DEL FASCISMO AL POPULISMO EN LA HISTORIA, por Federico Finchelstein

DEL FASCISMO AL POPULISMO EN LA HISTORIA

 

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«El populismo es una revuelta de los que fueron atropellados por el neoliberalismo progresista»

Por SHRAY MEHTA (SIN PERMISO)
 
Artículo publicado el 25 de julio de 2018
 
 

 

En esta conversación [marzo, 2018], Nancy Fraser explica cómo la agenda de justicia social de la izquierda fue secuestrada por lo que ella llama el “neoliberalismo progresista”, al tiempo que estudia cómo una economía política marxista matizada puede guiar a la izquierda para reconquistar a las masas con una agenda adaptada a nuestro tiempo. La entrevistó Shray Mehta, del Departamento de Sociología de la South Asian University, en Nueva Delhi.

El mundo está viendo un alarmante aumento en lo que se refiere al ascenso de líderes populistas; y el patrón parece repetirse con la suficiente frecuencia en todo el espectro sin restringirse al norte o al sur global. ¿Cómo puede contextualizarse este aumento del populismo como un momento histórico mundial? ¿Tiene una dinámica sistémica allende las naciones, que se encuentra en la economía internacional y en una crisis del capitalismo?

El populismo se enmarca en una dinámica mundial histórica. Es un síntoma de una crisis hegemónica del capitalismo –o, mejor dicho, de una crisis hegemónica de la forma específica de capitalismo en la que vivimos: globalizante, neoliberal y financiarizada–. Este régimen capitalista financiarizado sustituyó al modelo anterior de capitalismo gestionado desde el estado y mermó toda conquista previa de las clases trabajadoras. El populismo es, en gran medida, una revuelta de estas clases en contra del capitalismo financiarizado y de las fuerzas políticas que lo han impuesto. Para entender dicha revuelta hay que comprender el bloque hegemónico previo que se está rechazando. He llamado a este bloque “neoliberalismo progresista”. En tanto que poder dominante, el neoliberalismo progresista se centró en los estados más poderosos del norte global, aunque hizo avanzadillas en todas partes, incluyendo el Asia Meridional. Son ejemplos el Nuevo Laborismo de Tony Blair, el Nuevo Partido Demócrata de Clinton, el Partido Socialista en Francia y los gobiernos recientes del Partido del Congreso en la India.

EL NEOLIBERALISMO PROGRESISTA ARTICULA UNA POLÍTICA ECONÓMICAMENTE REGRESIVA CON UNA POLÍTICA DE RECONOCIMIENTO APARENTEMENTE PROGRESISTA

La particularidad del “neoliberalismo progresista” es que combina políticas económicas regresivas y liberalizantes con políticas de reconocimiento aparentemente progresistas. Su política económica se centra en el “libre comercio” (lo que significa, en realidad, el libre movimiento del capital) y en la desregulación de las finanzas (que empodera a inversores, bancos centrales e instituciones financieras globales para dictar políticas de austeridad al estado por decreto y mediante el arma de la deuda). Mientras tanto, su vertiente de reconocimiento se centra en la comprensión liberal del multiculturalismo, el ecologismo y los derechos de mujeres y LGBTQ [lesbianas, gais, bisexuales, transgénero, queer]. Plenamente compatibles con la financiarización neoliberal, estas comprensiones son meritocráticas, esto es, no igualitarias. Orientando la discriminación, tratan de asegurar que unos cuantos individuos “con talento” de “grupos infrarrepresentados” puedan llegar a la cima de la jerarquía corporativa ¡y lograr puestos por los que les paguen como a los hombres blancos heterosexuales de su misma clase! Lo que no se dice, en cambio, es que mientras esta minoría “rompe el techo de cristal”, todos los demás siguen atrapados en el sótano. Así, el neoliberalismo progresista articula una política económicamente regresiva con una política de reconocimiento aparentemente progresista. La vertiente del reconocimiento ha funcionado como coartada del lado económicamente regresivo. Ha facilitado que el neoliberalismo se presente como cosmopolita, emancipatorio, progresista y moralmente avanzado –en oposición a unas aparentemente provincianas, retrógradas e ignorantes clases obreras–.

EL POPULISMO ES UNA REVUELTA DE LOS QUE FUERON ATROPELLADOS POR EL NEOLIBERALISMO PROGRESISTA

El neoliberalismo progresista fue hegemónico durante un par de décadas. Presidiendo grandes incrementos de la desigualdad, entregó una gran prosperidad principalmente al 1%, pero también al estrato profesional directivo. Quienes fueron atropelladas fueron las clases trabajadoras del norte, que se habían beneficiado de la socialdemocracia; los campesinos del sur, que sufrieron un renovado desposeimiento por medio de deudas a escala masiva; y un creciente precariedado urbano en todo el mundo. Lo que se ha llamado populismo es una revuelta de estos estratos contra el neoliberalismo progresista. Votando a Trump, el Brexit, a Modi (1)o al Movimiento Cinco Estrellas en Italia han manifestado su negativa a continuar con su papel asignado de corderos sacrificados en un régimen que no tiene nada que ofrecerles.

A menudo hay prisa por desestimar, por “fascistas”, a los movimientos populistas tan pronto como empiezan a articular sus demandas. Sin embargo, si los leemos como una articulación de las preocupaciones de la gente frente a una apatía sistémica continua, emerge una imagen más compleja. Por ejemplo, el ascenso de Trump se basa en cierta medida en el apoyo de una base de votantes que se descartan rápidamente por ser “hombres blancos racistas”, a pesar de que podrían haber votado a Obama en las dos últimas elecciones. En un contexto diferente, en la India, funciona una lógica similar, rechazando el ascenso de Hindutva por fascista, sin contextualizarlo históricamente en el marco de las políticas neoliberales del gobierno anterior del Congreso. En este sentido, ¿cómo interpreta esta completa despreocupación por las inquietudes de la gente en el discurso público, por un lado, y el etiquetado de la reacción popular como fascista (por el otro)?

Estoy de acuerdo con su posición. El liberalismo tiene una larga historia en lo que se refiere a intentar deslegitimar su oposición –estigmatizando a su oponente por ser, por ejemplo, “estalinista”, “fascista”, lo que sea–. Esto es sin duda lo que está ocurriendo en la actualidad con el término “populismo”. Esta palabra se usa ampliamente por los liberales para rechazar, por ilegítimas, las fuerzas populares que se rebelan contra su mandato. Pero está en lo cierto, esta es una táctica defensiva por parte de los defensores del neoliberalismo progresista. Esperan resucitar su proyecto estigmatizando a la oposición. En los Estados Unidos (EEUU) andan a la búsqueda desesperada de un nuevo líder, más atractivo que Hillary Clinton, bajo el cual restaurar una nueva versión de neoliberalismo progresista. Esta es la agenda de buena parte de la “resistencia” anti-Trump. No tengo suficiente conocimiento sobre la política india como para asegurarlo, pero supongo que el Partido del Congreso está empleando tácticas similares con la esperanza de recuperar el poder.

NO ME DESAGRADA QUE QUIENES HAN SIDO JODIDOS POR EL NEOLIBERALISMO PROGRESISTA SE ESTÉN ALZANDO CONTRA ÉL

Por supuesto, no hace falta decir que no apoyo a Trump o a Modi. Sin embargo, no me desagrada que quienes han sido jodidos por el neoliberalismo progresista se estén alzando contra él. En algunos casos, sin duda, la forma que toma su revuelta es problemática. Empleando como chivos expiatorios a inmigrantes, musulmanes, negros, judíos y demás, a menudo no identifican la verdadera causa de sus problemas. Pero es contraproducente rechazarlos simplemente por ser racistas irreversibles e islamófobos. Asumir eso desde el principio es entregar cualquier posibilidad de ganárselos para la izquierda, sea para el populismo de izquierdas o para el socialismo democrático.

Además, la idea de que todos estos votantes no son otra cosa que racistas de manual no cuadra con los datos. En los EEUU, como dices, ocho millones y medio de personas que votaron a Obama en 2012 dieron un giro y votaron a Trump en 2016. Muchos de estos eran clase trabajadora del cinturón industrial que sufrieron masivamente la desindustrialización, la precarización y la mayor epidemia de adicción a los opiáceos, orquestada por las grandes farmacéuticas.  Ellos dieron la presidencia a Trump. En ambas elecciones, en 2012 y 2016, votaron contra el economics first neoliberal, por Obama, quien hizo campaña desde la izquierda adoptando la retórica del “Occupy Wall Street”; y luego, por Trump, quien hizo campaña no sólo por un reconocimiento exclusivista, sino también por una economía populista. Esto da cuenta de que las cuestiones identitarias no fueron prioritarias en la mente de estos votantes. En ese ámbito, fueron bastante inconstantes, yendo de aquí para allá de acuerdo con las opciones que se les ofrecían. Sin embargo, sí fueron coherentes en rechazar la deslocalización, el “libre comercio” y la financiarización; en apoyar la protección social, el pleno empleo y los salarios dignos. Lo mismo ocurre, por cierto, en el Reino Unido (RU). Muchas personas de la clase trabajadora del norte de Inglaterra que votaron por el Brexit ahora respaldan firmemente a Jeremy Corbyn. En Francia también hubo muchos cambios de un lado para otro entre el Frente Nacional y el candidato de izquierdas Jean-Luc Mélenchon.

MUCHOS VOTANTES DEL POPULISMO DE DERECHAS SON GANABLES PARA LA IZQUIERDA

Mi planteamiento es que todos estos votantes (¡y otros!) tienen reclamaciones legítimas contra el neoliberalismo progresista. Lejos de desestimarlas por racistas, la izquierda debe validarlas. En vez de asumir que son desesperanzadoras, debemos partir de la premisa de que muchos votantes del populismo de derechas son, en principio, “ganables” para la izquierda. Debemos seducirlos, dando credibilidad a sus quejas y ofreciéndoles un análisis alternativo de la verdadera causa de sus problemas y una propuesta alternativa para solucionarlos.

En esta línea de ofrecer una explicación y una visión alternativas, históricamente, no es la primera vez que tiene lugar este apoyo cambiante a la izquierda y a la derecha. Sabemos que hay un precedente de esto. La derecha es capaz de establecer una lógica causal entre los problemas sistémicos y ciertos grupos sociales como judíos, musulmanes o inmigrantes, para sugerir que centrándose en ellos se solucionaría la cuestión del empleo, y esto atrae a las personas. Aunque la izquierda trata de intervenir, su visión se antoja utópica para la gente. En este sentido, ¿siente que todavía permanece cierta laguna crucial para la izquierda?

Sí, estoy de acuerdo. Seguramente hay una laguna programática en la izquierda. Esto se debe en parte al final del comunismo soviético, que tuvo el desafortunado efecto de deslegitimar no sólo aquel régimen esclerótico, sino también las ideas del socialismo y del igualitarismo social en general. La atmósfera resultante benefició en gran medida a los neoliberales, a la par que intimidaba y desmoralizaba a la izquierda.

Pero la cosa no acaba aquí. En este contexto, una porción significativa de lo que podría haber sido la izquierda se ha pasado al liberalismo. Sólo hay que pensar en el feminismo liberal, el antirracismo liberal, el multiculturalismo liberal, el “capitalismo verde” y demás. Estas son hoy las corrientes dominantes de los nuevos movimientos sociales cuyos orígenes eran, si no directamente de izquierdas, al menos izquierdistas o proto-izquierdistas. Hoy, sin embargo, carecen de la más mínima idea de una transformación estructural o de una economía política alternativa. Lejos de tratar de abolir la jerarquía social, toda su postura tiene como objetivo conseguir que más mujeres, gais y personas de color entren en las élites. Por supuesto en los EUA pero también en otros lugares, la izquierda ha sido colonizada por el liberalismo.

Bajo mi punto de vista, la mejor manera de reconstruir la izquierda es resucitar la vieja idea socialista del “Programa de Transición” (2) y dotarla de un nuevo contenido, apropiado para el siglo XXI. Hoy en día no podemos empezar diciéndole a la gente que vamos a socializar los medios de producción y que así conseguirán trabajos seguros y bien remunerados. Esta retórica está agotada. Lo que necesitamos, por contra, es lo que André Gorz llama “reformas no reformistas”. Éstas mejoran la vida de las personas en el aquí y el ahora trabajando, simultáneamente, en una dirección contrasistémica, en parte declinando la balanza en el poder de clase en detrimento del capital. Además, tales reformas no pueden centrarse exclusivamente en la producción y en el trabajo remunerado. Necesitan abordar igualmente la organización social de la reproducción –la provisión de educación, vivienda, cuidado médico, cuidados infantiles, cuidado de personas mayores, un medioambiente saludable, agua, servicios públicos, transporte, emisiones de carbono– y el trabajo no asalariado que sostiene a las familias y generar vínculos sociales más amplios.

LAS IDEAS DE BERNIE SANDERS EN CAMPAÑA NO ESTABAN DESARROLLADAS

Lejos de ser perfecta, la campaña de Bernie Sanders en los Estados Unidos tenía algunas ideas que apuntaban en esta dirección. A parte de elevar el salario mínimo a 15 dólares la hora, Sanders hizo campaña por un “Medicarepara todos”, matrículas universitarias gratuitas, una reforma de la justicia penal, libertad reproductiva y por la división de los grandes bancos –todas ellas, medidas conectadas con el empleo–. Sin duda, sus ideas no estaban completamente desarrolladas. Y podría decirse que eran más socialdemócratas que socialistas democráticas. Pero representaban los primeros indicios de una alternativa populista de izquierdas para los EEUU.

La izquierda también necesita pensar en las finanzas y la banca. Uno de los pensadores más interesantes sobre este tema es Robin Blackburn, quien sostiene que las finanzas deberían convertirse en un servicio público, como solía serlo la electricidad, lo que significa que deberían ser públicamente poseídas y distribuidas. Las decisiones sobre el crédito, dónde invertir y qué proyectos financiar, deberían tomarse sobre la base no de la tasa del rendimiento, sino del valor y de la utilidad social. Y deberían tomarse de forma democrática –a través de juntas elegidas encargadas de representar a las comunidades y demás partes interesadas –. Esta es una idea muy interesante, porque sin duda necesitamos un sistema de crédito. Abolir bancos e instituciones financieras globales no es la solución. Lo que se necesita, más bien, es socializar las finanzas.

Además, este es el momento perfecto para desarrollar un programa de izquierdas para las finanzas. Muchas personas están ahora familiarizadas con este problema. Después de todo, de eso se trataba “Occupy Wall Street”. Todo el mundo sabe que las empresas de inversión han vuelto a sus viejas trampas y que no se ha hecho nada en la dirección de una reforma estructural para evitar una crisis financiera global en un futuro cercano. Los estadounidenses son plenamente conscientes de que Obama usó nuestros impuestos para rescatar a los bancos cuyos mecanismos depredadores casi colapsan la economía mundial, pero que no hizo nada para ayudar a los 10 millones de personas que perdieron su hogar durante la crisis hipotecaria. No hay duda de que muchos están dispuestos a reconsiderar este sistema. En este ámbito, ni la derecha ni el centro tienen nada que ofrecer, así que se trata de una gran oportunidad para la izquierda.

Me gustaría volver a prestar atención ahora a algunas cuestiones teóricas. En su artículo titulado Marx’s Hidden Abode (La morada oculta de Marx) en la New Left Review, ha discutido extensamente cómo el valor se produce no sólo por el trabajo productivo, sino también por el trabajo que no se contabiliza. Este último podría ser algo que, incluso, respalda y sostiene el primero. En un momento sugiere que una parte de la expansión del capitalismo es el “potencial emancipatorio del capitalismo”. Este “potencial emancipatorio” es una cuestión harto debatida en el pensamiento marxista y se ha argumentado que, a menudo, el trabajo no libre no deja de ser forzado por medio de la dialéctica de la “doble libertad” del capitalismo. En este contexto, ¿cómo se puede entender el potencial emancipatorio del capitalismo en relación con este trabajo esclavo contemporáneo?

LA LIBERTAD EN EL CAPITALISMO ES, EN EFECTO, UNA ESPADA DE DOBLE FILO

La expresión “doble libertad” es irónica. El lado positivo tiene que ver con tener libertad de movimiento y con tener el derecho de iniciar “voluntariamente” un contrato laboral. Pero, como bien sabe, esto tiene una contrapartida. Al devenir libre para vender la propia fuerza de trabajo, uno también es liberado –es decir, privado– del acceso a los medios de subsistencia y de producción. Marx hizo hincapié en que los proletarios han sido “liberados” del acceso a la tierra, a las herramientas, a las materias primas y demás activos que necesitarían para organizar su propio trabajo y satisfacer sus necesidades. En consecuencia, no tienen más remedio que firmar un contrato laboral con un capitalista. El lado positivo de la libertad está seriamente comprometido, si no es simplemente ilusorio.

La libertad en el capitalismo es, en efecto, una espada de doble filo. Si uno es un esclavo o un siervo, la capacidad para convertirse en un trabajador asalariado es sin duda un paso adelante, como el mismo Marx subrayó. Pero eso no significa que uno sea libre en un sentido pleno y firme. Por el contrario, el proletariado se convierte en sujeto de una forma diferente de dominación, una dominación más impersonal y abstracta. Por ello, no exageraría el potencial emancipatorio del capitalismo, pero tampoco lo ignoraría.

La clave es, sin embargo, otra cuestión: el capitalismo no es un sistema uniforme. No trata a todos de la misma manera al mismo tiempo. Incluso cuando “emancipa” a algunos de la dependencia y del trabajo forzado y los convierte en proletarios doblemente libres, deja a otros –a muchos más, de hecho– en contextos y formas de dominación tradicionales. O, más bien, reformula estos contextos y formas de dominación tradicionales formas nuevas y, a menudo, altamente opresivas.

LA EXPLOTACIÓN POR SÍ SOLA NO PUEDE SOSTENER LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA A LO LARGO DEL TIEMPO

De hecho, he argumentado recientemente en mi ponencia Contributions to Contemporary Knowledge (Contribuciones al conocimiento contemporáneo) que la explotación de los “trabajadores libres” está íntimamente vinculada, y de hecho depende de ella, con la expropiación de otros dependientes. Por expropiación entiendo la incautación de los bienes de las personas subyugadas (su trabajo, tierra, animales, herramientas, niños y cuerpos) y la canalización de esos activos confiscados en los circuitos de acumulación de capital. En este sentido, la expropiación difiere marcadamente de la explotación. La explotación está mediada por un contrato salarial: el trabajador explotado intercambia “libremente” su fuerza de trabajo por salarios que se supone que cubren la media de los costos socialmente necesarios para su reproducción. La expropiación, por el contrario, prescinde de la excusa del consentimiento y secuestra brutalmente propiedades y personas sin recompensa –sea mediante fuerza militar o a través de la deuda. Mi percepción es parecida a las de Rosa Luxemburgo y David Harvey: la explotación por sí sola no puede sostener la acumulación capitalista a lo largo del tiempo. Esta última depende, por contra, de continuos aportes de expropiación. Así que los dos “exp” (explotación y expropiación) están entrelazados. Y es el proceso combinado de explotación y expropiación el que genera esa plusvalía.

Esta idea está brillantemente ilustrada por una frase de Jason Moore. Él dice que “detrás de Manchester se encuentra Mississippi”. Esto significa que la industria textil altamente rentable de Manchester que escribió Engels no habría sido rentable sin el algodón barato suministrado a través del trabajo esclavo de las Américas. Añadiría incluso una tercera “M” por Mumbai, para señalar el importante papel que jugó en el ascenso de Manchester la destrucción calculada de la fabricación textil india por parte de los británicos. Este es un caso en el que la expropiación es una condición para la posibilidad de una explotación rentable. El capitalismo lleva a cabo un doble juego con las personas, destinando a unos a la mera explotación mientras que condena a otros a la brutal expropiación, una distinción que ha ido asociada históricamente con el imperio y la raza. Por lo tanto, rechazo la afirmación, a menudo atribuida a Marx, de que el valor se produce sólo por el trabajo asalariado. Hay muchas otras aportaciones no remuneradas al proceso, incluido el trabajo social y reproductivo de las mujeres, sin el cual no sería posible el trabajo asalariado.

Para comprenderlo mejor ¿podría explicar esta dinámica del potencial emancipatorio del capitalismo teniendo a las economías de la “periferia” en mente? ¿Cree que se puede seguir pensando en ellas como una periferia en el contexto del neoliberalismo que parece proveer de una libertad plena al capital al tiempo que restringe el trabajo al territorio nacional?

El lenguaje de “núcleo y periferia” tiene menos sentido ahora que en períodos anteriores, pero aún estamos batallando por encontrar una alternativa satisfactoria. Los defensores de la perspectiva del sistema-mundo (también conocida como economía-mundo) dicen que los países semiperiféricos están diseñando estrategias para ascender en la escala de valor agregado de la producción de productos básicos. Pero incluso esta visión no es completamente adecuada para una situación en la que la industria se está reubicando a gran escala desde los núcleos históricos hasta los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Dado el peso de las economías de estos últimos, se hace difícil llamarlos “semiperiféricos” y mucho menos “periféricos”. Lo que complica todavía más la situación es que, a pesar de su peso económico, los países BRICS no están (¿todavía?) en una posición que los afirme como poderes globales en el escenario mundial. Más bien, un poder económico en decadencia (los EUA) aún (de momento) juega el rol de hegemonía mundial, a pesar de la caída en picado de su credibilidad moral y de su cambio de estatus al ser una nación deudora. A dónde va todo esto sigue sin estar claro y en gran parte depende de China. Pero al margen de cómo se desarrollen las cosas, tendremos que desarrollar nuevos vocabularios y marcos conceptuales para captar una nueva situación histórica.

No obstante, una cosa sí que está clara: ha habido un cambio tremendo en la relación entre la explotación y la expropiación en el capitalismo financiarizado. Esto se debe en gran parte a la relocalización de la fabricación fuera del núcleo histórico y a la universalización de la expropiación vía deuda. Esto último es obvio en el caso del desposeimiento de tierras y de los programas de ajuste estructural que imponen condiciones de préstamo a los estados del sur global. Los gobiernos de todas las partes de América Latina, África y Grecia han tenido que reducir el gasto social y abrir sus mercados al capital extranjero, vampirizando a su gente para el beneficio del capital. En estos casos, la deuda es un vehículo de expropiación en la (antigua) periferia y semiperiferia, incluso cuando estas regiones también se están convirtiendo en territorios principales de explotación.

Al mismo tiempo, la expropiación va en aumento en el “núcleo” histórico. Como el trabajo precario sustituye a la mano de obra industrial sindicalizada, el capital paga a sus trabajadores menos del costo socialmente necesario para su reproducción. Y sin embargo todavía necesita que estos trabajadores cumplan una doble función como consumidores. ¿Entonces qué hay que hacer? La solución es inflar la deuda del consumidor que permite a la gente comprar cosas baratas producidas en otros lugares. Aquí, también, la expropiación se alimenta de aquellos que también son explotados en “McJobs” (trabajos basura).

Así que esta es una nueva constelación que revuelve la vieja división explotación/expropiación. Solía pasar que la mayor parte de la explotación tenía lugar en el núcleo histórico, mientras que la mayoría de las expropiaciones se ubicaban en la antigua periferia. Pero esto ya volverá a ocurrir. Ahora los dos “exp” no constituyen el binomio. Ya no son alternativas mutuamente excluyentes, sino que se hallan muy cerca; a menudo las mismas personas experimentan ambas.

¿QUÉ SIGUE POLÍTICAMENTE AL HECHO DE QUE EL CAPITALISMO YA NO ASIGNE LA EXPLOTACIÓN A UN GRUPO SOCIAL O REGIÓN Y LA EXPROPIACIÓN A OTRO GRUPO O REGIÓN?

En este sentido, me preguntaba por las implicaciones de esto para la emancipación. Esta es, en mi opinión, la pregunta clave para la izquierda en nuestro tiempo. ¿Qué sigue políticamente al hecho de que el capitalismo ya no asigne la explotación a un grupo social o región y la expropiación a otro grupo o región? Cuando ese era el caso, los ciudadanos-trabajadores “libremente” explotados del núcleo podían disociar fácilmente sus objetivos y luchas de aquellos sujetos subyugados, racializados y expropiados de la periferia. Y eso debilitó las fuerzas de la emancipación, al tiempo que permitía un divide y vencerás. En la actualidad, sin embargo, casi todo el mundo está siendo explotado y expropiado simultáneamente. Por lo tanto, parece que la base material para esas viejas divisiones internas de la clase trabajadora está desapareciendo. En teoría, esto debería abrir perspectivas para alianzas nuevas y ampliadas. Si los que sufren de ello pueden entender que la expropiación y la explotación son dos elementos analíticamente distintos, pero prácticamente aunados en un solo sistema capitalista, podrían concluir que comparten un mismo enemigo y que deberían unir sus fuerzas. Pero este efecto no es automático ni garantizado. Por ahora, al menos, los cambios asociados con el capitalismo financiarizado están engendrando paranoia y ansiedad, que a su vez conducen a formas exacerbadas de chovinismo, incluso en los populismos de derecha que discutimos al principio.

DEBEMOS ARMAR NUESTRA PROPIA CRÍTICA ESTRUCTURALISTA DE IZQUIERDA AL NEOLIBERALISMO PROGRESISTA Y NUESTRA PROPIA VISIÓN TRANSFORMADORA DE UNA ALTERNATIVA EMANCIPADORA

De hecho, ahora hemos cerrado el círculo de la conversación al haber logrado, espero, una comprensión más profunda del asunto. Pero querría enfatizar de nuevo lo que dije antes. Aunque las solidaridades expandidas no se generarán automáticamente por el mero hecho del cambio estructural, aún podrían crearse políticamente, a través de intervenciones políticas de izquierda. La izquierda, como dije, debe rechazar taxativamente los terroríficos juegos tácticos del liberalismo con la palabra “populismo”. Sin miedo a esta palabra y dispuestos a conquistar a aquellos atraídos por sus variantes derechistas, debemos armar nuestra propia crítica estructuralista de izquierda al neoliberalismo progresista y nuestra propia visión transformadora de una alternativa emancipadora. Rompiendo definitivamente tanto con la economía neoliberal como con las diversas políticas de reconocimiento que últimamente la han apoyado, debemos desechar no sólo el etnonacionalismo excluyente, sino también el individualismo liberal-meritocrático. Sólo aunando una sólida política de distribución igualitaria con una política de reconocimiento sensible a las clases y sustantivamente inclusiva podemos construir un bloque contrahegemónico que nos lleve de la crisis actual hacia un mundo mejor.

 

 

 

DEL FASCISMO AL POPULISMO EN LA HISTORIA

Por Federico Finchelstein 

Artículo publicado en
 

(Fragmento)

 

 

Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez.

JORGE LUIS BORGESHistoria de la eternidad (1936)

 

Unos meses antes de que Donald Trump llegara a ser presidente de Estados Unidos, me encontré en Dresde rodeado por una mezcla de manifestantes alemanes neonazis y populistas xenófobos. Había viajado a la ciudad con mi familia para dirigir un seminario sobre fascismo y populismo en la universidad local. Como por obra del destino, llegamos un lunes, día en que los Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Pegida) realizan su manifestación semanal. Estábamos rodeados de banderas racistas y rostros furiosos. Literalmente, uno de los ejemplos más extremos de populismo actual se interponía entre el hotel y nosotros. En ese momento, mi hija mayor, que entonces tenía ocho años, preguntó: «¿Ésos son los nazis que mataron a Anna Frank?». El año anterior habíamos visitado el Museo de Anna Frank en Ámsterdam, y la historia la había afectado bastante. No, le contesté, no son los que la asesinaron, pero estos neonazis están contentos de que la mataran. La identificación de los neofascistas y populistas de extrema derecha con ciertos movimientos del pasado ha reformulado el legado dictatorial del fascismo en distintas épocas democráticas y es central para la comprensión de las conexiones entre el pasado y el presente. Con serenidad, y en español, les aseguré a mis hijas Gabriela y Lucía que no nos pasaría nada, porque en una democracia lo que puede hacer un adepto violento tiene límites. Yo confiaba en que esos xenófobos no se atreverían a pasar de la demonización retórica populista a la agresión física del fascismo. Pero, como lo demuestra la historia del populismo, aun así socavarían la tolerancia y, eventualmente, la fuerza de la democracia. Mis hijas habían nacido en Nueva York, y también allí las cosas no pasarían a mayores. Pero ¿estaba en lo cierto? A su edad yo había vivido en la Argentina bajo una dictadura militar, y recuerdo que entonces habría sido muy peligroso hacerles a mis padres ese tipo de preguntas en público. Y en medio de una manifestación de militares profascistas, mi familia y yo sin duda no habríamos podido caminar y hablar libremente. De niño yo me había interesado por el Holocausto y la persecución de Hitler contra los judíos, pero la conexión entre la gente que estaba en el poder y el fascismo no era un tópico del que un chico de una familia judía de clase media pudiera hablar abiertamente en la Argentina. Había «desaparecido» demasiada gente. Pero, como muchos otros ciudadanos, hago esas preguntas ahora, cuando los populistas ocupan el escenario global.

El primer régimen populista moderno nació en la Argentina, no en Estados Unidos, pero últimamente es la primera potencia del mundo la que enarbola su poderío populista ante el resto del planeta. Es algo que muchos norteamericanos, la mayoría de los académicos de las ciencias sociales incluidos, habían creído hasta entonces imposible. Yo vivía en Estados Unidos desde 2001, y había oído decir a menudo que ni el populismo ni el fascismo pondrían jamás un pie al norte del Río Grande. Sin embargo, en especial ahora que el populismo se ha apoderado de Estados Unidos, la historia global del fascismo y el populismo brinda lecciones clave que deberíamos tener presente mientras entramos en una nueva era de populismo en América del Norte y otros lugares del mundo.

Si remitimos el populismo a su historia global, puede que entendamos mejor lo aparentemente inesperado. Este libro estudia las conexiones históricas entre el fascismo y los que están en el poder en el contexto de las democracias populistas.

Como otros historiadores que dedicaron sus vidas académicas a estudiar el fascismo y el populismo, siempre he pensado que estudiar el pasado podría echar luz sobre el presente, y en las últimas dos décadas he trabajado mirando hacia atrás para comprender las relaciones problemáticas entre fascismo, populismo, violencia y política. Ahora es claro que la cuestión del fascismo y el poder forma parte del presente.

Nuestro nuevo siglo se caracteriza por la crisis, la xenofobia y el populismo. Pero estos rasgos no son nuevos, ni son simples reencarnaciones que tienen lugar en nuestro presente. Comprender el evidente renacimiento del populismo es, en realidad, entender la historia de su adopción y sus reformulaciones a lo largo del tiempo. Esa historia empieza con el fascismo y continúa con el populismo en el poder. Si este siglo no ha dejado atrás la historia de violencia, fascismo y genocidio que tan central fue en el siglo XX, las dictaduras, en especial las dictaduras fascistas, sin embargo, han perdido cada vez más legitimidad como formas de gobierno. Descartadas las desorbitadas metáforas de Múnich y Weimar, el fascismo a cuyo retorno estamos asistiendo no es el que alguna vez existió. El pasado nunca es el presente. Pero las expresiones actuales de neofascismo y populismo tienen historias importantes detrás, y el pasaje del fascismo al populismo a lo largo del tiempo ha moldeado nuestro presente. Este libro no sólo sostiene que los contextos públicos y políticos de los usos del fascismo y el populismo son decisivos para entenderlos sino también que estudiando cómo se concibieron e interpretaron sus historias refrescaremos nuestros conocimientos y mejoraremos nuestra comprensión de las amenazas políticas que hoy pesan sobre la democracia y la igualdad. Contextos y conceptos son cruciales.

 

 

Este libro contradice la idea de que las experiencias fascistas y populistas del pasado y el presente pueden reducirse a condiciones nacionales o regionales particulares. Debate con las perspectivas norteamericanas y eurocéntricas dominantes. Especialmente a la luz del punto de inflexión histórico de la victoria populista de Trump, el cuento del excepcionalismo democrático norteamericano por fin ha terminado. Esta nueva era de populismo prueba a las claras que Estados Unidos es como el resto del mundo. Lo mismo se puede decir de la cultura democrática francesa o alemana. Ya no hay excusas para que el narcisismo geopolítico obstaculice la interpretación histórica, especialmente a la hora de analizar ideologías que cruzan fronteras y océanos y hasta se influencian unas a otras.

Postulo una mirada histórica sobre el populismo y el fascismo, pero también propongo una perspectiva desde el sur. En otras palabras, me pregunto qué sucede con el centro cuando lo pensamos desde los márgenes. Ni el populismo ni el fascismo son exclusivamente europeos, norteamericanos o latinoamericanos. El populismo es tan norteamericano como argentino. Por eso mismo el fascismo también se dio tanto en Alemania como en India. Hay demasiados investigadores de Estados Unidos y Europa que explican el pasado y presente del fascismo y el populismo subrayando las dimensiones norteamericana o europea de lo que en realidad es un fenómeno global y transnacional. Descentrar la historia del fascismo y el populismo no significa adoptar una explicación alternativa única de sus orígenes. Todos los antecedentes son importantes.

¿Qué es el fascismo y qué es el populismo? Los primeros que se hicieron esas preguntas fueron algunos fascistas, antifascistas, populistas y antipopulistas que buscaban convalidar, criticar o distanciarse de lo que se percibía como rasgos comunes asociados con esos términos. Desde entonces las han repetido sus partidarios y algunos de sus críticos más acérrimos. Tanto entonces como ahora, actores e intérpretes han coincidido en que ambos términos se contraponen al liberalismo, ambos implican una condena moral del orden de cosas de la democracia liberal y ambos representan una reacción masiva que líderes fuertes promueven en nombre del pueblo contra élites y políticos tradicionales. Pero, más allá de esas afinidades, y dejando de lado los tipos ideales y los límites de las interpretaciones genéricas, ¿cómo se han conectado histórica y teóricamente el fascismo y el populismo, y cómo deberíamos abordar sus significativas diferencias? Este libro brinda respuestas históricas a esas preguntas. Aunque el fascismo y el populismo ocupen el centro de las discusiones políticas y aparezcan a menudo mezclados, en realidad representan trayectorias políticas e históricas diferentes. Al mismo tiempo, fascismo y populismo están genealógicamente conectados. Forman parte de la misma historia.

El populismo moderno nació del fascismo. Así como la política de masas fascista llevó las luchas populares más allá de ciertas formas de populismo agrarias democráticas premodernas como la Narodnik rusa o el People’s Party (Partido del Pueblo) americano, y se distinguió también radicalmente de formaciones protopopulistas como el yrigoyenismo argentino o el battlismo uruguayo, los primeros regímenes populistas latinoamericanos de posguerra se apartaron del fascismo al mismo tiempo que conservaban rasgos antidemocráticos decisivos, no tan predominantes en los movimientos prepopulistas y protopopulistas previos a la Segunda Guerra Mundial.

Con la derrota del fascismo nació una nueva modernidad populista. Tras la guerra, el populismo reformuló el legado del «antiiluminismo» durante la Guerra Fría y por primera vez en la historia se completó, es decir, accedió al poder. Hacia 1945, el populismo había llegado a representar una continuación del fascismo, pero también una renuncia a ciertos aspectos dictatoriales determinantes. El fascismo postulaba un orden totalitario que produjo formas radicales de violencia política y genocidio. En cambio, y como resultado de la derrota del fascismo, el populismo intentaba reformar y modular el legado fascista en clave democrática. Tras la guerra, el populismo era un resultado del efecto civilizacional del fascismo. El ascenso y caída de los fascismos afectó no sólo a quienes habían sido fascistas, como el general Juan Perón en la Argentina, sino también a muchos compañeros de ruta autoritarios como Getúlio Vargas en Brasil, o muchos miembros de la derecha populista norteamericana que en un primer momento no habían experimentado o coincidido plenamente con el fascismo. Para acceder al poder, el populismo de posguerra renunció a sus fundamentos prodictatoriales de entreguerras pero no dejó el fascismo del todo atrás. Ocupó su lugar mientras se convertía en una nueva «tercera vía» entre el liberalismo y el comunismo. Sin embargo, a diferencia de los partidarios del fascismo, sus simpatizantes querían que el populismo fuera una opción democrática. Esta intención populista de crear una tradición política nueva que pudiera gobernar la nación pero se diferenciara del fascismo, sumada al éxito que finalmente la coronó, explican la compleja naturaleza histórica del populismo de posguerra como un conjunto variado de experimentos autoritarios con la democracia. Sin duda el populismo moderno incorporó elementos de otras tradiciones, pero los orígenes y efectos fascistas del populismo tras la derrota de Hitler y Mussolini moldearon su tensión posfascista constitutiva entre la democracia y la dictadura.

En términos históricos, el populismo puede ser una fuerza reaccionaria que empuja a la sociedad a una modalidad más autoritaria, pero en sus variantes progresistas también puede iniciar o promover un proceso de democratización en una situación de desigualdad, socavando al mismo tiempo los derechos o la legitimidad de las minorías políticas ubicadas a su derecha o a su izquierda. Con respecto a la izquierda, y en particular a la pretensión de la izquierda populista a representar a la izquierda toda, no conviene mezclar la participación cívica masiva y los reclamos populares por la igualdad social y política con una situación de populismo. Ahistóricos, los expertos suelen confundir democracia social, política progresista y populismo. Uno de los objetivos de este libro es ubicar claramente al populismo en la historia y subrayar también la necesidad de distinguirlo de otras formas emancipatorias y democráticas que con demasiada frecuencia son rechazadas por populistas. Si el populismo usa la xenofobia para que la sociedad se vuelva retrógrada, como suele suceder en sus versiones de derecha, el populismo de izquierda hace posible que la sociedad se preocupe por las condiciones de desigualdad social y económica. Últimamente, esto ha llevado a poner en tela de juicio el dogmatismo de las medidas de austeridad neoliberales y la supuesta neutralidad de las soluciones de orientación mercado-tecnocrática.

En todos los casos, el populismo habla en nombre de un solo pueblo, y también lo hace en nombre de la democracia. Pero una democracia definida en términos restringidos: como la expresión de los deseos de los líderes populistas. No se puede definir al populismo simplemente por su pretensión de representar en exclusividad al pueblo entero contra las élites. No se trata sólo de que los populistas quieren actuar en nombre de todo el pueblo; también creen que su líder es el pueblo, y que debería reemplazar a los ciudadanos en la toma de todas las decisiones. Los historiales globales del populismo muestran que su comienzo constitutivo suele coincidir con el momento en que el líder se convierte en el pueblo. Pero aunque el líder en teoría personifica al pueblo, en la práctica sólo representa a sus seguidores (y votantes), a quienes los populistas conciben como la expresión de todo un pueblo. El líder reemplaza al pueblo y pasa a ser su voz. En otras palabras, la voz del pueblo sólo puede expresarse por boca del líder. Es en la persona del líder donde la nación y el pueblo pueden finalmente reconocerse a sí mismos y tener una participación política. En realidad, sin un concepto de líder carismático y mesiánico, el populismo es una forma histórica incompleta. Es difícil entender el populismo prescindiendo de su idea autoritaria de liderazgo y su propósito de acceder al poder por vías electorales. Estas afirmaciones absolutas sobre pueblo y liderazgo sintetizan no sólo la idea populista de cómo los populistas en modo oposición o en modo campaña deberían cuestionar seriamente el estado de una democracia, sino también cómo habrá que gobernar la democracia una vez que los populistas accedan al poder. En última instancia, y en la práctica, el populismo sustituye la representación con la transferencia de autoridad hacia el líder. De izquierda a derecha, esto es lo que constituye la ideología del populismo: la necesidad de una forma de democracia más directa y autoritaria. En otras palabras, cuando un populista se gana la voluntad de una mayoría electoral circunstancial, esa voluntad se funde con los deseos del líder, que actúa en nombre del pueblo «real».

 

 

Como explica Andrew Arato, un destacado investigador en teoría social y política, en el populismo la parte pasa a ser el todo. Es decir: se inventa un pueblo unido de ficción para que encarne en, y lo conduzcan, líderes autoritarios. «El pueblo», en realidad, es un concepto que da cuenta de los muchos pueblos distintos que viven en una nación. Su traducción a un pueblo único y unido encarnado en un líder es una recurrencia histórica decisiva del populismo. Este proceso histórico por el cual el pueblo, creado a partir de un sector de los ciudadanos, se vuelve primero Uno, luego es reapropiado por un movimiento y por fin encarna en el liderazgo autoritario de un sujeto construido (el pueblo unido e indiferenciado) que no existe en la realidad, tiene efectos antidemocráticos claros. Pero para los populistas es el enemigo el que está contra la democracia, no ellos. Del populismo de izquierda argentino a los populistas de las extremas derechas francesa y alemana, los populistas sostienen que defienden al pueblo de la tiranía y la dictadura. Para los populistas, la dictadura no es tanto una forma de gobierno superada como una metáfora para describir al enemigo en el presente. Eso les permite igualar democracia y populismo y al mismo tiempo asociar a su contrario (la tiranía o la dictadura) con su rival político, ya sea el antiperonismo en la Argentina, el imperialismo en Venezuela o la Unión Europea en Francia y Alemania. Sin duda todos estos actores tienen o han tenido dimensiones autoritarias, pero no forman parte de la caricaturización populista del enemigo político. Los populistas no se preocupan demasiado por las sutilezas de la observación empírica; más bien se dedican a retrabajar la realidad, incluso a reinventarla, en función de sus variados imperativos ideológicos. Viviendo en el interior de la burbuja populista, los líderes, regímenes y seguidores pueden presentar todo aquello que les desagrade como una mentira de los medios y una conspiración interna o externa contra el pueblo, el líder y la nación. En este punto, el populismo se liga directamente con la clásica negativa fascista a determinar la verdad empíricamente.

Una diferencia entre populismo y liberalismo, así como entre populismo y socialismo, es que el liberalismo y el socialismo deben enfrentar sus fracasos empíricamente, cosa que suelen hacer, aunque no siempre. Los populistas piensan de otro modo. Cualquiera que se les oponga es convertido en una entidad tiránica. En ese contexto, democracia y dictadura son sólo denominaciones para el yo y el otro. Se vuelven imágenes de la visión populista y dejan de ser categorías de análisis político. Esta transformación de conceptos en imágenes es una dimensión clave de la versión populista de un rasgo fascista similar, largo tiempo atrás observada por Walter Benjamin: concretamente, la estetización de la política. Ese énfasis en la política como espectáculo acompaña al populismo siempre que pasa de movimiento de oposición a régimen.

Aunque entre los populismos de izquierda y de derecha hay diferencias múltiples e importantes, incluso esenciales, el populismo cambia por completo cuando abandona la oposición para asumir el papel muy distinto de régimen. Inversamente, el populismo aparece como un movimiento de protesta y revela con claridad los límites que las élites gubernamentales tienen para representar a segmentos importantes de la sociedad, pero también reivindica la representación de la sociedad como un todo. En tanto régimen, el populismo no tiene límites a la hora de reivindicar la soberanía popular, identificando los votos de las mayorías electorales que apoyan al régimen con los deseos estructurales y trascendentales del pueblo y la nación. Como oposición, el populismo suele contribuir a la comprensión de las frustraciones pero también a desnudar los persistentes prejuicios de grandes sectores de la población. Como régimen, el populismo se arroga la representación absoluta de un pueblo entero, cosa que a menudo traduce delegando todo el poder en el líder. En este contexto, el líder dice saber lo que el pueblo realmente quiere mejor que el pueblo mismo.

A diferencia de los fascistas, los populistas juegan el juego democrático casi siempre y terminan por ceder el poder cuando pierden una elección. Eso se debe a que el populismo, aunque parecido al fascismo en el hecho de que se funde con la nación y el pueblo, conecta esas pretensiones totalizadoras de representación nacional popular con decisiones electorales. En otras palabras, el populismo trasmite una concepción plebiscitaria de la política y rechaza la forma fascista de la dictadura.

El populismo es una forma autoritaria de democracia. Definida históricamente, prospera en contextos de crisis política real o imaginaria donde se presenta como la antipolítica. Afirma que desarrolla actividades políticas manteniéndose al margen del proceso político. En este sentido, la democracia aumenta la participación política de las mayorías reales o imaginarias al mismo tiempo que excluye a, y limita los derechos de, las minorías políticas, sexuales, étnicas y religiosas. Tal como se observó anteriormente, el populismo concibe al pueblo como Uno, es decir como una entidad única compuesta de líderes, seguidores y nación. Esta trinidad de soberanía popular tiene sus raíces en el fascismo, pero está confirmada por los votos. El populismo se opone al liberalismo, pero está a favor de la política electoral. De ahí que podamos entender mejor el populismo si lo pensamos como una original reformulación histórica del fascismo que accedió al poder por primera vez después de 1945. La homogeneizadora visión del pueblo del populismo concibe a los adversarios políticos como el antipueblo. Los adversarios se vuelven enemigos: némesis que consciente o inconscientemente representan a las élites oligárquicas y a una variedad de intrusos ilegítimos. El populismo defiende a un líder nacionalista iluminado que habla y decide por el pueblo. Minimiza la separación de poderes, la independencia y legitimidad de la prensa libre y el imperio de la ley. En el populismo la democracia es cuestionada pero no destruida.

Mientras termino este libro, un nuevo populismo ha tomado las riendas del mundo. Una vez más, el triunfo electoral de un líder narcisista viene acompañado de la ofensa y el menosprecio del valor de los demás. La intolerancia y la discriminación han abierto el camino para una definición de pueblo basada simultáneamente en la inclusión y la exclusión. Como sucedió en el pasado, este populismo nuevo, recargado, pone en tela de juicio la democracia desde adentro, pero la historia nos enseña que las instituciones democráticas y una sociedad civil fuerte pueden enfrentar con energía al populismo en el poder. En suma, podemos aprender de las instancias históricas de resistencia.

Cuando surgió el populismo moderno, el escritor argentino Jorge Luis Borges afirmó que el fascismo, expulsado de Berlín, había emigrado a Buenos Aires. Los regímenes de Alemania y Argentina fomentaron la opresión, la servidumbre y la crueldad, pero «más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez». Aunque mezclara problemáticamente el fascismo (una dictadura) con el populismo (una forma de democracia electoral autoritaria), Borges revelaba con agudeza por qué y cómo ambos respaldaban la estupidez y la falta de pensamiento histórico. Ignoraban las experiencias vividas y reafirmaban mitologías groseras. Aunque su elitismo le impedía reconocer que el nuevo populismo era una opción inclusiva para gente que se sentía no representada, Borges advertía con claridad su «triste» y determinante monotonía. La diversidad había sido reemplazada por imperativos y por símbolos. En su temprano análisis del populismo en la historia, Borges enfatizaba el modo en que sus líderes transformaban la política en mentira. La realidad se convertía en melodrama. Lo distorsionaban todo con ficciones «que no podían ser creídas y eran creídas». Como Borges, debemos recordar que hay que enfrentar el fascismo y el populismo con verdades empíricas o, como lo dice él, que hay que distinguir entre «leyenda y realidad». En tiempos como éstos, el pasado nos recuerda que el fascismo y el populismo también están sujetos a las fuerzas de la historia.

Nueva York, 2 de mayo de 2017

 

 

INTRODUCCIÓN

Pensando el fascismo y el populismo en función del pasado

Indagación histórica de cómo y por qué el fascismo se transformó en el populismo en la historia, este libro describe las genealogías dictatoriales del populismo moderno. Subraya también las diferencias significativas entre el populismo como forma de democracia y el fascismo como forma de dictadura. Vuelve a pensar las experiencias conceptuales e históricas del fascismo y el populismo, evaluando sus afinidades ideológicas electivas y sus diferencias políticas sustanciales en el plano histórico y teórico. Un abordaje histórico no implica subordinar las experiencias vividas a modelos o tipos ideales, sino más bien subrayar cómo los actores se vieron a sí mismos en contextos a la vez nacionales y transnacionales. Implica subrayar contingencias diversas y fuentes múltiples. La historia combina evidencia con interpretación. Los tipos ideales ignoran la cronología y la centralidad de los procesos históricos. El conocimiento histórico requiere dar cuenta de cómo el pasado se experimenta y explica a través de relatos de continuidades y cambios a lo largo del tiempo.

Contra la idea de que el populismo es un fenómeno exclusivamente europeo o norteamericano, propongo una lectura global de sus trayectorias históricas. Al debatir con definiciones teóricas genéricas que reducen el populismo a una sola frase, insisto en la necesidad de restituir el populismo a la historia. Las formas de populismo de izquierda y de derecha que se entrecruzan en el mundo son diversas y hasta opuestas, y coincido con historiadores como Eric Hobsbawm en que las formas de populismo de izquierda y las de derecha no pueden confundirse por la simple razón de que a menudo son antitéticas. Mientras los populistas de izquierda presentan a quienes se oponen a sus opiniones políticas como enemigos del pueblo, los de derecha conectan esa intolerancia populista hacia las opiniones políticas distintas con una concepción del pueblo basada en la etnicidad y el país de origen. En pocas palabras, los populistas de derecha son xenófobos.

Al enfatizar el estilo populista antes que sus contenidos, la mayoría de los historiadores han rechazado las dimensiones más genéricas y transhistóricas de las numerosas teorías del populismo que minimizan las diferencias históricas e ideológicas. Cuestionando las definiciones que hacen del populismo algo exclusivamente de izquierda o de derecha, pongo el acento en el rango de posibilidades históricas que presenta el populismo, de Hugo Chávez a Donald Trump, conservando distinciones sociales y políticas esenciales entre la izquierda y la derecha pero sin perder sus propiedades antiliberales decisivas en sus diversas manifestaciones históricas. Y contra la idea estereotipada de que el populismo es una experiencia política nueva, sin una historia profunda —concretamente, una formación nueva nacida con el cambio de siglo y la caída del comunismo—, propongo un análisis histórico según el cual el populismo arraiga por igual en los otros tres momentos globales del siglo pasado: las dos guerras mundiales y la Guerra Fría.

De la derecha europea a los Estados Unidos, el populismo, la xenofobia, el racismo, los líderes narcisistas, el nacionalismo y la antipolítica ocupan el centro de la política. ¿Debemos prepararnos para una tormenta ideológica similar a la que desencadenó el fascismo cuando apareció, hace poco menos de cien años? Eso piensan algunos actores y analistas de política mundial, y el surgimiento reciente de políticas populistas racistas en Estados Unidos, Austria, Francia, Alemania y tantos otros lugares del planeta parece confirmarlo. Pero pocos coinciden en una misma definición de fascismo y populismo, y los estudiosos del fascismo y del populismo suelen mostrarse reticentes a debatir en público los usos de esos términos. Al retirarse del debate público han permitido que los usos del fascismo y el populismo carezcan básicamente de una interpretación histórica. En un momento en que el fascismo y el populismo parecen estar en todas partes, muchos actores e intérpretes actuales desconocen sus verdaderas historias.

 

 

LOS USOS DEL FASCISMO Y EL POPULISMO

El fascismo, como el populismo, suele servir para designar el mal absoluto, el desgobierno, los liderazgos autoritarios y el racismo. Pero esa función despoja a los términos de sus sentidos históricos. La creencia problemática de que la historia no hace sino repetirse a sí misma ha viajado del norte global al sur global, de Moscú a Washington y de Ankara a Caracas. En 2014, tras la anexión rusa de Crimea y la crisis ucraniana, las autoridades rusas decían que el gobierno de Ucrania era el resultado de un golpe fascista. Hillary Clinton, por entonces secretaria de estado, comparaba el accionar del presidente ruso Vladimir Putin en relación con Ucrania con «lo que Hitler hizo en los años 30». Ese mismo año, lejos del Mar Negro, el presidente de Venezuela Nicolás Maduro recurrió a la amenaza del fascismo para justificar el encarcelamiento de un líder de la oposición. El mismo tipo de afirmaciones problemáticas hacían y hacen quienes se oponen a los experimentos latinoamericanos con el populismo. Epítetos similares suelen circular a propósito de Oriente Medio y África. En 2017, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan describía a Europa como «fascista y cruel». Caracterizaciones casi idénticas, según las cuales tanto el gobierno como la oposición son fascistas, recorren el sur y el norte global, de la Argentina a Estados Unidos, donde Donald Trump debió enfrentar ese tipo de acusaciones durante su exitosa campaña presidencial de 2015-2016; él mismo, ya como presidente electo, acusó a las agencias de inteligencia de haber incurrido en prácticas nazis en su contra. Sintomáticamente, Trump se preguntaba: «¿Acaso vivimos en la Alemania nazi?».

Como el término fascismo, el término populismo también es objeto de una mala interpretación cuando se lo define como una condensación de extremos de derecha e izquierda. Se lo ha exagerado o mezclado con cualquier cosa que se oponga a la democracia liberal. Por ejemplo, políticos como el presidente mexicano Enrique Peña Nieto o el ex primer ministro británico Tony Blair (en particular tras el Brexit de 2016) denunciaban que el populismo se oponía al statu quo liberal del que ellos eran representantes apasionados. En realidad, esta tendencia a pintar el populismo como una visión negativa de la democracia revela una identificación simplista, a menudo interesada, de la democracia con el neoliberalismo. Esas posiciones reproducen las concepciones totalizantes del populismo del tipo «nosotros versus ellos». Más aún, vacían a la democracia de cualquier potencial emancipatorio. En ese contexto, enfrentados con sus enemigos neoliberales, los sectores de la sociedad (de izquierda o derecha) que se sienten marginados por las élites tecnocráticas se ven aún más atraídos por el populismo. Se puede pensar que populismo y neoliberalismo socavan por igual la diversidad e igualdad democráticas, pero ninguno de los dos es una forma de fascismo.

Ni el populismo ni el neoliberalismo permiten que la ciudadanía tome decisiones políticas significativas. Pero ambos son parte del espectro democrático y, a partir de 1989 especialmente, han estado causalmente conectados entre sí y a menudo se han sucedido uno al otro. A escala global, el populismo no es una patología de la democracia sino una forma política que prospera en democracias particularmente desiguales, es decir, en lugares donde la brecha de ingresos crece y la legitimidad de la representación democrática decrece. El populismo puede reaccionar socavando la democracia aun sin destruirla, y si y cuando llega a acabar con ella, deja de ser populismo y se convierte en otra cosa: una dictadura.

Históricamente, el populismo ha respondido a estos contextos (de derecha o izquierda) de manera diversa, y aunque esas respuestas se encuadren en culturas políticas y situaciones nacionales distintas, por lo general tienden al autoritarismo. Esto se debe principalmente a que el populismo, como anteriormente el fascismo, interpreta que su propia posición es la única y verdadera forma de legitimidad política. La única verdad del populismo es que el líder y la nación forman un todo. Para el populismo, la voluntad singular de la mayoría no puede aceptar otros puntos de vista. Aquí el populismo se parece al fascismo en el hecho de que es una reacción al modo en que liberalismo y socialismo explican lo político. Y, como el fascismo, una vez más, el populismo no le reconoce un lugar político legítimo a una oposición a la que acusa de actuar contra los deseos del pueblo y de ser tiránica, conspirativa y antidemocrática. Pero esta negativa a reconocerle legitimidad a la oposición no suele ir más allá de la lógica de una demonización discursiva. Se convierte a los adversarios en enemigos públicos, pero sólo en el plano retórico. Si el populismo pasa de esa enemistad retórica a poner en práctica la identificación y persecución de enemigos, podríamos decir que se ha transformado en fascismo o en algún otro tipo de represión dictatorial. Es algo que ya ha sucedido antes, por ejemplo, en el caso de la Triple A peronista a principios de la «Guerra Sucia» argentina de los años 70, y sin duda podría volver a suceder en el futuro. El populismo siempre puede convertirse en fascismo, pero es una posibilidad muy poco común, y cuando sucede, y el populismo se vuelve totalmente antidemocrático, deja de ser populismo. El fascismo celebra la dictadura; el populismo nunca. El fascismo idealiza y pone en práctica formas crudas de violencia política que el populismo rechaza en teoría y, por lo general, también en la práctica. De modo que es problemático hablar de populismo y fascismo como si fueran lo mismo, en la medida en que ambos son significativamente distintos. El populismo es una forma de democracia autoritaria, mientras que el fascismo es una dictadura ultraviolenta. Los términos están conectados genealógicamente, pero por lo general no conceptual ni contextualmente. Historizado de modo correcto, el populismo no es el fascismo.

¿Por qué, pues, se habla de populismo y de fascismo sin hacer referencia a sus respectivas historias? ¿Es verdad que asistimos al retorno del fascismo, el ismo que marcó a sangre y acero la primera mitad del siglo XX? Por lo general se toma el fascismo no como una experiencia histórica específica, con resultados traumáticos, sino más bien como un insulto. Así, líderes y partidos populistas que representan concepciones autoritarias de la democracia pero no se oponen a ella son erróneamente equiparados con formaciones dictatoriales fascistas. A partir de 1945, por primera vez en su historia, el populismo pasó por fin de ser una ideología y un tipo de movimiento de protesta a un régimen de poder. Fue un punto de inflexión en su trayectoria conceptual y práctica cuya relevancia histórica no puede dejar de subrayarse. Del mismo modo, el fascismo sólo se volvió realmente influyente cuando pasó de ideología y movimiento a régimen. En este sentido, en su calidad de primer líder populista en el poder, Perón desempeñó un papel similar al que encarnaron los líderes fascistas Mussolini y Hitler. Al convertirse en un régimen, el populismo terminó cristalizando una forma política nueva, eficaz, de gobernar la nación. Así fue como el populismo reformuló al fascismo, y en esa medida, como en el célebre caso del pe­ronismo argentino, se convirtió en un ismo totalmente dife­renciado: uno que echó y echa sus raíces en la democracia electoral, al tiempo que despliega una tendencia a rechazar la diversidad democrática.

 

 

EL FASCISMO REGRESA

Fascismo es un término que tiene la inquietante capacidad de absorber cualquier acontecimiento nuevo y oscurecer su sentido y su historia. No está lejos la época en que el presidente de Estados Unidos George W. Bush describía a Al-Qaeda como una entidad islamo-fascista. El fascismo forma parte de nuestro vocabulario político, pero ¿es cierto que ha regresado de su tumba de 1945? ¿Acaso regresó como populismo? Hay diferencias significativas entre las evocaciones discursivas del fascismo y sus continuidades en el presente, más bifurcadas. El fascismo como régimen nunca regresó luego del final de la Segunda Guerra Mundial; de hecho, la ausencia de regímenes fascistas es lo que define a la segunda mitad del siglo pasado. El liberalismo y el comunismo se unieron para derrotar al otro ismo de la política moderna, y una vez que derrotaron al fascismo lucharon y compitieron a menudo entre sí, creando la Guerra Fría. Éste fue el nuevo contexto en el que surgió el populismo moderno que hoy conocemos. Muchos historiadores coinciden en que la Guerra Fría fue bastante caliente en el sur global (de Vietnam e Indonesia al genocidio guatemalteco y el terrorismo de estado en la Argentina), pero nunca alcanzó los récords de «calor» globales de la violencia fascista que llevó al Holocausto y la Segunda Guerra. De todas formas, luego de 1945, la mayoría de los actores creían que el fascismo había sido derrotado para siempre. A partir de allí, pocos políticos antidemocráticos, de Juan Perón a Marine Le Pen y Donald Trump, aceptaron que los asociaran con el término fascismo, pero eso no significa que en la teoría y la práctica no tuvieran vínculos con él. Populismo es el término clave para entender cómo resuena el fascismo en los acontecimientos y estrategias políticas que reformularon sus legados en los nuevos tiempos democráticos.

El fascismo perpetuó su legado en diversas combinaciones de populismo y neofascismo, formas posfascistas de democracia antiliberal. Lo cierto es que, pese al predominio del populismo, sigue habiendo muchos grupos neofascistas. Se dan en Europa movimientos neofascistas que, a diferencia de los populistas, pretenden invocar y reproducir sin matices el legado fascista. Países como Grecia, con su movimiento de extrema derecha Amanecer Dorado, o Noruega, donde un terrorista fascista, alimentado de lecturas fascistas transnacionales, masacró en 2011, él solo, a setenta y siete personas, proporcionaron a esas sociedades dosis mesuradas de violencia política fascista y de muerte que ilustran cuál es la posición del neofascismo. A veces los neofascistas son compañeros de ruta del populismo. Los populistas difieren de los neofascistas en su deseo de remodelar la democracia al estilo autoritario sin por ello destruirla, pero, igual que los neofascistas, los europopulistas de derecha identifican al «pueblo» con una comunidad nacional definida en términos étnicos. La Alternativa por Alemania (AFD) y, especialmente, el movimiento Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Pegida) cabalgan sobre el autoritarismo populista de derecha y el legado neonazi del fascismo alemán. Estos populismos reducen la democracia al predominio de un grupo étnico mayoritario y alegan que este tipo de democracia es objeto de un ataque foráneo. Del mismo modo, los movimientos populistas de Francia y los Países Bajos están parcialmente fundados en la recuperación xenofóbica de un pasado fascista que al mismo tiempo rechazan4. En Ucrania, las protestas callejeras de 2014 estaban abarrotadas de derechistas ucranianos radicales, pero esto no significa que Ucrania tenga un gobierno fascista o que Francia o Alemania corran peligro de asistir a un resurgimiento del fascismo. El mismo patrón rige al populismo europeo de derecha y extrema derecha en su totalidad, así como al populismo norteamericano.

 

 

EL TRUMPISMO EN LA HISTORIA

Durante la campaña presidencial de 2015-2016, Donald Trump y sectores importantes de la derecha norteamericana pusieron de manifiesto como piezas decisivas de sus programas algunas formas de racismo populistas, en particular con los inmigrantes mexicanos, y actitudes discriminatorias para con minorías religiosas. Esas formas de populismo recibieron el apoyo de grupos neofascistas como el Ku Klux Klan y otros, pero eso no quiere decir que el trumpismo fuera una forma de fascismo. Como sucede en Europa, los compañeros de ruta neofascistas daban su apoyo a lo que en realidad era una constelación de populismos de derecha que definía la campaña trumpista5. Esas concepciones cobraron una legitimidad nueva como resultado del predominio de los momentos xenófobos durante la campaña, lo que incluía algunas situaciones de violencia contra críticos y manifestantes. En su célebre «Manifiesto por el 60 por ciento: La coalición populista nacionalista de centroderecha», difundido en Breitbart, el sitio web de la supremacía blanca alt-right (derecha alternativa), la extrema derecha del trumpismo sostenía que las políticas del populismo se interponían entre la salvación nacional y una nueva guerra civil. Sólo un «liderazgo fuerte y con visión de futuro» podía salvar a Norteamérica de una guerra interna. Las decisiones electorales formaban parte de esa fórmula populista, pero ya antes de votar estaban ligadas a la idea de que Trump representaba lo que el pueblo quería. Como sostenían los populistas norteamericanos: «Populismo, en dos palabras, es eso: tomar partido por el pueblo contra las élites del poder que no tienen en cuenta nuestros intereses». Alegaban que el «populismo resurgía en Norteamérica y en crecientes y significativos bolsones europeos porque ponía al pueblo en primer lugar, PRIMERO. Por eso está ganando. Por eso las élites lo odian tanto y por eso, en última instancia odian a Donald Trump». El ex CEO de Breitbart Steve Bannon, que fue también uno de los asesores más cercanos de Trump y el CEO de su campaña, destacó en particular el carácter populista de la aparición de Trump en la historia norteamericana. Sus simpatizantes de la supremacía blanca alt-right decían que Trump pertenecía a la tradición del populismo norteamericano, a la que distinguían del fascismo.

Desde una perspectiva histórica, Trump sonaba claramente como un fascista: sorteaba la brecha que separaba lo que él representaba —concretamente, una candidatura del populismo extremista radical— de aquello que el fascismo ha defendido siempre. Pero aun así se inscribía mejor en los modos autoritarios del populismo de posguerra que en la política fascista «clásica». Como muchos otros líderes populistas, de Juan Perón en la Argentina a Silvio Berlusconi en Italia, Trump declaró repetidas veces que actuaba en nombre del pueblo, al tiempo que forzaba los límites de la democracia. Aunque se presentaba como el candidato de «la ley y el orden», puso en tela de juicio el respeto del imperio de la ley y la separación de poderes. Trump fue particularmente antidemocrático al intentar desmerecer la autonomía del sistema judicial. Usó la raza como instrumento político para atacar al sector judicial, acusando a un juez norteamericano de actuar en su contra por su ascendencia mexicana. Durante la campaña, Paul Ryan, republicano y presidente de la Cámara de Representantes y por entonces el segundo político republicano más poderoso, caracterizó los dichos de Trump sobre el juez como «la definición de manual» del racismo. Trump, a su vez, recurrió al manual de populismo y declaró que su candidatura era la expresión tácita de lo que «la gente» quería: «La gente está cansada de la corrección política, cansada de oír que las cosas están perfectamente bien».

 

 

Trump creía ser la voz incontenible de los deseos de la gente. A su vez, veía a su adversaria, Hillary Clinton, como alguien que «atenta contra el pueblo norteamericano y todos los votantes norteamericanos». Trump creía que representaba a la gente de todo el país y que Clinton era la antítesis del pueblo norteamericano y la nación. Su mensaje autoritario abundaba en visiones conspirativas de tono fascista. Dijo que Clinton se había reunido «en secreto con los bancos internacionales para planear la destrucción de la soberanía de los Estados Unidos». Una vez que ganó las primarias de su propio partido, Trump interpretó que el «mandato de la gente» que había recibido justificaba su estilo de antagonismo populista, pero se mantuvo lejos de los modales dictatoriales del fascismo.

Las ideas expuestas en la campaña de Trump tenían claros acentos fascistas y racistas. Como dijo Robert Paxton, el renombrado historiador del fascismo, hay diferencias importantes entre el contexto de entreguerras que hizo surgir al fascismo y la actualidad, pero aun así resonaban «ecos del fascismo» en los temas de Trump de 2015 y 2016, especialmente en la preocupación del candidato por la regeneración nacional y su temor a la decadencia, así como en su «estilo y su técnica». Su conclusión, sin embargo, era que Trump no era fascista. Paxton mencionaba las propuestas xenófobas de Trump, que vinculaban claramente al candidato con Hitler y Mussolini, e identificaba a Trump como un protofascista en ciernes, representante de «una especie de cuasifascismo populista» que todavía no se había convertido en fascismo. Mientras el historiador Paxton interpretaba el populismo como una fase prefascista para analizar históricamente las resonancias fascistas del trumpismo, otros intérpretes del fascismo y el populismo se negaron a analizar a Trump con la lente del fascismo. Stanley Payne, un famoso historiador conservador del fascismo, destacaba que Trump no era fascista sino reaccionario. No había en él violencia ni tendencias nacionalistas revolucionarias; Trump formaba parte de «un movimiento populista de derecha». De manera similar, para Roger Griffin, un reputado historiador de los estudios fascistas, «se puede ser un asqueroso macho chauvinista racista xenófobo y aun así no ser fascista». Griffin no veía en Trump el fascismo que su propia teoría del fascismo identifica como tal, que implica «el anhelo de un orden y una nación nuevos, no sólo una vieja nación reformada». Para Griffin, Trump no era aún fascista: «Mientras Trump no abogue por abolir las instituciones democráticas norteamericanas y reemplazarlas por algún tipo de orden posliberal nuevo, técnicamente no será fascista».

Estos investigadores no señalaban los lazos históricos entre fascismo y populismo. Mayormente absortos en Occidente, tampoco tenían en cuenta las dimensiones transnacionales del fenómeno. En otras palabras, su visión euronorteamericana del fascismo y el populismo les impedía ubicar a Trump en un contexto global, más allá de Estados Unidos y Europa. Los ejemplos globales, a lo sumo, funcionaban como meros agregados a lo que para ellos era y es, básicamente, una historia noratlántica. Aquello que sonaba como un eco del pasado formaba parte de la explicación histórica del presente. En contraste con estos argumentos, yo diría que el fascismo y el populismo, aunque históricamente ligados entre sí, responden a contextos distintos y se convirtieron en experiencias históricas globales muy diferentes. Son capítulos distintos de una misma historia transnacional, la de la resistencia antiliberal a la democracia constitucional moderna. El trumpismo forma parte de esa tradición. Del fascismo al populismo, muchas cosas han cambiado en el mundo, incluido el hecho de que los regímenes fascistas quedaron en el camino con la divisoria de aguas representada por la victoria aliada de 1945 y la subsiguiente Guerra Fría. Los regímenes fascistas ya eran parte del pasado, pero los regímenes populistas prosperaron tras la derrota del fascismo. Aunque los lazos entre fascismo y populismo son importantes, una experiencia histórica no puede subsumirse en la otra. Hitler y Mussolini eran muy distintos de Perón y Trump, pero hay conexiones históricas significativas entre el peronismo, el populismo norteamericano y el fascismo.

En definitiva, la mayoría de estas personas y movimientos populistas tomaron sus distancias del fascismo clásico, pero aun así fueron etiquetados de tales. La mayoría de los historiadores, y me incluyo, son alérgicos a estas generalizaciones. Hay que combatir estas interpretaciones públicas del fascismo y el populismo, no sólo negarlas o ridiculizarlas. Hoy los expertos y los políticos usan el fascismo para describir a la ligera no sólo el populismo sino también los regímenes autoritarios, el terrorismo internacional o las posturas represivas estatales, o incluso las protestas callejeras de la oposición. Se trata de una negligencia históricamente problemática, dado que esas interpretaciones desprolijas del fascismo demonizan al populismo pero no dan cuenta de sus causas históricas. Fusionar fascismo y populismo suele llevar a proponer que el statu quo es la única alternativa a las opciones populistas.

En América Latina, por ejemplo, esas interpretaciones ahistóricas del populismo y el fascismo suelen mezclar a líderes populistas (tanto en el gobierno como en la oposición) que implementaron políticas de masas tajantes con los líderes dictatoriales que se valieron de medios violentos para eliminarlos. Echan por tierra distinciones esenciales entre el populismo de izquierda y el de derecha, cuando en realidad el populismo puede ser característicamente izquierdista, derechista o una amalgama de ambas cosas. Confunden también regímenes democráticamente elegidos o ciudadanos democráticamente comprometidos con dictaduras militares que destruyen la democracia. En términos conceptuales, el uso de los adjetivos fascista y populista es un problema serio. Dado el uso y abuso sufridos por los términos fascismo y populismo, ya es hora de ubicarlos a ambos en sus contextos históricos. Sólo así podemos evaluar los movimientos y situaciones que se dan actualmente en Latinoamérica, Europa, África, Estados Unidos y otros lugares. No se puede entender el presente aislado de sus múltiples genealogías, y el fascismo y el racismo forman claramente parte de ellas. El fascismo no es sólo un fantasma borroso del pasado, sino también una ideología histórica alguna vez derrotada que tiene claras repercusiones populistas y neofascistas en la actualidad.

En líneas generales, este libro aporta una lectura contextual de fuentes primarias, historiografía y teoría política que está muy atenta a cómo y por qué el fascismo suele convertirse en populismo. Propone una crítica histórica de los caminos que van de los regímenes, movimientos e ideologías fascistas a los populistas. Apartándose de las interpretaciones públicas de estos términos, este libro investiga cómo y por qué surgieron el fascismo y el populismo en la historia.

 

 

EL FASCISMO Y EL POPULISMO EN LA HISTORIA

Luego de que Mussolini y los fascistas italianos adoptaran el nombre fascismo para su revolución antidemocrática, y especialmente en 1922, cuando el fascismo pasó a ser un régimen de poder, la palabra fascismo se convirtió en el indicador global de una renovada tradición antidemocrática y antiiluminista. Superando los contextos nacionales y las limitadas teorías eurocéntricas, lo que propongo es una concepción histórica que hace del fascismo un universo político ambulante y viajero, un nacionalismo radical afectado y hasta cierto punto constituido por patrones transnacionales.

Históricamente, el fascismo fue una ideología política que incluyó fenómenos como el totalitarismo, el terrorismo de estado, el imperialismo, el racismo y, en el caso de Alemania, el genocidio más radical del siglo pasado: el Holocausto. En sus muchas formas, el fascismo no vaciló en asesinar a sus propios ciudadanos, así como a sus súbditos coloniales, en su búsqueda de dominación política e ideológica. Millones de civiles perecieron en el mundo durante el apogeo de las ideologías fascistas en Europa y más allá.

En términos históricos, el fascismo puede definirse como una ideología global con movimientos y regímenes nacionales. Fue un fenómeno transnacional tanto dentro como fuera de Europa. Formación contrarrevolucionaria moderna, fue ultranacionalista, antiliberal y antimarxista. El fascismo, en suma, no fue meramente una posición reaccionaria. Su propósito principal era destruir la democracia desde adentro para crear una dictadura moderna desde arriba. Fue el producto de una crisis económica del capitalismo y una crisis simultánea de la representación democrática. Los fascistas transnacionales proponían un estado totalitario donde se amordazaría la pluralidad y la sociedad civil y cada vez habría menos diferencias entre lo público y lo privado, el estado y sus ciudadanos. Los regímenes fascistas suprimían la prensa y destruían por completo el imperio de la ley. El fascismo defendía un tipo de liderazgo divino, mesiánico y carismático que concebía al líder orgánicamente ligado al pueblo y a la nación. Consideraba que la soberanía popular debía delegarse por entero en el dictador, que actuaba en nombre de la comunidad del pueblo y sabía mejor que ella lo que realmente quería. Los fascistas sustituían la historia y las nociones de verdad basadas en la demostración empírica por el mito político. Tenían una idea extrema del enemigo, al que veían como una amenaza existencial para la nación y el pueblo, y al que había que perseguir, primero, y luego deportar o eliminar. Se proponían crear un orden mundial nuevo, epocal, a través de una escalada progresiva de guerras y violencia política extrema.

En mi propio trabajo propongo analizar el fascismo como una ideología transnacional con importantes variaciones nacionales. Ideología global, el fascismo se reformuló a sí mismo una y otra vez en distintos contextos nacionales y experimentó constantes permutaciones nacionales.

El fascismo nació en Italia en 1919, pero la forma política que representa apareció simultáneamente en todo el mundo. De Japón a Brasil y Alemania, de la Argentina a India y Francia, la revolución de derecha antidemocrática, violenta y racista que encarnó fue adoptada con distintos nombres en distintos países: nazismo en Alemania, nacionalismo en la Argentina, integralismo en Brasil, y así sucesivamente. El fascismo ya era transnacional antes de que Mussolini usara la palabra fascismo, pero en 1922, cuando se convirtió en el régimen de Italia, el término atrajo la atención del mundo y adquirió distintos sentidos según los contextos locales. Esto no quiere decir que las influencias italianas (o francesas, o más tarde alemanas) no fueran importantes para los fascistas transnacionales. Pero hubo pocos imitadores. Los fascistas transnacionales moldearon la ideología fascista de modo que encajara en sus tradiciones políticas y nacionales particulares. Como decía el fascista brasileño Miguel Reale: «El fascismo es la doctrina universal del siglo», y como tal trascendió la versión italiana de Mussolini, dado que desde el principio «la criatura era más grande que su creador». La conclusión de Reale era que el fascismo de Brasil era superior al europeo. De manera similar, los fascistas argentinos sostenían que el suyo era mejor precisamente porque no estaba limitado por los problemas europeos.

Los fascistas de todo el mundo concebían la violencia política como la fuente del poder político. Contra la idea liberal y comunista de que el poder era el resultado del monopolio estatal de la violencia, los fascistas equipar ...

 

 


 

OTROS ENLACES DE INTERÉS: 

https://puntocritico.com/2017/11/23/6938/

https://puntocritico.com/2018/11/04/lo-peor-esta-por-venir-y-otras-reflexiones/

https://puntocritico.com/2018/01/18/apuntes-sobre-el-fascismo/

 


Notas al articulo de Shray Metha:

1. El Bharatiya Janata Party (BJP) es el catorceavo Primer Ministro de la India, es un nacionalista hindú miembro de la organización de derecha Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS).

2Votado en el Congreso Fundacional de la Cuarta Internacional (1938) y elaborado por León Trotsky, la idea es, a grandes rasgos, que las masas en sus luchas diarias hallen la conexión con el programa de revolución socialista.

 

 

 


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