan las otras)… aunque no tan públicamente» (1692, p.192).

 

Acuarela de Borssom, mitad del siglo XVII

 

IV

En este orden de cosas, la epístola que Spinoza escribió a Burgh casi al final de su vida es un documento precioso – a falta de apreciaciones teóricas por su parte con respecto a la cuestión de la tolerancia entre religiones diversas – para intentar averiguar su postura con respecto a la situación que he referido en las páginas anteriores.

A propósito de las imprecaciones que el «muy noble joven» Albert Burgh, recién convertido al catolicismo, le había dirigido, Spinoza enumera los que son, en su opinión, los diversos delirios de la religión romana. Leemos:

«Cuando usted estaba en sus cabales, adoraba, si no me engaño, al Dios infinito, por cuya virtud se hacen y conservan absolutamente todas las cosas; ahora, en cambio, sueña usted en un príncipe, enemigo de Dios, que, contra la voluntad de Dios, descarría y engaña a la mayoría de los hombres (los buenos son realmente raros), a los que Dios entrega así a este maestro de crímenes para que los torture eternamente. La justicia divina permite, pues, que el diablo engañe miserablemente a los hombres, pero no que los hombres miserablemente engañados y descarriados por el diablo permanezcan impunes.

Tales absurdos habría que tolerarlos todavía, si usted adorara al Dios infinito y eterno, y no a aquel que Châtillon dio a comer impunemente a sus caballos en la ciudad de Tienen, así llamada por los holandeses ¿y usted, miserable, me compadece a mí y llama quimera a mi filosofía, que nunca ha visto? ¡Oh joven, privado de mente! ¿Quién le ha fascinado para que crea que ha devorado a ese ser supremo y eterno y que lo tiene en sus intestinos?» (Epistole 76, Gebhardt IV, 319, 3-17, AD,pp. 396-397).

La primera observación que cabe hacer es que los absurdos que según Spinoza sí se pueden tolerar son tesis religiosas compartidas en mayor o menor medida por los protestantes en Holanda (y de los que, sea dicho en passant, la religión judía se ve libre). Y no sólo los protestantes ortodoxos, sino la mayoría de sectas disidentes con respecto a la Iglesia reformada institucionalizada, algunos de cuyos miembros mantuvieron con Spinoza relaciones cordiales y aun amistosas, por ejemplo los colegiantes a cuyos encuentros alguna vez por ventura asistió, y con quienes discutió parte de su filosofía, o también los socilianos, que eran admitidos en los colegios remostrantes ya quienes Spinoza se refirió en una ocasión-no muy halagüeñamente en su obra. Habida cuenta de que todos ellos, además, aceptan el punto de partida que Spinoza declara como condición esencial para tolerar «tales absurdos», esto es, adorar al Dios infinito y eterno «por cuya virtud se hacen y conservan absolutamente todas las cosas», parecería inferirse que Spinoza afirma que la religión protestante puede tolerarse, pero no la católica. Yo creo que así es, y que esto no le hace, como afirma Mignini, «un asertor de la intolerancia» (1994, p. 748), sino que le radica en su tiempo y en la común apreciación, por parte de los holandeses, del peligro que la idolatría romana, y en particular el dogma de la trinidad tal como los católicos lo conciben, supone para la tolerancia entre las restantes religiones y sectas. La creencia en el Dios infinito y eterno es, por lo demás, el principio que inaugura todos los catálogos de credo mínimo propagados en la Holanda del siglo XVII, incluso el que el mismo Spinoza nos legó en el capítulo XIV del TIP: «sólo pertenecen a la fe católica (se refiere aquí Spinoza a la fe universal, no a la romana) aquellos dogmas que la obediencia a Dios presupone sin excepción y cuya ignorancia hace absolutamente imposible esa obediencia» (TIP 14,G. IlI, 177,8-10, AD,p. 313). Spinoza piensa que, acatándolos, «no queda lugar alguno para las controversias en la Iglesia» (ibid.,177, 12-13,AD,p.314).

Acto seguido, Spinoza enumera tales «dogmas de la fe universal o… fundamentos en los que se apoya el objetivo final de toda la Escritura»(ibid.,14-15, AD,p. 314). Brevemente expuestos, se trata de la creencia en un Dios que .es un ser supremo, único, que se halla presente en todas partes y que tiene un derecho supremo sobre todas las cosas. Este Dios, algunas de cuyas atribuciones (por ejemplo, Su unicidad) lo hacen a la vez infinito y eterno (como se demuestra en la Ethica), es, en otra terminología, el mismo que el de la obra cumbre de Spinoza. No puede negarse, me parece, que el credo mínimo enumerado por Spinoza en TIP-14 hace de él un asertor de la tolerancia para con aquellos que comparten ese mismo credo (aun cuando el itinerario de acercamiento a Dios no sea para ellos la razón, sino la simple obediencia, un atajo que ciertamente parece suponer una paradoja en la obra de Spinoza, sólo explicable si no olvidamos que todo gran pensador judío que especuló sobre la verdadera naturaleza de Dios propuso esa duplicidad de acercamientos,y  lo hizo en obras en apariencia bien diversas entre sí, como lo son también el Tractatus Theologico-Politicus y la Ethica). Los protestantes se encuentran sin duda entre quienes aceptan ese principio de credo mínimo, como Burgh se encontraba («si no me engaño», matiza Spinoza) antes de su «delirante» conversión a la religión romana. Así, el único dogma enumerado en la carta verdaderamente intolerable es el de la transustanciación, porque atenta directamente contra ese Dios infinito y eterno. Se trata de un dogma exclusivamente católico. La creencia en la sustanciación de Dios en la comunión excluye de ésta a los que no comparten el sacramento y promueve, a través de esa discriminación, la intolerancia. Ahora bien, los reformados rechazaron de plano la presencia real de Dios en la eucaristía, y sabemos que precisamente ese punto fue, en un inicio, uno de los que provocó mayores disputas entre los protestantes. Para Calvino, como para Zwinglio con anterioridad, hablar del cuerpo de Cristo en la eucaristía era una figura, una metonimia. Y afirma Cameron (1991, p. 162): «aunque los reformados disentían entre sí sobre el sentido (si es que había alguno) en el que el cuerpo de Cristo estaba presente en la Eucaristía, sí estaban de acuerdo en que no estaba presente según las «sutilezas escolásticas» de la transustanciación».  No había para ellos presencia física de Cristo en la comunión. Spinoza pensó que los reformados creían en un Dios único, y se trataba, además, de una suposición común. No lo prueban tanto los credos mínimos de ciertos renombrados teólogos protestantes de su siglo- pienso en el que puede rastrearse en la obra de Grocio, por ejemplo-como la obra de otros autores más próximos a Spinoza en el tiempo y en el espacio-y que pudieron influirle en dicha apreciación-,esto es, la de los dirigentes de la comunidad judía en la que creció, y que reiteradamente escribieron sobre ese particular, quizá por su obcecada capacidad de halago, y para demostrar también el acercamiento entre hebreos y reformados en lo que concierne al dogma teológico de la unidad divina. Saúl Leví Mortera, posible maestro de Spinoza y uno de los que firmaron la resolución de su expulsión de la sinagoga, señalaba en su Tratado da Verdade da Leí de Moisés (1666) la oposición de Calvino a toda suerte de pluralidad interna de la esencia divina, pese al dogma de la Trinidad. Y en efecto así es. En la versión castellana de la Institutio Religionis Christianae que Spinoza tenía en su biblioteca Icemos: «De donde se sigue claramente que ay tres personas residentes en la essencia divina, en las cuales un Dios es conocido» (Libro 1, cap. XIII, p. 74). También: «Los vocablos Padre, Hijo y Espíritu Sancto denotan sin duda una verdadera distinción, afín que ninguno se piense ser diversos títulos que se atribuyen a Dios con que el en diversas maneras sea mostrado por sus obras: mas debemos advertir que esta es una distinción, y no división. Los testimonios que ya avemos citado muestran assaz que el Hijo tiene su propiedad distinta del Padre. Porque la Palabra no fuera en Dios, si la Palabra no fuese otra persona que el Padre; ni tuviera su gloria en el Padre, si no fuera distinta del. Asi mismo el Hijo se distingue del Padre cuando dice, que ay otro que testifique del. Y conforme a esto es lo que en otro lugar se dice, que el Padre crió todas las cosas por la Palabra: lo cual no pudiera si el en cierta manera no fuera distinto del Hijo» (ibid;p. 75). Pero más adelante:«Pero tanto falta que esta distinción impida la unidad de Dios, que antes por ella se pueda probar el Hijo ser un mismo Dios con el Padre, por cuanto entrambos tienen un mismo Espiritu: y que el Espiritu no sea otra diversa substancia que el Padre ni el Hijo, por cuanto es el Espiritu del Padre y del Hijo. Porque en cada una de las personas se debe entender toda la naturaleza divina juntamente con la propiedad que le compete a tal persona» (Libro 1,cap. XIII, 19,p. 76).

Podemos afirmar que Spinoza sentía, al igual que los dirigentes de la comunidad judía a la que por nacimiento perteneció, que el dogma de la Trinidad y su plasmación física en la transustanciación promovían teológicamente la intolerancia efectiva que su pueblo había sufrido durante siglos. Y también que supuso, con Mortera, que el distanciamiento de los reformados con respecto a los católicos en este punto crucial, ya la naturaleza de la Trinidad, los hizo más permeables, desde este punto de vista, a la posibilidad de tolerancia. Por lo demás, el capítulo XIV del TIP nos permite sospechar que Spinoza defendía en la práctica el credo mínimo, cuyo catálogo allí nos lega, y que, pese a que por su lenguaje, en este y otros capítulos de la obra, parece referirse a un Dios distinto del de la Ethica, hay fragmentos en TTP 4 Y TTP 16 que nos llevan a afirmar que no es así (cfr. Beltrán, 1995). Finalmente, Spinoza no fue ajeno a la pretensión de los holandeses de su tiempo de fomentar la concordia en aras del provecho, y su propósito, como el de otros teóricos del credo mínimo en su tiempo, fue la defensa de éste como aquel lo que hacía posible en la práctica, y en particular en su país, una tolerancia por todos admirada.

 

 


REFERENCIAS

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[*] El trabajo de investigación previo a la redacción de este artículo fue posible gracias a la concesión a su autor de una beca «Human. Capital ami Mobility» por parte de la Comisión de las Comunidades Europeas para realizar en el Centre National de la Recherche Scientífique (París) un proyecto titulado The Problem of Toierunce in Early Modern Europe

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IMAGEN DE PORTADA: «Leaderfoot Bridge», William Smith Jr

 

 

 

 


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