«No» no es «no»
«No» no es «no». «Sí» tampoco es «sí». «Sí» y «no» se hacen eco, se espejean
Por Gabriel Albiac
Articulo publicado el 12 de julio de 2018 en:
https://www.abc.es/opinion/abci-no-no-no-201807120357_noticia.html
No pediré a la señora Calvo que lea a Jacques Lacan: «amar es dar lo que no se tiene a quien no lo quiere». Pero alguien, en su ministerio, debería reflexionar sobre las consecuencias psiquiátricas de lo que enunció anteayer como antesala de ley: que «lo que no es un sí es una violación». Tal vez le ayude a entender que ese axioma convierte en violadores a todos los componentes de la especie hablante que es la humana: varones como hembras.
En 1925, Sigmund Freud publica un artículo de tres páginas que es una escueta obra maestra. En él se da la epítome del psicoanálisis. También, de su distante comprensión de lo humano. Nadie que aspire a entender los tan poco lineales laberintos de la moral puede ignorar ese texto. Su título es «La negación». Despliega una tesis sencilla y grave: el inconsciente no conoce el principio de contradicción. Y, en cada «sí» que un humano enuncia, hay un «no» protectoramente camuflado.
Arranca Freud de dos ejemplos. De convención social, el uno: el del pesado que asesta a su interlocutor aquel lugar común de que «va usted a creer que quiero decir algo ofensivo para usted, pero le aseguro que no es tal mi intención». Todos sabemos que sí lo es. El otro ejemplo le viene de la práctica clínica. Habla el paciente: «Me pregunta usted quién puede ser esa persona del sueño. Mi madre, desde luego, no». El psicoanalista -pero también cualquiera que no sea imbécil- sabe que es, con seguridad, su madre. «La negación», concluye sensatamente Freud, «es una forma de alzar constancia de lo reprimido». Todo «no» es, por tropo, un «sí». Y a la inversa. Y eso hace la interpretación de los comportamientos y de sus camuflajes verbales endiabladamente laberíntica. «No» no es «no». «Sí» tampoco es «sí». «Sí» y «no» se hacen eco, se espejean. No hablan jamás a libro abierto, porque el libro abierto es lo contrario de la mente humana.
Lope: «Creer que el cielo en un infierno cabe». Góngora: «Con la muerte libraros de la muerte / y el infierno vencer con el infierno». Quevedo: «¿Y quién, sino un amante que soñaba, / juntara tanto infierno a tanto cielo?» O, en su forma quizá más desgarrada, sor Juana Inés de la Cruz: «Triunfante quiero ver al que me mata, / y mato a quien me quiere ver triunfante». O, en otro lugar, «a quien más me desdora, el alma ofrezco; / a quien me ofrece víctimas desdoro». ¿Será preciso, a partir de la amenazante ley Calvo, censurar esos sonetos?
Cambio de lengua y de tiempo. Nadie, en los dos últimos siglos, ha dado con la primorosa delicadeza de John Keats la paradoja de los amantes: que sólo preservan su pureza en la intemporalidad de la muerte, porque, en lo vivo, «todo lo marchita el uso». Oda a una urna griega: tan sólo en la piedra esculpida, los amantes conocen un sí sin el menor recelo negativo: figuras que el artista congela en el instante previo a su roce; por toda la eternidad; sin tiempo. En el instante de mármol que precede al contacto: «eternamente la amarás y eternamente será bella». Porque son piedra. Muerta. Y sólo lo que no vive no muere.
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«La negación»
Por Sigmund Freud
La forma en que nuestros pacientes producen sus asociaciones espontáneas en el curso de la labor analítica nos procura ocasión de interesantes observaciones. «Va usted a creer ahora que quiero decir algo ofensivo para usted, pero le aseguro que no es tal mi intención.» En semejante manifestación del sujeto vemos la repulsa, por medio de una proyección sobre nuestra persona, de una asociación emergente en aquel momento. O: «Me pregunta usted quién puede ser esa persona de mi sueño. Mi madre, desde luego, no.» Y nosotros rectificamos: «Se trata seguramente de la madre.» En la interpretación nos tomamos la libertad de prescindir de la negación y acoger tan sólo el contenido estricto de las asociaciones. Es como si el paciente hubiera dicho: «A la persona de mi sueño he asociado realmente la de mi madre, pero me disgusta dar por buena tal asociación.» En ocasiones nos es dado lograr muy cómodamente la aclaración buscada de lo inconsciente reprimido. Preguntamos: «¿Qué es lo que le parece a usted más inverosímil de la situación de que tratamos? ¿Qué es lo que le pareció más extraño y ajeno a usted?» Si el paciente cae en el lazo y designa aquello que más increíble le parece, habrá contestado con ello, casi siempre, la verdad buscada. Un acabado paralelo de este experimento surge frecuentemente en el análisis de los neuróticos obsesivos que han sido ya iniciados en la comprensión de sus síntomas. «He tenido una nueva idea obsesiva y en el acto se me ha ocurrido que podía significar tal y tal cosa. Pero no es posible que así sea, pues entonces no podría habérseme ocurrido.» Aquello que el sujeto rechaza con esta motivación, tomada de las explicaciones recibidas durante la cura, es, naturalmente el verdaderosentido de la nueva representación obsesiva.
El contenido de una imagen o un pensamiento reprimidos pueden, pues abrirse paso hasta la conciencia, bajo la condición de sernegados. La negación es una forma de percatación de lo reprimido; en realidad, supone ya un alzamiento de la represión, aunque no, desde luego, una aceptación de lo reprimido. Vemos cómo la función intelectual se separa en este punto del proceso afectivo. Con ayuda de la negación se anula una de las consecuencias del proceso represivo: la de que su contenido de representación no logre acceso a la conciencia. De lo cual resulta una especie de aceptación intelectual de lo reprimido, en tanto que subsiste aún lo esencial de la represión. En el curso de la labor analítica creamos muchas veces una variante importantísima y harto singular de esta situación. Conseguimos vencer también la negación e imponer una plena aceptación intelectual de lo reprimido, pero sin que ello traiga consigo la renovación del proceso represivo mismo. Dado que la misión de la función intelectual del juicio es negar o afirmar contenidos ideológicos, las consideraciones que preceden nos conducen al origen psicológico de esta función. Negar algo en nuestro juicio equivale, en el fondo, a decir: «Esto es algo que me gustaría reprimir.» El enjuiciamiento es el sustitutivo intelectual de la represión, y su «no», un signo distintivo de la misma, un certificado de origen, algo así como el made in Germany. Por medio del símbolo de la negación se liberta el pensamiento de las restricciones de la represión y se enriquece con elementos de los que no puede prescindir para su función.
La función del juicio ha de tomar, esencialmente, dos decisiones. Ha de atribuir o negar a una cosa una cualidad y ha de conceder o negar a una imagen la existencia en la realidad. La cualidad sobre la que ha de decidir pudo ser, originalmente, buena o mala, útil o nociva. O dicho en el lenguaje de los impulsos instintivos orales más primitivos: «Esto lo comeré» o «lo escupiré.» Y en una transposición más amplia: «Esto lo introduciré en mí» y «esto lo excluiré de mí.» O sea: «Debe estar dentro de mí» o «fuera de mí.» El yo primitivo, regido por el principio del placer, quiere introyectarse todo lo bueno y expulsar de sí todo lo malo. Lo malo, lo ajeno al yo y lo exterior son para él, en un principio, idénticos . La otra decisión de la función del juicio, la referente a la existencia real de un objeto imaginado (test de realidad), es un interés del yo real definitivo, que se desarrolla partiendo del yo inicial regido por el principio del placer. No se trata ya de si algo percibido (un objeto) ha de ser o no acogido en el yo, sino de si algo existente en el yo como imagen puede ser también vuelto a hallar en la percepción (realidad). Como puede verse, es ésta, de nuevo, una cuestión de lo exterior y lo interior.
Lo irreal, simplemente imaginado, subjetivo, existe sólo dentro; lo otro, real, existe también fuera. En esta etapa del desarrollo ha dejado ya de tenerse en cuenta el principio del placer. La experiencia ha enseñado que lo importante no es sólo que una cosa (objeto de satisfacción) posea la cualidad «buena» y, por tanto, que merece ser incorporada dentro del yo, sinotambién que exista en el mundo exterior, de modo que pueda uno apoderarse de ella en caso necesario. Para comprender este progreso hemos de recordar que todas las imágenes proceden de percepciones y son repeticiones de las mismas. Así, pues, originalmente, la existencia de una imagen es ya una garantía de la realidad de lo representado. La antítesis entre lo subjetivo y lo objetivo no existe en un principio. Se constituye luego por cuanto el pensamiento posee la facultad de hacer de nuevo presente, por reproducción en la imagen, algo una vez percibido, sin que el objeto tenga que continuar existiendo fuera. La primera y más inmediata finalidad del examen de la realidad no es, pues, hallar en la percepción real un objeto correspondiente al imaginado, sino volver a encontrarlo, convencerse de que aún existe. Otra aportación a la separación entre lo subjetivo y lo objetivo proviene de una distinta facultad del pensamiento.
La reproducción de una percepción como imagen no es siempre su repetición exacta y fiel, puede estar modificada por omisiones y alterada por la fusión de distintos elementos. El examen de la realidad debe entonces comprobar hasta dónde alcanzan tales deformaciones. Pero descubrimos, como condición del desarrollo del examen de la realidad, la pérdida de objetos que un día procuraron una satisfacción real. El juicio es el acto intelectual que decide la elección de la acción motora, pone término al aplazamiento debido al pensamiento y conduce del pensamiento a la acción. También del aplazamiento,debido al pensamiento, hemos tratado en otro lugar. Debe considerarse como un acto de prueba, como un tanteo motor, con pequeñas descargas psíquicas.
Reflexionemos: ¿Dónde llevó antes a cabo el yo un tal tanteo? ¿En qué lugar aprendió la técnica que ahora emplea en los procesos del pensamiento? Ello sucedió en el extremo sensorial del aparato psíquico, en las percepciones sensoriales. Según nuestras hipótesis, la percepción no es un proceso puramente pasivo; el yo envía periódicamente al sistema de la percepción pequeñas cargas psíquicas, por medio de las cuales prueba los estímulos exteriores, retrayéndose de nuevo después de cada uno de estos avances de tanteo.
El estudio del juicio nos procura, quizá por vez primera, un atisbo de la génesis de una función intelectual surgida del dinamismo de los impulsos instintivos primarios. El juicio es la evolución adecuada del proceso primitivo por el cual el yo incorporaba cosas en su interior o las expulsaba fuera de sí, de acuerdo al principio del placer. Su polarización parece corresponder a la antítesis de los dos grupos de instintos por nosotros supuestos. La afirmación -como sustitutivo de la unión- pertenece al Eros; la negación -consecuencia de la expulsión- pertenece al instinto de destrucción. El negativismo de algunos psicóticos debe, probablemente, interpretarse como signo de la defusión de los instintos, por retracción de los componentes libidinosos. Ahora bien, la función del juicio se hace posible por la creación del símbolo de la negación que permite al pensamiento un primer grado de independencia de los resultados de la represión y con ello también de la compulsión del principio del placer. Con esta teoría de la negación armoniza perfectamente el hecho de que en el análisis no hallemos ningún «no» procedente de lo inconsciente, así como el de que el reconocimiento de lo inconsciente por parte del yo se manifieste por medio de una fórmula negativa. La prueba más rotunda de que un análisis ha llegado al descubrimiento de lo inconsciente es que el analizado reaccione al mismo tiempo con las palabras: «En eso no he pensado jamás.»
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