“Me atrevo a pensar que la destrucción de nuestro crédito nos será favorable. No veo ninguna otra cosa que pueda detener nuestra disposición al lujo, e impedir que se modifiquen las únicas actitudes capaces de preservar el gobierno republicano. Como es imposible impedir el crédito, el mejor modo de prevenir sus perniciosos efectos sería permitir al acreedor una recuperación instantánea. Esto implicaría convertir las compras a crédito en compras en efectivo. Los hombres verían pintada entonces una cárcel sobre todo cuanto deseen pero no puedan comprar en efectivo. La extravagancia que se ha apoderado de nuestros conciudadanos me parece un mal aún más dañino que la fuerza del conservadurismo durante la guerra. Y lo es tanto más cuanto que el ejemplo lo dan los mejores y más amables temperamentos entre nosotros. Si apareciese un misionero que hiciera de la frugalidad la base de su sistema religioso, y recorriese la tierra predicándolo como único camino para la salvación, me adheriría a su escuela, aunque no suelo sentirme inclinado a buscar la religión fuera de los dictados de mi propia razón y de los sentimientos de mi corazón.”
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LA TENDENCIA AL LUJO PODRÍA DESTRUIR LAS ACTITUDES CIUDADANAS QUE PRESERVAN EL GOBIERNO REPUBLICANO
La reputación americana en Europa no es de las que permitan sentir orgullo a sus ciudadanos. Dos cosas se nos achacan especialmente: el impago de nuestras deudas y la falta de energía de nuestro gobierno. Una y otra desaniman a quienes podrían establecer vínculos con nosotros.
Me atrevo a pensar que la destrucción de nuestro crédito nos será favorable. No veo ninguna otra cosa que pueda detener nuestra disposición al lujo, e impedir que se modifiquen las únicas actitudes capaces de preservar el gobierno republicano. Como es imposible impedir el crédito, el mejor modo de prevenir sus perniciosos efectos sería permitir al acreedor una recuperación instantánea. Esto implicaría convertir las compras a crédito en compras en efectivo. Los hombres verían pintada entonces una cárcel sobre todo cuanto deseen pero no puedan comprar en efectivo.
Interpretando una expresión de vuestra carta, temo que el pueblo de Kentucky piensa en separarse no sólo de Virginia (cosa que me parece correcta) sino de la confederación. Confieso que lo consideraría una gran calamidad, contra la que debería estar todo buen ciudadano. Nuestros actuales límites federales no son demasiado amplios para el buen gobierno, ni producirá ningún efecto pernicioso el aumento de votos en el Congreso. Por el contrario, ahogará las pequeñas divisiones que actualmente existen en él.
Nuestra confederación debe concebirse como el nido a partir del cual toda América -tanto la del Norte como la del Sur- habrá de poblarse. Debemos cuidarnos también de creer que esté en el interés de este gran continente presionar demasiado pronto a los españoles. Estos países no pueden estar en mejores manos. Mi miedo es que los españoles sean demasiado débiles para conservarlos mientras nuestra población progresa lo bastante como para ganárselos pieza a pieza.
Hemos de conseguir la navegación en el Mississippi. Eso es todo lo que, por ahora, estamos preparados para asimilar. He trabado amistad aquí con un caballero muy sensible y sincero, que estaba en América del Sur mientras se producía nuestra revolución. Dice que aquellos disturbios (de los cuales apenas supimos nada) costaron, en un lado y otro, cien mil vidas.
Carta al Sr. A. Stuart, quien, tras una distinguida carrera como soldado durante la revolución, se convirtió en legislador y jurista, encabezando durante años el ala conservadora de los demócratas jeffersonianos en Virginia. París, 25 de enero de 1786.
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LA EXTRAVAGANCIA ES UN MAL TAN DAÑINO QUE, SI APARECIERA UN MISIONERO PREDICANDO LA FRUGALIDAD, ME ADHERIRÍA A SU ESCUELA
Regresé hace tres o cuatro días de un viaje por Inglaterra de dos meses. Recorrí mucho el país, y confieso que ni las ciudades ni el campo estuvieron a la altura de mis expectativas. Comparándola con este país, encontré una proporción mucho mayor de tierras yermas, y en otras partes un suelo no tan bueno como el francés, ni mejor cultivado, aunque mejor abonado y por lo mismo más productivo. Esto se explica porque allí se practican arriendos largos, y aquí cortos. Los campesinos son más pobres aquí que en Inglaterra; pagan como la mitad de su producción en renta, mientras los ingleses pagan en general un tercio.
En aquél país la jardinería no tiene igual en toda la tierra. Quiero decir su jardinería de placer, que desbordó con mucho todo cuanto había previsto. Aunque más hermosa que París, la ciudad de Londres no es tan bella como Filadelfia. Su arquitectura es del peor estilo que jamás vi, sin querer exceptuar a América, donde es malo, ni incluso Virginia, donde es peor que en cualquier otra parte de nuestro país que yo conozca.
Las artes mecánicas han alcanzado en Londres una maravillosa perfección. Pero no necesito hablar de ellas, pues nuestros conciudadanos tiene ya para su desgracia demasiadas muestras a la vista. La extravagancia que se ha apoderado de ellos me parece un mal aún más dañino que la fuerza del conservadurismo durante la guerra. Y lo es tanto más cuanto que el ejemplo lo dan los mejores y más amables temperamentos entre nosotros.
Si apareciese un misionero que hiciera de la frugalidad la base de su sistema religioso, y recorriese la tierra predicándolo como único camino para la salvación, me adheriría a su escuela, aunque no suelo sentirme inclinado a buscar la religión fuera de los dictados de mi propia razón y de los sentimientos de mi corazón.
Estas cosas se han grabado más profundamente en mi mente por lo que he visto y oído en Inglaterra. Esa nación nos odia, sus ministros nos odian, y su rey nos odia más que todos los otros hombres. Tienen la impudicia de confesarlo, aunque reconocen la importancia de nuestro comercio para ellos. Pero piensan que no podemos evitar que nuestros conciudadanos se lo traigan a su regazo. Este convencimiento les lleva a no establecer convenios comerciales con nosotros. Dicen que se embolsarán nuestros recargos de transporte tanto como los suyos.
Nuestras propuestas de convenios comerciales han sido tratadas con una burla donde se transparenta su firme convencimiento de nunca nos uniremos para suprimir su comercio, o siquiera para estorbarlo. Creo que hostilidad hacia nosotros está hoy mucho más arraigada que durante la guerra. […]
Carta a John Page. París, 4 de mayo de 1786.
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THOMAS JEFFERSON, Autobiografía y otros escritos, Editorial Tecnos, 1987. Traducción de A. Escohotado y M. Sáenz de Heredia. Filosofía Digital 2008