AUTORIDAD Y LIBERTAD, por Baruch de Spinoza

“Spinoza entendió que la política es el arte de manejar los afectos de los individuos, básicamente el binomio miedo/esperanza. Pero también entendió que el individuo puede superar el sometimiento a los afectos mediante la razón en la medida que el Estado se “institucionaliza”. Entre estas instituciones las jurídicas son especialmente importantes ya que suponen una “estabilización de las esperanzas” o expectativas (definición de derecho según la teoría Luhmanniana). La verdadera división de la sociedad que vemos hoy en día responde mas a esta división afecto/razón que las demagógica izquierda y derecha. Efectivamente hoy nos dividimos entre los que desean gobernar manipulando a los súbditos por los afectos (pasiones), y por tanto necesitan que estos sean poco racionales y tienen poco interés en que las instituciones sean eficaces, y los que pretenden que estas si sean eficaces y omnipresentes, para que a través de ellas el ciudadano pueda guiarse por la razón, como un bien superior, superando el sometimiento natural a las pasiones. Sería bueno por tanto llamar las cosas por su nombre: partido de los afectos y partido de la razón” (Jesús.T.).

“En efecto, para Spinoza, la única vía por la que la gran masa de la Humanidad se podría aproximar lo más posible a la virtuosa y libre vida del sabio, consistiría en vivir bajo la guía de un Estado democrático y, aunque, como dijo, “está claro que podemos concebir varios géneros de Estado democrático”, empezó a describir (impidiéndole la muerte llevar a cabo su proyecto) aquél en el que tienen derecho a elegir y ser elegidos para los cargos públicos “absolutamente todos los que únicamente están sometidos a las leyes patrias y son, además, autónomos y viven honradamente.” [Dejando ahora al margen las excepciones que contemplaba, y que prueban que ni siquiera este gran filósofo estaba exento de algunos prejuicios de su época].

Esto era así para Spinoza porque, según él, “la razón enseña a practicar la piedad y a mantener el ánimo sereno y benevolente, lo cual no puede suceder más que en el Estado”; además, “también la justicia y la injusticia sólo son concebibles en el Estado”. Por lo tanto, añade, “hay que poner tales fundamentos al Estado, que de ahí se siga, no que la mayoría procuren vivir sabiamente (pues esto es imposible), sino que se guíen por aquellos sentimientos que llevan consigo la mayor utilidad del Estado”. En ese sentido, sostenía que lo que engendra la concordia -fin último del pacto social- tiene que ver con la justicia, la equidad y la honestidad o respeto a las buenas costumbres.

Y añadía: “Suele también engendrarse la concordia, generalmente, a partir del miedo, pero en ese caso no es sincera. Añádase que el miedo surge de la impotencia del ánimo y, por ello, no es propio de la razón en su ejercicio”. Así pues, del binomio miedo/esperanza, que lleva a los hombres al estado político, Spinoza descartó, para el arte del buen gobierno, el uso del miedo (una pasión triste), por considerarlo irracional, prefiriendo en su lugar la esperanza (una pasión alegre), dada la atracción general que todos los individuos sienten por ella. Así pues, me parece magnífica esa definición, que usted aporta, del derecho como “estabilización de las esperanzas”.

Por mi parte, no sueño con un utópico reinado de la razón, como hacían los alocados y homicidas jacobinos franceses, sino con “organizar de tal forma el Estado, que todos, tanto los que gobiernan como los que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común”, sean cuales sean los motivos que les muevan, con tal que digan el santo y seña de la democracia: “No aceptaré nada que no sea ofrecido a los demás en iguales condiciones” (Walt Whitman). Por desgracia, me temo que, a muchos de los que se declaran demócratas hoy, les ocurre lo mismo que a la generación de jóvenes abogados americanos que apareció tras la guerra de Independencia, de la que Jefferson dijo: “Ellos, ciertamente, se consideran whigs (progresistas ingleses), porque ya no saben lo que significa ser whig o republicano”.

La mejor Constitución del Estado será como el alma del cuerpo social, y despertará en los ciudadanos, sean sensatos o insensatos, aquellos “sentimientos que llevan consigo la mayor utilidad del Estado”, entre los que no se deben excluir ni siquiera la ambición, la envidia, la avaricia, y hasta los deseos de riquezas o de gloria, por mucho que la Ética y la Religión los condenen. Porque la razón pública de la democracia no consiste en el dominio de los vicios privados, sino en su capacidad de convertir los “inevitables” vicios privados en las “necesarias” virtudes públicas. El buen gobierno puede componer con todas las pasiones y tonos del hombre “viejo” una hermosa sinfonía de orden y concordia para un mundo “nuevo”. En eso consiste, a mi entender, el arte de gobernar bien.

Por eso me parece que, mientras no hayamos conseguido que “las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, buscando todos a una la común utilidad”, seguirá siendo pertinente hablar de derecha e izquierda, gobierno de unos pocos y de todos, aristocracia y democracia, conservadurismo y liberalismo, gobierno en nombre del pueblo y autogobierno del pueblo. No porque la libertad y el bienestar sean exclusivos de un Estado democrático (una cosa es gobernar con legítimo derecho y otra gobernar muy bien), sino porque éste es más justo, equitativo y razonable, y el que más se acerca al estado de naturaleza y a los derechos racionales del hombre y del ciudadano. Y, con tal que se consiga mantener a las mayorías dentro de los límites de la ley común, respetando a las minorías, la democracia será, sin duda, el sistema político más estable y perfecto del que los ciudadanos de todas las clases, ricos o pobres, cultos o incultos, hombres o mujeres, viejos o jóvenes, podamos jamás disfrutar. Y, de momento, esto que tenemos en España no es auténtica democracia, ni es tampoco verdadera libertad” (Jesús Nava).

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AUTORIDAD Y LIBERTAD, por Baruch de Spinoza

La sociedad es sumamente útil e igualmente necesaria no sólo para vivir en seguridad frente a los enemigos, sino también para tener abundancia de muchas cosas; pues, a menos que los hombres quieran colaborar unos con otros, les faltará arte y tiempo para sustentarse y conservarse lo mejor posible. No todos, en efecto, tienen igual aptitud para todas las cosas, y ninguno sería capaz de conseguir lo que, como simple individuo, necesita ineludiblemente.

LA SOCIEDAD ES SUMAMENTE ÚTIL E IGUALMENTE NECESARIA PARA LA SEGURIDAD, EL SUSTENTO Y LA FELICIDAD DE TODOS

A todo el mundo, repito, le faltarían fuerzas y tiempo, si cada uno debiera, por sí solo, arar, sembrar, cosechar, moler, cocer, tejer, coser y realizar otras innumerables actividades para mantener la vida, por no mencionar las artes y las ciencias, que también son sumamente necesarias para el perfeccionamiento de la naturaleza humana y para su felicidad. Constatamos, en efecto, que aquellos que viven como bárbaros, sin gobierno alguno, llevan una vida mísera y casi animal y que incluso las pocas cosas que poseen, por pobres y bastas que sean, no las consiguen sin colaboración mutua, de cualquier tipo que sea.

Esto no es democracia, esto no es libertad

Ahora bien, si los hombres estuvieran por naturaleza constituidos de tal forma que no desearan nada, fuera de lo que la verdadera razón les indica, la sociedad no necesitaría ley alguna, sino que sería absolutamente suficiente enseñar a los hombres doctrinas verdaderas para que hicieran espontáneamente, y con ánimo sincero y libre, lo que es verdaderamente útil.

Pero la verdad es que la naturaleza humana está constituida de forma muy distinta; porque todos buscan su propia utilidad, mas no porque lo dicte la sana razón, sino que, las más de las veces, desean las cosas y las juzgan útiles, porque se dejan arrastrar por el solo placer y por las pasiones del alma, sin tener en cuenta para nada el tiempo futuro ni otras cosas. De donde resulta que ninguna sociedad puede subsistir sin autoridad, sin fuerza y, por tanto, sin leyes que moderen y controlen el ansia de placer y los impulsos desenfrenados.

No obstante, tampoco la naturaleza humana soporta ser coaccionada sin límite, y, como dice Séneca, el trágico, nadie ha contenido largo tiempo Estados de violencia, mientras que los moderados son estables. Porque, en la medida en que los hombres sólo actúan por miedo, hacen lo que rechazan de plano y no se fijan en la necesidad o utilidad de la acción a realizar, sino que sólo se cuidan de no hacerse reos de muerte o de ser castigados.

Más aún, no pueden menos de alegrarse con el mal o perjuicio del que manda, aunque ello redunde en gran detrimento propio, y de desearle todos los males y de inferírselos tan pronto puedan. Por otra parte, nada pueden soportar menos los hombres que el servir a sus iguales y ser gobernados por ellos. Finalmente, nada resulta más difícil que volver a quitar a los hombres la libertad, una vez concedida.

LA OBEDIENCIA NO TIENE CABIDA EN UNA SOCIEDAD CUYO PODER ESTÁ EN MANOS DE TODOS Y LAS LEYES SON SANCIONADAS POR EL CONSENSO GENERAL

De las anteriores consideraciones se deriva lo siguiente:

1º. Que o bien toda la sociedad debe tener, si es posible, el poder en forma colegial, a fin de que todos estén obligados a obedecer a sí mismos y nadie a su igual; o bien, si son pocos o uno solo quien tiene el poder, debe poseer algo superior a la humana naturaleza o, al menos, debe procurar con todas sus fuerzas convencer de ello al vulgo.

2º. Que en cualquier Estado hay que establecer de tal modo las leyes, que los hombres sean controlados, no tanto por el miedo, cuanto por la esperanza de algún bien que desean vehementemente, ya que entonces todo el mundo cumplirá gustoso su oficio.

3º. Finalmente, como la obediencia consiste en que alguien cumpla las órdenes por la sola autoridad de quien manda, se sigue que la obediencia no tiene cabida en una sociedad cuyo poder está en manos de todos y cuyas leyes son sancionadas por el consenso general; y que en semejante sociedad, ya aumenten las leyes, ya disminuyan, el pueblo sigue siendo igualmente libre, porque no actúa por autoridad de otro, sino por su propio consentimiento. Lo contrario sucede cuando uno solo tiene el poder sin límites, ya que entonces se ejecutan las órdenes del Estado por la simple autoridad de un individuo; de ahí que, a menos que estén educados desde el comienzo a estar pendientes de la palabra del que manda, difícil le será a éste establecer nuevas leyes, cuando fuere necesario, y quitar al pueblo la libertad, una vez concedida.

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BARUCH DE SPINOZA, Tratado teológico-político, capítulo V. Alianza Editorial, 1986. Traducción de Atilano Domínguez. Filosofía Digital 2008.