La enfermedad de la angustia
Por René Guénon
«Algunos, como hemos dicho, no se limitan a hablar de «inquietud», sino que llegan incluso a hablar de «angustia», lo que es aún más grave, y expresa una actitud quizá más claramente antimetafísica si es posible. Por otro lado, ambos sentimientos están más o menos conectados entre sí, ya que ambos tienen a la ignorancia como común raíz. La angustia, en efecto, no es sino una forma extrema y por así decir «crónica» del miedo; ahora bien, el hombre es naturalmente llevado a sufrir miedo ante lo que no conoce o no comprende, y este miedo se convierte en un obstáculo que le impide vencer la ignorancia, pues le obliga a huir del objeto en presencia del cual la comprueba y al cual atribuye la causa, cuando en realidad esta causa no está sin embargo más que en sí mismo. Esta reacción negativa muy a menudo es seguida de un verdadero odio respecto de lo desconocido, sobre todo si se tiene la impresión más o menos confusa de que eso desconocido es algo que supera sus actuales posibilidades de comprensión.
Si no obstante la ignorancia pudiera disiparse, el miedo se desvanecería por sí mismo, como se ve en el caso de la cuerda que se piensa que es una serpiente. El miedo, y en consecuencia la angustia que no es sino un caso particular suyo, es pues incompatible con el conocimiento, y si el miedo llegara a tal grado que fuera verdaderamente invencible, el conocimiento sería entonces imposible, incluso en ausencia de todo otro impedimento inherente a la naturaleza del individuo. En este sentido, se podría entonces hablar de una «angustia metafísica», que desempeñara en cierto modo el papel de un verdadero «guardián del umbral», según la expresión de los hermetistas, prohibiendo al hombre el acceso al dominio del conocimiento metafísico.
Todavía sin embargo es necesario explicar más completamente cómo el miedo deriva de la ignorancia, tanto más cuanto que hemos tenido recientemente la ocasión de constatar un error bastante sorprendente: hemos visto atribuir el origen del miedo a un sentimiento de soledad, y ello en una exposición que se basaba en la doctrina vedántica, precisamente cuando esta doctrina enseña expresamente que el miedo es debido al sentimiento de la dualidad; y en verdad, si un ser estuviera realmente solo, ¿de qué podría tener miedo? Se dirá quizás que podría tener miedo de algo que hubiera en sí mismo; pero esto implica la existencia en él, en su condición actual, de elementos que escapan a su propia comprensión, y en consecuencia de una multiplicidad no unificada. El hecho de que se encuentre o no aislado, no cambia por otra parte nada y no interviene en modo alguno en semejante caso. Por otro lado, no se puede invocar válidamente, en favor de esta explicación por la soledad, el miedo instintivo que sufre en la obscuridad mucha gente, y especialmente los niños; este miedo se debe en realidad a la idea de que puede haber en la obscuridad algo que no se ve, luego algo que no se conoce, y que es temible por esta misma razón; si por el contrario la obscuridad fuera considerada como vacía de toda presencia desconocida, el miedo no tendría objeto y no se produciría.
Lo cierto es que el ser que padece miedo busca la soledad, pero precisamente para substraerse del miedo; adopta una actitud negativa y se «retracta» como para evitar todo contacto posible con lo que teme, y de allí proviene sin duda la sensación de frío y los demás síntomas fisiológicos que acompañan habitualmente al miedo. Sin embargo esta forma de defensa irreflexiva es ineficaz, pues no deja de ser evidente que, haga lo que haga una persona, no puede aislarse realmente del medio en el cual está situado por sus propias condiciones de existencia contingente, y en tanto se considere como rodeado por un «mundo exterior», le es imposible estar enteramente al abrigo de su alcance. La causa del miedo no es otra que la existencia de otros seres, que, en tanto que son otros, constituyen ese «mundo exterior», o de elementos que, aunque incorporados al propio ser, no son menos extraños y »exteriores» a su conciencia actual. Pero «el otro» como tal no existe sino por efecto de la ignorancia, puesto que todo conocimiento implica esencialmente una identificación. Se puede decir entonces que más un ser conoce, menos existe para él lo «otro» y lo «exterior», y en igual medida, la posibilidad del miedo, posibilidad por otra parte totalmente negativa, que queda abolida por el conocimiento.
Finalmente, digamos que el estado de «soledad» absoluta (kaivalya), que está más allá de toda contingencia, es un estado de pura impasibilidad. Señalemos de pasada, a propósito de esto, que la «ataraxia» (impasibilidad) estoica es concepción deformada de tal estado, pues pretende aplicarse a un ser que en realidad está todavía sometido a las contingencias, lo cual es contradictorio; esforzarse en tratar las cosas exteriores como indiferentes, tanto como se pueda en la condición individual, puede constituir una especie de ejercicio preparatorio con miras a la «liberación», pero nada más, pues, para el ser que está verdaderamente «liberado», no hay nada exterior. Tal ejercicio podría en suma considerarse como equivalente de lo que, en las «pruebas» iniciáticas, expresa bajo una u otra forma la necesidad de superar en principio el miedo para alcanzar el conocimiento, el cual a su vez hará imposible el miedo, puesto que no habrá nada entonces por lo que el ser pueda verse afectado«.
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Conócete a ti mismo
Por René Guénon
Habitualmente se cita esta frase: «Conócete a ti mismo», pero a menudo se pierde de vista su sentido exacto. A propósito de la confusión que reina con respecto a estas palabras, pueden plantearse dos cuestiones: la primera concierne al origen de esta expresión, la segunda a su sentido real y a su razón de ser. Algunos lectores podrían creer que ambas cuestiones son completamente distintas y que no tienen entre sí ninguna relación. Tras una reflexión y un examen atento, claramente aparece que mantienen una estrecha conexión.
Si se les pregunta a quienes han estudiado la filosofía griega quién fue el hombre que pronunció primero esta sabia frase, la mayoría de ellos no dudará en responder que el autor de esta máxima es Sócrates, aunque algunos pretenden referirla a Platón y otros a Pitágoras. De estos pareceres contradictorios, de estas divergencias de opinión, estamos en nuestro derecho de concluir que esta frase no tiene por autor a ninguno de los filósofos mencionados, y que no es en ellos dónde habría que buscar su origen.
Nos parece lícito formular esta advertencia, que parecerá justa al lector cuando sepa que dos de estos filósofos, Pitágoras y Sócrates, no dejaron ningún escrito.
En cuanto a Platón, nadie, sea cual sea su competencia filosófica, está en situación de distinguir qué fue dicho por él o por su maestro Sócrates. La mayor parte de la doctrina de este último no nos es conocida más que por mediación de Platón, y, por otra parte, se sabe que es en la enseñanza de Pitágoras donde Platón recogió ciertos conocimientos de los que hace gala en sus diálogos. Con ello, vemos que es extremadamente difícil delimitar lo que corresponde a cada uno de estos tres filósofos. Lo que se atribuye a Platón a menudo es también atribuido a Sócrates, y, entre las teorías consideradas, algunas son anteriores a ambos y provienen de la escuela de Pitágoras o de él mismo.
Verdaderamente, el origen de la expresión estudiada se remonta mucho más allá de los tres filósofos mencionados. Mejor aún: es más antigua que la historia de la filosofía, y supera también el dominio de la filosofía.
Se dice que estas palabras estaban inscritas en la puerta del templo de Apolo en Delfos. Posteriormente fueron adoptadas por Sócrates, así como por otros filósofos, como uno de los principios de su enseñanza, a pesar de la diferencia que haya podido existir entre estas diversas enseñanzas y los fines perseguidos por sus autores. Es probable, por lo demás, que también Pitágoras haya empleado esta expresión mucho antes que Sócrates. Con ello, estos filósofos se proponían demostrar que su enseñanza no era estrictamente personal, que provenía de un punto de partida más antiguo, de un punto de vista más elevado que se confundía con la fuente misma de la inspiración original, espontánea y divina.
Constatamos que estos filósofos eran, por ello, muy diferentes a los filósofos modernos, que despliegan todos sus esfuerzos para expresar algo nuevo, a fin de ofrecerlo como la expresión de su propio pensamiento, de erigirse como los únicos autores de sus opiniones, como si la verdad pudiera ser propiedad de alguien.
Veremos ahora por qué los filósofos antiguos quisieron vincular su enseñanza con esta expresión o con alguna similar, y por qué se puede decir que esta máxima es de un orden superior a toda filosofía.
Para responder a la segunda parte de esta cuestión, diremos que la solución está contenida en el sentido original y etimológico de la palabra «filosofía», que habría sido, se dice, empleada por primera vez por Pitágoras. La palabra filosofía expresa propiamente el hecho de amar a Sophia, la sabiduría, la aspiración a ésta o la disposición requerida para adquirirla.
Esta palabra siempre ha sido empleada para calificar una preparación a esa adquisición de la sabiduría, y especialmente los estudios que podían ayudar al philosophos, o a aquel que experimentaba por ella alguna tendencia, a convertirse en sophos, es decir, en sabio.
Así, como el medio no podría ser tomado por un fin, el amor a la sabiduría no podría constituir la sabiduría misma. Y debido a que la sabiduría es en sí idéntica al verdadero conocimiento interior, se puede decir que el conocimiento filosófico no es sino un conocimiento superficial y exterior. No posee en sí mismo, ni por sí mismo, un valor propio. Solamente constituye un grado preliminar en la vía del conocimiento superior y verdadero, que es la sabiduría.
Es muy conocido por quienes han estudiado a los filósofos antiguos que éstos tenían dos clases de enseñanza, una exotérica y otra esotérica. Todo lo que estaba escrito pertenecía solamente a la primera. En cuanto a la segunda, nos es imposible conocer exactamente su naturaleza, ya que por un lado estaba reservada a unos pocos, y, por otro, tenía un carácter secreto. Ambas cualidades no hubieran tenido ninguna razón de ser si no hubiera habido allí algo superior a la simple filosofía.
Puede al menos pensarse que esta enseñanza esotérica estaba en estrecha y directa relación con la sabiduría y que no apelaba tan sólo a la razón o a la lógica, como es el caso para la filosofía, que por ello ha sido llamada «el conocimiento racional». Los filósofos de la Antigüedad admitían que el conocimiento racional, es decir, la filosofía, no era el más alto grado del conocimiento, no era la sabiduría.
¿Acaso la sabiduría puede ser enseñada del mismo modo que el conocimiento exterior, por la palabra o mediante libros? Ello es realmente imposible, y veremos la razón. Lo que podemos afirmar desde ahora es que la preparación filosófica no es suficiente, ni siquiera como preparación, pues no concierne más que a una facultad limitada, que es la razón, mientras que la sabiduría concierne a la realidad del ser al completo.
De modo que existe una preparación a la sabiduría más elevada que la filosofía, que no se dirige a la razón, sino al alma y al espíritu, y a la que podemos llamar preparación interior; éste parece haber sido el carácter de los más altos grados de la escuela de Pitágoras. Ha ejercido su influencia a través de la escuela de Platón y hasta el neo-platonismo de la escuela de Alejandría, donde apareció de nuevo claramente, así como entre los neo-pitagóricos de la misma época.
Si para esta preparación interior se empleaban también palabras, éstas no podían ser ya tomadas sino como símbolos destinados a fijar la contemplación interior.
Mediante esta preparación, el hombre es llevado a ciertos estados que le permiten superar el conocimiento racional al que había llegado anteriormente, y como todo esto está muy por encima de la razón, está también muy por encima de la filosofía, puesto que la palabra filosofía siempre es empleada de hecho para designar algo que sólo pertenece a la razón.
No obstante, es asombroso que los modernos hayan llegado a considerar a la filosofía, así definida, como si fuera completa en sí misma, y olvidan así lo más elevado y superior.
La enseñanza esotérica fue conocida en los países de oriente antes de propagarse en Grecia, donde recibió el nombre de «misterios». Los primeros filósofos, en particular Pitágoras, vincularon a ellos su enseñanza, como no siendo sino una expresión nueva de ideas antiguas.
Existían numerosas clases de misterios con orígenes diversos. Aquellos en los que se inspiraron Pitágoras y Platón estaban en relación con el culto de Apolo. Los «misterios» tuvieron siempre un carácter reservado y secreto, significando etimológicamente la propia palabra «misterios» silencio total, no pudiendo ser expresadas mediante palabras las cosas a las cuales se referían, sino tan sólo enseñadas por una vía silenciosa. Pero los modernos, al ignorar cualquier otro método distinto al que implica el uso de la palabra, al cual podemos llamar el método de la enseñanza exotérica, han creído erróneamente, a causa de ello, que no había aquí ninguna enseñanza.
Podemos afirmar que esta enseñanza silenciosa usaba figuras, símbolos y otros medios que tenían por objetivo conducir al hombre a estados interiores, permitiéndole llegar gradualmente al conocimiento real o a la sabiduría.
Tal era el objetivo esencial y final de todos los «misterios» y de otras cosas semejantes que pueden encontrarse en diferentes lugares.
En cuanto a los «misterios» que estaban especialmente vinculados al culto de Apolo y al propio Apolo, es preciso recordar que éste era el dios del sol y de la luz, siendo ésta en su sentido espiritual la fuente de donde brota todo conocimiento y de la que derivan las ciencias y las artes.
Se dice que los ritos de Apolo llegaron del Norte y esto se refiere a una tradición muy antigua, que se encuentra en libros sagrados como el Vêda hindú y el Avesta persa.
Este origen nórdico era incluso afirmado más especialmente para Delfos, que pasaba por ser un centro espiritual universal; y había en su templo una piedra llamada «omphalos» que simbolizaba el centro del mundo.
Se piensa que la historia de Pitágoras, e incluso su propio nombre, poseen una cierta relación con los ritos de Apolo. Éste era llamado Pythios, y se dice que Pytho era el nombre original de Delfos. La mujer que recibía la inspiración de los Dioses en el templo era llamada Pythia. El nombre de Pitágoras significa entonces «guía de la Pythia», lo cual se aplica al propio Apolo. Se cuenta además que es la Pythia quien declaró que Sócrates era el más sabio de los hombres. Parece entonces que Sócrates estuvo relacionado con el centro espiritual de Delfos, al igual que Pitágoras.
Añadiremos que si bien todas las ciencias eran atribuidas a Apolo, esto era incluso más especialmente en cuanto a la geometría y la medicina. En la escuela pitagórica, la geometría y todas las ramas de las matemáticas ocupaban el primer lugar en la preparación al conocimiento superior. Con respecto a este conocimiento, estas ciencias no eran dejadas de lado, sino que, por el contrario, eran empleadas como símbolos de la verdad espiritual. También Platón consideraba a la geometría como una preparación indispensable a toda otra enseñanza, y había inscrito sobre la puerta de su escuela estas palabras: «Nadie entre aquí si no es geómetra». Se comprende el sentido de estas palabras cuando se las refiere a otra fórmula del mismo Platón: «Dios siempre geometriza», ya que, hablando de un Dios geómetra, Platón aludía a Apolo.
No debe asombrar que los filósofos de la Antigüedad hayan empleado la frase inscrita en la entrada del templo de Delfos, puesto que conocemos ahora los vínculos que los unían a los ritos y al simbolismo de Apolo.
Después de todo esto, fácilmente podemos comprender el sentido real de la frase estudiada aquí y el error de los modernos a este respecto. Este error deriva de que ellos han considerado esta frase como una simple sentencia de un filósofo, a quien atribuyen siempre un pensamiento comparable al suyo. Pero, en realidad, el pensamiento antiguo difería profundamente del pensamiento moderno. Así, muchos atribuyen a esta frase un sentido psicológico; pero lo que ellos llaman psicología consiste tan sólo en el estudio de los fenómenos mentales, que no son sino modificaciones exteriores -y no la esencia- del ser.
Otros aún ven en ella, sobre todo aquellos que la atribuyen a Sócrates, un objetivo moral, la búsqueda de una ley aplicable a la vida práctica. Todas estas interpretaciones exteriores, sin ser siempre enteramente falsas, no justifican el carácter sagrado que poseía en su origen, que implica un sentido mucho más profundo que el que así se le quiere atribuir. En primer lugar, significa que ninguna enseñanza exotérica es capaz de dar el conocimiento real, que el hombre debe encontrar solamente en sí mismo, pues, de hecho, ningún conocimiento puede ser adquirido sino mediante una comprensión personal.
Sin esta comprensión, ninguna enseñanza puede desembocar en un resultado eficaz, y la enseñanza que no despierta en quien la recibe una resonancia personal no puede procurar ninguna clase de conocimiento. Es la razón de que Platón dijera que «todo lo que el hombre aprende está ya en él». Todas las experiencias, todas las cosas exteriores que le rodean no son más que una ocasión para ayudarle a tomar conocimiento de lo que hay en sí mismo. Este despertar es lo que se llama anámnesis, que significa «reminiscencia».
Si esto es cierto para todo conocimiento, lo es mucho más para un conocimiento más elevado y más profundo, y, cuando el hombre avanza hacia este conocimiento, todos los medios exteriores y sensibles se hacen cada vez más insuficientes, hasta finalmente perder toda utilidad. Si bien pueden ayudar a aproximarse a la sabiduría en algún grado, son impotentes para adquirirla realmente, y se dice corrientemente en la India que el verdadero guru o maestro se encuentra en el propio hombre y no en el mundo exterior, aunque una ayuda exterior pueda ser útil al principio, para preparar al hombre a encontrar en sí y por sí mismo lo que no puede encontrar en otra parte, y particularmente lo que está por encima del nivel de la conciencia racional. Es necesario, para lograrlo, realizar ciertos estados que avanzan siempre más profundamente hacia el ser, hacia el centro, simbolizado por el corazón y donde la conciencia del hombre debe ser transferida para hacerle capaz de alcanzar el conocimiento real. Estos estados, que eran realizados en los misterios antiguos, eran grados en la vía de esta transposición de la mente al corazón.
Había, hemos dicho, una piedra en el templo de Delfos llamada omphalos, que representaba el centro del ser humano, así como el centro del mundo, según la correspondencia que existe entre el macrocosmos y el microcosmos, es decir, el hombre, de tal manera que todo lo que está en uno está en relación directa con lo que está en el otro. Avicena dijo: «Tú te crees una nada, y sin embargo el mundo reside en ti».
Es curioso señalar la creencia extendida en la Antigüedad según la cual el omphalos había caído del cielo, y se tendrá una idea exacta del sentimiento de los griegos con respecto a esta piedra diciendo que tenía cierta similitud con el que experimentamos con respecto a la piedra negra sagrada de la Kaabah.
La similitud que existe entre el macrocosmos y el microcosmos hace que cada uno de ellos sea la imagen del otro, y la correspondencia entre los elementos que los componen demuestra que el hombre debe conocerse a sí mismo primero para poder conocer después todas las cosas, pues, en verdad, puede encontrarlo todo en él. Es por esta razón que algunas ciencias -especialmente las que forman parte del conocimiento antiguo y que son casi ignoradas por nuestros contemporáneos- poseen un doble sentido. Por su apariencia exterior, estas ciencias se refieren al macrocosmos y pueden ser consideradas justamente desde este punto de vista. Pero al mismo tiempo también poseen un sentido más profundo, el que se refiere al propio hombre y a la vía interior por la cual puede realizar el conocimiento en sí mismo, realización que no es otra que la de su propio ser. Aristóteles dijo: «el ser es todo lo que conoce», de tal modo que, allí donde existe conocimiento real -y no su apariencia o su sombra- el conocimiento y el ser son una y la misma cosa.
La sombra, según Platón, es el conocimiento por los sentidos e incluso el conocimiento racional que, aunque más elevado, tiene su origen en los sentidos. En cuanto al conocimiento real, está por encima del nivel de la razón; y su realización, o la realización del ser, es semejante a la formación del mundo, según la correspondencia de la que hemos hablado.
Es esta la razón de que algunas ciencias puedan describirse bajo la apariencia de esta forma. Este doble sentido estaba incluido en los antiguos misterios, del mismo modo que en todas las enseñanzas que apuntan al mismo fin entre los pueblos de oriente.
Parece que igualmente en occidente esta enseñanza ha existido durante toda la Edad Media, aunque hoy haya desaparecido completamente, hasta el punto que la mayoría de los occidentales no tiene idea alguna de su naturaleza o siquiera de su existencia.
Por todo lo precedente, vemos que el conocimiento real no tiene como vía a la razón, sino al espíritu y al ser al completo, pues no es otra cosa que la realización de este ser en todos sus estados, lo que constituye el fin del conocimiento y la obtención de la sabiduría suprema.
En realidad, lo que pertenece al alma, e incluso al espíritu, representa solamente grados en la vía hacia la esencia íntima que es el verdadero Sí, y que puede hallarse tan sólo una vez que el ser ha alcanzado su propio centro, cuando estando todas sus potencias unidas y concentradas como en un solo punto, en el cual todas las cosas se le aparecen, cuando estando contenidas en este punto como en su primer y único principio, puede entonces conocer todas las cosas como en sí mismo y desde sí mismo, como la totalidad de la existencia en la unidad de su propia esencia.
Es fácil ver cuán lejos está esto de la psicología en el sentido moderno de la palabra, y que va incluso mucho más lejos que un conocimiento más verdadero y más profundo del alma, que no puede ser sino el primer paso en esta vía.
Es importante indicar que el significado de la palabra nefs no debe ser aquí restringido al alma, pues esta palabra se encuentra en la traducción árabe de la frase considerada, mientras que su equivalente griego psyché no aparece en el original. No debe pues atribuirse a esta palabra el sentido corriente, pues es seguro que posee otro significado mucho más elevado que le hace asimilable al término esencia, y que se refiere al Sí o al ser real; como prueba, tenemos lo que se dice en el siguiente hadith, que es como un complemento de la frase griega: «Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor».
Cuando el hombre se conoce a sí mismo en su esencia profunda, es decir, en el centro de su ser, es cuando conoce a su Señor. Y conociendo a su Señor, conoce al mismo tiempo todas las cosas, que vienen de Él y a Él retornan. Conoce todas las cosas en la suprema unidad del Principio divino, fuera del cual, según la sentencia de Mohyiddin ibn Arabî, «no hay absolutamente nada que exista», pues nada puede haber fuera del Infinito.
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Traducido del Cap. VI de la 1ª parte de «Mélanges», París, Gallimard, 1976. (Publicado la primera vez en árabe en la revista El-Ma’rifah, nº 1, mayo de 1931).
René Guénon o Abd al-Wâhid Yahyâ (Blois, 15 de noviembre de 1886 – El Cairo, 7 de enero de 1951) fue un matemático, masón, filósofo, y esoterista francés. De profesión matemático, es conocido por sus publicaciones de carácter filosófico espiritual y su esfuerzo en pro de la conservación y divulgación de la tradiciones espirituales. Fue un intelectual que sigue siendo una figura influyente en el dominio de la metafísica. Se le relaciona con Ananda Coomaraswamy, otro gran esoterista del siglo XX.
Gran estudioso de las doctrinas y de las religiones orientales, se esforzó por aportar a Occidente una visión no simplista del pensamiento oriental, especialmente de la India y por su defensa de las civilizaciones tradicionales frente a Occidente. En sus escritos, él se propone «exponer directamente algunos aspectos de las doctrinas metafísicas orientales» y de «adaptar estas mismas doctrinas a los lectores occidentales, […] siendo completamente fiel a su espíritu». Destaca, también, su crítica a la civilización occidental desde presupuestos metafísicos ―y no ideológicos ni políticos―. El estudio de sus libros sobre el hinduismo es indispensable para todas aquellas personas que quieran profundizar en dicha tradición.
«Conócete a ti mismo», «Quien se conoce a si mismo, conoce a su Señor»;bellas frases en las que se encierran toda una sabiduria y un reto al ser humano que quiere pasar de las cosas triviales, materiales a otro escenario donde encontremos explicaciones del porque la existencia del Ser humano en esta bendita tierra y sus conexiones con otras dimensiones. Gracias Rene Guenon. Mis saludos desde Lima Perú.