Discurso sobre la Virtud Republicana (7 de Febrero de 1794 · 19 Pluviôe, An II )
Por Maximilien Robespierre
La democracia es un Estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son de obra suya, actúa por sí mismo siempre que le es posible, y por sus delegados cuando no puede obrar por sí mismo.
Es, pues, en los principios del gobierno democrático donde debéis buscar las reglas de vuestra conducta política.
Pero para fundar y consolidar entre nosotros la democracia, para llegar al reinado apacible de las leyes constitucionales, es preciso terminar la guerra de la libertad contra la tiranía y atravesar con éxito las tormentas de la Revolución; tal es el fin del sistema revolucionario que habéis organizado. Debéis aún regir vuestra conducta según las tormentosas circunstancias en que se encuentra la República, y el plan de vuestra administración debe ser el resultado del espíritu del gobierno revolucionario combinado con los principios generales de la democracia.
Pero ¿cuál es el principio fundamental del gobierno democrático o popular, es decir, el resorte esencial que lo sostiene y que le hace moverse? Es la virtud. Hablo de la virtud pública, que obró tantos prodigios en Grecia y Roma, y que producirá otros aún más asombrosos en la Francia republicana; de esa virtud que no es otra cosa que el amor a la Patria y a sus leyes.
Pero como la esencia de la República o la democracia es la igualdad, el amor a la patria incluye necesariamente el amor a la igualdad.
En verdad, ese sentimiento sublime supone la preferencia del interés público ante todos los intereses particulares, de lo que resulta que el amor a la patria supone también o produce todas las virtudes, pues ¿acaso son éstas otra cosa sino la fuerza del alma, que se vuelve capaz de tales sacrificios? ¿Y cómo podría el esclavo de la avaricia o de la ambición, por ejemplo, inmolar su ídolo a la Patria?
No sólo es la virtud el alma de la democracia, sino que, además, solamente puede existir con este tipo de gobierno. En la monarquía, sólo conozco un individuo que pueda amar a la Patria, y que para ello no necesita siquiera virtud: el monarca. La causa de ello es que, de todos los habitantes de sus estados, el monarca es el único que tiene una patria. ¿Acaso no es el soberano, al menos de hecho. ¿No está en el lugar del Pueblo? ¿Y qué es la Patria sino el país del que se es ciudadano y partícipe de la soberanía?
Por una consecuencia del mismo principio, en los Estados aristocráticos, la palabra «patria» sólo tiene algún significado para quienes han acaparado la soberanía.
Sólo en la democracia es el Estado verdaderamente la Patria de todos los individuos que lo componen, y puede contar con tantos defensores interesados en su causa como ciudadanos tenga. Si Atenas y Esparta triunfaron de los tiranos de Asia y los suizos de los tiranos de Austria y España, no hay que buscar otra causa que ésta. Pero los franceses son el primer pueblo del mundo que ha establecido una verdadera democracia, llamando a todos los hombres a la igualdad y a la plenitud de los derechos de ciudadanía; ésta es, a mi juicio, la verdadera razón por la cual todos los tiranos coaligados contra la República serán vencidos.
Es el momento de sacar grandes consecuencias de los principios que acabamos de exponer. Puesto que el alma de la República es la virtud, la igualdad, y vuestra finalidad es fundar y consolidar la República, la primera regla de vuestra conducta política debe ser encaminar todas vuestras medidas al mantenimiento de la igualdad y al desarrollo de la virtud, pues el primer cuidado del legislador debe ser el fortalecimiento del principio del gobierno. Así, todo aquello que sirva para excitar el amor a la patria, purificar las costumbres, elevar los espíritus, dirigir las pasiones del corazón humano hacia el interés público, debe ser adoptado o establecido por vosotros; todo lo que tiende a concentrarlas en la abyección del yo personal, a despertar el gusto por las pequeñas cosas y el desprecio de las grandes, debéis eliminarlo o reprimirlo. En el sistema de la Revolución francesa, lo que es inmoral es impolítico, lo que es corruptor es contrarrevolucionario. La debilidad, los vicios, los prejuicios, son el camino de la monarquía.
(traducción: http://documentos-rf2.blogspot.com.es/p/discurso-sobre-la-virtud-republicana-7.html)
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LA RAZÓN, EL NUEVO DIOS DE FILÓSOFOS Y ABOGADOS
por Albert Camus
Unos principios eternos ordenan nuestra conducta: la Verdad, la Justicia; finalmente, la Razón. Ese es el nuevo dios. El dios de los filósofos y de los abogados no tiene más que el valor de una demostración. En verdad, es muy débil, y se comprende que Rousseau, que predicaba la tolerancia, haya creído, sin embargo, que era preciso condenar a muerte a los ateos. Para adorar durante un largo tiempo un teorema, no basta la fe, se necesita también una policía. Vicio, virtud, corrupción, estos términos vienen constantemente a la retórica de los tiempos y, todavía más, a los discursos de Saint-Just, haciéndolos cada vez más pesados. La Revolución francesa, al pretender edificar la historia sobre un principio de pureza absoluta, inaugura los tiempos modernos al mismo tiempo que la era de la moral formal. La moral, cuando es formal, devora. La virtud absoluta es imposible, la república del perdón trae mediante una lógica implacable la república de las guillotinas. Montesquieu había denunciado ya esta lógica como una de las causas de decadencia de las sociedades, diciendo que el abuso del poder es mejor cuando las leyes no lo prevén.
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La religión que ejecuta al viejo soberano debe edificar ahora el poder del nuevo; cierra la iglesia, lo que la conduce a tratar de edificar un templo. La sangre de los dioses, que salpica un segundo al sacerdote de Luis XVI, anuncia un nuevo bautismo. Joseph de Maistre calificaba la Revolución de satánica. Ya se ve por qué y en qué sentido. Sin embargo, Michelet estaba más cerca de la verdad al llamarla un purgatorio. En este túnel se mete ciegamente una época para descubrir una nueva luz, una nueva felicidad y el rostro del verdadero dios. ¿Pero cuál será este nuevo dios? Preguntémoslo de nuevo a Saint-Just.
PARA ADORAR DURANTE LARGO TIEMPO UN TEOREMA, NO BASTA LA FE, SE NECESITA TAMBIÉN UNA POLICÍA
El año 1789 no afirmaba todavía la divinidad del hombre, sino la del pueblo, en la medida en que su voluntad coincide con la de la naturaleza y la de la razón. Si la voluntad general se expresa libremente, no puede ser más que la expresión universal de la razón. Si el pueblo es libre, es infalible.
Muerto el rey, las cadenas del viejo despotismo sueltas, el pueblo va, pues, a expresar lo que, en todo tiempo y en todo lugar, es, ha sido, y será la verdad. Él es el oráculo al que hay que consultar para saber lo que exige el orden eterno del mundo. Vox populi, vox naturae. Unos principios eternos ordenan nuestra conducta: la Verdad, la Justicia; finalmente, la Razón. Ese es el nuevo dios.
El Ser supremo que cohortes de jóvenes doncellas vienen a adorar festejando la Razón no es más que el antiguo dios, desencarnado, desprendido bruscamente de toda atadura con la tierra y despedido, lo mismo que un globo, al cielo vacío de los grandes principios. Privado de sus representantes, de todo intercesor, el dios de los filósofos y de los abogados no tiene más que el valor de una demostración. En verdad, es muy débil, y se comprende que Rousseau, que predicaba la tolerancia, haya creído, sin embargo, que era preciso condenar a muerte a los ateos. Para adorar durante un largo tiempo un teorema, no basta la fe, se necesita también una policía. Pero eso no debía llegar sino más tarde.
En 1793 la nueva fe todavía está intacta y bastará, si se cree a Saint-Just, con gobernar según la razón. El arte de gobernar, según él, no ha producido más que monstruos porque, hasta él, no se ha querido gobernar según la naturaleza. Se acabó el tiempo de los monstruos con el de la violencia. “El corazón humano marcha de la naturaleza a la violencia, de la violencia a la moral.” La moral no es, pues, más que una naturaleza vuelta a encontrar finalmente después de siglos de enajenación. Que se den únicamente al hombre leyes “según la naturaleza y su corazón”, y dejará de ser desgraciado y corrompido. El sufragio universal, fundamento de las nuevas leyes, debe conducir forzosamente a una moral universal. “Nuestro objetivo es crear un orden de cosas de tal forma que se establezca una ascensión universal hacia el bien.”
CUANDO CONFUNDIMOS LA CORRUPCIÓN MORAL CON LA POLÍTICA, UN PRINCIPIO DE REPRESIÓN INFINITA SE INSTALA ENTONCES
La religión de la razón establece de una forma natural la república de las leyes. La voluntad general se expresa en leyes codificadas por sus representantes. “El pueblo hace la revolución, el legislador hace la república.” Las instituciones “inmortales, impasibles y al abrigo de la temeridad de los hombres”, regirán, a su vez, la vida de todos en un acuerdo universal y sin contradicción posible, puesto que todos, obedeciendo a las leyes, no obedecen más que a sí mismos. “Fuera de las leyes -dice Saint-Just-, todo es estéril y muerto.” Es la república romana, formal y legalista. Conocida es la pasión de Saint-Just y de sus contemporáneos por la antigüedad romana.
El joven decadente que pasaba las horas en Reims, con las contraventanas cerradas, en una habitación con tapices negros adornada con incrustaciones blancas, soñaba con una república espartana. El autor de Organt, largo y licencioso poema, sentía tanto más la necesidad de frugalidad y de virtud. En sus instituciones, Saint-Just negaba la carne a un niño hasta la edad de dieciséis años, y soñaba con una nación vegetariana y revolucionaria. “El mundo está vacío desde los romanos”, exclamaba. Pero se anunciaban tiempos heroicos, y Catón, Bruto, Escévola, se hacían nuevamente posibles. La retórica de los moralistas latinos volvía a florecer.
“Vicio, virtud, corrupción”, estos términos vienen constantemente a la retórica de los tiempos y, todavía más, a los discursos de Saint-Just, haciéndolos cada vez más pesados. La razón de ello es sencilla. Este hermoso edificio, según lo había visto Monstesquieu, no podía pasarse sin la virtud. La Revolución francesa, al pretender edificar la historia sobre un principio de pureza absoluta, inaugura los tiempos modernos al mismo tiempo que la era de la moral formal.
¿Qué es, en efecto, la virtud? Para el filósofo burgués de entonces es la conformidad con la naturaleza (*), y, en política, la conformidad con la ley, que expresa la voluntad general. “La moral -dice Saint-Just– es más fuerte que los tiranos.” En efecto, ella acaba de matar a Luis XVI. Toda desobediencia a la ley no viene, pues, de una imperfección, supuestamente imposible, de esta ley, sino de una falsa virtud en el ciudadano refractario. Por eso la República no es solamente un Senado, como dice firmemente Saint-Just, sino que ella es la virtud. Toda corrupción moral es al mismo tiempo corrupción política, y recíprocamente. Venido de la misma doctrina, un principio de represión infinita se instala entonces.
INCLUSO LOS CORAZONES QUE SIENTEN QUE ES HORROROSO ATORMENTAR AL PUEBLO, PUEDEN SOMETERSE A PRINCIPIOS QUE ACABEN POR ATORMENTARLO
Saint-Just era sin duda sincero en su deseo de idilio universal. Soñó verdaderamente con una república de ascetas, con una humanidad reconciliada y abandonada a los castos juegos de la inocencia primitiva, bajo la guardia de estos prudentes ancianos a quienes condecoraba anticipadamente con un echarpe tricolor y con un penacho blanco. Sabido es también que, desde el principio de la Revolución, Saint-Just se pronunciaba, al mismo tiempo que Robespierre, contra la pena de muerte. Únicamente pedía que los asesinos fuesen vestidos de negro toda su vida. Quería una justicia que no intentase “encontrar al acusado culpable, sino encontrarle débil”, y esto es admirable.
También soñaba él con una república del perdón que reconociese que, si bien el árbol del crimen era duro, la raíz era tierna. Uno de su gritos por lo menos viene del corazón y no se olvida fácilmente: “Es una cosa horrorosa el atormentar al pueblo.” Sí, es horroroso. Pero un corazón puede sentirlo y someterse, sin embargo, a principios que suponen, finalmente, el tormento del pueblo.
La moral, cuando es formal, devora. Parafraseando a Saint-Just, nadie es virtuoso inocentemente. A partir del momento en que las leyes no hacen reinar la concordia, en que la unidad que los principios debían crear se disloca, ¿quién es culpable? Las facciones. ¿Quiénes son los facciosos? Los que niegan por su actividad misma la unidad necesaria. La facción divide al soberano. Ella es, pues, blasfema y criminal. Hay que combatirla, y a ella sola. ¿Y si hay muchas facciones? Todas serán combatidas, sin remisión. Saint-Just exclama: “O las virtudes o el Terror.” Hay que endurecer la libertad, y el proyecto de Constitución en la Convención menciona entonces la pena de muerte.
La virtud absoluta es imposible, la república del perdón trae mediante una lógica implacable la república de las guillotinas. Montesquieu había denunciado ya esta lógica como una de las causas de decadencia de las sociedades, diciendo que el abuso del poder es mejor cuando las leyes no lo prevén. La ley pura de Saint-Just no había tenido en cuenta esta virtud, vieja como la misma historia: que la ley, en su esencia, está llamada a ser violada.
(*) Pero la naturaleza, tal como se la encuentra en Bernardino de Saint-Pierre, está incluso conforme con una virtud preestablecida. La naturaleza también es un principio abstracto. Nota del autor.
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ALBERT CAMUS, El hombre rebelde. Obras Completas II, Aguilar, 1968. Filosofía Digital, 2008
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PORTADA: "El Juramento del Juego de la pelota", por Jacques-Louis David , 1791.
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