[1] El conflicto de Catalunya bajo la lupa de Maquiavelo, por Jose Antonio Pérez Tapias
[2] La vuelta a la normalidad del 155, por Javier Pérez Royo
[3] La acción coordinada de Gobierno y TC para la reforma regresiva de la Constitución, por Albert Noguera
[4] Es un escándalo, por Elisa Beni
[5] Colonizar la justicia, por Txema Montero
[6] Callosa, Rajoy y la Conferencia Episcopal, por Carlos Hernández
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Tabla de contenidos
[1] El conflicto de Catalunya bajo la lupa de Maquiavelo
Por JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
El nacionalismo españolista oculta la realidad de un Estado crisis, con una democracia seriamente mermada
La revolución de Maquiavelo enseñó a mirar la política de frente, sin paños calientes, afrontándola en toda su crudeza si éste fuera el caso. La verdad de los hechos es lo que concita el compromiso analítico y teórico de quien escribió El Príncipe, convencido como estaba de que “es más conveniente decir la verdad tal cual es, que como se imagina”. Esa declaración de principios, que luego, tal como Maquiavelo la llevó a la práctica, ha originado un inagotable caudal de interpretaciones en torno a la obra del florentino, es la que proporciona la lupa con la que aproximarnos a la realidad del poder –meollo de lo político– y desentrañar la lógica de sus dinámicas. Lo que acabó siendo para muchos un ejercicio cínico de desvelamiento de los mecanismos para conquistar el poder y mantenerlo, sin más, dándolos por legítimos por el mero hecho de darse, para otros, en cambio, es una puesta en marcha de una imprescindible tarea de realismo crítico al servicio de un pueblo que ha de conocer cómo proceden sus gobernantes para, frente a ellos, ganar su libertad.
Si, por un lado, Maquiavelo parece situarse conservadoramente junto a quien manda, por otro, ofreciendo el conocimiento de un saber autónomo acerca de la política, se pone de parte de la libertad, lo cual entronca con el espíritu republicano que muestra en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio. El “enigma de Maquiavelo” oscila entre esos extremos, mas ofreciendo buenas razones para decantarlo hacia lo segundo. De todas formas, el pensador republicano amante de la libertad, siempre fiel a su realismo crítico, y lejos de las caricaturas a las que le han querido reducir quienes han utilizado el epíteto “maquiavélico” para descalificar al antagonista político, nunca sucumbió a la idealización mitificante de la república como mejor solución para el orden político, pues en esta, en medio de los conflictos que insoslayablemente siempre le acompañan, nunca deja de estar presente esa voluntad de dominio que el poder desata y que en todo caso hay que rebajar al mínimo. No cabe duda de que la lupa de Maquiavelo, es decir, la mirada “maquiavelana”, a diferencia del distorsionante reduccionismo que supone lo maquiavélico, es un buen instrumento para, desde su sencillez, ver con mayor amplitud y profundidad lo que está ocurriendo en Catalunya y, en definitiva, en el Estado español.
Del (sin)sentido común a la (sin)razón de Estado
¿QUÉ DIRÍA HOY UN MAQUIAVELO QUE CONTEMPLARA LA REALIDAD POLÍTICA HISPANA EN SU ACTUAL BLOQUEO?
Como antecedente de Marx y su crítica de las ideologías, Maquiavelo desveló el encubrimiento que producen las proclamas que se presentan como biempensantes –políticamente correctas, decimos hoy–, como cuando se invoca el bien común o el rousseauniano interés general, mas para pretender bajo ellas la perpetuación de injusticias o el más particular interés. Por eso recomienda que en política se atienda a lo que de hecho se hace, no a lo que meramente se dice.
¿Qué diría hoy un Maquiavelo que contemplara la realidad política hispana en su actual bloqueo? Podemos apostar, con seguridad de ganar aunque sea en tal juego de ficción, que llamaría la atención enseguida sobre la inflación de discursos encubridores, como los que van desde el sacralizante ensalzamiento de la unidad nacional hasta los que tratan de conjurar los riesgos para la invocada patria apelando al Estado de derecho y a la democracia que bajo él se ampara. El nacionalismo españolista, usando la bandera –dicho en castizo– cual capa que todo lo tapa, vela así la realidad de un Estado crisis, con una democracia seriamente mermada, y que al quebrantamiento de su condición de Estado social se añade el agotamiento de las energías puestas en marcha con la Constitución del 78. El deterioro de lo que fue un pacto constitucional sui generis saca a la luz asuntos sin resolver adecuadamente, siendo uno principal la cuestión de las naciones en nuestra realidad política.
Paseándose por España y atendiendo a los medios de comunicación, al florentino no se le escaparía la abusiva apelación al “sentido común”, constantemente en boca de políticos sin otro argumento mejor que esgrimir. La ágil pluma del pensador de lo político que nos estaría visitando, o el teclado con que se arrancaría para escribir un agudo aforismo en Twitter, no dejaría de constatar la burda trampa en que tal apelación mete constantemente a la ciudadanía que, atenta, trata de vislumbrar por dónde puede plantearse la salida a la crisis suscitada por el conflicto de Catalunya. La verdad de los hechos es que no hay tal sentido común, lo cual es uno de los problemas de fondo de la sociedad española en su conjunto, incluyendo, claro está, la sociedad catalana, con su patente escisión en dos bloques hoy muy antagónicos, uno volcado hacia la búsqueda de la independencia, otro totalmente en contra de dicha pretensión.
Lo grave, más allá del peligro que supone el que la expresión “sentido común” sea declarada, cual pariente semántica de “posverdad”, como expresión del año, es que desde el “sinsentido común” que de facto impera se ha pasado a la (sin)razón de Estado. A nuestro Maquiavelo eso le pone de los nervios, máxime cuando le colgaron una versión dura de la razón de Estado cuya paternidad, de suyo, corresponde a Jean Bodin, en competencia con el también italiano Botero. Lo cierto, no obstante, es que el empleo de determinados medios, injustificados incluso desde un punto de vista estratégico en aras de la unidad del Estado, suscita las críticas de un Maquiavelo al que no le vale, por su extrema torpeza, tal modo de actuar dado el fin que se persigue. Es sumamente grosero el modo como se retuerce el derecho. Lo estamos viendo, tanto para mantener, desde el Tribunal Supremo, en “desproporcionada” prisión preventiva a Junqueras y otros líderes independentistas, como para impedir, desde improvisada dinámica de planteamientos jurídicos también calificables de preventivos, que Puigdemont acuda al Parlament como candidato propuesto para ser investido president de la Generalitat, al modo en que lo ha hecho un Tribunal Constitucional descaradamente presionado por el Gobierno de España que lo instrumentaliza. Tras tan burdas maniobras dejan al pie de los caballos al Estado de derecho que invocan. Con Maquiavelo cabe señalar que en todo ello, obviamente, se actúa por “razón de Estado”, pero de tan mala manera que ni siquiera se salva la operación desde la lógica que la inspira. El Estado y su Tribunal Constitucional se ven en tal situación de deslegitimación que resulta de lo más perjudicial el viaje con tales alforjas. Es una evidencia, para quien quiera mirar y ver, que desde el “sinsentido común” se alimenta lo que de suyo es “sinrazón de Estado”, debilitado éste ante propios y ajenos con unas maniobras que el Partido Popular implementa, Ciudadanos alienta y de las cuales el PSOE no es capaz de desmarcarse.
La incoherencia republicana del independentismo tras un candidato a la desesperada
La lupa republicana de Maquiavelo, que la diseñó estando empapado del humanismo cívico al que le llevó el estudio de la república romana y sus mentores, permite apreciar la índole de quienes desde un planteamiento secesionista más que conocido no muestran, sin embargo, la solidez que sería exigible a un proyecto que dice apuntar a una república independiente para Catalunya. Es verdad que la presión del Estado español es enorme; infravalorada en lo que fue y sigue siendo resulta un mal cálculo político que desde los consejos maquiavelanos resulta imperdonable. Sin embargo, eso no exime de presentar un proyecto bien armado conforme al cual se pueda entender una estrategia como adecuada y, lógicamente, un fin como consistente, es decir, no contradictorio, ni en sí mismo ni con los medios para lograrlo. No hay muchos elementos de juicio para valorar de qué republicanismo estamos hablando cuando consideramos la meta que el secesionismo catalán ha puesto en su horizonte próximo. Eso supondría que, en cuestiones fundamentales, una ERC de acreditada solera, una candidatura ad hoc como la de Junts per Catalunya y una CUP siempre impaciente han conseguido cierto acuerdo de proyecto, con su traducción programática inmediata. No parece que ser así.
Como quiera que sea, en estas últimas etapas no quedan suficientemente salvaguardados en los modos de actuar del independentismo catalán elementos de la tradición republicana como el aprecio por la deliberación política, en sede parlamentaria y en el ámbito de la opinión pública, como hacer emparejado al ejercicio de los derechos políticos de una ciudadanía participativa. Y si bien el republicanismo parte de que en una sociedad que se auto-organiza políticamente el conflicto es dato no sólo insoslayable, sino ineliminable, lo que asume como tarea es el encauzamiento democrático de ese conflicto, máxime si se quiere salvar un efectivo bien común y lograr eso desde la cohesión social suficiente para que la ciudadanía conforme de verdad un pueblo en tanto que “demos” –no, por tanto, según meros criterios historicistas o étnicos–. Sin articular la salida de un antagonismo social entre sectores que se excluyen no hay construcción republicana de una nación política, desde su pluralidad, como pueblo. Es más, la lupa de Maquiavelo pone de relieve que tal situación impide abordar el conflicto social que entrañan relaciones de dominio que, en tanto perduran y se ahondan, son contrarias a la igualdad que el republicanismo propugna.
LA COMPLEJIDAD DE LA SITUACIÓN, EN UN PROCÉS AHORA MISMO ENCALLADO, SE ACRECIENTA POR LAS HISTRIÓNICAS APARICIONES DEL CANDIDATO PUIGDEMONT
En medio de circunstancias, sin duda difíciles, la urgencia inmediata de proceder en el Parlament de Catalunya a la investidura de quien haya de presidir la Generalitat supone factores añadidos de tensión política. Es cierto que ni el Tribunal Supremo ni el Constitucional dan facilidades para resolver cuestión tan crucial, lo cual no es sino resultado de una judicialización de la política que está afectando muy negativamente a lo político tanto en lo que respecta a Catalunya como en lo que toca a España en su conjunto. Sin cauce alguno de diálogo entre las partes enfrentadas el conflicto no hará sino enconarse, lo cual, desde la perspectiva de nuestro florentino de referencia no es sino muestra evidente de incapacidad para el “arte de la política”. Concepciones mitificadas de la soberanía que ni los renacentistas albergaban están impidiendo una aproximación de posturas que bien podían converger en el punto de encuentro que hiciera factible el ensamblaje jurídico-político de soberanías compartidas.
La complejidad de la situación, en un Procés ahora mismo encallado, se acrecienta por las histriónicas apariciones del candidato Puigdemont, aunque éste, aun actuando a la desesperada, no deja de ganar importantes partidas en lo que se llama la construcción del relato. Es precisamente ese relato, engarzado entre el ser depuesto como president y el ser repuesto en tanto candidato más votado del bloque independentista, dándole pie para pretender investidura que le relegitime, el que constriñe a la mayoría soberanista del Parlament y a su president a mantener su candidatura a pesar de las dificultades legales y de las amenazas penales. Es difícil de refutar que hay una contradicción palmaria en el procedimiento que el Constitucional diseña en términos coactivos de dudosa legitimidad, señalando que el candidato debe comparecer personalmente, pues se excluye toda posibilidad de investidura telemática o por delegación, habiendo establecido a la vez que para ello debe pedir permiso al juez cuya detención reclama, de manera que entra en lo probable que no le conceda el permiso solicitado. Tal círculo vicioso, si por una parte trata de salvar el imperio de la ley –aunque, como hemos comentado, de modo torticero–, por otra no deja de entrañar el paradójico abrir un callejón sin salida, amén de la dosis de humillación que se aplica no solo al candidato sino a los millones de votantes en virtud de los cuales ha llegado a tener esa condición.
Maquiavelo, más allá de la lupa, aporta criterios políticos, e incluso éticos –a pesar de la mala fama que le fabricaron como amoral e incluso inmoral– para un rompecabezas como el que nos tiene metidos en una escisión muy difícil de salvar. En cuanto a los segundos, la virtú republicana en que Maquiavelo pensaba no excluía actuaciones heroicas, es más, las reclamaba si, llegado el caso, fueran necesarias. Ocurre, sin embargo, que nuestra sociedad del siglo XXI es posheroica y en tal contexto fallan los argumentos para pedir a Puigdemont que se presentara, aun con la detención como espada de Damocles, para provocar la salida del callejón donde todos estamos encerrados. Y el mismo Estado tendría que resolver, con el candidato detenido, una difícil papeleta. Pero si Maquiavelo levantara la cabeza lo que en verdad ocurriría es que quedaría asombrado de tamaña incapacidad en la realidad española para abordar políticamente el más serio conflicto que de manera explícita se nos ha planteado en mucho tiempo. ¡Cuán es verdad que falta ciudadanía y representantes políticos con conciencia republicana a múltiples bandas, es decir, personas dispuestas a hacer valer la radicalidad democrática en un momento en que el Estado o se abre en y por ella o entra en fase agónica como futuro previsible! No sólo está encallado el Procés; está atascado un Estado preso de sus inercias ideológicas e institucionales.
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[2] La vuelta a la normalidad del 155
Por JAVIER PEREZ ROYO
¿Puede considerar alguien que Catalunya y su relación con el Estado puede ser normal con los dirigentes nacionalistas en prisión y, como consecuencia de ello, con el nacionalismo más que debilitado, casi esterilizado, para hacer política?
La operación que se puso en marcha con la activación del artículo 155 de la Constitución tenía como finalidad volver a la normalidad. Ese, como se recordará, es el mensaje que se transmitió a la opinión pública. Se recurre al 155 para convocar elecciones ante la negativa del president Puigdemont a hacerlo, a fin de darle la palabra al pueblo catalán para que en una consulta con todas las garantías, no como la del 1 de octubre, pueda decidir libremente el camino a seguir.
Esta fue la justificación oficial de la operación. No se trata propiamente de suspender nada e intervenir la comunidad autónoma, sino de posibilitar que la voz de los ciudadanos de Catalunya pueda ser oída con las garantías democráticas exigibles.
Y así hubiera podido ser, si la operación se hubiera reducido a la convocatoria de elecciones para el 21-D. La destitución del Govern durante los 54 días que dura el proceso electoral más los que fueran necesarios para la investidura del president por el nuevo Parlament, era la aplicación más suave del 155 CE de todas las posibles, aunque eso no quiere decir que tuviera una cobertura constitucional indiscutible. Pero en términos políticos, el coste para la vuelta a la normalidad no era elevado.
Pero a esa operación de convocatoria de elecciones se sumó una operación judicial, instrumentada mediante la acción combinada del Presidente del Gobierno, el Fiscal General y la Audiencia Nacional primero y el Tribunal Supremo después, que ha conducido a que se admitieran a trámite querellas por delito de rebelión inicialmente contra varios miembros del Govern y de la Mesa del Parlament y más adelante contra un buen número de ahora ya parlamentarios nacionalistas electos el 21-D.
Nada se dijo por el Presidente del Gobierno de esta segunda operación, como si no tuviera nada que ver con la aplicación del 155 CE. Y jurídicamente, no tienen nada que ver. Son dos operaciones distintas. Pero sin la primera, sin la pérdida del fuero jurisdiccional por los miembros del Govern como consecuencia de su destitución por el Presidente del Gobierno en virtud de la aplicación del 155 CE, el Fiscal General no hubiera podido proceder contra ellos como lo hizo. La aplicación del 155 CE por el Presidente del Gobierno fue el presupuesto de la activación de las querellas por el Fiscal General. Sin la primera operación no hubiera sido posible la segunda.
Y si la primera operación podía considerarse como un instrumento de vuelta a la normalidad, la segunda es imposible verla desde esa perspectiva.
Más todavía. La segunda imposibilitaba que la primera pudiera alcanzar dicha finalidad, en la medida en que vaciaba en cierta medida de contenido el resultado del ejercicio del derecho de sufragio por los ciudadanos. El Gobierno que pudiera constituirse no podría no contar con lo que hubieran votado los ciudadanos, pero no se decidiría exclusivamente por lo que hubieran votado los ciudadanos, sino por lo que decidiera también el Tribunal Supremo. En positivo decidirían los ciudadanos. En negativo, el Tribunal Supremo. El Gobierno sería el resultante de esa combinación.
Esto no lo podían desconocer quienes orquestaron la doble operación. En el punto de partida estaba ya el punto de llegada en que ahora nos encontramos. Nadie puede llamarse a engaño.
Bajo esas condiciones se desarrolló el proceso electoral, con varios candidatos en prisión o en el exilio y bajo esa condiciones se está desarrollando el proceso de investidura tras la constitución del Parlament. De vuelta a la normalidad no ha habido nada ni en el proceso que condujo al 21-D ni en el proceso de investidura que se está viviendo tras el 21-D.
Y estamos solo en la fase inicial de esta doble operación. En poco tiempo porque parece que el juez instructor tiene previsto cerrar la instrucción y dictar el auto de procesamiento en los próximos meses, no solo se habrá producido el “descabezamiento” del nacionalismo en un proceso electoral (Soraya Sáenz de Satamaría dixit), sino la condena penal e inhabilitación política para muchos, muchísimos años, de la mayor parte de sus dirigentes.
¿Puede considerar alguien que Catalunya y su relación con el Estado puede ser normal con los dirigentes nacionalistas en prisión y, como consecuencia de ello, con el nacionalismo más que debilitado, casi esterilizado, para hacer política? Políticamente Catalunya va a ser una sociedad mutilada, en la que la competición política va a estar viciada de manera inexorable.
No es la primera vez en la historia de España en que se ensaya la mutilación política de Catalunya. Los resultados han sido siempre terribles. ¿Por qué va a ser diferente ahora?
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[3] La acción coordinada de Gobierno y TC para la reforma regresiva de la Constitución
Por ALBERT NOGUERA
La represión como amenaza de escalada acaba chocando con los límites de la Constitución y obliga a su reforma para que el Derecho pueda continuar operando como su legitimador
Ante la dificultad de una reforma de la carta de derechos de la Constitución del 78 por la vía del 168, el Gobierno y el TC están llevando a cabo una acción coordinada para reformar la Constitución mediante mutación constitucional
Primero, el Gobierno crea un Derecho Constitucional de anticipación a través de los fundamentos jurídicos de sus recursos y, a continuación, el TC lo legaliza mediante el auto o sentencia, incorporándolo por vía interpretativa a la Constitución y procediendo a su reforma regresiva
Se trata de un procedimiento de reforma constitucional que no sólo vulnera la propia Constitución sino todos los estándares de derechos humanos
La represión puede operar como hecho puntual o como estrategia política. El Gobierno la ha adoptado como estrategia política para intentar desactivar el conflicto catalán. En cualquier conflicto social, para que la represión como estrategia política sea eficaz tácticamente debe adoptar la forma de amenaza de escalada.
La amenaza de escalada consiste en aplicar, de manera progresiva, cada vez mayores grados de represión para generar en su destinatario la percepción de que si no desiste de su comportamiento, la represión que se viene será más y más dura sin que ésta tenga fin. Crear en el otro una perspectiva de escalada permanente, persigue llegar a un momento en que la amenaza ya no sea asumible para éste y desista de su actitud. Sin la perspectiva de una escalada, la represión como estrategia pierde su eficacia táctica.
Aplicar represión pretendiendo generar en su destinatario una perspectiva de escalada, lleva a que sus grados deban ser cada vez mayores y ello trae, a la vez, a que en algún momento se empiezan a vulnerar derechos fundamentales de los reprimidos, chocando con los límites del constitucionalismo. Las Constituciones surgen y tienen como objetivo fijar límites a los abusos del poder en defensa de los derechos de los ciudadanos.
Cuando esto pasa, un Gobierno tiene dos opciones: saltarse la Constitución o reformarla ampliando los márgenes de represión con cabida en su interior, de manera que el Derecho constitucional pueda continuar operando como legitimador de la misma. Esto último es lo que estamos viviendo en España. Ante la imposibilidad de seguir aplicando represión dentro de los márgenes de la Constitución, se procede a su reforma.
Pero, ¿cómo se está llevando a cabo tal reforma regresiva de la Constitución?
La doctrina constitucional reconoce dos formas de reforma constitucional: la primera es el procedimiento formal establecido en el propio texto constitucional, en el caso español en los artículos 167 y 168 de la Constitución. Y la segunda es la denominada mutación constitucional, mediante la cual se modifica la Constitución sin que se produzca la reforma formal del texto de la Constitución. En una mutación constitucional, lo que se modifica es el contenido, el significado o la interpretación de los derechos y/o normas constitucionales de manera que éstos, conservando el mismo texto, pasaran desde ese momento en adelante, a recibir una significación y a aplicarse de manera totalmente diferente.
Ante la dificultad de poder reformar la carta de derechos de la Constitución del 78 por el procedimiento formal, debido al carácter rígido, lento y complejo que establece el art. 168, el Gobierno del PP y el Tribunal Constitucional (TC) están llevando a cabo una acción coordinada (como evidencia la insólita rapidez con que se reúne y resuelve el TC tras la presentación de recursos del Gobierno, así como como las llamadas telefónicas entre Rajoy y el TC entre la presentación de recursos y la resolución de los mismos) para reformar la Constitución del 78 por vía de mutación constitucional.
La reforma regresiva de la Constitución a la que estamos asistiendo por mutación constitucional opera mediante el siguiente procedimiento de coordinación Gobierno-TC:
En primer lugar, el Gobierno emite un Derecho Constitucional de anticipación por vía de los fundamentos jurídicos de los recursos que presenta ante el TC. Se trata de un nuevo Derecho constitucional que contradice abiertamente y sobrepasa los márgenes del texto constitucional vigente. La impugnación por parte del Gobierno de la candidatura de Carles Puigdemont a la investidura como presidente de la Generalitat vulnera abiertamente el art. 23 CE, al limitar el derecho de los ciudadanos de elegir libremente sus representantes, el derecho de un diputado en plena posesión de sus derechos y prerrogativas de poder acceder en condiciones de igualdad a un cargo público, así como el derecho del resto de diputados de poder investir al anterior. El recurso del Gobierno altera gravemente el contenido del derecho al sufragio activo y pasivo del art. 23.
En segundo lugar y, a continuación, el TC lo legaliza mediante el auto o sentencia que resuelve el recurso del Gobierno, incorporando el Derecho constitucional de anticipación del Gobierno a la Constitución y procediendo, por vía interpretativa, a la reforma regresiva de la misma mediante mutación constitucional. Ante la presentación, por parte del Gobierno, de un recurso que constituía una auténtica aberración jurídica, el TC sólo debía decir si lo admitía o no. Por el contrario, el TC dicta un auto donde no se pronuncia sobre la admisibilidad y se dedica, en el punto 4 del mismo, a emitir unas medidas cautelares que nadie le ha pedido destinadas a establecer unas condiciones que limitan o directamente, imposibilitan, la realización del acto de investidura de Carles Puigdemont como Presidente de la Generalitat. Con ello, el TC, como máximo intérprete de la Constitución, procede a constitucionalizar por vía interpretativa una nueva significación y contenido restrictivo del art. 23 CE, legalizando del Derecho constitucional de anticipación dictado por el Gobierno.
En resumen, el Gobierno y el TC están llevando a cabo, de la mano, un proceso de reforma constitucional por vía de mutación constitucional que no sólo vulnera el propio procedimiento formal de reforma establecido en la misma Constitución de la que tanto se llenan la boca, sino que la modifica en un sentido absolutamente regresivo, implicando un retroceso inaceptable en el campo de los derechos fundamentales.
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[4] Es un escándalo
Por ELISA BENI
Se está socavando el Estado de Derecho y los cimientos de la democracia. De poco nos sirve conservar tres provincias si perdemos las bases que nos convierten en una democracia avanzada
Pobre España, ¿quién te defenderá de tus defensores?
Es absolutamente imposible tener la más mínima sensibilidad sobre cómo debe funcionar realmente el sistema y no acabar con arritmias a cada momento. Da igual, porque mientras la mierda resbale por la pendiente adecuada hay posibilistas, bienpensantes, ignorantes y malvados aplaudiendo sin querer entender que nos anegará a todos.
¿Cómo leer por la mañana que una diputada del PP considera que la prisión preventiva ha servido como amenaza y como método político para silenciar a quiénes no se desea ver gobernando y no llevarse las manos a la cabeza democrática? Ana Vazquez: «La pena de prisión silencia al independentismo». Pena la que me da que una señora que sienta sus reales en el Congreso no sepa de qué habla, no tenga la más mínima idea de qué es una pena y qué una medida cautelar, ahora que hasta el tuitero más tonto se sabe de memoria los únicos tres objetivos constitucionales que puede buscar tal lesiva medida. Ninguno de ellos es silenciar al rival político, claro. Y la afamada exdiputada, también del PP, Cayetana Álvarez de Toledo, ¡tanto curriculum para acabar afirmando que la prisión preventiva tiene «un valor pedagógico»!, es decir, que sirve para amedrentar o avisar a otros de lo que les sucederá. La que se asusta de los Reyes Magos de Carmena. Los desvaríos democráticos de sus señorías son aplaudidos por el público enfebrecido.
¿Cómo escuchar a mediodía que el Tribunal Supremo inhabilitará a Junqueras, ya que será procesado por rebelión en primavera, y no salir dando gritos de pánico? Aquí se recaba tal información y se transmite de forma acrítica sin plantearse siquiera que mientras una instrucción está vigente, cabe que las partes y las pruebas alteren la condición de lo instruido y que podría quedar de manifiesto que no hay tal delito o bien que la Sala, vía recurso, lo considerara así.
Si ya es seguro ahora que Junqueras será procesado por rebelión, que tal auto devendrá firme y que los presos seguirán preventivos en aquel momento ¿qué narices se hace en el Tribunal Supremo, un paripé? Si así fuera, al menos no conviene airearlo de tal forma. Por otra parte, también me extraña sobremanera la forma que tienen estas fuentes del TS de contar los plazos para una inhabilitación y un juicio que dan por hecho. Entre recursos pendientes, el dictado del auto de procesamiento, con sus recursos de reforma y apelación, y las 18 indagatorias, el auto de conclusión sumarial y el recurso que pida su revocación y todo con sus plazos legales, no veo yo que tres meses basten. Que me corrija quien más sepa. Pero aquí no pasa nada. Todo es normal y todo vale.
A la vez uno se entera también, con todo el desparpajo, de que miembros del Gobierno llamaron a los magistrados del Tribunal Constitucional para «trasladarles su preocupación». ¡En medio de la deliberación! Para hablarles del «quebranto del Estado», ¡como si ellos no quebrantaran lo más sagrado del mismo haciendo esas llamadas, esas presiones y pidiendo esos peajes!
¿Cómo ver después al público puesto en pie por la comisión más que posible de un delito del artículo 197.1 del Código Penal por parte de periodistas sólo porque el contenido de lo robado es conveniente? Esos mismos periodistas a los que escupen y masacran cuando obtienen material, de forma menos dolosa, sobre crímenes u otros casos. Son hienas entonces y magníficos defensores del Derecho a la Información ahora. Lo cierto es que ningún periodista tiene derecho a cometer delitos para obtener información por muy relevante que esta sea. ¿Se imaginan? Robo con escalo para obtener unos papeles de casa de Zoido, un robo de móvil por tirón para conseguir saber qué habla Soraya con Rajoy o cualquier otra versión. Estaríamos todos en paro. Contratarían agentes del Mossad para hacer nuestro trabajo. La ética periodística es la misma sea quien sea beneficiado o perjudicado por la acción. La línea roja de la ley, también. Todo esto es festejado por unos y por otros porque lo relevante es saber si están derrotados o no y qué efecto tendrá saberlo en sus huestes.
He resumido prácticamente un solo día. Nada importa, al parecer, pero si empiezas a hacer el listado de las anomalías democráticas yo creo que no caemos esas décimas sino que nos damos una hostia del copón. Y es lo que sucederá al final. Porque de una forma o de otra toda esta furia para conseguir un único fin y sin ningún respeto a los medios establecidos va ser puesta bajo la égida de instancias más imparciales y va a poner al sistema a la altura que lo están dejando. Pobre España, ¿quién te defenderá de tus defensores?
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[5] Colonizar la justicia
Colonizar la justicia es insertar operadores judiciales afines en aquellos órganos judiciales que deciden sobre la excepcionalidad, cuando se produce la crisis de Estado.
Eduardo Torres Dulce, Consuelo Madrigal, Manuel Maza- fallecido-, Julián Sánchez Melgar, cuatro Fiscales Generales en algo más de tres años de sucesivos gobiernos de Mariano Rajoy. ¿A ustedes les parece normal? Si escudriñan las razones existentes detrás de las dimisiones, ceses o nombramientos se encontrarán con la situación de crisis excepcional que para el Estado español está suponiendo la corrupción política y el asunto catalán.
Un presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General de Poder Judicial, Carlos Lesmes, fuera de los focos mediáticos, perdido en una situación que le desborda y recriminado ‘soto voce’ por un gobierno que no le perdona su incapacidad para impedir que el tribunal que juzga el “caso Gürtel” llamara como testigo a deponer en sala al presidente Rajoy. Un presidente de la sala II del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, que piano-piano consigue tener en su derredor magistrados de su coincidencia a la hora de interpretar el derecho y de encarar de precisa manera las situaciones de crisis políticas que el ejecutivo no quiere afrontar de propia mano. Auguro a Marchena la presidencia del Tribunal Supremo a no mucho tardar. Un Tribunal Supremo que gracias a los votos particulares que dignifican la institución, es capaz de fundamentar sentencias a sabiendas de su más que probable revocación por el Tribunal Constitucional o por el Tribunal Europeo, ‘casos Parot’, ‘Atutxa’.
El Tribunal Supremo obliga al pago íntegro de las vacaciones salvo los conceptos extra EFE
¿Y que decir de la trasposición de la legislación europea en materia de ejecución de condenas? Parece no importar que el Ministerio de Justicia de Francia manifieste su estupor al constatar que han sido ignoradas las condiciones de entrega de terroristas y que hayan sido sumadas a las penas ya cumplidas otras por los mismos delitos. Entra dentro de lo probable que el estupor se convierta en conflicto jurídico abierto entre La República francesa y el Reino de España.
Las causas por corrupción política se alargan, las sentencias se acortan y algunos encausados de alto nivel económico, político o aristocrático acaban con penas leves, encarcelamientos fugaces o recursos interminables. ¿Para cuándo la sentencia de casación de Iñaki Urdangarin?
Colonizar la justicia es remover la composición de las salas de justicia mediante la sustitución de un ponente por otro al que se le presupone más acorde con el fallo perseguido.
Carl Schmitt, el jurista filo nazi que teorizó sobre la excepcionalidad y el derecho, humus del acceso y mantenimiento en el poder del hitlerismo, dejó escrito que: “soberano es quien decide en estado de excepción”. La tentación del ‘decisionismo’ político es grande para el poder, incluidas las democracias, sobre todo cuando tienen que encarar la excepción, o si prefieren un término más acorde a las vivencias de la España actual, cuando afrontan la crisis de Estado. El terrorismo interno es inexistente hoy y sin peligro de rebrote, pero acecha el de matriz internacional. La corrupción política persiste y persistirá mientras no quede definitivamente resuelta la financiación de los partidos políticos, incluida su dependencia de las entidades financieras por deudas no atendidas que sirven como vacuna de recuerdo para conseguir legislaciones benévolas. La cuestión catalana, otro elemento de disfunción judicial, ejemplo negativo para todos: tanto en lo que no hay que hacer, como en la manera de tratar de impedirlo.
La justicia en la mayoría de los casos y situaciones ordinarias es funcional y resuelve con ley, derecho y equidad. No me refiero por tanto a colonización de la justicia cuando hablo del 98% de los asuntos que se tramitan o resuelven. Colonizar la justicia es insertar operadores judiciales afines en aquellos órganos judiciales que deciden sobre la excepcionalidad, cuando se produce la crisis de Estado. Colonizar la justicia es remover la composición de las salas de justicia mediante la sustitución de un ponente por otro al que se le presupone más acorde con el fallo perseguido. Sé que en los momentos que vivimos abrir un debate sobre la colonización de la justicia tiene mucha dificultad. Pero es obligado. Hablamos asiduamente de la politización de la justicia, sin embargo la politización de la justicia solamente es posible si ha sido previamente colonizada, de tal modo que ya son innecesarias las instrucciones desde el poder político a los jueces, pues estos ya saben lo que hacer sin necesidad de ser instruidos.
El TC estudia el recurso del Gobierno contra la investidura de Puigdemont EFE
Y si la intervención judicial acaba en fiasco jurídico, como la reciente retirada de la orden de detención contra Puigdemont y cuatro de los exconsellers -que ha puesto en evidencia al Reino de España ante la Justicia de Bélgica- no pasa nada, ni un resople de contrariedad o crítica contra la imprudente actuación de la juez instructora Carmen Lamela, recibida con hosanas cuando dictó la euroorden de detención. Nadie desde el poder ni de desde la leal oposición recriminará nada, porque al fin y al cabo “algo” había que hacer ante la “rebelión” catalana y lo importante es salir al paso, actuar con determinación ante la situación de excepción, de crisis. Lo que ocurre es que con ese ‘decisionismo’ se nos va cercenando a los ciudadanos, más y más, lo que Hannah Arendt llamaba “el derecho a tener derechos”. Arendt y Schmitt, derecho frente a razón de Estado.
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[6] Callosa, Rajoy y la Conferencia Episcopal
Por CARLOS HERNÁNDEZ
La Iglesia debería ser la más interesada en retirar la cruz de los caídos de Callosa de Segura ¿No creen nuestros obispos que ha llegado el momento de desvincular del terror franquista un símbolo tan respetable como es la cruz?
España es un país anormal, democráticamente hablando, y hasta que no lo asumamos no podremos emprender el camino que nos conduzca a la sanación. Lo ocurrido estos últimos días en la localidad de Callosa de Segura nos sitúa nuevamente frente al espejo. Un espejo en el que se refleja la imagen de una nación que se ha vendado los ojos para no mirar hacia al pasado y, ya de paso, para no ver las águilas imperiales, los yugos y las flechas que siguen adornando algunas partes de su anatomía.
En cualquier democracia normal sería impensable que, en pleno siglo XXI, existiera un monumento como el de Callosa dedicado a ensalzar el fascismo. Sería impensable que la campaña para evitar que se elimine ese vestigio totalitario estuviera liderada por los concejales del partido que gobierna el país. Sería impensable que un sacerdote se erigiera en el primer defensor de un símbolo de la opresión, la dictadura y el asesinato masivo. Sería impensable que un tribunal intentara paralizar su retirada. Sería impensable que existiera una ley tan ambigua, tan cobarde y además promulgada por un Gobierno socialista que permitiera no solo la existencia de asociaciones filofascistas, sino que brindara a estas los resquicios legales necesarios para recurrir ante los jueces la erradicación de los monumentos que recuerdan a criminales y genocidas.
En cualquier democracia normal existiría hoy una corriente social, política y periodística de apoyo al alcalde de Callosa y a todo su gobierno municipal que sería abrumadora e imparable. Aquí, sin embargo, apenas se presta atención al tema. La venda sigue sobre los ojos mientras la extrema derecha se multiplica a nuestro alrededor. Todos somos responsables de ello, sin duda, pero lo que está ocurriendo en ese municipio alicantino tienen dos principales culpables: Rajoy y la Iglesia católica.
Empezando por el final, la Conferencia Episcopal y El Vaticano deberían ser los más interesados en que se retirara la cruz de los caídos de Callosa de Segura. El franquismo se apropió, es verdad que con el consentimiento de la Iglesia de aquella época, de toda la simbología católica. Se usó la cruz como excusa para asesinar, violar y encarcelar a cientos de miles de españoles y españolas. ¿No creen nuestros obispos que ha llegado el momento de desvincular del terror franquista un símbolo tan respetable como es la cruz? Resulta un insulto a nuestra inteligencia que el párroco de Callosa y algunos de sus superiores eclesiásticos justifiquen su defensa del monumento porque se ha retirado la placa que aludía a “los caídos”: “ahora solo es una cruz”, dicen. Me gustaría saber qué pasaría en Alemania si algún sacerdote o seglar intentara conservar una gran águila hitleriana retirándole la cruz gamada de sus garras, utilizando el argumento de que “ahora solo es una rapaz”.
La cruz de Callosa no representa a Cristo, como tampoco lo hace la de El Valle de los Caídos o la de tantos otros monumentos franquistas que quedan en España. Ninguna de ellas se erigió en honor al hijo del creador, sino a la mayor gloria de los dirigentes fascistas de la época. Esas cruces simbolizan, precisamente, los valores contrarios a los que predicó aquel nazareno hace más de 2.000 años. Si los obispos españoles no quisieron impedir en su día que Franco utilizara la cruz como arma de destrucción masiva, hoy al menos deberían evitar que se siga usando como excusa para mantener en pie el recuerdo de aquella sangrienta dictadura. Es hora de apelar a los sectores más progresistas de la Iglesia española para que aprovechen el tirón aperturista del Papa Francisco y arrinconen a aquellos que se niegan a dejar atrás ese negro pasado de connivencia con el franquismo y de complicidad con sus crímenes. Si no lo hacen, seguirán construyendo su Iglesia sobre los cadáveres, la falta de libertad y el sufrimiento de muchos millones de españoles. ¿Es eso lo que realmente quieren?
Al otro gran responsable, Mariano Rajoy, le gustó y le sigue gustando el franquismo. Ese es el problema de fondo. Para comprobarlo basta leer sus artículos de juventud o descubrir en la hemeroteca cómo todavía en 1989, siendo secretario general del PP gallego, distribuía cartas alabando al dictador. Hoy Rajoy ya no es tan descarado en sus comportamientos porque quedaría feo, pero le sigue asomando por la solapa de la chaqueta el pico de un aguilucho cada vez que improvisa sus discursos. Se vio especialmente cuando se enorgulleció, hasta el infinito y más allá, de haber impedido, vía recorte total del presupuesto, que las familias de las víctimas del franquismo pudieran sacar de las cunetas los restos mortales de sus seres queridos. Y se le vieron las dos alas y el pico aquel día en el que dijo no entender por qué la calle en la que vivió durante su infancia se llamaba ahora Rosalía de Castro, en lugar de conservar el nombre de un almirante franquista, famoso por bombardear Gijón o masacrar a la población civil que intentaba huir de la ciudad de Málaga.
Con ese jefe es comprensible que los concejales de Callosa lideren la defensa de la cruz franquista. Con ese jefe es comprensible lo que ha ocurrido en diversos puntos de España durante los actos conmemorativos del Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto. En Málaga, por ejemplo, la corporación municipal popular se negó a recordar a los malagueños que fueron deportados a campos de concentración nazis. En Alcantarilla (Murcia) su concejala de Cultura se ausentó del pleno para no tener que apoyar una moción que homenajeaba a las víctimas del nazismo y, especialmente, a los cuatro vecinos de ese pueblo que pasaron por el infierno de Mauthausen. En la Asamblea de Madrid su presidenta, con el apoyo de Cristina Cifuentes, se negó a leer los nombres del medio millar de madrileños que perecieron o estuvieron a punto de hacerlo en los campos de la muerte de Hitler. Matar judíos estuvo mal, pero matar republicanos en la cámara de gas… a la segunda, ya tal.
La otra cara de la moneda popular la encontramos, precisamente, en la Galicia natal del presidente y de su respetado Caudillo. El Parlamento gallego, con mayoría absoluta de los populares, leyó una declaración institucional en la que se calificaba de fascista al régimen franquista y se reconocía la responsabilidad directa del dictador en la deportación y/o muerte en los campos nazis de casi 10.000 españoles y españolas. Aunque la iniciativa fue liderada por la oposición, especialmente por En Marea y el BNG, la actitud del presidente del Parlamento, Miguel Santalices, y del propio Núñez Feijóo solo pueden merecer el aplauso y la gratitud de cualquier demócrata.
Fue el paso más destacado, pero no fue el único. En el parlamento de Cantabria o en ayuntamientos tan importantes como el de Madrid también se aprobaron, con el apoyo del PP, mociones de reconocimiento hacia los republicanos víctimas del nazismo. No lo creo, pero me gustaría creer que estamos ante un punto de inflexión en el que los populares empiezan a desprenderse de esa segunda alma franquista que aún les convierte en el único partido conservador europeo, no ultraderechista, que no se considera antifascista. Les queda mucho camino por recorrer, mucha pedagogía por hacer, muchos concejales por retirar y, sobre todo, un líder preñado de franquismo al que sustituir.
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