La hija de Ryan – 1970

La hija de Ryan (1970)

Dirigida por David Lean

 

 
Título original   Ryan's Daughter   (1970)
Duración 206 min.    País Reino Unido
Dirección David Lean 
Guion   Robert Bolt      Música Maurice Jarre   Fotografía Freddie Young
Reparto
Sarah Miles, Robert Mitchum, Christopher Jones, Trevor Howard, John Mills,Leo McKern, Barry Foster, Marie Kean, Arthur O'Sullivan, Gerald Sim
Productora
Metro-Goldwyn-Mayer (MGM)
Género
Drama. | Años 1910-1919
Sinopsis
Irlanda, 1916. Cuando Charles (Mitchum), un maestro rural viudo, vuelve de Dublín a su aldea natal, Rosy (Sarah Miles), una muchacha muy impulsiva, se encapricha con él y no parará hasta llevarlo al altar. Pero el matrimonio fracasa: Charles es un hombre maduro y sosegado mientras que su esposa es una joven muy apasionada y romántica que acaba enamorándose de un oficial inglés con el que se ve en secreto. (FILMAFFINITY)
Premios
1970: 2 premios Oscar: Secundario (Mills), Fotografía. Nominada a Actriz (Miles) y Sonido
1970: Globo de Oro: Secundario (Mills). Nom. a Actriz (Miles) y Secundario (Howard)
1970: Premios BAFTA: 10 nominaciones incluyendo a Mejor película y director
1970: Sindicato de Directores (DGA): Nominada a Mejor director
1970: Premios David di Donatello: Mejor producción extranjera

La hija de Ryan: denle una oportunidad al amor, caramba

Publicado por Álvaro Corazón Rural en:
 

Todo el mundo tiene una película de apagar el móvil, es decir, encerrar al resto de la humanidad en un calabozo y tumbarse a disfrutar como un gorrino. La mía, o una de las mías, es La hija de Ryan. Una película que amargó la vida a su director y que tiene una historia detrás digna de contarse. Cuando David Lean estrenó Doctor Zhivago, la crítica dijo que no era como Lawrence de Arabia. Luego la taquilla le dio la razón y refrendó la calidad de la película. Pero años después, en 1970, cuando volvió con La hija de Ryan, los críticos esta vez dijeron que era una pena porque parecía que Lean ya nunca más volvería a rodar algo tan bueno como Doctor Zhivago.

Las críticas en esta ocasión no cayeron en saco roto. Lean se sintió linchado, apaleado, se replanteó su vida y estuvo catorce años sin filmar. Y la campaña no solo significó prácticamente su retiro. La hija de Ryan está considerada también como la última gran película hollywoodiense, como el fin de una forma de entender el cine, y de paso se llevó por delante el proyecto de Napoleón, reservado por MGM para Stanley Kubrick, que ya no se atrevieron a financiar.

Sarah Miles aparece al principio del film leyendo una novela romántica barata. Es lo que muchos quisieron ver en esta historia a finales de la década de los sesenta, cuando la modernidad exigía productos más sofisticados. Pero La hija de Ryan era un alegato, como dice el historiador cinematográfico Pablo Pérez Rubio, contra el amor institucionalizado, domesticado socialmente, incluido en el seno de la familia patriarcal y en el que la emoción está excluida. Era un mensaje muy apropiado para aquellos años de «revolución». Era, además, un lugar común en el cine de David Lean, que tanto giró en torno a la mujer y su sometimiento social y cultural. Según Pérez Rubio, en la filmografía del inglés «la renuncia femenina preserva el orden establecido».

Esa misma idea es la que planteó en su penúltima película, la historia de una joven aún inmadura que está deseando amar y ser amada, se casa con el único hombre que marca la diferencia en su pequeño pueblo católico irlandés, su antiguo maestro, y en la noche de bodas este (Robert Mitchum) pega un gatillazo de padre y muy señor mío.

Habrá habido en la historia de la cinematografía mucho cine de terror con escenas escalofriantes que le hielan a uno la sangre, pero la mirada perdida de Sarah Miles en la cama, cuando descubre en ese instante que se ha casado con un hombre que no funciona ¡y para toda la vida como ordena el papa!, no puede transmitir más pavor. En La matanza de Texas no se alcanzan esos niveles de tragedia.

Después, a la protagonista, sumida en un matrimonio fallido y además monótono y rutinario —la afición más trepidante del personaje de Mitchum es la botánica—, se le presenta un oficial inglés traumatizado por la guerra, en el fondo un niño asustado, encima guapo, y la chica sucumbe a la tentación como quien coge aire después de bucear cincuenta metros.

Lean presumía de que era un director antisentimental y esa era la línea que siguió con esta película, que para él era una forma de romper con la megalomanía de sus últimos trabajos y tender la mano a la crítica más exigente con una propuesta como su elogiada Breve encuentro (1945). Pero no. Los pseudointelectuales del momento no vieron lo que para el profesor Roberto Cueto fue una entrega más de su cine sobre «ansiedades y expectativas que no se pueden cumplir por culpa del entorno». Y eso era. A un lado del ring, la población de un villorrio católica, reprimida y represiva; en el otro, el Imperio británico que les somete por encima de sus creencias, ya en sus horas bajas, cansado de matar. En medio, una mujer indefensa que se niega a morir en vida.

Originalmente, Lean se planteó rodar una versión de Madame Bovary, la novela de Gustave Flaubert sobre el adulterio en un matrimonio muerto clínicamente. En aquel entonces el director, de sesenta años, estaba viviendo con Sandy Hotz, de veintiuno, mientras seguía casado con Leila Matkar. Y su guionista Robert Bolt, cuarentón, se acababa de casar con Sarah Miles, de veintisiete, tras divorciarse de su primera mujer. Sabían bien lo que era el fracaso matrimonial.

Como Madame Bovary ya había sido filmada por Renoir y Vicente Minelli, entre otros, Lean propuso que el guión solo se inspirase en el libro en lugar de hacer una adaptación. Situó la acción en la Irlanda de la Rebelión de 1916, porque siempre lo contextualizaba todo en grandes sucesos históricos que arrastran el destino de sus personajes, y porque entendía que en la Irlanda de la I Guerra Mundial la moral no había cambiado apenas desde los tiempos de Flaubert.

Uno de los primeros actores con los que contactaron fue Alec Guiness para que hiciera de cura. Guiness se había convertido al catolicismo, y con la fe del ídem, empezó a poner pegas a los detalles del personaje. Que si no podía ir vestido así, que si un sacerdote católico nunca haría tal cosa. Puso tantas condiciones que al final el elegido fue Trevor Howard, viejo amigo de Lean desde los tiempos de Breve encuentro.

Para el marido cornudo, el director inglés tuvo claro que quería a Robert Mitchum. Además MGM, para poner los nueve millones de dólares presupuestados en inicio, le exigía un estrellón. «Otros actores actúan, Mitchum es», decía de él Lean. «Solo con estar ahí Mitchum puede hacer que otro actor casi parezca un agujero en la pantalla». E iba perfecto para el papel. En Night Fighters (Tay Garnett, 1960) demostró que dominaba el acento irlandés y, a la hora de hacer de marido con esposa infiel, Lean tenía ideas claras: «Para interpretar a un hombre débil necesito a un actor fuerte. Si elegimos a un actor apocado será aburridísimo».

Pero al protagonista de La noche del cazador no le convencían las fechas ni los horarios del rodaje, de modo que en un principio rechazó la propuesta. Entonces le insistieron, y como a él no le gustaba sentirse presionado, contestó de cachondeo que estaba pensando en retirarse del mundo de la actuación, e incluso barajaba la posibilidad de suicidarse. Bolt sin vergüenza ninguna le volvió a insistir, aunque esta vez en sus mismos términos: «¡Genial! Si tienes pensado suicidarte, nosotros correremos con los gastos de tu funeral si aceptas aparecer en esta humilde película». Le hizo gracia y aceptó.

En el caso del oficial inglés torturado y depresivo, el hombre ideal era claramente Marlon Brando, pero estaba rodando en Colombia Queimada! con Gillo Pontecorvo. No era la primera vez que tenía que decirle que no a Lean. El papel le cayó entonces a Christopher Jones, un actor que estaba empezando y hasta en lo personal daba el perfil del personaje. Era un joven muchacho que había crecido en un orfanato y de ahí se había marchado al Ejército, pero su suerte cambió y ahora era un niño guapo de éxito en la industria del cine con todo el futuro por delante.

El rodaje se hizo en la península de Dingle, en Irlanda. Lean ordenó levantar un pueblo entero con casas de piedra. Algo parecido a lo que había hecho en Madrid, reproduciendo un kilómetro de calle de Moscú en medio de la nada entre Hortaleza y Canillas para Doctor Zhivago. Su afamado exceso de celo y perfeccionismo apareció cuando exigió que las casas estuvieran también decoradas por dentro, con su bodega y sus chimeneas, aunque no se fuera a rodar nada en su interior. «Los Rolls Royce tienen siete capas de pintura y casi nadie lo sabe», contestaba Lean cuando le preguntaban si es que estaba loco.

Con esta película tenía que rescatar a los estudios MGM como ya había ocurrido antes con Doctor Zhivago, había muchas expectativas puestas en el rodaje, y como suele suceder en estos casos, aquello fue una auténtica locura. Estuvo nublado la mayor parte de los días. Los actores tenían que estar listos por si salía el sol, de modo que se pasaban las horas esperando sin poder hacer otra cosa. La condición humana puede ser muy peligrosa si es víctima del aburrimiento y este rodaje no fue una excepción. Robert Mitchum empezó a emborracharse todos los días. Y Christopher Jones se estampó con su Ferrari conduciendo a toda velocidad por las carreterillas del condado. Sobrevivió de casualidad.

El ejemplo más ilustrativo de lo que fue aquello es el relato de cómo se filmó una de las escenas más emocionantes de la película, cuando Robert Mitchum descubre que su mujer le es infiel siguiendo sus huellas por la arena de la playa. Si uno ve la película sin saber nada más, lo normal es que Mitchum deje la sensación de haber realizado uno de los papeles de su vida. De hecho, así es. Muestra a un hombre cuyos pensamientos son inalcanzables, que se eleva sobre la moral de la época y la situación con una paciencia cristiana como para ponerle un marco. Todo eso transmite. Y bien, ¿cómo lo logró? Pues involuntariamente. El día de la aludida escena se había desayunado una botella de vodka. David Lean tuvo que seguir sus pasos pegadito a él para que no se fuera al suelo. Por lo visto, luego fue una proeza cortar los planos para que no se viera al director detrás. Esa mímica extraviada, esas miradas al infinito, esos puñetazos en el corazón que se leen en su actuación no eran fruto del método Stanislavski ni nada de eso: es que llevaba una melopea de cojones.

Sin embargo, para Lean fue mucho más duro lidiar con el niño guapo, con Jones. El joven actor perdió la confianza a las primeras de cambio. Se dio cuenta de que todo le venía grande, el director lo sabía, pero ya no quedaba más remedio que apechugar con la decisión de haberle contratado. Se pasó los días encerrado en su bungalow. Automarginado, todo el día enfadado. Se ponía extremadamente irascible cuando trataban de darle algún consejo, incluso instrucciones. Un día, sintiéndose acorralado, llegó a confesar a gritos «¡No soy actor!». Y lo peor de todo, cuando tenían que filmar el primer orgasmo en la vida de Rosy (Sarah Miles) y la cosa no salía ni por casualidad, trató de justificarse diciendo que su falta de química con ella se debía a que no le parecía una mujer atractiva. Desde ese momento, la actriz pasó a apodarle «el enano». La hirió en lo más profundo.

Pero oiga, también involuntariamente dejó una actuación memorable. Un niñato así necesitaba de un director con infinita paciencia que le escuchara y le arropara, pero Lean hacía muchos años que había dejado de ser así y optó por lo más fácil. Le cortaron todos los diálogos, se suprimieron docenas de frases completas y Lean se conformó con que supiera estarse quieto, temblar si era preciso, y acertar con los monosílabos. Su personaje, víctima del estrés postraumático de la primera línea de fuego, quedó niquelado. Perfecto.

Porque si no salían las cosas, doctores tiene la Iglesia. A Sarah Milles se le metió entre ceja y ceja que la escena de amor no se iba a cambiar y que Jones la iba a interpretar tal y como venía en el guión. Era una cuestión de orgullo. Mitchum salió en su ayuda. A la mañana siguiente, le echó droga en los cereales al guaperas —nadie ha sabido especificar cuál—. Jones se quedó aturdido, o sea, completamente drogado, y sin problemas se situó encima de Sarah. Sin embargo, La actriz recuerda que estaba quieto, inmóvil, «como un pescado mojado». En ese momento, Lean le susurró que hiciera algo para que el chico se moviera, así que ella le metió un dedo por el culo y, sí, reaccionó. Así consiguieron rodar la escena.

Un español, Perico Vidal, era el ayudante de dirección de David Lean. Marcos Ordoñez grabó su relato de toda su carrera y publicó las transcripciones en El País hace unos años. Su testimonio demuestra que hubo todavía muchos más problemas. Trevor Howard, el que hacía de cura, también se pasó el rodaje completamente borracho. Lo único que hacía que Mitchum y él no aparecieran con resacas cósmicas cada mañana era la marihuana.

Cuando Howard fumaba la impresionante marihuana de Mitchum todo iba bien o medio bien. Cuando pasaba al alcohol estábamos perdidos, y lo sabíamos desde temprana hora, porque en esos días fatales desayunaba con varias pintas de Guiness, una tras otra.

Un día que Mitchum y Lean se enfadaron, el director le pidió a Vidal que fuera tras él y lograse que volviera para repetir la escena. Al llegar a su caravana, se encontró a Mitchum fumando marihuana con una cachimba. El español se acercó y sin mediar palabra se puso a fumar con él. Cuando estaban ciegos, «dejando atrás Saturno», dijo Vidal a Marcos Ordóñez, volvieron y el actor interpretó su escena. Lean se quedó maravillado. Fue corriendo a preguntarle a su ayudante qué le había dicho para convencerle de que volviera. «Ha habido suerte», contestó él.

Mitchum, por su parte, se quejó de que trabajar con Lean era como «hacer un Taj Mahal con palillos». Para Lean, Mitchum no ponía pasión ninguna. Hacía su oficio indiferente, solo por la pasta. Pero luego, si el rodaje se prolongaba, se ponía a cocinar para todo el equipo él mismo. Y era un excelente cocinero. Ahí era atento, cercano. Ante la prensa, se burlaba abiertamente de la obsesión perfeccionista del director. Cuando le preguntaron si no cobraba mucho por el film, replicó: «Unos ochocientos mil dólares, pero Lean se ha gastado diez millones en heno para los caballos».

Cuando acabó la película, Lean les preguntó a los lugareños si querían que dejase en pie el precioso poblado de piedra que había levantado. Le dijeron que no. Que lo tirase y lo dejase todo como cuando había llegado, que ya estaban hartos de él. Nunca fueron bienvenidos en Irlanda, había demasiados ingleses en el equipo. Pero al menos no les pasó como a Kubrick, que rodando Barry Lyndon cinco años después recibió amenazas del IRA para que hiciera el favor de largarse. Para cuando las autoridades locales se dieron cuenta de que los decorados del rodaje podían atraer el turismo, Lean ya lo había dejado todo como si fuera naturaleza virgen.

Tras el estreno, Lean se fue a una comida con la Asociación Nacional de Críticos de Nueva York. Richard Schickel le espetó sin preámbulos: «¿Cómo el hombre que rodó Breve encuentro puede filmar una mierda como La hija de Ryan?» Se había abierto la veda. Pauline Kael dijo que era una película «demasiado cara para un romance tan barato». Variety, que la excesiva duración diluía el impacto de las actuaciones. Igual que al otro lado del charco. A Alexander Walker, del Evening Standard, también se le hizo larga: «tres horas es demasiado para una historia de amor tan insignificante».

Cuando Lean volvió de Nueva York le confesó a su amigo español: «Esta vez sí, Pedro. Esta vez lo dejo. No vale la pena tanto esfuerzo». La película, en cualquier caso, recaudó treinta millones para los trece que había costado. Y en un cine de Londres llegó a estar dos años en cartel. Se llevó un Óscar a la Mejor Fotografía, indiscutible, y otro fue para John Mills, el retrasado mental de la historia, por un papel que en un principio habían pensado dárselo a Charles Chaplin, pero no se atrevieron porque podía desequilibrar el reparto. 

Lean se tomó las reseñas negativas como si le estuvieran pegando con un bate de béisbol. Las críticas competían en ingenio a ver cuál vilipendiaba más la película. Él ya había dejado claro cuáles eran sus motivaciones. Con respecto al melodrama: «Me gusta hacer películas sobre mujeres, me gusta contar historias de amor, creo que son fascinantes. Pienso que la excitación de una aventura amorosa es difícil de superar»; y sobre los críticos de los años sesenta: «Con la intelectualidad crítica puedes ser bueno o bien estar muerto dependiendo de si gastas mucho dinero en una película. Si uno emplea diez millones de dólares (el coste de Doctor Zhivago) se supone que no es capaz de hacer un buen film, lo que es una tremenda estupidez». Flaubert también tuvo problemas en su tiempo por atentar contra el engendro ese de la moral pública, que suele manifestarse de forma diferente en cada época.

Harto, Lean lo dejó todo y se entregó a su otra gran pasión: viajar. Recorrió el mundo de punta a punta. Cuando después murieron su padre y su hermano, entró en cierta crisis familiar y decidió pasar más tiempo con su hijo. Huir del tipo de «vida provisional» de los grandes profesionales. Aunque regresó al tajo en 1984, con Pasaje a la India, una cinta en la que profundizó aún más en su estilo y sus obsesiones. Los críticos ya le importaban un bledo.

A día de hoy, La hija de Ryan es una película que no ha envejecido ni un ápice. No hay técnicas informáticas que mejoren el privilegiado paisaje natural en el que fue grabada. El mensaje tampoco nos es tan ajeno. Y, finalmente, el poblado imaginario de Kirray hubo que derribarlo, pero el turismo cinéfilo sigue peregrinando al lugar.

 

 

 

 


4 Comments

  1. Esta magnifica película la vi muy en mi adolescencia en Talca, Chile, en los años 80 en la tv. Época de mucha miseria humana en mi país como en mi familia. Una de mis pocas alegrías era ver cine clásico, pero creo que esta película especialmente, marcó un antes y un después. De alguna, creo yo, la combinación de la belleza visual de esta película, su guión y los personajes al límite, funciona como una terapia para la gente que no conoció mucho la felicidad. Siempre se puede estar peor.
    Un abrazo.

    • Gracias por comentar. En efecto, son películas que nos están siendo expoliadas. Chocan contra el Nuevo Orden, donde el cine no es más que adoctrinamiento, y las personas han – hemos- dejado de importar.

      Necesitamos el cine que nos lleva a soñar con un mundo en el que el Ser Humano vuelva a ocupar el centro de la sociedad.

      Mientras podamos, seguiremos publicando cine «alternativo». Buen cine. Rescatando nuestra cultura del limbo de la propiedad intelectual mercenaria.

      Sabes que con las leyes actuales Newton no habría podido leer a Galileo?

      No se defiende la cultura, sino el dinero. Contra todo. Pero sobre todo, lo defiende de nosotros. Cuanto mas sórdido, mejor.

      El cine globalizado nos envilece como personas. Es la imagen del mundo distópico por el que hace tiempo que caminamos sin ser plenamente conscientes.

      En este caso, como con clara transparencia se explica en el artículo que la acompaña, la dirección resultó espléndida; y sólo por su extraordinaria flexibilidad; cambio tras cambio, problema tras problema, con solución siempre sobre la marcha; sacando partido de sus actores de la manera más asombrosa.

      Saludos cordiales

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