ALBERT CAMUS Y LA FILOSOFÍA DEL LIMITE parte I

ALBERT CAMUS Y LA FILOSOFÍA DEL LIMITE PARTE II

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ALBERT CAMUS Y LA FILOSOFÍA DEL LIMITE

(LECTURA CASI NIETZSCHEANA DE EL HOMBRE REBELDE)
Revista Éndoxa, nº 117
Enrique CEJUDO BORREGA
Profesor del ÍES n.» 1 de Cheste (Valencia)
 
 
«Durante unas horas podemos ser infelices a la manera de los hombres libres».
Primo Levi: Si esto es un hombre
 

Resumen: El presente artículo tiene como objetivo la aproximación a un autor, y en concreto a uno de sus textos, que no suele aparecer en los manuales de filosofía, ni siquiera en los libros monográficos que hablan del existencialismo. Hablamos de Albert Camus (1913-1960) y de su obra El hombre rebelde (1951)

Introducción

Se ha mirado durante demasiado tiempo con recelo a otros ámbitos próximos a la filosofía: el arte, la ciencia, la religión… En nombre de no se sabe muy bien qué purezas o especificidades se ha ignorado todo lo que la filosofía puede y debe aprender de ellas. Desde posiciones ciertamente arrogantes, la filosofía se ha otorgado el derecho a reflexionar sobre todo. Se ha autodenominado disciplina o ciencia de segundo grado, reflexión crítica acerca de cualquier ámbito de cualquier realidad, etc. Demasiadas pretensiones tal vez, que debieran ser ‘contaminadas por saberes más mestizos e intercomunicados.

Albert Camus es sobre todo conocido por su teatro y sus novelas: El extranjero. La peste, Calígula, La caída. Los justos, etc. Pero, además, contamos con otros textos menos narrativos, especialmente el p referido El hombre rebelde y El mito de Sísifo, además de una especie de autobiografía novelada sin terminar (se encontró entre sus papeles en el lugar del accidente en que perdió la vida), El primer hombre, y muchos otros más: El revés y el derecho. El verano. El exilio y el reino, etc. Quien lea cualquiera de ellos se dará cuenta de que está ante literatura filosófica.

Se le suele encuadrar dentro de las corrientes literarias y filosóficas llamadas existencialistas o vitalistas. Tal vez el mayor campo de significado que abarca esta última hiciera a Camus sentirse más a gusto bajo esa denominación; desde luego no lo estaba con el calificativo de existencialista, aunque pudiera admitirse con amplio criterio. Sería vitalista toda obra que refleje problemas vivenciales que comprometan al ser humano. Estas obras no cuentan exactamente una historia particular, sino que contienen un problema humano, y no sólo el problema de un humano.

A Camus se le asocia a menudo —y con bastante imprecisión— con Jean-Paul Sartre, y no tan a menudo con Friedrich Nietzsche. Sin embargo, es sobre todo el autor alemán el que le cimienta y nutre. Los dos, Camus y Nietzsche, han sido malentendidos hasta la náusea, y la sombra de la palabra nihilismo ha caído sobre ellos, convirtiéndolos en filósofos del no, en pura negatividad, en destructores tan sólo, por lo que han terminado por disolverse en una serie de fragmentos mal leídos y peor entendidos. Más en el caso de Nietzsche, sin duda; sobre Camus más bien ha caído la semántica opaca pero biensonante del existencialismo, empapándolo de uniformidad sartreana. Lectores de tapas y tópicos han creado pensadores inexistentes.

El propio Camus pedía para Nietzsche, así como para Marx, un reconocimiento histórico (¿una relectura?) que los crímenes cometidos bajo el paraguas de su supuesto pensamiento habían prohibido. A comienzos del siglo XXI todo parece más fácil, pero hacerlo en 1951, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, con las heridas aún abiertas y el recuerdo doloroso del régimen nazi y su lenguaje usurpador (resonaban todavía expresiones como superhombre, bestia rubia, moral de señores, etc.), no es poco atrevimiento. Claro que Camus, como Nietzsche, no está servilmente comprometido con partido político alguno. Su compromiso sólo es con la vida, con la libertad, con el pathos inevitable, gozoso y doloroso, en que consiste la existencia.

Nietzsche parece dictar a veces párrafos enteros de El hombre rebelde. Incluso le es dedicado un magnífico capítulo de apenas 16 páginas, «Nietzsche y el nihilismo», esencial para comprender la vinculación con el pensador alemán y para conocer el significado genuino de la filosofía de éste (por cierto, dicho capítulo es absolutamente ninguneado por la hermenéutica nietzscheana). Otras expresiones enormemente familiares resuenan en las páginas de este libro, y también en otras obras, notablemente El mito de Sísifo, pero hay que incluir además su narrativa. No faltan, sin embargo, desarrollos personales, como el del nihilismo histórico o en la creación artística, aunque desde luego son también de eco nietzscheano. La honradez de Camus, por su lado es palpable: lo cita más que a ningún otro y en él encuentra el sustrato; la deuda es clara y reconocible. No deja de ser llamativo, en este sentido, que entre la nómina de filósofos que van apareciendo en El hombre rebelde apenas se cita a ningún otro: a Hegel a veces, y ocasionalmente —y como objeto de crítica casi siempre— a Marx. Ni Heidegger, ni Sartre, ni Marcel, ni Jaspers, ni ningún otro de esos que habitualmente se incluyen bajo la etiqueta de existencialistas.

Es, pues, el nihilismo —a lo que Camus llama a menudo «absurdo»— el concepto de intersección con Nietzsche. Pero este término genera abundantes confusiones. Al igual que a Nietzsche, se califica a autores como Camus de nihilistas con un atrevimiento que sólo puede atribuirse a la ignorancia. Y no lo son, pues la concepción del nihilismo en términos de pura negación, esto es, la negación de todo valor, «es ya, en sí misma, un juicio de valor». El hombre creador asume la vida como pasión, se atreve a enfrentarse a la muerte de Dios o al caos de los valores y reclamar algún orden, sentido. Desde luego, para construir hace falta destruir los viejos santuarios, dice Nietzsche una y otra vez, pero la tarea del filósofo no es sólo dinamitar; fundamentalmente, «el filósofo tiene que solucionar t\ problema del valor, tiene que determinar la jerarquía de los valores».

Camus y los personajes de sus obras dudan, indagan; su circunstancia reclama respuestas, sentido. El no-sentido de las historias y vidas de Meursault, de Calígula, del doctor Rieux, de Kaliayev, reclaman el sentido: buscan con patetismo a veces, otras con desesperación, el orden. Camus no se conforma: no es un nihilista; pide más, pues si la vida es absurda, si todo vale lo mismo (si es relativo), entonces «se puede atizar los hornos crematorios del mismo modo que cabe dedicarse a cuidar leprosos», da igual la solidaridad que el genocidio, Hitler que Teresa de Calcuta, Nerón que Séneca; el verdugo y la víctima son lo mismo desde la moral: algo sin importancia, pues ésta, la moral, carecería de todo fundamento no situacional.

II – El poder y las formas de violencia

 

Hay en toda la obra de Camus una afirmación incuestionable de lo que Nietzsche llamó la inocencia del devenir. Esto es, un anclaje trágico, inevitable, en el más acá. No hay nostalgia de Dios, sino consciencia (dolorosa) de que este mundo es el único existente. Dicho con otras palabras, mirar cara a cara al nihilismo podría conducirnos al narcótico religioso (Nietzsche una vez más) y a su derivación política de búsqueda de lo absoluto en las formas del totalitarismo en nombre, por ejemplo, de Marx. Pero también puede invitarnos a la creación moral. Si el nihilismo deriva en destrucción sin creación, la consecuencia es el estado policial, Hitler, Mussolini, Stalin, lo que llama en El hombre rebelde «teocracias totalitarias del siglo XX», esto es, «el terrorismo de Estado».

 Éste es probablemente uno de los núcleos centrales de El hombre rebelde: la denuncia de todo régimen totalitario desde una argumentación basada en la búsqueda de la justicia, lo cual no debió ser en absoluto fácil en el año de su publicación, 1951, cuando lo más popular y sencillo era denunciar los horrores del nazismo y aferrarse al socialismo soviético como una religión salvadora. Como hubiera dicho Nietzsche, cristianos y marxistas participan de lo mismo: la creación ficticia de un mundo utópico alejado de éste (los cristianos, el más allá; los marxistas, el más adelanté). Pero cuando queremos que sea la realidad  la que coincida con los deseos, con la teoría, el resultado no puede ser otro que la Historia como expresión e imposición del más fuerte:

 «Los individuos en régimen totalitario no son libres, aunque el hombre colectivo sea liberado. Al final, cuando el Imperio libere a la especie entera, reinará la libertad sobre rebaños de esclavos (…). El milagro dialéctico, la transformación de la cantidad en la calidad se aclara aquí: se opta por llamar libertad a la esclavitud total. (…) Si la única esperanza del nihilismo reside en que millones de esclavos puedan constituir, un día, una humanidad libre para siempre, la historia no es más que un sueño desesperado».

Estamos ante el sueño de la razón, en los dos sentidos que puede darse a la expresión: en primer lugar, como pretensión ilusionante y utópica de liberación que, tras ponerse en marcha, es traicionada y negada (la razón es finalmente derrotada en nombre de la esclavitud que se autodenomina libertad), y, en segundo lugar, como entrega del logos al sueño, confiando —y renunciando por lo tanto— en que otras instancias (la revolución, la fuerza…) lleven a cabo el trabajo que finalmente terminará con el exterminio de todo atisbo de racionalidad.

Si se repasan los motivos de estas persecuciones en nombre de los elevados ideales que acaban por traicionarse, no sólo aparece de nuevo Nietzsche, sino también Kafka: es la historia del individuo en el que la culpa precede a la explicación, que a menudo ni existe. Se es consciente de la culpa; después, acaso veamos de qué, pero sin duda el castigo es merecido. Nietzsche da un tratamiento religioso al tema por la construcción de las nociones de creación y dependencia, que generan las de deuda, culpa, pecado y mala conciencia. Sin embargo, Camus alude más bien a una cuestión política, aunque desde luego con largas resonancias histórico-literarias:

«…un pueblo de culpables caminará sin tregua hacia una imposible inocencia, bajo la mirada amarga de los Grandes Inquisidores».

En su obra Calígula­, hace sostener al emperador romano algo muy similar:

«En función de nuestras necesidades, iremos ejecutando a esos personajes siguiendo un orden arbitrario. Llegado el caso podremos modificar ese orden, siempre de manera arbitraria. (…) Sí, el orden de las ejecuciones carece de la menor importancia. O, mejor dicho, esas ejecuciones tienen idéntica importancia, lo que implica que no la tienen en absoluto. Además, tan culpables son los unos como los otros».

Podemos imaginar al emperador, a cualquier tirano, buscando culpables para sus purgas. El orden policial exige culpables y víctimas. En un lugar de hombres libres no hay lugar para persecuciones de esta clase. Pero el estado del terror, o el terrorismo de estado, exige víctimas políticas, culpables de traición a la patria, contrarrevolucionarios, enemigos del pueblo y demás palabrería hueca diseñada por cualquier ministerio de propaganda, como enseñan Nietzsche o, más tarde, George Orwell.

Gran parte de El hombre rebelde está dedicado al análisis, crítica y denuncia de todas estas cuestiones, poniendo incluso de relieve analogías de lo que parecían antagonismos. Por ejemplo, pasamos del «opio para el pueblo» con que los marxistas calificaban a la religión, a los enormes paralelismos entre ésta y una doctrina política que acaba por transformarse, para muchos de sus seguidores —fieles— en una suerte de secta con predicciones, mundo demonizado, líderes, doctrina y enemigos. Señala en este sentido Camus que el marxismo ha mezclado «el método crítico más válido con el mesianismo utópico más discutible. Lo malo es que el método crítico, que, por definición, se habría adaptado a la realidad, se halló cada vez más separado de los hechos en la medida en que quiso permanecer fiel a la profecía». Como es moneda común en las vivencias sectarias, ni el más pertinaz de los hechos altera las predicciones, que, de científicas («socialismo científico» se ha autodenominado a menudo), han pasado a ser simples profecías que, en una huida hacia adelante, ubican en un futuro improbable. Eso sí, de no darse lo anunciado, el propio sistema genera las pertinentes explicaciones ad hoc. no se dan las condiciones, las contradicciones históricas no son suficientes o no lo suficientemente agudizadas, etc. Incluso se llega a introducir la terminología religiosa de la que hablábamos:

«En la medida en que Marx predecía la realización inevitable de la ciudad sin clases, (…). todo retraso en la marcha liberadora debía imputarse a la mala voluntad del hombre. Marx reintrodujo en el mundo descristianizado la culpa y el castigo. El marxismo, bajo uno de sus aspectos, es una doctrina de la culpabilidad tocante al hombre, de inocencia tocante a la historia».

 «Bajo uno de sus aspectos», claro está. Casi es tan innecesario el matiz como reiterar la diferencia entre marxista y marxiano. Y es bien conocido que toda teoría de liberación, sea religiosa, sea filosófica, encuentra seguidores que la hacen derivar hacia formas de totalitarismo dogmático. No obstante, lo que en religión podría ser aceptable si asumimos una revelación por la divinidad correspondiente o una intuición de lo bueno por el líder «iluminado», no lo es en el caso de un método que se califica de «crítico» o «científico», y que no admitiría «luces privadas», pues como es bien conocido, aquello que no puede ser falsado, y que en todo hecho o señal encuentra elementos verificadores para sus creencias/hipótesis, será muchas cosas, pero nunca una teoría científico-crítica.

La lectura, por lo tanto, del marxismo en términos religiosos necesariamente lo va a situar en las proximidades de su temática y terminología, y hará brotar conceptos juedo-cristianos como el de culpa, que reaparece con una formulación similar en el marxismo. En ambos casos, al tiempo que se señalan las causas, se remite al castigo, a la pena. En El hombre rebelde, Camus dedica algunas páginas a analizar el fenómeno histórico y moral de los nihilistas rusos del siglo XIX y principios del XX, y que reflejó en otra obra de teatro: Los justos. En ambos textos habla de una especie de «asesinos delicados» o de terroristas con problemas de conciencia, que no son capaces de lanzar una bomba al paso del poderoso si éste va acompañado de niños o de su mujer. Además, estaban dispuestos a pagar con su propia vida, estaban dispuestos a matar y morir, pero ello en nombre de un valor superior, la justicia en este caso, valor que está igualmente por encima de la propia vida. Por ello, los actos de estos terroristas apuntan nuevamente al futuro, al tiempo de la promisión, que ellos se encargan —creen— de acercar a lo real, sin que importe si formarán parte de dicha realidad: son instrumentos de la historia, profetas y catalizadores del porvenir. Precisamente esto es lo que libra a los terroristas, a todo terrorista, del sentimiento de culpa, de la mala conciencia:

«El que mata o tortura sólo conoce una sombra en su victoria: no puede sentirse inocente. Necesita, pues, crear la culpabilidad en la víctima misma para que, en un mundo sin dirección, la culpabilidad general no legitime más que el ejercicio de la fuerza, no consagre más que el éxito».

Parece que el estudio que hace Camus del terrorismo está escrito para el mundo de hoy, pero no para anticiparlo, sino para enfrentarnos a él aún con más criterios. Una de las características más perversas de nuestros terroristas domésticos es la transmutación del lenguaje que convierte a las víctimas en verdugos y a los verdugos en víctimas, a los enemigos de la democracia en los principales usuarios de esa palabra, a su grupo organizado de asesinos en un producto inevitable del contencioso. Pero, además, la principal diferencia es que éstos terroristas no son en absoluto «asesinos delicados», ni tampoco están dispuestos, como ellos a la autoinmolación en nombre de la justicia. No; actúan de lejos y a cubierto, aprovechan los beneficios de los estados que dicen combatir (financiación de partidos afines, derechos penitenciarios…) y carecen de cualquier prejuicio de orden moral. Su lógica es la de la guerra, no la de la justicia. Sólo les asemeja a los terroristas rusos de los que habla Camus su desplazamiento de la culpa. Si ésta es expulsada hacia la víctima, que es de este modo susceptible de ser sometida a pena (esto es, «arrestado», «ejecutado», etc.), el remordimiento no tiene lugar.

En efecto, los nihilistas/terroristas rusos acallan las preguntas sobre su legitimidad con la disposición a perder su propia vida, con la que hacen frente a la eventual autoculpabilización. Por ello, eran seres «solitarios con su desesperación, frente a sus contradicciones que no podían solucionar más que con el doble sacrificio de su inocencia y de su vida». Por el contrario, los que vengan después, esa otra clase de terroristas contemporáneos, si bien aceptan algún riesgo, es sólo el mínimo preciso: el presente les importa más, el valor prometido no se aplaza ni debe ir más allá de la vida del que tire la bomba. En este sentido no puede hablarse con propiedad de nihilismo, pues el propio Camus reconocía que «no hay pensamiento absolutamente nihilista, sino, quizás, en el suicidio». Y, desde luego, no puede interpretarse como suicidio más o menos consentido la disposición al castigo con que los terroristas rusos emprendían sus crímenes. No pueden identificarse como esa otra variante actual: el «terrorista suicida». Una cosa es estar dispuesto a asumir el riesgo y otra ofrecer la vida propia por la causa.

Si nos detenemos unas líneas en esta cuestión, veremos que se viene abajo otro de los falsos tópicos pensamiento camusiano que convertiría al francés en un apologeta del suicidio. Recordemos unas palabras suyas muy conocidas:

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación».

Pero señalar al suicidio como el problema más importante de la filosofía no indica que la muerte sea el objeto central de su pensamiento. El suicidio nos hace preguntarnos si vale o no la pena vivir (en la misma expresión encontrarnos una concepción de la vida como castigo o penitencia); es decir, el suicidio nos remite a cuestionarnos el valor de la vida: éste el corazón de la filosofía. La consciencia de la muerte nos lleva a la pregunta por la vida y la renuncia voluntaria a ésta, la abdicación de la existencia, anula todo mal-estar, pero también toda lucha, toda rebeldía. En ese sentido, si recuperamos el comienzo de El hombre rebelde, nos encontramos con la siguiente argumentación

 «La conclusión final del razonamiento del absurdo es, en efecto, el rechazo del suicidio y el mantenimiento de esa confrontación desesperada entre la interrogación humana y el silencio del mundo».

Es más, en la página siguiente define el nihilismo absoluto como «aquel que admite legitimar el suicidio». En este sentido, el suicidio representaría el final de la tensión entre el hombre que interroga y el silencio que (no) responde, las paradojas del absurdo, el vacío existencial. Pero su ejecución es contradictoria porque elimina la vida, que es precisamente la condición de la confrontación del hombre con el absurdo. Creo que éste es justamente el mensaje que Camus pretendía transmitir en El mito de Sísifo.

Terminaré esté punto con la constatación de que, frente a los tópicos del existencialismo (admitamos por un momento la inserción de Camus en este movimiento, aunque sólo sea en un sentido muy laxo), la totalidad de El hombre rebelde está consagrada a problemas de tipo social. El mismo título lo sugiere, y el comienzo de la obra lo explícita largamente: el hombre rebelde lo es frente a algo, frente a la esclavitud, la injusticia, frente a los amos y los negadores de cualquier especie de libertad:

«… el esclavo se subleva por todas las existencias a un tiempo cuando juzga que, bajo este orden, se le niega algo que no le pertenece únicamente a él, sino que es un ámbito común en el que todos los hombres, incluso el que lo insulta y lo oprime, tienen dispuesta una comunidad».

No todo, pues, es individualismo. Muy al contrario, justicia y libertad no son valores del hombre solitario, sino del ser social. Un poco más adelante lo reafirma:

«La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía, y éste, a su vez, sólo halla justificación en esta complicidad. Tendremos, pues, derecho a decir que toda rebeldía que se autoriza a negar o a destruir esta solidaridad pierde al mismo tiempo el nombre de rebeldía y coincide en realidad con un consentimiento criminal».

Llama la atención la claridad y rotundidad de estas palabras. Si ha podido parecer alguna vez, incluso en otras obras (pienso especialmente en Los justos), que en la filosofía de Camus hay algún tipo de justificación del terrorismo, califíquese a los terroristas con dicho nombre o con otros como «asesinos delicados», no hay como leer estas líneas para reflexionar sobre la errónea lectura. El rebelde se asemejaría más al desobediente civil que al terrorista (en el sentido actual de estas palabras). Al rebelde le importa el futuro, le importa la justicia, incluso vive en medio de grandes contradicciones morales, pero es un ser que quiere la justicia y la libertad con los demás y no sin ellos, mucho menos a pesar de ellos. El desobediente civil, al igual que el rebelde, no se esconde, es más, pide su castigo, pero no porque se reconozca culpable, sino como procedimiento de pública denuncia. Su culpabilidad es legal, no legítima, no moral.

Esto nos remite a un nuevo problema que apenas voy a esbozar: si el ser humano actúa en sociedad, si libertad y justicia son virtudes sociales, entonces, dice Camus, cabe «la sospecha de que hay una naturaleza humana». Éste es un punto que le separaría de Sartre, con su negación radical de dicha naturaleza humana. Sostenía este último lo siguiente:

«…no puedo contar con hombres que no conozco fundándome en la bondad humana, o en el interés del hombre por el bien de la sociedad, dado que el hombre es libre y que no hay ninguna naturaleza humana en que pueda yo fundarme».

No obstante, partamos de la naturaleza humana o de la convicción de que actuamos sin ella, lo común en estos pensadores es que la importancia de la filosofía no es especulativa sino práctica. Si utilizamos las palabras que Cesonia, la amante y confidente de Calígula, sostiene en discusión con él, podríamos conjeturar con ella que «existe lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo, ‘o justo y lo injusto». Esta cuestión es central en la historia de la ética, y nos conduciría desde la afirmación del Bien y las ideas morales en Platón hasta las formas de relativismo o emotivismo actuales, tan extendidas y populares por (falsamente) democráticas. Pero esta preexistencia de los valores morales no parece sostenerla de modo tan explícito Camus; desde luego, sería negada por Sartre y, por supuesto, por Nietzsche. Camus se acercaría más, como veremos después, a lo que hoy se llama «moral mínima» y que en El hombre rebelde su autor denomina «necesidad del límite».

 


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