LA LUCHA POR EL DERECHO. “Zeus no es un Legislador; es un Juez”, por Leopoldo Alas “Clarín”

Busquemos otro ejemplo en el mismo derecho económico: desde la mísera condición en que existía el trabajo en la antigüedad, cuando era vil y siervo, hasta la situación presente en que disputa ya al capital el predominio en la distribución del producto, aspirando a llevar a las leyes la sanción de sus pretensiones, hay distancia inmensa que supone una larga historia de combates en pro del derecho; ¿cómo y entre quién fue esta lucha? En cada caso particular, ciertamente que el capital no habrá cedido voluntariamente, pero aquí la lucha consistía en ir obligando al Estado a interponer su fuerza; muchas veces, ni el Estado, ni el que gozaba el privilegio de explotar al trabajador, habrán cedido de buen grado; pero entonces la lucha por el derecho ya no estaba en vencer esta oposición; aquí era la lucha por el hecho; el derecho estaba en los mismos que se emancipaban, que tenían la obligación, después de adquirida la conciencia de la injusticia que sufrían, de combatir hasta el sacrificio por el hecho de la emancipación del trabajo. Esto era luchar por el derecho: unir las fuerzas, propagar la convicción de la justicia que asistía al trabajo, barrenar con esfuerzos constantes el privilegio que contrarrestaba sus legítimas pretensiones”.

Leopoldo Alas “Clarín”, 1.881

 

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EL JUICIO DE PARIS (la manzana de la discordia)

 

 

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"Derecho es trabajo incesante, no sólo del poder del Estado sino del todo el pueblo". Rudolph Von Ihering

 

«El Derecho es una idea práctica, es decir, indica un fin, y como toda idea de tendencia es esencialmente doble porque encierra en sí una antítesis, el fin y el medio. No basta investigar el fin, se debe además mostrar el camino que a él conduzca. He aquí dos cuestiones a las que el Derecho debe siempre procurar una solución, hasta el punto, que puede decirse que el Derecho no es en su conjunto y en cada una de sus partes más que una constante respuesta a aquella doble pregunta. No hay un sólo título, sea por ejemplo el de la propiedad, ya el de obligaciones, en que la definición no sea necesariamente doble y nos diga el fin que se propone y los medios para llegar a él. Mas el medio, por muy variado que sea, se reduce siempre a la lucha contra la injusticia. La idea del Derecho encierra una antítesis que nace de esta idea, de la que es completamente inseparable: la lucha y la paz; la paz es el término del Derecho, la lucha es el medio para alcanzarlo» 

Rudolph Von Ihering, La lucha por el derecho

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Prólogo a “La lucha por el derecho”, de Rudolph von Ihering

Por LEOPOLDO ALAS “Clarín”

 

Leopoldo Alas “Clarín

 

Sólo la voluntad puede dar al derecho

lo que constituye su esencia: la realidad.

Por eminentes que sean las cualidades

intelectuales de un pueblo, si la fuerza moral,

la energía, la perseverancia le faltan, en ese

pueblo jamás podrá prosperar el derecho”.

(IHERING: Espíritu del Derecho romano, t. I, § 24.)

 

El opúsculo, a cuya traducción española sirven de prólogo estas páginas, sería siempre digno de ocupar la atención de los lectores por su mérito intrínseco, por el nombre ilustre del autor; pero entre nosotros, hoy más que nunca, es oportuna su lectura porque puede servir de acicate a los ánimos decaídos y corregir muchas perniciosas aberraciones de la voluntad y de la inteligencia.

Es de tal manera esta obra, que sus lecciones son útiles a todos, y pueden entenderlas y aprovecharlas lo mismo los que por filósofos y jurisconsultos se tengan, o lo sean, que la mayoría de los lectores, que por ser ajena a los estudios técnicos del Derecho propenderá a juzgarse incapaz de utilizar esta doctrina. Sin hacer lo que tantos otros, que al vulgarizar la ciencia la profanan y adulteran, IHERING, seguro de sí mismo, expone originales y profundas reflexiones científicas, de forma que cualquier inteligencia medianamente educada puede acompañarle en todos sus luminosos raciocinios.

Merced a esta ventaja, cabe utilizar como libro de propaganda éste, cuyo contenido se refiere a cuestiones que en la actualidad interesan a los políticos como a los jurisconsultos, a los filósofos como al pueblo. No importa, o mejor, conviene que la forma de La lucha por el Derecho sea, naturalmente, muy distinta de la que se acostumbra a usar, sobre todo en Francia y en España, cuando se quiere que un folleto ocupe la atención pública; ajeno IHERING a las luchas de los partidos, y preocupado como artista del derecho con los intereses de éste en cuanto ciencia, nada hay en su importante escrito que desdiga de la serenidad y prudencia propias de los trabajos científicos; mas no por eso deja de servir, y servir mejor, al intento de contrariar corrientes de influencia morbosa que, por desgracia, dominan en muchas de las inteligencias llamadas a procurar el progreso efectivo de la libertad y del derecho.

Cualesquiera que sean las opiniones de IHERING en punto a la política actual, y a pesar de ciertas tendencias con exceso conservadoras que a veces ha manifestado, La lucha por el Derecho es en rigor, sabiendo leer entre líneas, y aun sin eso, una obra de consecuencias revolucionarias, dando a este adjetivo el sentido menos alarmante posible. Aunque el autor aplica los principios, que con valor noble establece, a la esfera del derecho privado, no oculta que análogas consideraciones pueden convenir a otras materias jurídicas, siendo lo esencial los principios mismos. Sin violentar la doctrina de este trabajo meritísimo, sin pretender mezclar sus puras y elevadas disquisiciones con elementos de la actualidad política en que vivimos, se puede, y creo conveniente, apuntar las relaciones de subordinación y coordinación que existen entre las verdades dilucidadas por IHERING y otras cuyo conocimiento juzgo de suma importancia y oportunidad en nuestro tiempo y en nuestro pueblo.

Nuestros partidos liberales, que con justo título se tienen por representantes de las modernas teorías y aplicaciones del derecho, suelen pecar por dos conceptos en estos desgraciados días que alcanzamos: pecan por la manera abstracta de entender la idea jurídica y las distintas instituciones capitales del derecho, defecto que es ya antiguo; y, de algunos años a esta parte, pecan también por la debilidad tristísima con que se dejan llevar a esos sofismas enervantes de la inercia y del marasmo, inventados por los cobardes y por los perezosos: sofismas que se conocen con nombres más o menos huecos, más o menos bárbaros; sofismas que toman su apariencia de argumentos de donde pueden, ora de las ciencias naturales, y hablan entonces de evolución; ora de mal interpretados positivismos y experimentalismos, y entonces hablan de lo posible, de lo oportuno, de lo práctico, de lo histórico.

Y existe una íntima relación entre una y otra enfermedad de nuestro espíritu liberal, y por esto, si del mal primero, del formalismo, que se puede decir, ya casi todos hace tiempo están contagiados, no será extraño que la nueva laceria, el posibilismo que se llama, o quietismo que podría llamarse, lleguen a padecerla aquellos liberales que hoy no la conocen, por fortuna. Es evidente que un mal se engendra de otro: poco importa que los apóstoles de la pasividad política, del indiferentismo disfrazado de hipócritas apariencias de misticismo político se digan inspirados por la ciencia, por la moderna idea, por los adelantos de los estudios históricos y naturales; de todo esto toman el color, pero en calidad de enfermedad el quietismo (que también podría decirse jobismo, ya que tanto agradan los nombres nuevos), se deriva necesariamente de la influencia formalista que por vicio secular padece el concepto del derecho más vulgarizado. Cuando el derecho es ajeno en realidad a la vida del Pueblo, en cuanto puede serlo, esto es, en cuanto de él no tiene conciencia clara, ni con decidida voluntad, como vocación especial, lo procura; cuando el derecho se cultiva principalmente en su idea, según representación subjetiva de cada cual o de colectividades, sean escuelas o partidos, y sin atención a la unidad y solidaridad de sus distintas esferas e instituciones; cuando el derecho es para los unos una metafísica en cuya existencia se cree con esa fe vaga y nunca muy eficaz con que se cree en lo indeterminado ideal; cuando el derecho no se nos representa como realidad inmediata que llena toda la vida y que se gana en lucha perenne con la injusticia, como el pan de cada día en la guerra del trabajo, ¿qué mucho que caiga el espíritu liberal en esa atonía que hoy se le predica como único remedio para los males que por la ausencia del derecho se padecen?

Para consolarnos de la ausencia de una abstracción, basta con otra abstracción. Por medio de una teoría vana se le dice al pueblo que debe esperar el reinado del derecho: Natura non facit saltum, la antigua revolución se ha sustituido en nuestro dogma con la modernísima evolución; todo se desarrolla por evolución: los animales, las plantas, la vida de la sociedad, todo; querer cambiar este proceso de las cosas es absurdo, es una rebelión contra las leyes de la naturaleza; el derecho, como todo, va por sus pasos contados; es inútil que el hombre se afane, no tendrá más derecho que el correspondiente al estado de desarrollo social en que vive, y este desarrollo, este progreso, depende de leyes universales, ajenas a la voluntad humana; depende del determinismo universal; como no se puede alterar el curso de las estaciones, es imposible cambiar el orden de los Gobiernos; cualquier tentativa es vana y perjudicial; lo que se hace en este sentido es perturbación accidental, cuyo efecto una acción violenta se encarga de deshacer, y el curso natural vuelve a restablecerse y nada se adelanta, ni en un día, por la impaciencia irracional de los hombres.

No se negará que éste es el lenguaje que se emplea, y no siempre con tales apariencias de lógica, para disuadirnos de toda pretensión revolucionaria. Pues bien: semejante teoría, de aplicación para la conducta, se funda en el concepto falso por abstracto y deficiente del derecho, y, por consiguiente, de las leyes de su vida. Dígase lo que se quiera del gran progreso de nuestros tiempos en la vida jurídica, el derecho no ha llegado a ser comprendido y sentido en su unidad, ni menos practicado con conciencia de la solidaridad necesaria y sistemática de sus distintas esferas e instituciones; a más de esto, desconócese en realidad la influencia de este fin de la vida en todos los otros; aunque en los libros de Filosofía del Derecho y en las Enciclopedias jurídicas se habla de esta influencia, los pueblos no la sienten tal como es, y así la justicia se defiende con tibieza, como algo abstracto, a la manera de los dogmas religiosos.

Por tal o cual derecho concreto, histórico, si se combate y se vierte sangre generosa, se llega al heroísmo; unos aquí defienden su independencia, otros allí una carta otorgada, otros fueros antiguos, otros una tabla de derechos. Pero todo eso no prueba más que en la sociedad existe, por fortuna, la fuerza necesaria para conseguir una digna vida jurídica; que no es el miedo el que detiene a los pueblos, sino la ignorancia de lo que el derecho es en realidad, la falta del sentido común jurídico en su unidad y en su totalidad. El mismo IHERING nos va a poner ejemplos de estas defensas parciales del derecho, defensas que podríamos llamar empíricas, porque se motivan en hechos aislados en que cada cual sólo lucha contra la injusticia que inmediatamente le hiere en aquellos intereses que él con atención y vocación especial cultiva; nos hablará del aldeano para quien el derecho de la propiedad lo es todo, que no siente siquiera el dolor de su dignidad vulnerada, mientras la más pequeña injusticia, suya o ajena, en el derecho de bienes la juzga tan grave, que por ella sacrifica reposo, fortuna, todo, hasta lograr reparación, sin que le extrañe igual conducta en los demás; nos hablará del militar, en quien se observa un sentimiento jurídico contrario, siendo para él las ofensas al honor las más graves.

Este distinto sentido del derecho en cada profesión tiene, sí, algo de lo absoluto del derecho, pues la injusticia cada cual en el punto en que la ve, como absoluta, no siendo cuestión de tanto y cuanto, de utilidad subjetivamente apreciada, sino como necesitada de reparación cueste lo que cueste; mas no por esto el sentido jurídico deja de ser parcial, relativo, en cuanto nace, no de la conciencia del derecho, en sí primero y para toda la vida, sino de la ocasión, del hecho mismo de la injusticia hiriendo en el talón de Aquiles, en la parte sensible y vulnerable, que en cada cual varía según el rumbo que da a su actividad. Y en nuestro tiempo no tenemos otro modo de sentir el derecho, condición necesaria para que la voluntad se mueva a quererlo, como no se cuente el frío sentimiento que en unos pocos, los hombres de estudio, pueda engendrar el cultivo intelectual de una filosofía del derecho casi toda abstracta, subjetiva, fabricada a priori y fundada las más de las veces en sistemas metafísicos ya creados, sin atención al derecho, y que, desde la altura ideal en que se les imagina, dictan sus leyes a esa pobre filosofía jurídica (1). La cual, de esta suerte, en todo yerra, porque los principios los toma de sistemas extraños a su esencia; y en la variedad de los tratados especiales se guía ciegamente por instituciones históricas de las que nada sabe, y a las que pretende dar carácter de necesidad filosófica sin más que aplicarles el sonoro nombre de «derecho natural ». El sentimiento del derecho que en tan pobre fuente se bebe, poca energía puede inspirar, y aunque valiese más esa fuente y en los sabios hubiera la conciencia del derecho real, en toda su trascendencia, con unidad y con perfecto conocimiento de la importancia de sus relaciones, todo esto sería muy poco al fin de que se trata; mientras los pueblos por condiciones de su naturaleza y de propio esfuerzo no estén apoderados de esa conciencia del derecho, según se exige para su eficacia, casi nada se podrá conseguir en el progreso de la justicia: habrá entretanto generosas aspiraciones, lucha de parcial eficacia, algún adelanto en la doctrina, pero esto sólo.

¡Qué mucho que cuando tal sucede, tomen incremento las predicaciones de los dilettanti de la democracia, de los partidarios del por ahora, como decía el inolvidable Fígaro, que adivinó muchas cosas, y entre ellas el posibilismo!

Nótese esa táctica de los enemigos de la libertad y de la justicia social que consiste en apartar a los pueblos de la causa generosa de la democracia, haciéndoles ver que vierten su sangre por vagas teorías inaplicables, infecundas, en todo caso ajenas a los intereses reales de su vida. ¡Cómo saben lo que hacen! ¡Cómo saben que fácilmente se quiebra una fe que se alimenta de abstracciones! ¡Cómo saben que una intuición poderosa dice al jornalero, al aldeano, al pueblo entero: «tu derecho es algo más que todo eso que te ofrecen; no te satisfagas con gozar esas garantías de ciudadano sabio y perfecto que te regalan como bien supremo!».

Así se ve tanta decepción en los días de prueba y a lo largo de los años de desgracia. Por una parte llama al pueblo la voz del interés del día que explota el materialismo conservador. «Trabaja —le dice — en tu oficio; ese es tu deber, esa tu conveniencia: ¿qué pan te traerían los derechos? Piensa en ti, piensa en tus hijos, y yo haré como calles, como olvides tus aspiraciones, obras públicas en que trabajes, talleres nacionales; yo haré que prospere la riqueza; eso es lo positivo; no pienses en aventuras».

Y por otra parte, otra voz, para el pueblo, más seductora, le dice: «Deja la política y todo propósito ideal; quimeras son esas que no entiendes, inventadas por los que te explotan; el mundo es de la fuerza y la fuerza es tuya; harto has sufrido, harto has trabajado para que gocen los demás; levántate, sublévate, proclama que te ha llegado la hora del poder, es decir, de gozar los bienes terrenos, porque sí, porque puedes, quia nominor leo. Esto es lo práctico, lo positivo; lo demás, engaño, farsa, retóricas que no entiendes».

Y además de estas voces que le llenan el espíritu de dudas y le atormentan y añaden peso enorme de fatiga al peso de las fatigas diarias, oye el pueblo la voz de la pereza más suave, más artera: «El día del derecho llegará, el progreso es necesario, pero es lento, vendrá por sí, tú no te alteres, la paz es la mayor riqueza, todo esfuerzo es inútil, descansa y espera».

Y como lo que espera el pueblo de ese derecho que le anuncian, según lo entienden los que lo anuncian y el pueblo mismo a fuerza de oírles, no es nada que satisfaga esos instintos que quieren halagar a su manera el materialismo conservador y el materialismo de los demagogos, sino ventajas en su mayor parte ideales, que el pobre pueblo no entiende bien, la inercia le domina y van conquistando su ánimo los apóstoles de la política estática, de la pereza hábil, que quieren ganar la partida esperando el santo advenimiento de una deidad fantástica, de una señora de sus pensamientos a quien llaman libertad y que tienen en no se sabe qué Toboso.

 

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NOTA 1: Son notables en este punto las observaciones que nuestro autor apunta en su Espíritu del Derecho romano , t. III, § 42, y t. IV, § 69. Allí se explica la deficiencia con que los que son filósofos y no son jurisconsultos tratan los problemas jurídicos, el porqué de sus abstracciones en los principios, y el porqué de la pobreza de sus detalles al llegar a la parte especial de las distintas instituciones jurídicas: suelen seguir, sin que se exceptúe el mismo Kant, con ciega fe en este punto las huellas del Derecho romano, y todo su trabajo —añade Ihering— se reduce a buscar razones filosóficas para explicar en principio instituciones de derecho, relaciones y clasificaciones que fueron así por motivos históricos. Respecto del vicioso estudio de la filosofía del derecho partiendo de principios metafísicos ya indagados fuera de la filosofía del derecho mismo, eran luminosas las explicaciones del ilustre Giner de los Ríos en su cátedra de la Central. Hoy el Gobierno español ha sancionado el error tradicional que hace imposible una filosofía del derecho digna de un jurisconsulto, decretando que para cursar esta asignatura se necesita haber aprobado dos cursos de Metafísica en la Facultad de Filosofía y Letras. (ADOLFO POSADA).

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