París en el siglo XX, de Julio Verne (Parte III)

Indice

París en el siglo XX  (Parte III)

de Julio Verne

 

Capítulo VII
Tres bocas inútiles a la sociedad

 

Una vez cerradas las oficinas, los dos amigos se dirigieron a la casa de Quinsonnas, situada en la calle Grange-aux-Belles; se marcharon colgados del brazo; Michel, feliz por su libertad, caminaba triunfalmente.

Hay mucha distancia desde la casa de banca a la calle Grange-aux-Belles; pero no era fácil encontrar alojamiento en una capital demasiado pequeña para sus cinco millones de habitantes; a fuerza de ensanchar las plazas, abrir avenidas y multiplicar los bulevares, el terreno para las viviendas empezaba a faltar. Lo que justificaba un dicho de la época: en París ya no hay casas, sólo calles.

Había incluso barrios que no ofrecían un solo alojamiento a los habitantes de la capital; entre otros, la Cité, donde se erguían el Tribunal de Comercio, el Palacio de Justicia, la Jefatura de Policía, la catedral, el depósito de cadáveres, es decir, lo necesario para ser juzgado, condenado, encarcelado, enterrado e incluso salvado. Los edificios habían expulsado a las casas.

Esto explicaba la excesiva carestía de los alquileres; la Compañía Imperial General Inmobiliaria poseía más o menos todo París, a medias con el Crédito Inmobiliario, y generaba magníficos dividendos. Esta sociedad, creada por dos hábiles financieros del siglo XIX, los hermanos Péreire, era también propietaria de las principales ciudades de Francia: Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes, Estrasburgo, Lille, después de haberlas reconstruido poco a poco. Sus acciones, quintuplicadas, todavía se cotizaban a 4450 francos en el mercado libre de la Bolsa.

La gente poco acomodada que no quería alejarse del centro de los negocios tenía que alojarse en los pisos altos; lo que ganaban en proximidad, lo perdían en altura; cuestión de fatiga, por lo tanto, y no de tiempo.

Quinsonnas vivía en el duodécimo piso, en una vieja casa con escaleras que pedía a gritos un ascensorio. Pero una vez en su casa, el músico se encontraba a gusto.

Cuando llegaron a la calle Grange-aux-Belles, Quinsonnas voló hacia la escalera de caracol.

—No temas seguir subiendo —le dijo a Michel, quien le siguió en su ascensión—. ¡Llegaremos! Nada es eterno en este mundo, ni siquiera las escaleras. Ya estamos —dijo mientras abría él mismo la puerta tras la agotadora subida.

Empujó al joven a «sus aposentos», una habitación de dieciséis metros cuadrados.

—No tengo vestíbulo —le dijo—. Eso es para quienes hacen esperar, y como la multitud de solicitantes nunca se precipitará hasta mi duodécimo piso, por la razón estrictamente física de que nadie se precipita de abajo arriba, prescindo de esa pieza superflua; también he suprimido el salón, que habría puesto en evidencia la ausencia de comedor.

—Pero me parece que estás muy bien aquí —dijo Michel.

—Con el mejor aire que permite el amoniaco de los lodos de París.

—A primera vista parece pequeño —aventuró Michel.

—Y a la segunda también, pero es suficiente.

—Además, está bien distribuido —concluyó Michel riendo.

—Bien, abuela —dijo Quinsonnas a una anciana que entraba en aquel momento—, ¿la cena está preparada? Somos tres comensales hambrientos.

—Está en camino, señor Quinsonnas —dijo la mujer de la limpieza—; pero como no hay mesa no he podido poner los cubiertos.

—¡Prescindiremos de ella! —exclamó Michel, que encontraba encantadora la perspectiva de cenar con el plato en las rodillas.

—¡Cómo que prescindiremos! —replicó Quinsonnas—. ¿Piensas que voy a invitar a mis amigos a cenar sin una mesa que ofrecerles?

—No veo ninguna —respondió Michel, echando una inútil ojeada a su alrededor…

La habitación no contenía ni mesa, ni cama, ni armario, ni cómoda, ni silla; ni un solo mueble, sólo un piano de considerables dimensiones.

—¿No la ves? —respondió Quinsonnas—. Pues bien, ¿para qué sirve la industria, nuestra buena madre, para qué sirve la mecánica, esa excelente muchacha? ¿Te olvidas de ellas? Mira la mesa por la que preguntas.

Mientras decía esto, se acercó al piano, apretó un botón y surgió —es la palabra— una mesa provista de bancos a la que se podían sentar tres comensales muy cómodamente.

—Qué ingenioso —dijo Michel.

—Ha sido preciso —respondió el pianista—, lo angosto de los apartamentos ya no permite tener muebles específicos. ¡Mira este complejo instrumento, producto de las casas Erard y Jeanselme fusionadas! Sirve para todo y apenas abulta, y te ruego que creas que la calidad del piano no se resiente en absoluto.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Quinsonnas abrió y anunció a su amigo Jacques Aubanet, empleado en la Compañía General de Minas Marítimas. Michel y Jacques fueron presentados el uno al otro sin ninguna clase de ceremonia.

Jacques Aubanet era un guapo mozo de veinticinco años, muy amigo de Quinsonnas y tan poco inconformista como él.

Michel no sabía en qué debían de trabajar los empleados de la Compañía de las Minas Marítimas; pero Jacques traía un apetito formidable.

Felizmente la comida estaba preparada; los tres jóvenes la devoraron y después de esta primera lucha con los comestibles, algunas palabras se filtraron a través de los mordiscos, ya menos ávidos.

—Querido Jacques —dijo Quinsonnas—, al presentarte a Michel Dufrénoy he querido que conocieras a un joven amigo que es de los nuestros, uno de esos pobres diablos a quienes la sociedad niega el uso de sus aptitudes, una de esas bocas inútiles a las que amordazan para no alimentarlas.

—¡Entiendo! El señor Dufrénoy es un soñador —respondió Jacques.

—¡Un poeta, amigo mío! Y te pregunto qué ha venido a hacer a este mundo, donde el primer deber del hombre es el de ganar dinero.

—Evidentemente —dijo Jacques—, se ha equivocado de planeta.

—Amigos míos —dijo Michel—, no son ustedes muy alentadores; pero comprendo sus exageraciones.

—Este querido muchacho —replicó Quinsonnas— espera, trabaja, se entusiasma por los buenos libros, ¡y cuando ya nadie lee a Hugo, Lamartine, Musset, espera que le lean a él! Pero ¡desgraciado! ¿Has inventado acaso alguna poesía utilitaria, alguna literatura que sustituya el vapor de agua o el freno instantáneo? ¿No? ¡Pues tasca el tuyo, querido mío! Si no cuentas nada asombroso, ¿quién te va a escuchar? ¡El arte ya sólo es posible si se convierte en proeza! ¡Ahora Hugo recitaría sus Orientales montado en un caballo de circo y Lamartine sus Armonías subido a un trapecio con la cabeza hacia abajo!

—¡Qué cosas! —exclamó Michel dando un respingo.

—Tranquilo, muchacho —respondió el pianista—, pregunta a Jacques si tengo razón.

—Cien veces —dijo Jacques—; este mundo ya no es más que un mercado, una inmensa feria, y hay que entretenerlo con numeritos de titiritero.

—¡Pobre Michel! —suspiró Quinsonnas—, ¡su premio de versos latinos le volverá tarumba!

—¿Qué quieres demostrar? —preguntó el joven.

—¡Nada, hijo mío! ¡Después de todo, sigues tu destino! ¡Eres un gran poeta! He visto tus obras; me permitirás tan sólo que te diga que no sintonizan con el gusto del siglo.

—¿Por qué no?

—¡Pues claro que no! ¡Tus temas son poéticos y esto ahora es un defecto en poesía! ¡Cantas las praderas, los valles, las nubes, las estrellas, el amor, todo cosas gastadas y de las que ya nadie quiere saber nada!

—¿De qué hablar si no? —preguntó Michel.

—¡Tienes que celebrar en tus versos las maravillas de la industria!

—¡Eso jamás! —profirió Michel.

—Pues se trata de eso —replicó Jacques.

—Veamos —repuso Quinsonnas—, ¿conoces la oda laureada hace un mes por los cuarenta de Broglie que atestan la Academia?

—No.

—Pues bien. ¡Escucha y aprende! Éstas son las dos últimas estrofas:

¡El carbón lleva entonces su llama incendiaria

a la ardiente caldera de la gran maquinaria!

¡El monstruo así cargado no teme los escollos!

La pavorosa máquina sacude su corteza

y, lanzando vapor, logra una fortaleza

de ochenta caballos.

Pero con su palanca obliga el fogonero

del espeso cilindro abrirse al manillero,

rápido y gemebundo, ¡corre el doble pistón!

¡La rueda ha patinado! ¡Qué veloz es ahora!

¡Se oye el silbato!… ¡Saludo a la locomotora

del sistema Crampton!

—¡Qué horror! —exclamó Michel.

—Bien rimado —apostilló Jacques.

—Así es, hijo mío —replicó implacablemente Quinsonnas—. Quiera el cielo que no te veas obligado a mantenerte con tu talento y aprende de nosotros, que nos rendimos a la evidencia a la espera de días mejores.

—¿El señor Jacques también se ve obligado a ejercer algún oficio repugnante? —preguntó Michel.

—Jacques es expedicionario[1] en una compañía industrial —respondió Quinsonnas—, ¡lo que no quiere decir, para su desgracia, que forme parte de ninguna expedición!

—¿Qué quiere decir entonces? —preguntó Michel.

—Quiere decir —respondió Jacques— que me hubiera gustado ser soldado.

—¡Soldado! —profirió asombrado el joven.

—¡Sí! ¡Soldado! Oficio encantador, en el que hace apenas cincuenta años se ganaba uno honorablemente la existencia.

—A no ser que perdiera aún más honorablemente —replicó Quinsonnas—. En fin, es una carrera acabada porque ya no hay ejército, salvo que se haga gendarme. En otra época Jacques habría entrado en alguna academia militar o se habría enrolado, y, unas veces vencedor y otras vencido, habría llegado a general como Turenne o a emperador como Bonaparte. Pero, mi querido y valiente oficial, ahora hay que renunciar a ello.

—¡Bah! ¡Quién sabe! —respondió Jacques—. Francia, Inglaterra, Rusia, Italia, han despedido a sus soldados, es verdad; durante el siglo pasado se perfeccionaron hasta tal punto las máquinas de guerra, y aquello llegó a ser tan ridículo, que Francia no pudo dejar de reír…

—Y después de reír —dijo Quinsonnas—, fue desarmada.

—¡Sí! ¡Bromista de mal gusto! ¡Admito que, excepto la vieja Austria, las naciones europeas han suprimido el Estado militar! Pero ¿se ha conseguido suprimir con ello el espíritu bélico inherente al hombre, y el espíritu de conquista, inherente a los gobiernos?

—Sin duda —respondió el músico.

—¿Y por qué?

—¡Porque la mejor razón que tenían aquellos instintos para subsistir era la posibilidad de satisfacerlos! ¡Porque nada empuja a la guerra mejor que la paz armada, según el viejo proverbio! ¡Porque si suprimes a los pintores, ya no hay pintura, si es a los escultores, no hay escultura, si es a los músicos, no hay música, y si suprimes a los guerreros, deja de haber guerras! Los soldados son unos artistas.

—¡Estoy de acuerdo! —exclamó Michel—, y antes que ejercer mi espantoso oficio estaría dispuesto a enrolarme.

—¡Vaya, te metes en la conversación, mocoso! —respondió Quinsonnas—, ¿te gustaría combatir?

—Según Stendhal —respondió Michel—, uno de los grandes pensadores del siglo pasado, el combate eleva el alma.

—¡Claro! —dijo el pianista, y luego añadió—: ¿Qué inteligencia hay que tener para dar una estocada?

—Hay que tener mucha para hacerlo bien —respondió Jacques.

—¡Y aún más para recibirla! —replicó Quinsonnas—. No sé, amigos míos, es posible que tengáis razón desde cierto punto de vista, y os animaría a que os hicieseis soldados si todavía hubiera ejército; con un poco de filosofía ¡es un hermoso oficio! Pero, en fin, puesto que el Campo de Marte ha sido convertido en un colegio, hay que renunciar a luchar.

—Se volverá —dijo Jacques—; un buen día surgirá una complicación inesperada…

—No lo creo, amigo mío, las ideas bélicas están desapareciendo, incluso las ideas honorables. En Francia, antaño se tenía miedo al ridículo ¡y ya sabes en qué ha quedado el sentido del honor! Nadie se bate en duelo, ha pasado de moda; hay que transigir o pleitear; y si ya nadie se bate por honor ¿se va a batir alguien por política? Si los individuos ya no echan mano a la espada, ¿por qué iban los gobiernos a desenvainarla? Las batallas nunca fueron tan numerosas como en la época de los duelos, y si ya no hay duelistas, tampoco hay soldados.

—¡Renacerán! —respondió Jacques.

—¿Para qué, si los vínculos comerciales estrechan a los pueblos entre sí? Los ingleses, los rusos, los americanos invierten sus billetes de banco, sus rublos, sus dólares en nuestras empresas comerciales. ¡El dinero es enemigo del plomo y la bala de algodón ha sustituido a la bala cónica! ¡Pero piensa un poco, Jacques! ¿No ves que los ingleses, haciendo uso de un derecho que nos niegan, se están convirtiendo poco a poco en los grandes propietarios inmobiliarios de Francia? ¡Poseen tierras inmensas, casi provincias enteras, no porque las hayan conquistado sino porque las han comprado, lo que resulta mucho más seguro! No se ha prestado atención, se ha permitido que esto ocurra, ¡hasta el punto que esa gente llegará a poseer todo nuestro suelo y tomará su revancha sobre Guillermo el Conquistador!

—Querido amigo —respondió Jacques—, escucha esto, y usted, jovencito, escuche también porque es la profesión de fe de nuestro siglo: en la época de Montaigne, quizá de Rabelais, se decía: ¿qué sé?; en el siglo diecinueve: ¿qué me importa?; ahora se dice: ¿qué gano? Pues bien, el día en que una guerra dé beneficios, como un negocio industrial, se hará la guerra.

—¡Bueno! La guerra nunca ha hecho ganar nada, en Francia sobre todo.

—Porque se luchaba por el honor y no por el dinero —respondió Jacques.

—¿Entonces crees en un ejército de negociantes intrépidos?

—Sin duda. Mira los americanos y su terrible guerra de 1863.

—¡Pues bien, querido amigo, un ejército que vaya al combate movido por el dinero ya no estará integrado por soldados sino por horribles ladrones!

—No obstante, se harán prodigios de valor —replicó Jacques.

—Se robarán objetos de valor —respondió Quinsonnas.

Y los tres jóvenes se echaron a reír.

—Para concluir —dijo el pianista—, aquí tenemos a Michel, un poeta, a Jacques, un soldado, y a Quinsonnas, un músico, ¡y esto cuando no hay ni música, ni poesía ni ejército! Somos, sencillamente, unos estúpidos. Pero ya terminó la cena; ha sido muy sustanciosa, al menos por la conversación. Pasemos a otros ejercicios.

Una vez vacía, la mesa volvió a su ranura, y el piano recuperó el lugar de honor.

♦♦♦♦♦♦

Capítulo VIII
Que trata de la música antigua y moderna y de la aplicación práctica de algunos instrumentos

—Al fin —exclamó Michel—, vamos a hacer un poco de música.

—Sobre todo nada de música moderna —dijo Jacques—, es demasiado difícil…

—De entender, sí —respondió Quinsonnas—; porque de hacer, no.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Michel.

—Me explico —dijo Quinsonnas—, y voy a apoyar mis palabras con un ejemplo asombroso. Michel, tómate la molestia de abrir el piano.

El joven obedeció.

—Bien. Ahora, siéntate sobre el teclado.

—¿Cómo? ¿Quieres que…?

—Siéntate, te digo.

Michel se dejó caer sobre las teclas del instrumento y éste produjo una armonía desgarradora.

—¿Sabes qué estás haciendo? —le preguntó el pianista.

—¡No tengo la menor duda!

—Inocente, estás haciendo armonía moderna.

—¿De verdad? —dijo Jacques.

—¡Esto es lisa y llanamente un acorde de nuestros días!, y, cosa espantosa, ¡los sabios actuales se encargan de explicarlo científicamente! Antaño, sólo ciertas notas podían aliarse entre sí; pero más tarde las reconciliaron y ya no se dan de patadas; ¡están demasiado bien educadas como para hacerlo!

—Pero no por eso es menos desagradable —respondió Jacques.

—Qué quieres, amigo mío, hemos llegado a esto por la fuerza de las cosas; durante el siglo pasado cierto Richard Wagner, una especie de mesías al que no se ha crucificado lo suficiente, fundó la música del futuro, y ahora la estamos padeciendo; en su época ya se había suprimido la melodía, por eso Wagner consideró oportuno expulsar también a la armonía y ahora la casa está vacía.

—Pero —dijo Michel—, es como si se hiciera pintura sin dibujo ni color.

—Exactamente —respondió Quinsonnas—. Hablas de pintura, pero la pintura no es un arte francés; nos viene de Italia y de Alemania y me importaría menos verla profanada. Mientras que la música, la hija de nuestras entrañas…

—¡Yo creía que la música era originaria de Italia! —dijo Jacques.

—¡Error, querido mío! Hasta mediados del siglo dieciséis, la música francesa ha dominado Europa; el hugonote Goudimel fue el maestro de Palestrina, y tanto las melodías más viejas como las más ingenuas son galas.

—¡Y hemos llegado a este punto! —dijo Michel.

—Sí, hijo mío; so pretexto de fórmulas nuevas, una partitura ya sólo se compone de una frase única, larga, huidiza, infinita. La ópera empieza a las ocho de la noche y acaba diez minutos antes de medianoche; ¡cinco minutos más y le costaría a la dirección una multa y doble gasto de guardia!

—¿Y nadie protesta?

—Hijo mío, la gente ya no aprecia la música, ¡se la traga! Algunos artistas han luchado; tu padre fue uno de ellos; pero después de su muerte no se ha escrito una sola nota digna de ese nombre. O padecemos la nauseabunda «melodía de la selva virgen», fofa, pesada, imprecisa, o se producen esos armoniosos estruendos de los que has dado un conmovedor ejemplo al sentarte encima del piano.

—¡Qué triste! —profirió Michel.

—¡Es horrible! —apostilló Jacques.

—También os habréis dado cuenta de lo grandes que son nuestras orejas.

—No —respondió Jacques.

—¡Claro que sí! Compáralas con las orejas de antes y con las orejas de la Edad Media, analiza los cuadros y las estatuas, ¡mide y te quedarás aterrado! Las orejas aumentan conforme la talla humana decrece: ¡será bonito verlo algún día! Los naturalistas han ido a buscar muy lejos las causas de esta decadencia, pero es la música la que nos ha proporcionado estos apéndices; vivimos en un siglo de tímpanos endurecidos y de oídos desafinados. Comprenderéis que no se introduce impunemente durante un siglo música de Verdi o de Wagner en las orejas sin que dicho órgano auditivo no se resienta.

—Este demonio de Quinsonnas es aterrador —dijo Jacques.

—Sin embargo —repuso Michel—, en la Ópera se siguen representando las obras maestras antiguas.

—Ya lo sé —replicó Quinsonnas—; incluso a veces representan Orfeo en los Infiernos de Offenbach con los recitativos introducidos por Gounod en esa obra maestra, ¡y hasta es posible que produzca algún dinero debido al ballet! Lo que ese público ilustrado necesita, amigos míos, es danza. ¡Cuando uno piensa que se ha construido un monumento de veinte millones de francos sobre todo para que se puedan desplazar unas criaturas saltarinas, dan ganas de haber nacido una de ellas! Se ha reducido Los hugonotes a un solo acto, y ese escaso levantarse el telón acompaña a los ballets de moda; los maillots se han hecho tan perfectamente diáfanos que rivalizan con la naturaleza y esto regocija a nuestros financieros; la Ópera, además, se ha convertido en una sucursal de la Bolsa; se grita tanto como en esta última; ¡se habla de negocios en voz alta y nadie hace caso de la música! Dicho sea entre nosotros, hay que admitir que la interpretación deja mucho que desear.

—Mucho que desear —respondió Jacques—; los cantantes relinchan, graznan, aúllan, rebuznan, y hacen de todo menos cantar. ¡Parece una granja!

—En cuanto a la orquesta —prosiguió Quinsonnas—, cayó totalmente en cuanto el instrumento dejó de alimentar al instrumentista. ¡Éste sí que no es un oficio práctico! ¡Ay si se pudiera utilizar la fuerza perdida de los pedales de un piano para sacar agua en las minas de hulla! ¡Si el aire que se escapa de los figles sirviera también para mover los molinos de la Sociedad de las Catacumbas! ¡Si el movimiento alterno del trombón pudiera ser aplicado a una serrería mecánica! ¡Entonces los ejecutantes serían ricos y numerosos!

—Me tomas el pelo —exclamó Michel.

—¡Diantre! —respondió muy seriamente Quinsonnas—, no me extrañaría que algún poderoso inventor lo consiguiera; ¡el espíritu de invención está muy desarrollado en Francia! ¡Incluso es el único espíritu que nos queda! ¡Y os ruego que creáis que no por eso las conversaciones son más apasionantes! Pero ¿quién piensa en divertirse? ¡Aburrámonos los unos a los otros! Ésa es la norma.

—¿No hay ningún remedio? —preguntó Michel.

—Ninguno, mientras reinen las finanzas y la máquina. ¡Y a quien más culpo es a la máquina!

—¿Y eso por qué?

—Porque las finanzas tienen de bueno que al menos pueden servir para pagar obras maestras, ¡y hay que comer aunque se tenga talento! Los genoveses, los venecianos, los florentinos, en la época de Lorenzo el Magnífico, eran banqueros y negociantes, y fomentaban las artes. De haber sido mecánicos, ¡a buena hora iban a haber existido los Rafael, los Tiziano, los Veronese y los Leonardo! ¡Les habrían hecho la competencia con procedimientos mecánicos y hubieran muerto de hambre! ¡Ay, la máquina! ¡Es para salir corriendo ante los inventores y los inventos!

—Pero, Quinsonnas, al fin y al cabo tú eres músico, ¡tú trabajas! ¡Pasas las noches sentado frente a tu piano! ¡Niégate a interpretar la música moderna!

—¿Yo? ¡Qué dices! ¡La toco como cualquiera! ¡Mirad!, acabo de componer una pieza a la moda, y creo en su éxito si encuentro un editor.

—¿Y cómo la titulas?

La Thiloriana, gran fantasía sobre la licuefacción del ácido carbónico.

—¡Cómo es posible! —exclamó Michel.

—Escucha y juzga —respondió Quinsonnas.

Se sentó al piano, o más bien se lanzó sobre el piano. Bajo sus dedos, bajo sus manos, bajo sus codos, el desgraciado instrumento devolvió los sonidos más inverosímiles; las notas se atropellaban y crepitaban como la escarcha. ¡Ninguna melodía! ¡Ningún ritmo! El artista pretendía pintar el último experimento que costó la vida a Thilorier.

—¿Qué os parece? —exclamó—. ¿Os dais cuenta? ¿Lo comprendéis? ¡Estáis asistiendo al experimento de un gran químico! ¿Os sentís dentro del laboratorio? ¿Sentís cómo se desprende el ácido carbónico? ¡Tenemos una presión de cuatrocientas noventa y cinco atmósferas! ¡El cilindro se agita! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡El aparato va a explotar! ¡Sálvese quien pueda!

Y con un puñetazo capaz de triturar el marfil, Quinsonnas reprodujo la explosión.

—¡Uf! —dijo—. ¿A que es imitativo? ¿A que es hermoso?

Michel permaneció estupefacto. Jacques no podía contener la risa.

—Y cuentas con esta pieza —dijo Michel.

—¡Que si cuento! —respondió Quinsonnas—. ¡Es de mi época! Todo el mundo es químico. Me comprenderán. Sólo que no basta con la idea, hay que interpretarla.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jacques.

—Pues eso, que con su interpretación pretendo asombrar a nuestro siglo.

—Me parece —repuso Michel— que tocas maravillosamente esta pieza.

—¡Venga, venga! —dijo el artista alzando los hombros—. ¡No conozco ni la primera nota y sin embargo llevo ya tres años estudiándola!

—¿Qué más quieres hacer?

—Éste es mi secreto, hijos míos; no me lo preguntéis; pensaríais que estoy loco y eso me desalentaría. Pero os puedo asegurar que el talento de los Liszt y de los Thalberg, de los Prudent y los Schulhoff será notablemente superado.

—¿Quieres hacer tres notas más que ellos al segundo? —preguntó Jacques.

—¡No! ¡Pero pretendo tocar el piano de una manera nueva que dejará maravillado al público! ¿Cómo? No os lo puedo decir. Una alusión, una indiscreción y me robarían la idea. El vil rebaño de imitadores se lanzaría tras mis huellas, y quiero ser el único. ¡Pero esto exige un trabajo sobrehumano! Cuando esté seguro de mí, habré hecho mi fortuna y diré adiós al oficio de tenedor de libros.

—Estás loco —observó Jacques.

—¡En absoluto! Sólo soy un insensato, ¡justo lo necesario para triunfar! Experimentemos emociones más dulces e intentemos revivir un poco aquel pasado encantador para el que habíamos nacido. Amigos míos, ¡he aquí la verdadera música!

Quinsonnas era un gran artista; tocaba con un sentimiento profundo, conocía todo lo que los siglos anteriores habían legado a este siglo que no aceptaba la herencia. Recorrió el arte desde su nacimiento, pasando rápidamente de un maestro a otro, y completaba con una voz bastante ruda pero simpática lo que faltaba a su interpretación. Desplegó ante sus maravillados amigos la historia de la música, desde Rameau a Lully, Mozart, Beethoven, Weber, los fundadores del arte, llorando con todas las dulces inspiraciones de Grétry y triunfando en las soberbias páginas de Rossini y de Meyerbeer.

—Escuchad —decía—, éstos son los cantos olvidados de Guillermo Tell, de Roberto, de Los hugonotes. ¡Ésta es la época amable de Hérold y de Aubert, dos sabios que se preciaban de no saber nada! ¿Qué hace aquí la ciencia de la música? ¿Tiene acceso a la pintura? ¡No! Pintura y música es una misma cosa. ¡Así es como entendían este gran arte durante la primera mitad del siglo diecinueve! No buscaban fórmulas nuevas; no hay nada nuevo que encontrar en música, como tampoco lo hay en el amor, ¡prerrogativa encantadora de las artes sensuales la de ser eternamente jóvenes!

—¡Muy bien dicho! —exclamó Jacques.

—Entonces —repuso el pianista— algunos ambiciosos sintieron la necesidad de lanzarse por caminos desconocidos y, al seguirlos, precipitaron la música al abismo.

—Es decir —concluyó Michel—, que para ti no cuenta ningún músico después de Meyerbeer y de Rossini.

—¡Claro que sí! —respondió Quinsonnas modulando atrevidamente de re natural en mi bemol—; no te hablo de Berlioz, el jefe de la escuela de los impotentes, cuyas ideas musicales transcurrieron entre envidiosos folletines; pero he aquí algunos herederos de los grandes maestros; escucha a Félicien David, un especialista que los sabios de nuestros días confunden con el rey David, primer arpista de los hebreos. Disfruta con recogimiento de las inspiraciones sencillas y auténticas de Massé, el último músico con sentimiento y corazón, que con su Indiana ha producido la obra maestra de su época. He aquí a Gounod, el espléndido compositor de Fausto, que murió poco después de haberse hecho ordenar sacerdote en la iglesia wagneriana. He aquí el hombre del ruido armónico, el héroe del estruendo musical, que compuso melodía zafia como zafia era la literatura que se hacía entonces, Verdi, el autor del inagotable Trovatore, que contribuyó singularmente por su parte a pervertir el gusto del siglo.

Enfin Wagnerbe vint[2]

En aquel momento Quinsonnas dejó que sus dedos —que el ritmo ya no reprimían— erraran en las incomprensibles ensoñaciones de la música contemplativa, procediendo por intervalos abruptos y perdiéndose en medio de su frase infinita.

El artista había hecho valer con incomparable talento las sucesivas gradaciones del arte; doscientos años de música acababan de desfilar bajo sus dedos, y sus amigos le escuchaban, mudos, maravillados.

De pronto, en medio de una fuerte lucubración de la escuela wagneriana, cuando el pensamiento desviado se perdía sin retorno, cuando los sonidos daban paso poco a poco a los ruidos cuyo valor musical ya no es apreciable, una cosa sencilla, melódica, de un carácter suave, de un sentimiento perfecto, se puso a cantar bajo las manos del pianista. Era la calma sucediendo a la tempestad, la nota del corazón tras los rugidos y los vagidos.

—¡Ah! —profirió Jacques.

—Amigos míos —explicó Quinsonnas—, ha existido todavía un gran artista desconocido en quien estaba contenido todo el genio de la música. Esto es de 1947 y es el último suspiro del arte expirando.

—¿Qué es? —preguntó Michel.

—Es de tu padre, ¡el que fue mi maestro adorado!

—¡Mi padre! —exclamó el joven casi llorando.

—Sí. Escucha.

Y Quinsonnas, reproduciendo unas melodías que Beethoven o Weber habrían firmado, se elevó hasta lo sublime de la interpretación.

—¡Mi padre! —repetía Michel.

—¡Sí! —respondió al punto Quinsonnas cerrando su piano con rabia—. Después de él, ¡nada! ¿Quién le comprendería ahora? ¡Ya es suficiente, hijos míos, ya es suficiente esta vuelta al pasado! ¡Pensemos en el presente, y que el industrialismo recupere su imperio!

Diciendo esto, puso la mano en el instrumento y el teclado desapareció dejando ver una cama completamente pertrechada con sus diferentes adminículos.

—¡Esto es lo que nuestra época era digna de inventar! —dijo—: ¡Un piano-cama-cómoda-aseo!

—Y mesilla de noche —añadió Jacques.

—Tú lo has dicho, querido. ¡Muy completo!

♦♦♦♦♦♦

Capítulo IX
Una visita al tío Huguenin

Después de aquella memorable velada, los tres jóvenes se hicieron muy amigos; componían un mundo aparte en la vasta capital de Francia.

Michel pasaba sus días en el Libro Mayor; parecía resignado, aunque para ser feliz le faltaba ver a su tío Huguenin; con él se habría encontrado como en una verdadera familia, teniéndolo como padre y a sus dos amigos como hermanos mayores. Escribía a menudo al viejo bibliotecario, quien le respondía como mejor podía.

Cuatro meses transcurrieron así; en la oficina parecían contentos con Michel; su primo le despreciaba algo menos; Quinsonnas le elogiaba. El joven había encontrado su camino. Había nacido para dictar.

El invierno transcurrió más o menos bien, los caloríferos y las chimeneas de gas se encargaban de combatirlo con éxito.

Llegó la primavera. Michel consiguió un día entero libre, un domingo; decidió dedicarlo a su tío Huguenin.

Por la mañana, a las ocho, Michel salió de la casa de banca, feliz de poder respirar un poco de oxígeno lejos del centro de los negocios. Hacía un tiempo precioso. Abril resurgía y preparaba sus flores nuevas con las que los floristas luchaban ventajosamente; Michel se sentía vivir.

Su tío residía lejos; había tenido que trasladar sus penates donde no fuera demasiado caro albergarlos.

El joven Dufrénoy se dirigió a la estación de la Madeleine, tomó un billete y se encaramó al imperial; se dio la señal de partida; el tren subió por el bulevar Malesherbes, dejó enseguida a su derecha la maciza iglesia de Saint-Augustin y, a su izquierda, el parque Monceaux, rodeado de construcciones magníficas; cruzó la primera y después la segunda red metropolitana y se detuvo cerca de las antiguas fortificaciones.

La primera parte del viaje estaba cumplida: Michel se apeó con presteza, siguió por la calle de Asnières hasta la calle de la Révolte, torció a la derecha, pasó bajo el ferrocarril de Versalles y llegó por fin al ángulo de la rue du Caillou.

Michel se encontró frente a una casa de modesta apariencia, alta y populosa; preguntó al portero por el señor Huguenin.

—En el noveno, la puerta de la derecha —respondió aquel personaje, importante empleado del gobierno, quien le nombraba directamente para aquel puesto de confianza.

Michel saludó, tomó asiento en el ascensorio y en pocos segundos llegó al rellano del noveno piso.

Llamó al timbre. El señor Huguenin le abrió personalmente.

—¡Tío! —exclamó Michel.

—¡Hijo mío! —respondió el viejo abriendo los brazos—. ¡Al fin tú por aquí!

—¡Sí, querido tío! ¡Mi primer día de libertad es para usted!

—Gracias, hijo mío —respondió el señor Huguenin haciendo entrar al joven en su apartamento—. ¡Cuánto me alegro de verte! Pero siéntate; ¡quítate el sombrero!, ¡ponte cómodo! ¿Te quedas, verdad?

—Todo el día, querido tío, si no le molesto.

—¡Cómo me vas a molestar, hijo mío, si te estaba esperando!

—¿Me estaba esperando? ¡Si no he tenido tiempo de avisarle! ¡Habría llegado antes que la carta!

—Te he esperado todos los domingos, Michel, tu cubierto estaba siempre preparado, como lo está ahora.

—¿Cómo es posible?

—Sabía que vendrías a ver a tu tío tarde o temprano. ¡La verdad es que ha sido más bien tarde!

—No estaba libre —se apresuró a responder Michel.

—Ya lo sé, querido hijo, y no te lo reprocho.

—¡Ah! ¡Qué feliz debe de ser usted aquí! —dijo Michel lanzando una mirada envidiosa a su alrededor.

—Estás examinando a mis viejos amigos, mis libros —respondió el tío Huguenin—; ¡está bien!, ¡está bien!, pero empecemos con el almuerzo; después hablaremos de todo eso, aunque me haya jurado no hablarte de literatura.

—¡Pero, tío! —profirió Michel con un tono suplicante.

—¡Veamos! ¡No se trata de eso! ¡Dime qué haces, cuál es tu situación en esa casa de banca! ¿Tus ideas siguen siendo…?

—Las mismas, querido tío.

—¡Diantre! ¡Pues entonces a comer! ¡Pero ahora caigo que todavía no te he dado un beso!

—¡Claro que sí, tío, claro que sí!

—¡Pues dame otro, sobrino! No puede hacerme daño, todavía no he comido; además, eso me abrirá el apetito.

Michel besó a su tío con mucho afecto y ambos se sentaron a la mesa para comer.

Sin embargo, el joven miraba sin cesar a su alrededor, pues había materia para despertar su curiosidad de poeta.

El pequeño salón, que con el dormitorio formaba todo el apartamento, estaba tapizado de libros; los muros desaparecían detrás de los estantes; las viejas encuadernaciones ofrecían a la mirada su bonito color oscurecido por el tiempo. Los libros, demasiado apretujados, invadían la habitación vecina, deslizándose por encima de las puertas y en los alféizares de las ventanas; había libros encima de los muebles, en la chimenea e incluso en el fondo de los armarios entreabiertos; esos preciosos volúmenes no se parecían en nada a aquellos libros de los ricos, alojados en unas bibliotecas tan opulentas como inútiles; parecían estar en su casa, ser los dueños de la morada y encontrarse muy a gusto, aunque apilados; por otra parte, ni una mota de polvo, ni una arruga, ni una mancha en las cubiertas; se veía que una mano amiga se ocupaba todos los días de su aseo.

Dos viejas butacas y una antigua mesa de la época del Imperio, con sus esfinges doradas y sus fasces romanas, componían el mobiliario del salón.

La casa daba a mediodía, aunque los elevados muros de un patio impedían que el sol penetrara en ella; sólo una vez al año, durante el solsticio, el 21 de junio, si hacía buen tiempo, el rayo más alto del radiante astro rozaba el tejado vecino, se deslizaba rápidamente por la ventana, se posaba como un pájaro en el ángulo de un estante o en el dorso de un libro, temblaba durante unos instantes y coloreaba con su proyección luminosa los pequeños átomos de polvo; luego, al cabo de un minuto, emprendía nuevamente el vuelo y desaparecía hasta el año siguiente.

El tío Huguenin conocía ese rayo, siempre el mismo; lo acechaba con el corazón palpitante, con la atención de un astrónomo; se bañaba en su bienhechora luz, a su paso ponía a punto su viejo reloj y agradecía al sol que no le hubiera olvidado.

Era su cañón del Palais Royal particular, pero sólo se disparaba una vez al año, y no siempre.

El tío Huguenin no olvidó invitar a Michel a aquella visita solemne del 21 de junio y Michel prometió no faltar a la fiesta.

El almuerzo era modesto pero lleno de buena voluntad.

—Hoy es mi día de gala —dijo el tío—; hoy recibo. A propósito, ¿sabes con quién vas a cenar esta noche?

—No, tío.

—Con tu profesor Richelot y su nieta, la señorita Lucy.

—A fe mía, tío, que veré a ese digno caballero con verdadero placer.

—¿Y a la señorita Lucy?

—No la conozco.

—Pues bien, sobrino, la vas a conocer, ¡y te advierto que es encantadora, y no lo sabe! Así que no vayas a decírselo —añadió el tío Huguenin riendo.

—Me guardaré mucho —respondió Michel.

—Después de la cena, si te parece bien, iremos los cuatro a dar un buen paseo.

—¡Eso es, tío! ¡Así nuestra jornada será completa!

—Pero, Michel, ¿no comes ni bebes más?

—Claro que sí, tío —respondió Michel, que reventaba—; a su salud.

—Brindo porque vuelvas, querido hijo; porque cuando te vas siempre me parece que es para emprender un largo viaje. ¡Anda, cuéntame algo! ¿Cómo te planteas la vida? Venga, es la hora de las confidencias.

—Con mucho gusto, tío.

Michel contó extensamente los pormenores de su existencia, sus problemas, su desesperación, la máquina de calcular, sin omitir la aventura de la caja perfeccionada, y, por último, los días felices pasados en lo alto del Libro Mayor.

—Es ahí donde he encontrado a mi mejor amigo —dijo.

—¡Así que tienes amigos! —respondió el tío Huguenin frunciendo las cejas.

—Tengo dos —replicó Michel.

—Son muchos si te engañan —respondió sentenciosamente el buen hombre—, y suficientes si te quieren.

—¡Ah, tío! —exclamó Michel con animación—, ¡son artistas!

—¡Claro! —respondió el tío Huguenin bajando la cabeza—, es una garantía, ya lo sé; la estadística de las cárceles y las prisiones arroja sacerdotes, abogados, hombres de negocios, agentes de cambio, banqueros, notarios y ni un solo artista, pero…

—¡Los conocerá, tío, y verá como son unas excelentes personas!

—Con mucho gusto —respondió el tío Huguenin—; ¡me gusta la juventud, siempre que sea joven! ¡Los viejos prematuros me han parecido siempre unos hipócritas!

—¡Puedo responderle de estos dos!

—Entonces, Michel, por la gente con la que alternas, veo que tus ideas no han cambiado.

—Al contrario —dijo el muchacho.

—Te empecinas en el pecado.

—Sí, tío.

—Entonces, desgraciado, ¡confiesa tus últimas faltas!

—¡Con sumo placer, tío!

Y el muchacho, con verdadera inspiración, recitó unos versos bellísimos, bien organizados, bien dichos, y llenos de verdadera poesía.

—¡Bravo! —exclamó el tío Huguenin, maravillado—. ¡Bravo, hijo mío! ¡Todavía se hacen cosas así! ¡Tu lenguaje es el de los hermosos días pasados! ¡Ah, hijo mío! ¡Cuánta alegría y cuánta pena me causas al mismo tiempo!

El viejo y el joven permanecieron silenciosos durante algunos instantes.

—¡Basta, basta! —dijo el tío Huguenin—. ¡Quitemos esta mesa que nos está molestando!

Michel ayudó a su tío y el comedor volvió a ser inmediatamente la biblioteca.

—¿Y ahora, tío? —preguntó Michel.

♦♦♦♦♦♦

[1] Mantengo esta palabra para mantener también el juego de palabras que hace Verne en francés. Expedicionario, aquí, significa escribiente, más exactamente «empleado encargado de hacer copias», de acuerdo con la definición dada en el Dictionnaire classique universel (Librairie classique d’Eugène Belin, París, 1876), acepción recogida también en la actualidad en la lengua francesa y que en español correspondería a «expedicionero»: «El que trata de la solicitud y despacho de las expediciones solicitadas en la curia romana» (Diccionario de la Real Academia Española). (N. de la T.)

 [2] Literalmente: «Por fin Wagnerbe vino». Como indica el editor de este libro en el apéndice, se trata de una referencia maliciosa al verso de Boileau Enfin Malherbe vint (fin y vint «suenan» igual en francés). (N. de la T.)

 

 

 


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