LA BOLSA DEL ESTADO Y SUS FALANGES DE MERCENARIOS, por Thomas Jefferson

“Había salido de Francia durante su primer año de revolución, en pleno fervor de los derechos naturales y del celo reformador. Mi concienzuda devoción a dichos derechos no podía hacerse más grande, pero su ejercicio diario la había despertado y excitado. El presidente Washington me recibió cordialmente, y mis colegas y el círculo de ciudadanos principales con aparente benevolencia. Pero no puedo describir el asombro y mortificación de los que me llenaron las conversaciones de sus mesas. El tema principal era la política, y el sentimiento más favorecido, con toda evidencia, la preferencia del gobierno monárquico sobre el republicano. Yo no podía ser apóstata ni hipócrita, y a menudo me encontraba en la situación de único abogado del lado republicano de la cuestión. El sistema financiero de Hamilton había sido aprobado. Dos eran sus objetivos: primero, como rompecabezas, evitar toda posibilidad de comprensión e investigación popular; segundo, como máquina, un sistema para corromper el legislativo. Y con dolor y vergüenza hay que reconocer que su máquina no era ineficaz; que incluso en el mismo nacimiento de nuestro gobierno se encontraban miembros lo bastante sórdidos como para subordinar sus intereses y cuidarse más bien del bien particular que del público.” 

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En los primeros tiempos de ejercicio de mi cargo no tomé más nota que ésta de las transacciones en que intervine; mas no tardé en comprender la importancia de hacerlo, para ayudar a mi memoria. En consecuencia, hice a menudo memorandos en papeles sueltos, que sacaba del bolsillo para la ocasión y ponía a un lado para copiarlos en limpio cuando mis ocupaciones me lo permitieran, lo que rara vez ocurrió. Por consiguiente, hice encuadernar los papelajos arrugados, borrados y mal escritos como estaban, con los demás documentos; el encuadernador lo hizo en mi gabinete, ente mis propios ojos, y no tuvo oportunidad de leer un solo papel.

GRACIAS A LOS DEFENSORES DE LOS PRINCIPIOS REPUBLICANOS, ESTADOS UNIDOS NO ES HOY UNA MONARQUÍA OLIGÁRQUICA Y CENTRALISTA

Hoy, transcurridos veinticinco años o más desde aquellas fechas, he revisado todo con calma, olvidadas ya las pasiones del momento y ateniéndome sólo a las razones de las transacciones como determinantes del juicio. Algunas de las informaciones que registré han sido hasta ahora apartadas de las demás, porque he visto que eran incorrectas, o dudosas, o simplemente personales y privadas, que nada tienen que hacer aquí. Quizá habría pensado que tampoco merecía la pena conservar las otras si no hubieran contenido un testimonio contrario a la única historia de aquel período que pretende haberse compilado en base a documentos auténticos no publicados.

RESERVA FEDERAL DE EEUU

Pero una breve revisión de los hechos demostrará que las contiendas de aquellos tiempos fueron contiendas de principios entre los defensores del gobierno republicano y los del gobierno monárquico, y que, de no haber sido por los esfuerzos de los primeros, nuestro gobierno sería, en fecha tan temprana como la actual, algo muy distinto a lo que el feliz resultado de aquellos esfuerzos ha hecho de él.

La alianza entre los Estados bajo los antiguos artículos de la Confederación, cuyo fin era la defensa conjunta frente a la agresión de Gran Bretaña, demostró ser insuficiente, como en general suelen ser los tratados de alianza, para garantizar el cumplimiento de las estipulaciones mutuas; y una vez cumplidas estas últimas, el lazo de unión había de desaparecer por sí mismo, convirtiéndose todos los Estados en entidades soberanas e independientes.

Pero a nadie se escapaba que estas entidades independientes y separadas, como los pequeños Estados griegos, estarían eternamente en guerra unas con otras, para convertirse finalmente en meros partidarios y satélites de las principales potencias europeas. Todos debieron, en consecuencia, concebir esperanzas en un nuevo lazo de unión, capaz de garantizar una paz eterna y un sistema político propio e independiente del europeo. Evidentemente, las constituciones, las costumbres y las circunstancias individuales darían nacimiento a opiniones diferentes sobre si todos los Estados debían consolidarse bajo un solo gobierno o mantener su independencia en cuestiones internas, configurando una sola nación en relación con el extranjero.

Siempre se ha dicho y creído que algunos oficiales del ejército (dirigidos, según la opinión unánime, por Steuben y Knox), habituados a la monarquía por sus costumbres militares, propusieron al general Washington decidir esta cuestión ante el ejército antes de licenciarlo y asumir personalmente la corona, para lo cual contaría con su seguro apoyo. La indignación con que, según se dice, rechazó esta propuesta patricida fue digna de su virtud y sabiduría.

El siguiente paso (sugerido por los mismos individuos, con ocasión de su despedida) fue el establecimiento de una orden hereditaria denominada Orden de los Cincinnati, bien preparada por la mencionada característica para injertarse en el futuro marco gubernamental, y encabezada también por el general Washington. El general me escribió sobre este tema cuando me encontraba en el Congreso de Annapolis, y en la la página 28 del volumen 5º de la historia de Marshall hay un extracto de mi carta.

Después me rindió visita en el mismo lugar, camino de una reunión de la Sociedad, y tras conversar conmigo hasta bien entrada la noche, dejó el lugar completamente decidido a poner cuanto fuera de su parte para lograr la plena desaparición de la Sociedad. Pero no pudo conseguir más que la abolición de su principio hereditario, pues la encontró firmemente enraizada en los sentimientos de sus miembros, reforzados por un acontecimiento casual.

LA MAYORÍA DE LOS ASISTENTES A LA CONVENCIÓN DE FILADELFIA ERAN DEMASIADO HONESTOS, SABIOS Y FIRMES PARA DEJARSE ENGAÑAR POR LAS MANIOBRAS DE HAMILTON Y LOS MONÓCRATAS

Me visitó de nuevo en su camino de regreso, explicándome detalladamente la oposición con que había tropezado, el efecto de la llegada del enviado a Francia, y la dificultad para limitar la duración de la Sociedad a la vida de sus primeros miembros. Se hallarán más detalles entre mis papeles, en sus cartas y las mías, y algunos en la Encyclopédie Méthodique et Dictionnaire d’ Economie Politique, comunicados por mí a su autor, M. Meusnier, que en esa obra había hecho de la Sociedad la base de un libelo contra nuestro país.

La falta de una autoridad capaz de hacer justicia a los acreedores públicos y garantizar el cumplimiento de los tratados con otras naciones, condujo, algún tiempo después, a la convocatoria en Annapolis de una convención de los Estados. Aunque ya en esta reunión se evidenció una diferencia de opinión sobre la cuestión del gobierno republicano o monárquico, el sentimiento en favor del primero estaba tan generalizado entre los Estados, que los partidarios del último se limitaron a obstruir y demorar todo cuanto se proponía; tenían la esperanza de que, al paralizarse todo, todo iría de mal en peor, provocando al usurpación del poder mediante el establecimiento de un gobierno monárquico al que el pueblo se sometería, prefiriéndolo a la anarquía y a la guerra interior y exterior, consecuencias seguras de la falta de un gobierno general.

El efecto de sus maniobras junto con la insuficiente asistencia de diputados de los Estados, fue la convocatoria de una convención más general, a celebrar en Filadelfia. En ésta, el mencionado partido persistió en sus prácticas, con el mismo objetivo de evitar el establecimiento de un gobierno de concordia, que preveían republicano, y abrirse camino hacia la monarquía por el sendero de la anarquía. Pero la mayoría de los asistentes a aquella reunión eran demasiado honestos, sabios y firmes para dejarse engañar por sus maniobras.

Firma de la Constitución de EEUU (1787)

Una de éstas fue la propuesta del coronel Hamilton de una forma de gobierno que constituía de hecho un compromiso entre el partido monárquico y el republicano. Conforme a ella, el ejecutivo y una rama del legislativo ejercerían sus funciones mientras acreditasen buena conducta, es decir, con carácter vitalicio, y los gobernadores de los Estados serían nombrados por estos dos órganos permanentes. La propuesta, sin embargo, fue rechazada, a la vista de lo cual Hamilton abandonó la convención por considerarla imposible, y no regresó hasta poco antes de su conclusión.

Estas opiniones y esfuerzos, secretos o confesados, de los partidarios de la monarquía habían provocado grandes recelos en la generalidad de los Estados; estos recelos fueron la base de la fuerte oposición a la Constitución convencional, y sólo la general decisión de establecer ciertas enmiendas a guisa de barreras contra un gobierno monárquico o consolidado pudieron aplacarlos. Relato lo ocurrido durante el período de las dos convenciones en base a la información de quienes fueron miembros de las mismas, pues yo me encontraba ausente, en misión en Francia.

Regresé de dicha misión el primer año del nuevo gobierno, desembarcando en Virginia en diciembre de 1789 y dirigiéndome a Nueva York en marzo de 1790 para tomar posesión del cargo de Secretario de Estado. Allí encontré, ciertamente, el estado de cosas más inesperado que hubiera podido imaginar.

Había salido de Francia durante su primer año de revolución, en pleno fervor de los derechos naturales y del celo reformador. Mi concienzuda devoción a dichos derechos no podía hacerse más grande, pero su ejercicio diario la había despertado y excitado. El presidente me recibió cordialmente, y mis colegas y el círculo de ciudadanos principales con aparente benevolencia. Los corteses almuerzos que se me ofrecieron, como recién llegado entre ellos, me situaron de inmediato en su sociedad cotidiana. Pero no puedo describir el asombro y mortificación de los que me llenaron las conversaciones de sus mesas. El tema principal era la política, y el sentimiento más favorecido, con toda evidencia, la preferencia del gobierno monárquico sobre el republicano.

EL SISTEMA FINANCIERO DE HAMILTON TENÍA DOS OBJETIVOS: EVITAR QUE EL PUEBLO INVESTIGARA LAS CUENTAS DEL GOBIERNO, Y CORROMPER AL LEGISLATIVO

Yo no podía ser apóstata ni hipócrita, y a menudo me encontraba en la situación de único abogado del lado republicano de la cuestión, salvo que entre los invitados se hallase por casualidad algún miembro de dicho partido con escaño en una de las Cámaras legislativas. El sistema financiero de Hamilton había sido aprobado. Dos eran sus objetivos: primero, como rompecabezas, evitar toda posibilidad de comprensión e investigación popular; segundo, como máquina, un sistema para corromper el legislativo.

Él no se recataba de confesar su opinión de que sólo hay dos motivos que gobiernan al hombre, la fuerza o el interés; comentaba que en este país no podía ni pensarse en la fuerza, por lo que, evidentemente, había que apoderarse de los intereses de los miembros del legislativo para mantener a éste ligado al ejecutivo. Y con dolor y vergüenza hay que reconocer que su máquina no era ineficaz; que incluso en el mismo nacimiento de nuestro gobierno se encontraban miembros lo bastante sórdidos como para subordinar sus intereses y cuidarse más bien del bien particular que del público.

Es bien sabido que la mayor dificultad con que tropezamos durante la guerra fue la falta de dinero o medios para pagar a nuestros soldados, que combatían, y a nuestros campesinos, fabricantes y comerciantes, que suministraban el alimento y vestido que los primeros necesitaban. Cuando el sistema del papel moneda se agotó por sí mismo, se entregaron certificados de deuda a los acreedores particulares, con garantía de pago en cuanto los Estados Unidos pudieran hacerlo. Pero las penalidades de estas gentes a menudo las obligaron a desprenderse de ellos por la mitad, un quinto e incluso un décimo de su valor; y los especuladores se dedicaron a obtenerlos con engaño de los poseedores, recurriendo a las prácticas más fraudulentas y persuadiéndoles de que jamás les pagarían.

En el proyecto para financiar y pagar los certificados, Hamilton no distinguió entre los primitivos poseedores y los compradores fraudulentos del papel. Poner a estas dos clases de deudores a la misma altura provocó repugnancias tan notables como justas, y se hicieron los mayores esfuerzos en favor del pago completo a los primeros y el reembolso a los últimos del precio que ellos pagaron, más intereses. Pero esto hubiera impedido el juego que había de jugarse, y para el cual ya se habían preparado y adiestrado las mentes de los ávidos miembros.

Cuando la medida de las fuerzas, en esfuerzos contradictorios, indicó la forma en que finalmente se aprobaría el proyecto de ley, cosa que se supo antes de puertas para adentro que de puertas para afuera, sobre todo en lo que se refiere a los habitantes de zonas alejadas de la Unión, la sórdida lucha dio comienzo. Los correos y los caballos por relevos, y veloces veleros prácticos, por mar, volaban en todas direcciones. En todos los Estados, poblaciones y comunidades campesinas se asociaban y contrataban socios activos y agentes que compraban el papel a cinco chelines, y hasta a dos chelines la libra, antes de que sus portadores supieran que el Congreso ya había decidido su redención a la par. De esta forma se hurtaron inmensas sumas a gentes pobres e ignorantes, mientras otros, que antes fueron también pobres, acumulaban inmensas fortunas. Como es natural, unos hombres enriquecidos de tal manera por la destreza de un gobernante seguían al jefe que les conducía a la fortuna, convirtiéndose en los más celosos instrumentos de todas sus empresas.

Alexander Hamilton

Cuando yo llegué, este juego ya había terminado; sobre el tapete había otro, en el que participé llevado por mi ignorancia y mi inocencia. Esta maniobra fiscal es bien conocida bajo el nombre de “la Asunción”. Aparte de las deudas del Congreso, los Estados habían contraído durante la guerra otras deudas independientes y de gran envergadura, especialmente Massachussetts, en una tentativa absurdamente dirigida contra la palaza inglesa de Penosbscott; y cuanta más deuda acumulaba Hamilton, más botín para sus mercenarios. Este dinero, sabia o tontamente gastado, se suponía empleado en servicios de interés general y, por consiguiente, debía ser restituido de la bolsa general. Pero se objetaba que nadie sabía cómo eran las deudas, su monto y las pruebas de haberse contraído. Poco importa; las estimamos en veinte millones. Pero de eso veinte millones no sabemos cuánto debe reembolsarse a un Estado y cuánto a otro. Poco importa; lo estimaremos.

E inicióse así otra disputa entre los diversos Estados, y algunos consiguieron mucho, otros poco, otros nada. Pero se consiguió el principal objetivo, y la falange del Tesoro se vio reforzada por nuevos reclutas. Esta medida dio pie a la más amarga y furiosa contienda que haya conocido el Congreso, antes o después de la Unión de los Estados; yo llegué en mitad de la misma. Pero, sintiéndome extraño en el terreno, extraño a sus actores, y habiendo estado ausente tiempo más que suficiente para haber perdido toda familiaridad con el tema, cuyos objetivos no conocía aún, no me preocupé del mismo.

PARA HACER PERMANENTE LA INFLUENCIA DEL SISTEMA FINANCIERO EN EL GOBIERNO DEL PAÍS, SE CREÓ EL BANCO DE LOS ESTADOS UNIDOS

En cualquier caso, la grave y penosa cuestión fue rechazada por la Cámara de Representantes. Las enemistades derivadas de este tema fueron tan poderosas que al rechazarse se suspendieron los trabajos. El Congreso abría y levantaba sus sesiones día tras día sin hacer nada en absoluto, pues las partes no estaban de humor para cooperar. Los miembros orientales que, con Smith, de Carolina del Sur, eran los principales jugadores en este juego, amenazaban con secesión y disolución. Hamilton estaba desesperado.

Un día, cuando me disponía a visitar al presidente, me lo encontré en la calle. Me tuvo media hora paseando de un lado a otro delante de su puerta. Pintó con los colores más patéticos el humor del legislativo, la decepción de los llamados Estados acreedores, el peligro de secesión de sus miembros y de separación de sus Estados. Comentó que los miembros de la Administración debían obra de común acuerdo, que aunque la cuestión no competía a mi departamento, nuestro común deber la transformaba en común preocupación, que el presidente era el centro donde en definitiva recaían todas las cuestiones administrativas, y que todos nosotros debíamos agruparnos en torno suyo y apoyar con esfuerzos mutuos las medidas por él aprobadas; y que, como la cuestión sólo se había perdido por pocos votos, era probable que una apelación por mi parte al buen juicio y discreción de algunos de mis amigos diera lugar a un cambio en la votación, con lo que la máquina del gobierno, por el momento inmovilizada, podría ponerse de nuevo en movimiento.

Le dije que era ciertamente un extraño en aquel tema; que, al no haberme informado todavía sobre el sistema financiero adoptado, no sabía hasta qué punto aquello era necesario; que, sin lugar a dudas, si su rechazo amenazaba con disolver nuestra Unión en su incipiente estado, yo lo consideraría la más desafortunada de todas las consecuencias, para evitar la cual debía aceptarse cualquier otro mal parcial y transitorio. Le propuse, no obstante, almorzar juntos al día siguiente, con el propósito de invitar a uno o dos amigos y conferenciar todos juntos, pues me parecía imposible que hombres razonables, consultándose fríamente, no pudieran llegar a un compromiso para salvar la Unión.

La discusión se celebró. En ella no tuve otra intervención que la meramente exhortativa, pues era ajeno a las circunstancias que la determinaban. Pero finalmente se acordó que si se atribuía la sede del gobierno a Filadelfia por diez años y después permanentemente a Georgetown, el fermento provocado en los Estados del Sur por la otra medida podría quizá calmarse un poco. En consecuencia, dos de los miembros del Potomac (White y Lee, aunque White con una revulsión casi convulsiva del estómago) consintieron en cambiar sus votos, y Hamilton se comprometió a ocuparse del otro asunto.

La influencia que tenía sobre los Estados orientales, unida a la de Robert Morris con los centrales, aseguró el cumplimiento de su parte del acuerdo; y así se aprobó “la Asunción”, dividiéndose veinte millones de acciones entre los Estados favorecidos, buen alimento para el rebaño de corredores de Bolsa. Esto incrementó el número de incondicionales del Tesoro, haciendo a su jefe dueño y señor de toda votación del legislativo capaz de imprimir al gobierno la dirección más conveniente a sus puntos de vista políticos.

Bien sé, y así debe entenderse, que sólo una cifra muy inferior a la mayoría del Congreso se rindió a esta corrupción. Lejos de ello. Pero los miembros honestos de aquel organismo estaban ya divididos, en números casi iguales, entre los partidos denominados republicano y federal. Los últimos, de principios monárquicos, se adhirieron, como era de esperar, a Hamilton, su director en cuanto tocaba a esos principios, y a ellos se unió la falange mercenaria, garantizándole una segura mayoría en ambas Cámaras; por consiguiente, toda la actividad legislativa quedó bajo la dirección del Tesoro.

Pero la maquinaria no era todavía perfecta. Los efectos del sistema financiero y de “la Asunción” eran transitorios; se perderían con la desaparición de los miembros a quienes habían enriquecido particularmente. Había, pues, que inventar un dispositivo que hiciera más permanente su influencia, mientras los esbirros se mantenían en su lugar para contrarrestar toda oposición. Este dispositivo fue el Banco de los Estados Unidos.

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THOMAS JEFFERSONLas Anotaciones. Autobiografía y otros escritos. Editorial Tecnos, 1987. Traducción de A. Escohotado y M. Sáenz de Heredia.